Los camellos y el oso
Churchill se desplazó a Oriente Medio desafiando los peligros y soportando con entereza las incomodidades del viaje. «¡Cuánta energía y valentía tiene el anciano caballero… viajando… a través de África en medio del calor sofocante del verano!», comentaría maravillado Oliver Harvey. Y era bien cierto, aunque por otro lado ocultaba una realidad, a saber, el hecho de que durante el resto de la contienda Churchill se sentiría más feliz en los teatros de la guerra en el extranjero que en medio de la tristeza en la que estaba sumida Gran Bretaña, donde el romanticismo prácticamente brillaba por su ausencia, y aumentaban cada vez más los lamentos, las quejas y la mezquindad. Aunque anhelara una visión de la fortaleza de Albión, la realidad de su Albión era cada vez menos agradable. Antes de emprender viaje, el primer ministro discutió con Eden acerca de la conveniencia de que algún otro ministro se sumara a su comitiva. «Tenía la necesidad de sentirse acompañado, especialmente en Moscú». He aquí un pequeño atisbo de la soledad de Churchill en los momentos en los que tenía que afrontar grandes retos. Deseaba contar con la camaradería de alguien que estuviera a su altura, como, por ejemplo, Beaverbrook; alguien en el que poder confiar y con el que poder intercambiar impresiones y algunas bromas. Esa vez, sin embargo, se decidió que llevara en su comitiva sólo a funcionarios y a militares, entre los cuales destacaba Alan Brooke. En la etapa de Moscú se uniría al grupo Averell Harriman, cuya presencia había sido concebida para que a los rusos les quedara bien claro que lo que dijeran los británicos contaba con el acuerdo de los americanos, y sir Archibald Wavell, que había servido en Rusia en 1919 y hablaba la lengua.
Viajaron a bordo de un bombardero Liberator que, aunque poseía unas cualidades muy deseables —gran autonomía de vuelo, velocidad y altitud—, carecía de las comodidades y los detalles del Boeing Clipper. Un poco para vergüenza de los aviadores británicos, la seguridad del primer ministro fue confiada a un joven piloto acostumbrado a vuelos transatlánticos, Bill Vanderkloot, nacido en Illinois. Se consideró que Vanderkloot poseía un temperamento, unos conocimientos de navegación y una dilatada experiencia en largas travesías que los pilotos británicos no podían igualar. Y el americano cumplió sobradamente con las expectativas. El avión, sin embargo, era un aparato incómodo y muy poco apropiado para un hombre de edad avanzada de cuyo bienestar dependían en gran medida las esperanzas de la civilización occidental. Resultaba tan ruidoso que Churchill sólo se podía comunicar con los demás pasajeros mediante notas escritas. El vuelo fue largo, y la comitiva pasó bastante frío. Primero siguieron una ruta hasta divisar el Marruecos español, desde donde se adentraron en África para luego virar al este y cruzar el desierto, volando a gran altitud y utilizando oxígeno. Con la mascarilla puesta, escribió uno de los miembros de la tripulación, Churchill «parecía que se hubiera disfrazado para una fiesta navideña». Cuando se aproximaron a El Cairo, el primer ministro, que ocupaba el asiento del copiloto, pudo evocar un montón de recuerdos de su juventud. «¡Cuántas veces he contemplado el amanecer a orillas del Nilo!», exclamó. Una vez en tierra, comenzó un largo y meticuloso interrogatorio de soldados y oficiales, interesándose por el desarrollo de la campaña del desierto y por el ejército y sus comandantes.
Todo lo que vio y todo lo que oyó confirmó lo que ya se había imaginado. Desde 1939, los que habían visitado Egipto habían sentido siempre una gran consternación al comprobar la laxitud que reinaba en el conjunto formado por el cuartel general, los campamentos, las villas, los hoteles y los clubes que se encontraban a orillas del Nilo. Unos aires de imperialismo complaciente, que venían a confirmar los peores prejuicios de Aneurin Bevan, persistían incluso en medio de una guerra por la salvación del país. «El viejo Miles [Lampson, embajador británico en Egipto,] lleva una vida propia de los tiempos de paz, como los sátrapas», escribiría con desprecio Oliver Harvey. «Se dedica a no hacer nada». Pero las conductas de complacencia y los hábitos propios de los tiempos de paz también eran evidentes en otros escenarios, como, por ejemplo, los comedores de oficiales. En 1941 Averell Harriman, que no era precisamente un asceta, quedó atónito ante la indolencia y el lujo que vio a su alrededor durante su primera visita a El Cairo. Un año después seguía habiendo demasiados caballeros imponiendo su ley sobre unos pocos actores. Durante su visita relámpago a Egipto, Wendell Willkie, antiguo candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, percibió una actitud ante la guerra «de absoluta indiferencia» que resultaba sumamente «dolorosa». Auchinleck había defraudado en repetidas ocasiones las esperanzas de Churchill. Los soldados buenos de Oriente Medio estaban fatigados. En julio de 1942, un oficial del Estado Mayor escribía desde Egipto las siguientes palabras: «Me parece a mí que [en Inglaterra] hay mucha gente en casa que nunca ha hecho la guerra —aunque no sea por voluntad propia—, y que aquí hay mucha que ya ha tenido bastante».
El ejército del desierto seguía sufriendo las secuelas de sus graves deficiencias técnicas y tácticas. El espíritu de la caballería todavía dominaba las operaciones con vehículos blindados, a pesar de los frecuentes fracasos de los carros de combate británicos en sus intentos de destruir los tanques alemanes. «Las formaciones de “Auk” parecían incapaces de dominar el arte del Afrika Korps», que utilizaba cañones antitanque para detener a los carros blindados británicos antes de poner en peligro los suyos. La poca calidad de la producción industrial británica quedó patente cuando llegaron a Egipto los tanques de fabricación nacional. Era evidente que en las fábricas se habían limitado a apretar manualmente los tornillos de los carros de combate, que, además, presentaban un embalaje deficiente, y habían sido cargados en los barcos de manera inapropiada para un viaje por el océano. Fueron necesarias varias semanas de trabajo en los talleres del delta del Nilo antes de que los tanques estuvieran en condiciones de entrar en acción. El modelo Grant americano, que ya utilizaban algunas unidades blindadas británicas, llevaba en la barbeta de la carrocería un cañón de 75 mm capaz de volar por los aires los tanques alemanes, los cuales, no obstante, lo superaban en todo lo demás. Los nuevos Sherman todavía no habían llegado de Estados Unidos.
Las tropas de Auchinleck se habían visto superadas una y otra vez. Las derrotas sufridas por los británicos en 1940-1941 habían sido atribuibles a circunstancias que estaban más allá del control de los comandantes, tales como desidia en el período de entreguerras, falta de apoyo aéreo o superioridad de Alemania. Los fracasos de finales de 1941 y 1942 reflejaban, sin embargo, una falta de firmeza dolosa. Los dos aviadores mejor preparados de El Cairo, Arthur Tedder y «Maori» Cunningham, hablaron con franqueza a Churchill y a Brooke sobre su percepción de las deficiencias del ejército. Durante la visita a la capital egipcia, el coronel Ian Jacob escribió en su diario que había habido «demasiados casos de unidades que se rendían en unas circunstancias en las que en la última guerra habrían seguido luchando… La disciplina en el ejército ya no es como solía ser… En la presente guerra hay la falta del incentivo de una causa nacional. No ha habido interés por sustituir el viejo lema “Por la patria y por el rey”. Los objetivos que se han planteado al pueblo… son negativos, y todavía no parece que en nuestro país se haya hecho ver… que se trata de una guerra por nuestra subsistencia». En la misma línea, el corresponsal de guerra Alan Moorehead contaba que «en agosto, en Oriente Medio había cada vez más la sensación generalizada [entre los soldados] de que se les estaba ocultando algo, de que se les pedía que lucharan por una causa que los líderes no consideraban suficientemente vital como para definirla con claridad. No se puede decir simplemente a un soldado que combate por la victoria, por su país y por deber. Ya lo sabe. Y ahora pregunta, “¿por qué tipo de victoria?… ¿por qué tipo de país después de la guerra?… ¿por mi deber con qué objetivo en la vida?”».
Si todo esto era realmente cierto —y Moorehead conocía muy bien el ejército del desierto por dentro—, entonces el primer ministro en persona tenía parte de culpa. Fue él quien, a pesar de las insistencias de los ministros, se negó a hablar de «objetivos de guerra», una visión de posguerra. En cambio, prefirió manifestar a los soldados británicos una promesa de gloria marcial. Desde El Cairo escribió una carta a Clementine expresando lo siguiente: «Tengo la intención de visitar a todas las unidades importantes de este ejército, tanto las del frente como las de la retaguardia, y hacerles ver las grandes consecuencias que dependen de su actuación y de los magníficos honores que les aguardan». Al suponer que este tipo de arengas constituían una manera plausible o adecuada de incitar a los reclutas, es muy probable que Churchill se equivocara. Pero en su naturaleza no estaba comprender que a la mayoría de los hombres les preocupaba más sus perspectivas de futuro después de la guerra que los galones y medallas que pudieran conseguir luchando en ella.
En Egipto, a juicio de Churchill, la principal prioridad era, como ya venía siendo costumbre, encontrar nuevos comandantes. El 6 de agosto había decidido destituir a Auchinleck. El general recibió la noticia con sumo desagrado, y nutriría un gran rencor hacia Churchill durante el resto de sus días. Dill responsabilizaba al primer ministro del fracaso del comandante en jefe de Oriente Medio, afirmando que había «arruinado a Auchinleck… lo ha convertido en nada, del mismo modo que pulveriza y convierte en nada a otros que lo rodean». Esta acusación dice más de las limitaciones de Dill, en su calidad de enlace sindical de generales británicos fracasados, que de las de Churchill. Ni que decir tiene que el primer ministro había hostigado a Auchinleck. Ya se ha indicado que el fracaso del general reflejaba en parte las deficiencias del ejército británico. Pero «el Auk» había sido el hombre responsable de una serie de operaciones muy mal ejecutadas por subordinados de su elección. El fracaso del ejército británico en su intento de derrotar al Afrika Korps en Gazala en mayo-junio de 1942 puso de manifiesto la incompetencia de los mandos. Es evidente que la destitución de Auchinleck fue una decisión acertada.
En un primer momento Churchill pensó en sustituirlo por Alan Brooke. El jefe del Estado Mayor General del Imperio se sintió muy emocionado por la propuesta, pero en un acto de inteligencia y abnegación la rechazó. Percibía que era indispensable su presencia en el Departamento de Guerra, y tenía razón. La siguiente persona en la que pensó Churchill fue el teniente general William «Strafer» Gott, cuya fama le venía por valiente liderazgo en el frente, pero en el que Brooke no confiaba. Desde 1939 el primer ministro se había ido convenciendo de que las fuerzas armadas británicas carecían de líderes llenos de celo idealista, y había buscado a sus comandantes entre los héroes y guerreros más consumados, equivocándose a menudo. Más que gran valentía a título personal, lo que se necesitaba era un profesionalismo sólido. Tiene cierto sentido la observación de un autor ruso que afirma que «el coraje suele constituir la mejor faceta del hombre que lo posee». Muchos de los militares predilectos de Churchill carecían de inteligencia. En 1940, el primer ministro había ascendido al almirante sir Roger Keyes, nombrándolo director de Operaciones Conjuntas. Keyes era presuntuoso y tenía un talento especial para expresarse con palabras rimbombantes, pero, por lo demás, no era idóneo para este cargo, como Churchill se vería obligado a admitir al año siguiente. El sustituto de Keyes, Mountbatten, estimuló la imaginación de Churchill con sus hazañas en el mar. Pero lo cierto es que la marina real consideraba a «Dickie» un líder de flotillas de destructores como cualquier otro, y a los almirantes les disgustó sobremanera cómo el encanto, la elocuencia y la conexión con la casa real influyeron en su meteórica promoción. Freyberg fracasó en Creta. Y otro favorito de Churchill, el general de división sir Edward Spears, fue responsable de muchas de las dificultades que tuvo Inglaterra en sus relaciones con la Francia Libre, especialmente durante su etapa como máximo representante británico en Siria.
En 1942 Churchill eligió al almirante sir Henry Harwood para suceder a Andrew Cunningham como comandante en jefe de la flota del Mediterráneo. Harwood se había ganado la admiración del primer ministro en diciembre de 1939, tras haber dirigido su escuadra de cruceros contra el acorazado de bolsillo alemán Graf Spee en el curso de la llamada batalla de Punta del Este o del Río de la Plata, pero, a pesar de su incuestionable valentía, era un oficial notoriamente estúpido cuya sustitución resultó al poco tiempo necesaria. Pero Churchill seguiría mostrando el mismo entusiasmo por los héroes navales. Cuando en septiembre de 1943 falleció Dudley Pound, quiso que el almirante sir Bruce Fraser lo sustituyera como primer lord del Mar. Los oficiales de la marina consideraban a Fraser un hombre gris, pero Churchill lo veía como un verdadero combatiente. Cuando la marina insistió en la persona de Cunningham, que había protagonizado diversos altercados con Churchill, éste contestó con petulancia: «De acuerdo. Podéis quedaros con vuestro Cunningham, pero si el Almirantazgo no hace lo que se le ordena, destruiré la Junta aunque ello implique mi propia destrucción».
Gott era otro de los oficiales que se había ganado el aprecio del primer ministro como hombre de gran arrojo, aunque es muy poco probable que fuera competente para ponerse al frente del VIII Ejército. El destino intervino. Cuando Gott se dirigía a El Cairo para recibir su nombramiento, el avión en el que viajaba fue derribado, y el general murió. En su lugar, el candidato de Brooke, sir Bernard Montgomery, fue relevado del mando de uno de los cuerpos que se encontraban en Inglaterra para ponerse al frente del VIII Ejército. Churchill había conocido a Montgomery en el curso de sus visitas a las unidades del general, y había quedado impresionado por su enérgica personalidad, por no llamarla su grosera altanería. Pero el primer ministro confió plenamente en el criterio del jefe del Estado Mayor General del Imperio cuando aceptó ponerlo al frente de las fuerzas del desierto. Por otro lado, el general sir Harold Alexander, un soldado de la guardia real valiente y encantador, pero poco enérgico, que había dirigido recientemente la retirada de los británicos de Birmania, fue nombrado comandante en jefe de las fuerzas de Oriente Medio. El primer ministro, que veía en «Alex» a una figura congenial y tranquilizadora, esperaba que este general desempeñara un papel mucho más importante que Montgomery en la organización de futuras operaciones. Del mismo modo, la lista de destituciones y nombramientos también afectó a diversos altos oficiales que ocupaban puestos subordinados.
Tras haber puesto en marcha un cambio radical de los mandos, Churchill partió de El Cairo para emprender la etapa más difícil de ese épico viaje. Iba a entrevistarse con el caudillo de los ejércitos soviéticos, y tenía que darle una mala noticia, a saber, que los aliados occidentales habían decidido no abrir un segundo frente en 1942. Tras una breve escala en Teherán, el 12 de agosto, acompañado de los miembros de su personal y de Averell Harriman, realizó el vuelo de diez horas y media que lo separaba de Moscú. Pocas horas después de su llegada, fue invitado a acudir al Kremlin. Pidió a Harriman que lo acompañara: «Creo que las cosas serán más fáciles si se nos ve a todos unidos. Me espera una tarea bastante dura».
En verdad, como sorprendentemente pocos historiadores parecen reconocer, Stalin ya estaba al corriente de todo lo que Churchill temía contarle. Tanto en Whitehall como en Washington había muchos individuos que simpatizaban con los comunistas. Entre los más destacados, John Cairncross, secretario privado de lord Hankey, que tuvo acceso a los documentos del gabinete de guerra hasta la destitución de su jefe en 1942, año en el que fue trasladado a Bletchley Park. Anthony Blunt sirvió en el MI5, mientras que Guy Burgess y Kim Philby trabajaron para el SIS. Donald Maclean tuvo acceso a información secreta del Foreign Office, especialmente la relacionada con las investigaciones para la fabricación de la bomba atómica. En el gobierno de Estados Unidos —cuya negligencia, en cualquier caso, fue el factor propiciatorio de que los rusos conocieran sus secretos—, Harry Dexter White estuvo trabajando para Henry Morgenthau, Nathan Silvermaster para el Departamento de Economía de Guerra y Alger Hiss para el Departamento de Estado. Harry Hopkins intercambiaba impresiones con uno de los principales agentes del NKVD en Estados Unidos, aunque seguramente sin segundas intenciones. A lo largo de la guerra, una cantidad ingente de informes, actas y mensajes descifrados de las fuerzas del Eje llegó a Moscú gracias a esos hombres, que se sirvieron de sus inspectores en Londres y Washington para llevar a cabo su misión. En consecuencia, antes de cualquier cumbre aliada, los rusos siempre estuvieron mucho mejor informados de las intenciones militares angloamericanas que a la inversa. Era tanto el material que llegaba a manos de Stalin procedente de Londres, que el dictador ruso rechazaba parte de los documentos por considerar su contenido falso, meros trucos concebidos por astutos agentes de Churchill simplemente para desinformar. Cuando Kim Philby, del SIS, informó a su enlace del NKVD que Gran Bretaña no estaba llevando a cabo ninguna operación de sus servicios secretos en la Unión Soviética, Stalin rechazó la idea con el desprecio que, en su opinión, merecía. Molotov y Lavrenti Beria, el jefe de los servicios de inteligencia y el jefe de la policía secreta de la Unión Soviética, respectivamente, ocultaban con frecuencia a su líder informes secretos muy precisos que pensaban que podrían enfurecerlo.
Pero en agosto de 1942, gracias a los agentes soviéticos que gozaban de una posición privilegiada en Londres, Stalin fue perfectamente informado acerca de la estrategia de los aliados occidentales. Le contaron los enérgicos argumentos de los angloamericanos en relación con el segundo frente. El 4 de agosto Beria decía en un informe:
Nuestro agente del NKVD en Londres envió la siguiente información recibida de una fuente próxima al Estado Mayor General de los ingleses: Se celebró una reunión para hablar del segundo frente el 21 de julio de 1942. A ella asistieron Churchill, lord Mountbatten, el general Marshall y otros. El general Marshall criticó con dureza la actitud de los ingleses… Insistió en que el segundo frente debía abrirse en 1942, advirtiendo que, si los ingleses no conseguían hacerlo, Estados Unidos se vería obligado a reconsiderar el envío de refuerzos a Gran Bretaña y centraría su atención en el Pacífico. Churchill respondió a Marshall en los siguientes términos: «No hay ni un solo general que recomiende la puesta en marcha de operaciones de envergadura en el continente». Se celebró otra reunión para tratar el tema del segundo frente el 22 o el 23 de julio de 1942. Por el lado británico asistieron Churchill, Mountbatten y los jefes de Estado Mayor; por el de los americanos, Marshall, Eisenhower y otros. Los participantes discutieron un plan de invasión del continente que ha sido desarrollado por expertos militares ingleses y estadounidenses… Los jefes de Estado Mayor británicos votaron unánimemente en contra, y recibieron el apoyo de Churchill, quien declaró que no podía emitir un voto contrario al de sus propios jefes de Estado Mayor. El agente del NKVD en Londres, basándose en la información de otros agentes que ya había sido confirmada anteriormente por una fuente próxima a la embajada americana, nos ha transmitido la siguiente noticia: el 25 de julio el gabinete de guerra británico acordó que no debe abrirse un segundo frente este año.
El 12 de agosto, en otro informe del NKVD a Stalin se incluía una nota que hablaba de la situación política del primer ministro: «Churchill partió de la URSS en un momento en el que en su país reinaba una crisis política que iba en aumento. La intensificación de los combates en el frente ruso-alemán ha tenido un gran efecto en la opinión pública británica… [Nuestra] fuente cree que Churchill ofrecerá diversas concesiones a BERIA, de la Unión Soviética». El hecho de que los rusos tuvieran acceso a todos estos datos no significa que Stalin estuviera siempre bien informado. Por ejemplo, a lo largo de la guerra, los agentes del NKVD comunicaron a Moscú en distintas ocasiones la celebración de supuestas entrevistas entre los aliados occidentales y las autoridades nazis. El 12 de mayo de 1942 Beria hizo llegar a Stalin «un informe del agente de Londres sobre los intentos de Alemania de entablar negociaciones sólo con los ingleses», en el que se decía lo siguiente: «Sabemos por una fuente fiable que un funcionario de la embajada alemana en Suecia se ha trasladado en un avión civil hasta Inglaterra desde Estocolmo». Como otras acusaciones parecidas, esta información no era más que pura falacia, pero servía para alimentar la paranoia soviética. Sin embargo, en lo referente a la postura de Gran Bretaña respecto al segundo frente, los datos que poseía el NKVD eran sumamente precisos. Se comunicó a Moscú que las objeciones del primer ministro no eran fruto, como suponía Stalin, de su hostilidad política hacia la URSS, sino de consideraciones militares sumamente pragmáticas.
Stalin había sentido siempre una gran curiosidad por Churchill, por el que durante veinticinco años había sido el enemigo acérrimo del bolchevismo. En junio de 1941 el dictador ruso se quedó sorprendido ante la calurosa acogida como nuevo líder beligerante que le dispensó el primer ministro de los británicos. Sin embargo, en los últimos catorce meses pocas cosas habían pasado para que consiguiera ganarse la confianza del soviético. Las exageradas promesas de ayuda de Occidente habían acabado en unos envíos de materiales y alimentos relativamente escasos. El 6 de enero de 1942 The Times, en su editorial, se deshacía en elogios ante el envío de pertrechos británicos para apoyar la alianza con los soviéticos: «El primer fruto de esta colaboración ha sido la magnífica actuación de los tanques y aviones británicos y americanos en los campos de batalla de Rusia». Se trataba de una burda exageración de la realidad, basada en los comunicados informativos que, en cumplimiento de la ley, el gobierno debía pasar al Parlamento y a los medios de comunicación. En lo referente al envío de aviones y tanques a Rusia, no sólo no se cumplieron los objetivos fijados, sino que un número considerable de los barcos encargados de su transporte fueron hundidos por el camino.
El convoy PQ16 fue el objetivo de 145 aviones de la Luftwaffe, y perdió 11 de sus 35 navíos. En julio, cuando el PQ17 perdió 26 de los 37 barcos que transportaban suministros americanos y británicos, 3850 camiones, 430 tanques y 250 cazas desaparecieron en el fondo del mar. Tras este desastre, la marina real insistió en la cancelación de todos los demás convoyes durante el verano ártico y sus interminables días en los que apenas se pone el sol. Churchill, presionado por Roosevelt, restableció los convoyes en septiembre, y empezó a efectuar el transporte de suministros por Persia, donde los británicos y los rusos compartían ya el control militar. Pero la única realidad importante a ojos de Moscú era que la entrega de las ayudas distaba mucho de responder a lo prometido por los aliados y a las necesidades de los rusos. Y lo que era todavía peor, los británicos habían puesto su veto a los planes americanos de abrir un segundo frente lo antes posible.
Era muy poco probable que Stalin fuera a demostrar un emocionado entusiasmo por sus aliados británicos, lo mismo que por ningún otro ser humano de su universo. Nunca llegaría a reconocer que la apurada situación de su país fue consecuencia de la tolerancia que con tanto cinismo había mostrado con Hitler en 1939. Pero por espurios que fueran, el victimismo y la sensación de ultraje de Rusia no dejaban de ser una realidad. Los soviéticos intentaron coaccionar y obligar a británicos y a americanos a seguir con los envíos, y a desembarcar un ejército en Europa lo antes posible. Rusia contaba a sus muertos por millones, mientras los británicos se dedicaban a jugar a los soldados en el norte de África y asumían sólo una pequeña parte del derramamiento de sangre en el frente oriental. En agosto de 1942 Rostov del Don había caído, los ejércitos alemanes se habían adentrado en el Cáucaso, y se encontraban prácticamente a las puertas de Stalingrado. La posteridad sabe que Hitler cometió un error garrafal, dividiendo aquel verano a sus principales fuerzas de ataque con la finalidad absurda, desde el punto de vista estratégico, de capturar la ciudad que llevaba el nombre de Stalin. El curso de la guerra en el frente oriental experimentaría un giro decisivo a finales de ese año. Pero en aquellos momentos los rusos no lograban ver más allá de la catástrofe. Lo único que tenían claro era que su situación no era ya apurada, sino desesperada. No podían considerar a los hombres de Churchill compañeros de armas, del mismo modo que un hombre que manotea en un mar lleno de tiburones no podría ver solidaridad en un grupo de gente que se limita a contemplarlo y a darle ánimos desde una barca.
En su primera entrevista con Stalin el primer ministro no quiso perder el tiempo y enseguida informó de la decisión de no desembarcar en Europa en 1942. Dijo que semejante empresa tendría que ser a pequeña escala, y que por lo tanto era a todas luces inviable. No serviría para ayudar a la causa de Rusia. No obstante, los británicos y los americanos estaban preparando una «operación grandiosa» en 1943. Habló a Stalin de la operación «Torch», el plan de invasión del norte de África, y señaló que esperaba que el secreto no llegara a la prensa británica, una clara indirecta a las consabidas indiscreciones que solía cometer el embajador Maisky cuando hablaba con los periodistas londinenses. Destacó los bombardeos llevados a cabo por la RAF sobre Alemania, describiendo los inicios de una larga campaña para destruir sistemáticamente las ciudades de Hitler con una implacabilidad que supuso que el líder soviético aplaudiría. «No pedimos clemencia», exclamó el primer ministro, «y no tendremos clemencia».
La sustancia de esa primera entrevista, que duró tres horas y cuarenta minutos, resultó todavía menos sabrosa por culpa de la deficiente traducción de los intérpretes. Todos los extranjeros que visitaban el Kremlin se sentían desconcertados al principio porque Stalin nunca miraba a los ojos de su interlocutor. En efecto, este señor de la guerra de carácter tortuoso y taimado, vestido con su casaca lila y sus pantalones de algodón enfundados en botas de caña alta, observaba con la mirada perdida una pared o el suelo mientras escuchaba o hablaba. Los rusos no mostraron inmediatamente su enojo, aunque Stalin dejó claro su desengaño por la decisión sobre el segundo frente. «Un hombre que no está preparado para asumir riesgos», dijo en tono burlón, «no puede ganar una guerra». Como ya sabía de antemano lo que Churchill iba a «revelarle», en esa entrevista se dedicó a reírse un poco del primer ministro. Pero lo hizo con el gran talento diplomático que lo caracterizaba, manteniendo en todo momento la incertidumbre de los visitantes sobre lo que su anfitrión realmente sabía o pensaba. Después de despedirse, Churchill regresó a la villa que ocupaba y desde allí envió un cablegrama a Attlee en Londres: «Ya sabe lo peor, y nos hemos despedido en un ambiente de buena voluntad». Harriman transmitió el siguiente mensaje a Roosevelt: «El primer ministro ha estado magnífico, y no habría podido llevar mejor la conversación». Al día siguiente, el 13, Churchill se reunió con Molotov para discutir sobre aspectos concretos de los planes aliados, y sobre la ayuda a Rusia.
Aquella tarde aterrizó en Rusia el Liberator en el que viajaban Brooke, Wavell y Tedder. Su retraso se había debido a problemas técnicos, pero los tres llegaban a tiempo para asistir a la segunda entrevista del primer ministro con Stalin. Quedaron impresionados por la fría acogida que se les dispensó. El líder soviético empezó por entregarle a Churchill una protesta formal por la demora en abrir el segundo frente: «No es difícil darse cuenta de que el gobierno de Gran Bretaña, con su negativa a crear un segundo frente en 1942, inflige un golpe mortal a toda la opinión pública soviética… complica la situación del Ejército Rojo en el frente y compromete los planes del mando soviético». Empezó lo que Churchill calificaba de «discusión sumamente desagradable». El primer ministro estaba firmemente determinado a dejar bien claro a los rusos que la decisión de los aliados era irrevocable, y que por lo tanto cualquier «reproche era en vano». Stalin le echó en cara la destrucción del convoy PQ17: «Es la primera vez en la historia que la marina británica ha dado media vuelta y ha huido de la batalla. Ustedes los británicos tienen miedo de pelear. No deberían pensar que los alemanes son superhombres. Tarde o temprano tendrán que luchar contra ellos. No pueden pretender ganar una guerra sin combatir».
Harriman pasó una nota a Churchill. «No se lo tome demasiado en serio; está actuando como hizo el año pasado», decía. A continuación, el primer ministro se dirigió a Stalin con pasión, pero con sinceridad, para hablar de la obstinada oposición de Gran Bretaña en el pasado y de su determinación en el futuro. Su torrente de retórica corrió más allá de lo que los intérpretes fueron capaces de traducir. Stalin se echó a reír: «Sus palabras carecen de importancia, lo esencial es el espíritu». Churchill acusó a Stalin de mostrar falta de camaradería. Gran Bretaña, recordó al georgiano, se había visto obligada a luchar sola durante todo un año. En la madrugada del 14 de agosto las dos delegaciones se despidieron con la misma frialdad con la que habían comenzado la entrevista. «Me siento profundamente descorazonado y abatido», comentó Churchill a sus colegas británicos. «He realizado un largo viaje y he hecho un gran esfuerzo. Stalin se ha limitado a permanecer sentado, fumando su pipa con los ojos entrecerrados, y a soltar un montón de insultos. Ha dicho que los rusos perdían diez mil hombres al día. Ha dicho que si el ejército británico hubiera luchado contra los alemanes como lo ha hecho el Ejército Rojo, no habrían sido tan temibles».
Tras descansar unas pocas horas, los miembros de la delegación británica celebraron una reunión. Churchill se resentía del varapalo que le habían dado. Toda su animosidad latente hacia los soviéticos salió a borbotones, revivida por los insultos de un líder que dieciocho meses atrás había estado dispuesto a confabularse con Hitler para apoderarse de Europa. A todo ello se añadía la consternación que le había provocado un mensaje de Londres, en el que se detallaban las importantes pérdidas que había sufrido el convoy puesto en marcha por la operación «Pedestal» para abastecer la isla de Malta de provisiones y pertrechos. En un cablegrama a Attlee para informarle de la intransigencia de los rusos, dijo que había hecho «grandes concesiones por la apurada situación que están atravesando».
Aquella noche los británicos asistieron a un banquete, en el que no faltó la habitual orgía de brindis. Anfitriones y huéspedes celebraron una gran fiesta que, para una sociedad al borde de la muerte por inanición, resultaba grotesca. Pero… ¿qué importaba un acto grotesco más, en medio del tétrico espectáculo del Kremlin? Stalin se arrastraba de una mesa a otra, como era su costumbre, y brindaba y hacía bromas con todos, dejando a Churchill a menudo solo y, por fuerza, sin poder decir palabra, sentado en su silla. Cuando el caudillo soviético volvió a su sitio por enésima vez, el primer ministro dijo: «Ya sabe que usted no me inspiraba ninguna simpatía después de la última guerra. ¿Me ha perdonado?». Su anfitrión respondió: «Todo eso pertenece al pasado. No me toca a mí perdonar. Toca a Dios perdonar». Esta traducción literal oscurece el significado proverbial de la expresión rusa, que probablemente Churchill no captara, a saber, «Nunca perdonaré». A la delegación británica le pareció muy extraño que precisamente Stalin invocara con tanta frecuencia a Dios, hábito que adquirió en su época de joven seminarista. El dictador soviético exclamó a propósito de la operación «Torch», «¡Qué Dios permita que esta empresa prospere!». Pero lo que más éxito tuvo aquella noche fue un discurso pronunciado por Wavell en ruso.
Hasta los soviéticos quedaron impresionados por la cantidad de alcohol que ingirieron tanto su líder como Churchill. Uno de los invitados, poco familiarizado con la dicción del primer ministro, escribiría más tarde: «En su discurso articulaba mal las palabras, como si tuviera la boca llena de porridge». Los rusos decidieron que Churchill estaba cometiendo alguna grave indiscreción cuando vieron que Brooke tiraba de una de las mangas del primer ministro con una insistencia que a ninguno de ellos se le habría ocurrido utilizar con Stalin. Cuando Churchill abandonó el comedor, Stalin se dio cuenta de que Alexander Golovanov, jefe de los bombarderos de largo alcance de las fuerzas aéreas soviéticas, lo miraba alarmado fijamente. «No temas», exclamó el líder del Kremlin con una docilidad poco habitual en él. «No me voy a beber toda Rusia». Luego hizo una pequeña pausa, y añadió: «Cuando están en juego grandes cuestiones de estado, el alcohol sabe a agua, y la cabeza está siempre bien clara». Golovanov comentaría, respetuoso, que Stalin salió del salón con paso firme y tranquilo.
Churchill se retiró del banquete malhumorado, deplorando tanto la comida, como los modales de sus anfitriones y el ambiente desagradable que reinaba. A la mañana siguiente, la reunión celebrada por Brooke, Wavell y los altos oficiales de Stalin acabó en fracaso cuando los rusos se negaron de pleno a desvelar cualquier detalle de sus operaciones en el Cáucaso, aduciendo que sólo estaban autorizados a hablar del segundo frente. La única arma soviética que provocó el entusiasmo de los británicos fue el lanzacohetes múltiple Katyusha, del que los visitantes solicitaron las especificaciones técnicas. Estas nunca llegaron.
El sábado, Churchill y sus colegas entraron con mucho recelo en la gran sala de conferencias del Kremlin, desde la cual puede contemplarse el río Moscova. El primer ministro dijo a Stalin que había considerado que era su deber informarle personalmente de la decisión sobre el segundo frente. La conversación entre las dos partes fue más fluida, pues Churchill había decidido recurrir a los servicios del comandante Birse, un miembro bilingüe de la Misión de Ayuda Militar de Gran Bretaña. De repente, Stalin comenzó a mostrarse más accesible. «Es evidente que hay diferencias entre nosotros», dijo, «pero… el hecho de que se haya celebrado la entrevista, de que hayamos establecido un contacto personal… es muy importante». Después de más de una hora de conversaciones, cuando se levantaban de la mesa, Stalin de pronto, y aparentemente de manera espontánea, invitó a Churchill a tomar unas copas en sus dependencias privadas. Allí transcurrieron otras seis horas de conversaciones informales, durante las cuales el primer ministro dedujo que se había establecido una mejor relación. Stalin propuso que los británicos desembarcaran en el norte de Noruega, idea que Churchill pudo apoyar con sincero entusiasmo. El líder ruso dijo que tal vez fuera conveniente para Gran Bretaña enviar camiones en lugar de tanques al Ejército Rojo, pero esta petición reflejaba su desconocimiento de las deficiencias de los vehículos militares británicos. Para cenar trajeron lechón, que Stalin devoró con avidez, pero que el primer ministro se limitó educadamente a probar. Se acordó el borrador de un comunicado conjunto. A las dos y media de la mañana Churchill se despidió de su anfitrión, no sin antes manifestar uno y otro su mejor voluntad.
De regreso a su villa cuarenta y cinco minutos más tarde, el primer ministro se encontró al general polaco Wladyslaw Anders, que llevaba esperándolo varias horas. «¡Ay, mi pobre Anders!», exclamó. «Stalin me ha entretenido, y ahora debo partir. Pero usted puede acompañarme hasta El Cairo, y allí podremos hablar». Luego se estiró cansado en un sofá, cerró los ojos, y contó a los miembros de su grupo lo que se había hablado en las dependencias de Stalin. A las cinco y media de la mañana, la delegación británica abandonó Rusia a bordo de cuatro Liberators, rumbo a El Cairo.
Churchill marchaba satisfecho de que su visita hubiera sido tan fructuosa como cabía esperar en medio de unas circunstancias tan difíciles. Había utilizado sus mejores dotes como estadista, poniendo buena cara a las malas noticias, y sin amedrentarse cuando su anfitrión amenazaba con el látigo. Ian Jacob escribiría: «Nadie, excepto el primer ministro, habría podido llegar tan lejos con Stalin, en el sentido en el que nosotros entendemos la amistad. Lo que más me impresionó de Stalin fue su absoluto dominio de sí mismo y sus aires de indiferencia. Controlaba completamente la situación en todo momento… Tenía un tono de voz afable, que nunca levantaba, y sus ojos reflejaban sagacidad y astucia».
Harriman quedó admirado de la paciencia demostrada por Churchill ante los insultos de los rusos, de su autocontrol para evitar responder a la parodia de Stalin con la contestación que se merecía, a saber, que en 1939 la Unión Soviética había urdido un pacto perverso con la Alemania nazi. Pero el primer ministro apenas había disfrutado de la experiencia moscovita. Jacob seguiría contando lo siguiente: «Churchill estaba verdaderamente disgustado por la falta de camaradería que había encontrado. En la visita, cualquier faceta humana normal había brillado por su ausencia: ningún almuerzo informal, ninguna manera de poder hacer lo que más le gustaba, que era estudiar meticulosamente la situación de la guerra en largas conversaciones y explorar la mente de su interlocutor». No obstante, Churchill se quiso engañar a sí mismo pensando que había establecido una relación personal con el líder ruso. Ningún hombre podía conseguirlo, y menos todavía un aristócrata británico célebre por su hostilidad hacia todo lo que la Unión Soviética representaba. Brooke anotaría el siguiente comentario: «Apeló a unos sentimientos de los que, en mi opinión, Stalin carece».
La fe de Churchill en el poder de su personalidad para alterar el resultado de las cosas estuvo a veces justificada en sus tratos con Roosevelt, pero nunca con Stalin. Los rusos mostraron un mínimo de amabilidad y compañerismo durante las últimas horas de la visita del primer ministro a Moscú, pues una hostilidad permanente podía poner en peligro el ritmo y la continuidad de los suministros angloamericanos. En agosto de 1942, como en todas las cumbres celebradas con posterioridad a esta fecha, Stalin contó con dos ventajas evidentes. En primer lugar, los aliados occidentales no iban a tratar nunca de imponer sus propios deseos más allá de cierto punto, pues temían que si no lograban satisfacer al caudillo soviético, éste intentara llegar por su cuenta a un acuerdo de paz con Hitler. Si Stalin necesitaba los suministros de los angloamericanos, los aliados occidentales necesitaban al Ejército Rojo aún más. En segundo lugar, mientras que los visitantes se veían obligados a improvisar su guión en el transcurso de las conversaciones, esforzándose por mantener la paz ante los aparentes cambios de humor de los soviéticos, la actuación de Stalin estaba minuciosamente orquestada de principio a fin. Conocía perfectamente las intenciones militares de los aliados, o la falta de ellas, antes de que Churchill aterrizara en Moscú o de que comunicara su paquete de noticias al Kremlin (al igual que ocurriría en las posteriores entrevistas de 1943-1945). El líder ruso era capaz de combinar, según su interés, los gestos más corteses con los insultos. Es muy poco probable que Stalin realizara algún comentario realmente espontáneo, o tuviera un gesto no premeditado, durante la estancia de Churchill en Moscú. Simplemente se limitó a inflar o desinflar los ánimos de los británicos como le pareció oportuno, con la misma seguridad de un gran director de orquesta.
Los rusos no dejaron escapar la oportunidad de poner obstáculos para dividir a los británicos de los americanos. Una noche, cuando Churchill se retiró para acostarse, Stalin instó a Harriman a que se quedara para charlar con él. El diplomático quiso excusarse diciendo que estaba agotado. Cuando por fin se quedó a solas con el líder soviético, comenzó a recibir halagos con frases que comparaban el valor de los norteamericanos con el de los británicos: «Stalin me dijo que la marina británica había perdido su iniciativa. Que no había razón alguna por la que interrumpir el envío de convoyes. Que los ejércitos británicos tampoco luchaban (Singapur, etc.). Que la marina de Estados Unidos peleaba con más coraje, y que lo mismo había hecho su ejército en Bataan. Reconoció que las fuerzas aéreas británicas eran buenas. No mostró respeto alguno por el esfuerzo militar de los ingleses, pero sí dijo tener depositadas grandes esperanzas en el de Estados Unidos». Las palabras de Stalin no fueron en vano. Cuando, de vuelta en Washington, Harriman informó a Roosevelt, observó que al presidente le complacía el desconcierto de Churchill.
Una de las curiosidades más extraordinarias de la Segunda Guerra Mundial es que dos líderes tan brillantes como Winston Churchill y Franklin Roosevelt llegaran a suponer que el mero hecho de haber descubierto que compartían un enemigo en la persona de Hitler podía bastar para crear una relación de verdad, distinta del pacto de conveniencia por cuestiones concretas entre Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética. Stalin y sus secuaces nunca olvidaron por un momento que sus objetivos sociales y políticos eran antagónicos a los de sus aliados capitalistas. Los políticos, los generales y los diplomáticos británicos fueron, sin embargo, lo bastante estúpidos como para creer que podían alcanzar cierto grado de compañerismo con los soviéticos, sin desprenderse del odio visceral que sentían por ellos. Pocos altos mandos americanos eran tan hostiles hacia los rusos como los ingleses, en parte debido a su absoluta confianza en el poderío de Estados Unidos, por lo que temían mucho menos las ambiciones soviéticas. Pero también los americanos —con algunas notables excepciones, como, por ejemplo, Harriman— se engañarían pensando que iban a poder hacer buenas migas con los rusos, o al menos explotar el poderío de su país para obligar al gobierno soviético a acatar su voluntad, convencimientos ambos que se habrían esfumado tras realizar una valoración racional de los objetivos diametralmente opuestos de una y otra nación.
Resulta sorprendente que la visita de Churchill a Moscú no consiguiera aumentar en absoluto el ritmo de los envíos de ayuda a Rusia. Después del desastre del PQ17 en julio, los británicos interrumpieron los viajes a Arcángel durante dos meses, negándose a poner en peligro más convoyes en las interminables horas de luz diurna propias del verano ártico. El 20 de septiembre, y los días inmediatamente posteriores, llegaron sanos y salvos a su destino veintisiete de los cuarenta barcos del PQ18. A partir de esta fecha, y durante cuatro meses, la marina real estaría demasiado ocupada en prestar apoyo a los desembarcos previstos por la operación «Torch», como para seguir con el envío de convoyes por la ruta del Ártico. Corriendo un riesgo enorme, trece barcos mercantes zarparon por su cuenta sin escolta rumbo a la península de Kola. Sólo cinco consiguieron alcanzar su destino. En enero de 1943 únicamente otros dos convoyes —en total treinta cargueros— habían llegado a Rusia sin sufrir percances. A partir de entonces, como cada vez eran más los recursos de los aliados, y menos las fuerzas alemanas presentes en el norte de Noruega debido a la diversión de los aviones de la Luftwaffe a otros teatros de la guerra, la situación experimentó un cambio espectacular. Llegaron a buen puerto envíos masivos de vehículos, víveres y pertrechos, en su mayoría de origen americano, la mitad de ellos a través de Vladivostok. Estas ayudas constituyeron una contribución esencial para que el Ejército Rojo pudiera avanzar hacia la victoria en 1944-1945. Pero Stalin y su pueblo tendrían el derecho de afirmar que hasta 1943 su salvación dependió exclusivamente de ellos, pues recibieron muy poca ayuda del exterior.
Los historiadores soviéticos de los últimos tiempos no han dejado de hablar con desprecio de la escasa ayuda prestada a Rusia por los aliados occidentales. En 1978 Víctor Trukhanovsky escribía: «Se recortaron los envíos no tanto por la dificultad de escoltar a los convoyes… como les gusta afirmar a Churchill y a los historiadores británicos, cuanto por el hecho de que en Gran Bretaña había círculos muy influyentes que no veían con buenos ojos la alianza con la URSS, y entorpecieron las relaciones entre los dos aliados. Sus presiones tuvieron efectos en la postura adoptada por Churchill». Aunque en realidad la escasez de armas y la falta de barcos, junto con la intransigencia de los soviéticos, fueron los principales factores inhibidores, también es cierto que eran muy pocas las figuras prominentes de Gran Bretaña que querían que la Unión Soviética saliera reforzada de la guerra. Las extravagantes garantías dadas a Moscú por Washington y Londres en un primer momento quedaron en agua de borrajas. La promesa de Churchill de enviar veinte, incluso cuarenta, escuadrones británicos para apoyar al Ejército Rojo no se cumplió. Pero había razones que lo justificaban claramente. Sin embargo, Stalin sólo sabía ver una realidad: que mientras que su país estaba librando una cruenta y destructiva batalla, Gran Bretaña seguía relativamente sin heridas, y Estados Unidos no había sufrido ni una sola.
Churchill era demasiado inteligente para perder el tiempo en consideraciones acerca de la superioridad moral de la posición de Gran Bretaña respecto a la de la URSS. Lo único importante para los americanos y los ingleses era que los tres países compartían el compromiso de derrotar al nazismo. No obstante, resultaba difícil establecer incluso unas relaciones elementales de cooperación. A pesar de las cortesías que Stalin pudiera dispensar a figuras prominentes como Churchill, Eden, Hopkins, Harriman y Beaverbrook, y a pesar de los secretos que a veces les revelara, a los oficiales y diplomáticos aliados de menos rango se les negó toda información por trivial que fuera. Estaban expuestos permanentemente a ser objeto de desplantes los días buenos, y a los insultos y al desprecio los malos. Los marineros británicos y americanos que desembarcaban en Murmansk y en Arcángel fueron blanco de ofensas y humillaciones. El que más tarde fue jefe de la misión militar británica en Moscú, el teniente general Brocas Burrows, tuvo que ser sustituido ante la insistencia de los soviéticos, después de que los micrófonos ocultos revelaran que el británico los había calificado de «salvajes».
El primer ministro y sus colegas, al igual que Roosevelt y Marshall, sabían que había que prestar ayuda a los soviéticos porque, en resumidas cuentas, cada ruso que moría luchando contra los alemanes suponía un inglés o un americano menos que debía hacerlo. Pero habría sido pedir demasiado esperar que a los occidentales les gustaran los rusos. Desde el punto de vista político, era esencial dar esa impresión, del mismo modo que Stalin representaba a veces la farsa del compañerismo. Pero lo cierto es que los soviéticos se comportaron como bestias tanto con su propio pueblo como con los aliados occidentales. Sólo los idealistas de izquierdas, que tanto abundaron en Gran Bretaña durante la guerra, pero menos en Estados Unidos, alimentaban una visión de falso romanticismo en torno a la Madre Rusia. Por suerte para ellos, nunca conocieron su realidad.
El 17 de agosto, ya en El Cairo, Churchill sufrió una breve crisis de agotamiento. Tras descansar un poco, sin embargo, consultó con Alexander las perspectivas de la ofensiva del desierto, que se esperaba emprender en septiembre. El día 19, un vehículo lo condujo a través de casi doscientos kilómetros de un paisaje arenoso, salpicado puntualmente de depósitos de suministros y campamentos cercados con alambradas, a visitar a Montgomery en su cuartel general y a pasar revista a las tropas. Fue una excursión en la que disfrutó muchísimo. Dijo que había notado un nuevo espíritu entre los oficiales y los soldados. Seguramente su imaginación fuera más allá de la realidad, pues apenas hacía una semana que se había implantado el nuevo régimen. Pero la percepción de un cambio le dio ánimos. De regreso a El Cairo, durmió en el avión y luego asistió a una conferencia, cenó y se sentó en el jardín de la embajada a charlar con Brooke hasta las dos de la madrugada en el ambiente caluroso de aquella noche estival. Pidió a la esposa del embajador, lady Lampson, que se encargara de realizar diversas compras para Clementine y para él mismo: un perfume de la marca Worth, cremas faciales de Innoxa y Chanel, quince pintalabios y tejido de seda para confeccionar la delicada ropa interior que le gustaba llevar.
Llegó un mensaje de Mountbatten en el que se contaba cómo había ido la incursión contra Dieppe que se habían efectuado aquel mismo día. De los seis mil hombres participantes, en su mayoría canadienses, mil habían muerto y dos mil habían caído prisioneros. Más de cien aviones se habían perdido en feroces combates aéreos con la Luftwaffe. Paradójicamente, sin embargo, el jefe de Operaciones Conjuntas decía: «Se nos ha informado de que la moral de los soldados que han regresado es excelente. Todos los que he visto están en óptima forma». Pasaría aún algún tiempo hasta que Churchill se diera perfecta cuenta del alcance de la nefasta ofensiva. Los informes exagerados de la RAF ocultaban la realidad, a saber, que los alemanes derribaron aquel día dos aviones británicos por cada uno de los que perdieron. Como otras veces, una sensación de incompetencia institucional envolvió la derrota. Los invasores actuaron en todos los sentidos de manera chapucera en su ataque anfibio, mientras que los alemanes respondieron con su habitual celeridad y eficiencia. Después de prácticamente tres años de guerra, Gran Bretaña seguía siendo incapaz de llevar a cabo un ataque mínimamente por sorpresa contra un objetivo de su elección en una fecha que ella misma había decidido. Mountbatten consiguió sacudirse las responsabilidades, la mayoría de las cuales era suya (ya en mayo había hablado jactanciosamente con Molotov de «su» inminente ofensiva). Pero lo cierto es que tanto los mandos como los responsables de la planificación habían fracasado a todos los niveles. Por increíble que parezca, el general sir Archie Nye, jefe del Estado Mayor General del Imperio en ausencia de Brooke, no tuvo conocimiento de la puesta en marcha de la operación. No es de extrañar, pues, que Churchill desconfiara de sus comandantes, y que le sumiera en el más profundo pesimismo el temor de que los instrumentos de la máquina de guerra de Gran Bretaña estaban condenados a romperse en sus manos.
Unicamente Beaverbrook, que seguía abogando insistentemente por abrir el segundo frente, parecía no haber escarmentado con la experiencia de Dieppe. Uno de sus periódicos, el Evening Standard, afirmaba que, en una invasión inmediata, los problemas relacionados con el transporte de los soldados podían superarse si los jefes de Estado Mayor demostraban más agallas, que la ofensiva contra Dieppe había sido un éxito y, en su editorial del 21 de agosto de 1942, que «los alemanes no pueden permitirse más Dieppes ni por tierra ni por aire… Dos o tres ofensivas simultáneas a gran escala serían demasiado para las tres solitarias divisiones de carros de combate que tienen en Francia». Ningún general o ministró ignoraba que semejante llamada a las armas en este periódico respondía a una orden explícita de Beaverbrook. Las presiones a las que se veía sometido el primer ministro, no sólo para actuar, sino también para triunfar, eran entonces mucho mayores que en cualquier otro momento desde que asumiera el cargo.