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«¡Segundo frente ya!»

El 3 de abril de 1942, Roosevelt envió a Londres a Harry Hopkins y al jefe de las fuerzas armadas con una carta personal suya para el primer ministro: «Querido Winston», empezaba diciendo, «en lo que Harry y Geo Marshall te dirán van mi mente y mi corazón. Tu pueblo y el mío exigen el establecimiento de un frente para quitar presión a los rusos, y ambos pueblos son lo bastante sabios para darse cuenta de que los rusos están matando hoy día más alemanes y destruyendo más pertrechos que tú y yo juntos. Aunque no se obtenga un triunfo completo, se alcanzará el gran objetivo. ¡A por él!».

La misión de Hopkins y Marshall consistía en persuadir a los británicos de que emprendieran cuanto antes un desembarco en Francia. Aquél fue el primer encuentro del jefe del ejército estadounidense con Alan Brooke, y los dos se mostraron mutuamente recelosos. Tenían en común la terquedad, pero poco más. Al norirlandés le hizo gracia oír decir a Marshall que a veces tardaba seis semanas en ver a Roosevelt: «Yo tenía suerte si pasaba seis horas sin ver a Winston». A los británicos les presentaron dos planes alternativos. El primero planteaba una invasión de treinta divisiones americanas y dieciocho británicas en 1943, además del objetivo estratégico de conquistar Amberes. Pensando astutamente en la urgencia de la situación de los rusos, Marshall era más partidario de la segunda opción, que era menos ambiciosa: en septiembre de 1942 debía ser lanzada una operación sobre todo por fuerzas británicas, con apoyo de dos divisiones americanas y media, «una contribución no demasiado grande», como observó ácidamente Brooke. El general americano reconoció que quizá fuera imposible mantener indefinidamente una cabeza de playa en el continente ante un rápido incremento de las tropas alemanas. No obstante, consideraba que los beneficios de distraer tropas enemigas del frente oriental en un momento tan crítico hacían que valiera la pena llevar a cabo una incursión en Francia, por breve que fuera.

Para los británicos era una mortificación casi intolerable que, después de sufrir el bombardeo y el asedio de los alemanes durante casi treinta y un meses, veintisiete de los cuales los americanos se habían pasado viendo cómodamente los toros desde la barrera, ahora les instaran a sacrificar otro ejército para satisfacer el impaciente afán de acción de los estadounidenses. Brooke escribió a propósito de Marshall lo siguiente: «¡En muchos sentidos es un hombre muy peligroso, y al mismo tiempo es tan encantador!». El jefe del Estado Mayor General del Imperio dijo a sus colegas que la máxima aspiración de cualquier operación angloamericana más o menos creíble en Francia en 1942 habría sido conquistar y retener la península de Cherburgo en los treinta y cinco kilómetros aproximadamente que tenía de anchura por la parte del istmo. Comparados con la batalla que se estaba librando en el este, dijo Brooke, donde los rusos estaban combatiendo en un frente de mil kilómetros, una iniciativa tan débil habría convertido a los aliados occidentales en el hazmerreír del mundo entero. John Kennedy comentó a propósito de las exigencias de los soviéticos, que pretendían que se llevara a cabo una invasión de Francia: «Lo extraordinario es que los rusos no parecen tener ni idea de cuál es nuestra verdadera fuerza. Y si la tienen, están tan obsesionados con su punto de vista que no les importa lo que pueda pasarnos». Habría sido extraño que un general británico esperara de Moscú otra cosa. Sin embargo, era mucho más descorazonador ver a los americanos obsesionados con la misma fantasía estratégica, defendiendo la realización de una ofensiva expiatoria, casi suicida en Francia, un tipo de acción que habría provocado el aplauso de un samurái japonés.

No obstante, Churchill respondió con entusiasmo a la carta del presidente, «ese documento magistral», según llegó a calificarla. «Estoy enteramente de acuerdo en principio con todo lo que propones, y lo mismo les ocurre a los jefes de Estado Mayor. Si, como creen nuestros expertos, puede llevarse a cabo con éxito todo ese plan, será uno de los acontecimientos más grandiosos de la historia de la guerra». Fue así como el primer ministro marcó la pauta de todas las negociaciones de los británicos con los americanos en torno al segundo frente, como era conocido popularmente el concepto de invasión (el «primer frente» estaba, por supuesto, en Rusia). Aunque Churchill no tenía la menor intención de volver a encabezar una ofensiva en Europa en poco tiempo, se mostró entusiasta ante semejante perspectiva delante de sus visitantes. Admitió la necesidad de que las fuerzas aliadas de tierra se enfrentaran al enemigo en el continente, pues sabía cuánto valor daban a ese objetivo los americanos, y especialmente George Marshall. Attlee y Eden se sumaron al primer ministro, y ponderaron el entusiasmo con el que acogían el plan de Washington. Churchill y sus altos mandos se encargarían más tarde de que no se hiciera nada para ponerlo en práctica.

Recurrieron a las dificultades para que éstas se impusieran por sí solas. En una serie de reuniones que comenzaron en Chequers, Marshall soltó su rollo. El 14 de abril dijo a Churchill y a los jefes de Estado Mayor británicos que «dentro de los tres o cuatro próximos meses, probablemente nos encontraríamos en una posición en la que nos veríamos obligados a actuar en el continente». Mountbatten, por entonces miembro del comité de jefes de Estado Mayor en su calidad de jefe de Operaciones Conjuntas, hizo hincapié en la terrible escasez de lanchas de desembarco. El primer ministro advirtió que resultaba muy poco viable interrumpir todas las operaciones en las que se hallaban inmersas las tropas aliadas en otros escenarios. Sin dejarse impresionar por los compromisos de los británicos, a su juicio extravagantes, en Oriente Medio, Marshall observó que se necesitaría «mucha determinación» para evitar «más dispersiones».

Los visitantes americanos fueron generosamente colmados de cortesías. Regresaron a Washington conscientes de que Churchill y sus compañeros tenían dudas sobre la eventualidad de realizar un desembarco en 1942, pero supusieron equivocadamente que podrían convencerlos. Poco a poco Marshall y sus colegas fueron dándose cuenta de que las declaraciones de entusiasmo sin restricciones de los británicos no se compadecían con sus intenciones de emprender inmediatamente la acción. El jefe del ejército americano era un hombre demasiado grande para sucumbir a la anglofobia, como hicieron algunos colegas suyos. Pero a partir de ese momento, aquel oficial rígido y carente de sentido del humor, que ocultaba un apasionamiento considerable debajo de su aparente frialdad, desconfiaría siempre de las evasivas verbales y estratégicas de los británicos, que mantendrían esa actitud durante el resto de la guerra. El país de Churchill, a su juicio, estaba traumatizado por sus derrotas, era mórbidamente consciente de su pobreza y estaba obsesionado con el miedo a los elevados números de bajas. Los británicos se negaban a aceptar lo que para los americanos era una realidad básica: que valía la pena pagar cualquier precio con tal de que Rusia siguiera combatiendo.

Durante toda la guerra, los líderes militares de Estados Unidos hicieron gala de una seguridad estratégica mucho mayor que la de sus homólogos británicos. El hecho de que los americanos no se vieran obligados nunca a enfrentarse a la perspectiva de una invasión de su país, y mucho menos a la realidad del bombardeo de sus ciudades, eliminaba una parte significativa de las tensiones y de los temores que viciaban los procesos de toma de decisión de los británicos. Las fuerzas americanas sufrieron reveses en el extranjero, pero nunca la lluvia de bombas en su propio país y las humillantes derrotas fuera de él que habían caracterizado la experiencia de los británicos durante los últimos tres años. En cuanto al tema del segundo frente, el juicio de Marshall constituía casi con toda seguridad un grave error. La visión estratégica de 1942 adoptada por Churchill y Brooke era acertada. Pero los británicos deterioraron sus relaciones con el jefe del ejército norteamericano y sus colegas debido a su constante fingimiento. Ahí tenemos el cable de Churchill a Roosevelt del 17 de abril, en el que agradece el entusiasmo de los estadounidenses por llevar a cabo un pronto desembarco en Francia, y en el que afirma que «estamos procediendo a hacer planes y preparativos sobre esa base». Todavía el 20 de junio, a pesar del muro cada vez más espeso de reservas que ponía, escribía en los siguientes términos: «Se están tomando medidas para el desembarco de seis u ocho divisiones en la costa del norte de Francia a primeros de septiembre». Los británicos se andaban con tantos rodeos porque temían que su franqueza hiciera que los americanos desviaran el eje de su esfuerzo nacional hacia el este, hacia el Pacífico. De hecho, en una ocasión Marshall amenazó con hacerlo así.

El debate vino a complicarse todavía más por el hecho de que la opinión de Marshall coincidía con la del público británico y americano. Una legión de personas normales y corrientes reaccionó ante la situación de los rusos con un cariño y una simpatía ausentes en la actitud de los ministros y jefes de Estado Mayor británicos. El New Statesman del 14 de febrero de 1942 citaba las palabras de un oficial que había sido candidato al Parlamento por el Partido Laborista antes de la guerra: «En todas partes se tiene la sensación de que algunos grupos de personas —quizá el Gran Capital, quizá los políticos— se dedican a frustrar nuestro desarrollo natural. Unas cuantas victorias rusas más y unas cuantas derrotas más en Extremo Oriente tal vez obliguen a Westminster a entender que el sentimiento más hondamente arraigado en Inglaterra hoy día es el de envidia: envidia de los rusos, a los que se permite luchar con todas sus fuerzas». Envidia era sin duda el término equivocado para designar el sentimiento de la gente, pero sentimientos de culpabilidad había muchísimos entre los británicos que opinaban que su país estaba haciendo vergonzosamente poco por fomentar la derrota del Eje.

El domingo 29 de marzo cuarenta mil personas se concentraron en Trafalgar Square en una manifestación de apoyo a la apertura de un segundo frente. Entre otros oradores, el columnista del Sunday Express John Gordon abordó el tema: «¡Atacar en Europa ya!». En el mes de abril el gobierno perdió dos elecciones parciales al Parlamento, una en la circunscripción de Rugby a favor de un candidato independiente que defendía el programa electoral: «¡Segundo frente ya!». El 1 de mayo apareció en el semanario de izquierdas Tribune un artículo sin firma de Frank Owen, que a la sazón estaba haciendo la instrucción como soldado, con el siguiente titular: «¿Por qué Churchill?». Su autor planteaba la siguiente pregunta: «¿Tenemos tiempo para permitirnos el lujo de seguir con la estrategia de Churchill?», refiriéndose a la demora en la apertura del segundo frente. Brooke escribió en su diario, dando eco a unos sentimientos que persistirían a lo largo de los dos años siguientes: «Este grito universal a favor de iniciar un segundo frente va a ser demasiado fuerte para poder competir con él, pero ¿qué podemos hacer con apenas diez divisiones contra las masas de los alemanes? Por desgracia, el país no se da cuenta de la situación en la que nos hallamos». Operando con buenos sistemas de comunicación por tierra y con una fuerza aérea sólida, los alemanes podían aplastar una invasión en miniatura sin causar una merma significativa al enorme ejército del Eje —más de doscientas divisiones— destinado al frente oriental.

Si era de esperar que Churchill tuviera que sufrir los dardos y las pedradas de los críticos que ignoraban la debilidad militar de Gran Bretaña, no lo era tanto que tuviera que enfrentarse a las andanadas lanzadas por un hombre que habría debido conocer mejor la situación. Beaverbrook había dimitido como ministro del gobierno debido a su supuesto estado de agotamiento. El astuto funcionario Archie Rowlands creía, sin embargo, que el magnate de la prensa se daba cuenta de que la administración de Churchill se venía abajo y deseaba distanciarse de ella antes de que fuera demasiado tarde. Tras su visita a Moscú, el archicapitalista Beaverbrook se comprometió de manera obsesiva con la causa de Stalin y con la de la ayuda británica a Rusia. Sus periódicos iniciaron una sonora campaña a favor del segundo frente, intensificando la presión sobre Churchill.

En su visita a Nueva York como emisario semioficial del gobierno británico, el 23 de abril Beaverbrook pronunció un discurso ante una audiencia de editores de periódicos y revistas estadounidenses. Les dijo, entre otras cosas: «Con Stalin el comunismo ha ganado el aplauso y la admiración de todos los países occidentales». Afirmó que en la URSS no se perseguía la religión y que «las puertas de las iglesias están abiertas». Insistió: «¡Lanzaos a ayudar a Rusia! ¡Lanzaos enérgicamente! ¡Lanzaos incluso de forma temeraria!». Era una retórica que iba más allá de las cortesías necesarias para aplacar a Stalin y dar ánimos a su pueblo, y que ponía de manifiesto la irresponsabilidad de Beaverbrook. Pero cuando Churchill telefoneó al día siguiente desde Londres, en vez de propinarle la sonora reprimenda que se merecía, intentó apaciguar al voluble barón de la prensa ofreciéndole la tutela de todas las misiones británicas en Washington. Afortunadamente su propuesta fue rechazada, pero venía a reflejar la conciencia que tenía Churchill del acoso político al que se hallaba sometido.

Beaverbrook se pavoneó ante Halifax de la enorme cantidad de cartas de admiradores que, según dijo, recibía. Su egolatría alimentaba una extraña ambición. El embajador anotó en su diario que Beaverbrook le había dicho: «Quizá yo sea el mejor a la hora de dirigir la guerra. Para eso hace falta un hombre despiadado, sin escrúpulos, severo, y creo que yo podría hacerlo bien». Es posible que en un momento en el que era enorme el clamor en favor de una separación entre el Ministerio de Defensa y el cargo de primer ministro, Beaverbrook se viera a sí mismo desempeñando la primera de esas funciones. Pero demostró poseer una notable ingenuidad por lo que se refiere a las realidades estratégicas, teniendo en cuenta que estaba enterado de tanta información secreta acerca de la debilidad de los británicos. Cuando tuvo que enfrentarse a las dificultades de suministrar cobertura aérea a un primer desembarco en Francia, Beaverbrook afirmó que podrían encargarse de la tarea los Beaufighters. Cualquiera que supusiera que un bimotor podía disputar la superioridad aérea a los Bf 109 alemanes demostraba que no estaba capacitado para participar en los procesos de toma de decisiones estratégicas. Por increíble que parezca, Beaverbrook amenazó con lanzar en sus periódicos una campaña a favor del reconocimiento de las pretensiones de Stalin sobre la Europa del Este y los países bálticos. Sin embargo, Churchill nunca perdió la fe en su amigo, ni lo echó de su círculo, como Clementine le pidió tantas veces que hiciera. La lealtad del primer ministro al «Castor[11]» era tan inmerecida como de hecho improductiva.

Molotov, ministro de Asuntos Exteriores de Stalin, llegó a Gran Bretaña el 21 de mayo de 1942 para entablar conversaciones. Tras un encuentro inicial con el primer ministro, envió el siguiente comunicado a Moscú: «Respecto al segundo frente, Churchill realizó una breve declaración en la sesión matutina, afirmando que los gobiernos británico y americano se han comprometido a organizar una operación de ese estilo en Europa, con el máximo de recursos a su alcance, en la fecha más temprana posible, y están haciendo importantes preparativos para ello». Tras las sesiones siguientes, sin embargo, en las que los británicos insistieron en las dificultades prácticas de montar una invasión del continente, Molotov comunicó a Moscú que sería precipitado esperar que se produjera una acción semejante en poco tiempo. Molotov era un burócrata gris, tan generosamente leal a Stalin que durante las purgas de los años treinta firmó una orden de detención contra su propia esposa. De ese modo se convirtió en el único o casi el único de los viejos bolcheviques más destacados que se libró del verdugo y pudo así permanecer aferrado a su cargo. Churchill probablemente tuviera que tensar hasta el máximo su obediencia a los imperativos políticos para invitar a semejante individuo a Downing Street y a Chequers, residencia que los rusos, con aires de suficiencia, recordarían sobre todo por su falta de duchas.

Por si hicieran falta más pruebas de la mala conducta de Beaverbrook, Molotov informó el 27 de mayo, tras dos encuentros con el barón de la prensa: «Me aconsejó insistir al gobierno británico [en que llevara a cabo la invasión], y me aseguró que Roosevelt es partidario del segundo frente». Al margen del secretismo de los rusos, Churchill se vio obligado además a luchar contra la propensión de Moscú a las fantasías. Al parecer, Stalin creía seriamente que los aviones japoneses eran pilotados por aviadores alemanes, y que, por algún motivo insondable, los británicos habían suministrado a Japón mil quinientos aviones de combate.

La principal tarea de Molotov en Londres consistió en negociar un tratado de alianza. Se sintió consternado ante la negativa británica a satisfacer las exigencias que Rusia había venido planteando desde que había entrado en la guerra, para que se reconociera su hegemonía no sólo sobre los países bálticos, sino también sobre Polonia oriental. Stalin, sin embargo, no estaba tan preocupado. Cablegrafió a Molotov el día 24 diciéndole que aceptara la formulación un tanto vaga del borrador de tratado de seguridad de posguerra ofrecido por Eden: «No lo consideramos una declaración carente de significado, pensamos que se trata de un documento importante. No contiene ese párrafo [el propuesto en el borrador ruso] sobre la seguridad de las fronteras, pero probablemente no sea tan malo, pues nos deja las manos libres. Ya resolveremos la cuestión de las fronteras, o mejor dicho, de las garantías de seguridad de nuestras fronteras… por la fuerza». Mucho más seria, a juicio de los rusos, era la supuesta insuficiencia de los envíos de armas de los británicos. Stalin hacía hincapié en la necesidad de cazas y tanques, especialmente del tipo Valentine, que se había demostrado que eran los más adecuados, o, mejor dicho, los menos inadecuados, para las condiciones de Rusia. Los británicos, sin embargo, seguían mostrándose evasivos sobre el ulterior refuerzo de los convoyes que enviaban a Arcángel. La profesora Joan Beaumont, una de las cronistas más convincentes de la ayuda occidental a Rusia durante la guerra, ha escrito: «Lo irónico del compromiso con la Unión Soviética es que mientras que… el consenso respecto a su necesidad creció durante la primera mitad de 1942, también aumentaron los obstáculos en la forma de llevarlo a cabo».

Las grandilocuentes promesas de ayuda hechas por los americanos —inicialmente ocho millones de toneladas para el período 1942-1943, la mitad de ellas en alimentos— fracasaron debido a la incapacidad de los aliados de transportar unas cantidades tan enormes. A finales de junio de 1943 se habían entregado menos de tres millones de toneladas de los 4,4 millones prometidos. Citando de nuevo a Joan Beaumont, «por notables que fueran esos logros y esos sacrificios, parecían demasiado pobres comparados con las promesas que se habían hecho… En el momento en el que la necesidad de Rusia era mayor, la asistencia de Occidente… era en el mejor de los casos insegura». A los soviéticos les sentó especialmente mal la negativa británica a acceder a sus repetidas peticiones de aviones Spitfire. El más estridente de los propagandistas rusos, Ilya Ehrenburg, denunció ante los millones de lectores soviéticos el hecho de que los aliados «envían muy pocos aviones, y tampoco envían los mejores que tienen». Los rusos afirmaron que se habían sentido ofendidos al descubrir que algunos de los Hurricanes recibidos no eran aparatos completamente nuevos, sino usados y reparados. Ante la mala calidad de los aviones y los tanques suministrados, Moscú empezó a centrar sus peticiones en camiones y productos alimenticios.

Molotov voló de Londres a Washington, donde el mayordomo de la Casa Blanca comunicó a Roosevelt que el ministro de Asuntos Exteriores de Rusia había llegado con una pistola en la cartera. El presidente comentó que esperaba simplemente que no pretendiera usarla contra él. Tras la reunión celebrada en la Casa Blanca el 30 de mayo, Molotov manifestó en su informe a Moscú una frustración ante la afabilidad evasiva de Roosevelt que habría resultado familiar a los británicos. La cena, se quejaba el ministro ruso, «fue seguida de una conversación larga, pero sin sentido… Yo dije que habría sido deseable tener ocupadas en el frente occidental al menos a cuarenta divisiones alemanas ya en el verano y el otoño de este año. Roosevelt y Marshall respondieron que eso querían ellos, desde luego, pero que se enfrentaban a graves dificultades inmediatas a la hora de trasladar fuerzas a Francia». El ruso replicó que si no había un segundo frente abierto en 1942, Alemania sería mucho más fuerte en 1943. «No me dieron ninguna respuesta concreta». No obstante, el presidente dijo que «los preparativos para el segundo frente están ya en marcha… él mismo [Roosevelt] intenta persuadir a los generales americanos de que asuman el riesgo y desembarquen entre seis y diez divisiones en Francia. Es posible que eso signifique otro Dunkerque y la pérdida de cien o ciento veinte mil hombres, pero hay que hacer sacrificios para prestar ayuda en 1942 y hacer trizas la moral de los alemanes».

Stalin volvió a cablegrafiar el 3 de junio, primero riñendo a Molotov por la brevedad de sus informes. El caudillo soviético decía que no quería que le contaran sólo lo fundamental. Necesitaba también detalles triviales, que le transmitieran alguna sensación del clima reinante. «Por último, pensamos que es absolutamente necesario que ambos comunicados [el británico y el americano] contengan párrafos acerca del establecimiento del segundo frente en Europa, y afirmen que se ha alcanzado un acuerdo total al respecto. Pensamos que también es necesario que ambos comunicados incluyan detalles concretos acerca de la entrega a la Unión Soviética de materiales procedentes de Gran Bretaña y de Estados Unidos».

Los imperativos que ahora urgían a Stalin eran los mismos que tanto habían pesado a Churchill en 1940-1941. En primer lugar, y como reconocía el líder soviético en sus cables a Molotov, era imprescindible convencer a Hitler de que existía un peligro real de invasión de Francia por parte de los aliados, con el fin de disuadirle de trasladar más divisiones al frente oriental. En segundo lugar, la moral era tan importante para el pueblo soviético como para los pueblos de las democracias occidentales. Cualquier rayo de esperanza era valiosísimo. Stalin no tenía ninguna perspectiva real de que los ejércitos angloamericanos desembarcaran en el continente en 1942. Pero, del mismo modo que en 1941 Churchill había fomentado en Gran Bretaña unas expectativas de beligerancia por parte de los americanos más ambiciosas de lo que los hechos permitían vislumbrar, también Stalin deseaba pregonar al pueblo ruso las garantías que le habían dado Roosevelt y Churchill de que estaba a punto de abrirse un segundo frente, aunque ni siquiera él mismo creyera en ellas. Si los británicos y los americanos no respetaban luego esas garantías, dispondría de una prueba muy útil de la perfidia del capitalismo. En la Rusia acorralada del verano de 1942, eso de «luego» no parecía tener mucha importancia.

De nuevo en Londres el día 9 de junio, Molotov se reunió una vez más con Churchill, antes de firmar el tratado de alianza. Si la finalidad del ministro ruso era promover la discordia entre Londres y Washington, no puede decirse desde luego que fracasara. El primer ministro se sintió muy molesto cuando Molotov le contó cuáles eran las aspiraciones de Roosevelt para el mundo de posguerra, empezando por la creación de una administración fiduciaria internacional de los imperios holandés y francés en Asia, y por el desarme forzoso de todos los países excepto las Grandes Potencias. Luego el político soviético esbozó las conversaciones que había mantenido en la Casa Blanca acerca del segundo frente:

Señalé entre otras cosas que Roosevelt se había mostrado de acuerdo con el punto de vista que yo había planteado, es decir, que iba a resultar más difícil abrir un segundo frente en 1943 que en 1942 debido a los posibles graves problemas surgidos en nuestro frente. Por último mencioné que el presidente daba tanta importancia a la creación de un segundo frente en 1942 que estaba dispuesto a jugársela, a soportar otro Dunkerque y a perder cien o ciento veinte mil hombres… Subrayé, sin embargo, que el número de divisiones que Roosevelt proponía destinar, esto es, entre seis y diez, me parecía insuficiente.

Aquí Churchill me interrumpió con gran nerviosismo, afirmando que él nunca estaría dispuesto a sufrir otro Dunkerque ni el sacrificio inútil de cien mil hombres, sin que le importara quién recomendaba semejante idea. Cuando le contesté que yo no hacía más que transmitir la opinión de Roosevelt, Churchill respondió: «Ya le diré yo a él cuál es mi parecer al respecto».

Oliver Harvey registró esa misma conversación: «Roosevelt había dicho tranquilamente a Molotov que estaría dispuesto a contemplar el sacrificio de ciento veinte mil hombres —nuestros— si fuera necesario. El primer ministro contestó que no quería ni oír hablar de ello».

Molotov dijo años más tarde: «Teníamos que exprimirlos [a los aliados] y sacarles todo lo que pudiéramos. No me cabe duda de que Stalin no lo creía [que fuera a abrirse un segundo frente]. ¡Pero había que exigirlo! Había que exigirlo por el bien de nuestro pueblo. Porque el pueblo estaba esperando, ¿no es verdad?, a ver si llegaba la ayuda [de los aliados]. Esa hoja de papel [del acuerdo anglosoviético] tenía una gran significación política para nosotros. Venía a dar ánimos al pueblo, y eso entonces significaba mucho».

El tratado Anglosoviético firmado el 26 de mayo simplemente comprometía a «las partes contratantes… a prestarse mutuamente ayuda militar y de otro tipo y apoyo de todas clases». Pero cuando Molotov volvió de Londres, Pravda publicó la siguiente información en Moscú: «Está muy cerca el día en que se abra el segundo frente». El 19 de junio el periódico describía una reunión del Soviet Supremo, en la que se dijo a sus miembros que los acuerdos alcanzados entre la Unión Soviética, Gran Bretaña y Estados Unidos reflejaban el hecho de «que se ha logrado una conformidad absoluta respecto a la urgente necesidad de abrir el segundo frente en Europa en 1942». Esta declaración, decía el periódico, fue acogida con un prolongado aplauso, lo mismo que el posterior anuncio de que «los acuerdos son de la mayor importancia para las naciones de la Unión Soviética, pues la apertura del segundo frente en Europa creará unas dificultades insuperables para los ejércitos de Hitler en nuestro frente». Todo eso era falso, y Stalin y Molotov sabían perfectamente que lo era. Pero entre tantas mentiras, ¿qué importaba una más, por otra parte tan necesaria para el espíritu del pueblo ruso? Y desde luego en este caso los rusos tenían perfecto derecho a afirmar que los americanos, y en menor grado los británicos, estaban haciendo promesas de mala fe.

En su vejez, Molotov afirmó que encontraba a Churchill «más listo» que a Roosevelt: «Conocí a todos esos capitalistas, pero Churchill era el más fuerte y el más inteligente. En cuanto a Roosevelt, sólo creía en los dólares. No es que no creyera en nada más, sino que pensaba que ellos eran tan ricos y nosotros tan pobres y que, por lo tanto, acabaríamos tan debilitados que nos presentaríamos ante los americanos a suplicarles. Ése fue su error… Se despertaron cuando ya habían perdido media Europa. Y naturalmente ahí Churchill se encontró en un aprieto muy absurdo. En mi opinión, Churchill era el más inteligente de los dos, como imperialista. Sabía que si nosotros, los rusos, derrotábamos a Alemania, entonces Inglaterra empezaría a perder sus plumas. Se dio perfecta cuenta de ello. En cuanto a Roosevelt, pensaba: “[Rusia] es un país pobre, sin industria y sin grano; acabarán viniendo a suplicarnos. No tienen otra salida”. Y nosotros veíamos todo eso de una forma completamente distinta. El país entero estaba preparado para hacer sacrificios, para luchar». Naturalmente se trata de una exposición postfacto típicamente soviética de lo que sucedió en 1942-1943. Pero parece que Molotov tenía razón cuando percibía en el comportamiento de los americanos una arrogancia fundamental, del mismo tipo que la que se ocultaba tras su actitud hacia Gran Bretaña. Se basaba en la creencia de que cuando acabara la guerra, el poder de Estados Unidos resultaría incuestionable para sus dos aliados.

El general Dwight Eisenhower escribió a su viejo amigo George Patton el 20 de julio de 1942: «Esta guerra todavía es joven». Para los americanos, era verdad. Pero los británicos, después de tres años de privaciones, derrotas, bombardeos intermitentes e inactividad forzosa, veían las cosas de manera muy distinta. Washington intentaba convencer con amenazas a Churchill de que sacrificara un ejército británico, con una participación estadounidense simbólica, como gesto de apoyo a la Unión Soviética. El error fundamental de Marshall fue no darse cuenta de que la magnitud de una batalla en Francia estaba por encima de lo que los aliados pudieran determinar. Tal vez ellos pretendieran llevar a cabo una operación de dimensiones limitadas, pero los alemanes podían reunir un gran número de fuerzas y convertirla en un gran desastre.

Nunca hubo la más mínima posibilidad de que el primer ministro y sus generales accedieran a la propuesta de los estadounidenses. «No creo que tengamos mucho que hacer este año en la costa de Francia», advirtió el primer ministro a sus jefes de Estado Mayor el 1 de junio. A mediados de 1942 Gran Bretaña tenía quince divisiones en Oriente Medio, diez en la India y treinta en su propio territorio, y de estas últimas eran pocas las que estaban preparadas para la guerra. Ninguna de las quince divisiones de infantería de vanguardia de las Fuerzas de Defensa estaba equipada al completo, mientras que otras nueve divisiones con «personal inferior» estaban en peor situación. Dos terceras partes de las armas y los pertrechos que salían de las fábricas eran enviadas directamente fuera del país, donde las necesitaban «en primera línea de fuego», mientras que las Fuerzas de Defensa continuaban a la cola de los recursos.

Aquella primavera Churchill insistió a sus jefes de Estado Mayor en que aceptaran dos propuestas contra su voluntad. En un caso se salió con la suya, aunque en el otro no. Rechazó la opinión de Brooke, a juicio del cual no era necesario conquistar Madagascar, a la sazón ocupada por el gobierno de Vichy. Las tropas británicas desembarcaron en la isla en mayo, tomando rápidamente su principal puerto, y luego combatiendo en una campaña que duró seis meses contra la obstinada resistencia de las fuerzas de Vichy hasta que la totalidad de la isla quedó sometida en noviembre. Fue una medida de precaución muy sabia. Si los japoneses, que se hallaban en el punto culminante de sus conquistas, hubieran visto colmadas sus ambiciones de conquistar Madagascar, las comunicaciones de los británicos con la India y Oriente Medio se habrían visto seriamente amenazadas. La otra idea propuesta por Churchill, en cambio, el desembarco en el norte de Noruega, fue derrotada por las objeciones de todas las secciones del Estado Mayor. En 1942 habría estado al alcance del ejército británico conquistar y retener una franja de la costa noruega, frustrando así los sangrientos ataques de la Luftwaffe y de la marina alemana contra los convoyes enviados a Rusia. Pero teniendo en cuenta las carencias del ejército de tierra y del Brazo Aéreo de la Armada, Brooke probablemente tuviera razón al rechazar el plan. Semejante operación habría comprometido de manera funesta las ambiciones de Churchill en el norte de África, que auguraban mayores beneficios con menos riesgos.

La opinión pública británica y la americana, sin embargo, desconocían la debilidad de las fuerzas armadas de los aliados occidentales, comparadas con las del enemigo. Durante casi todo 1942 discutieron la cuestión del segundo frente con un fervor que exasperaba al primer ministro y a sus altos mandos. A Churchill le molestó mucho un artículo de la revista Time que calificaba a Gran Bretaña de ser un país «agotado, de mentalidad defensiva», y escribió a Brendan Bracken en los siguientes términos: «Ese periodicucho malicioso no debería tener demasiadas facilidades aquí». La embajada británica en Washington informó a Londres: «Los partidarios del segundo frente han aumentado mucho como consecuencia de los reveses de los rusos. Un sector muy influyente de la opinión periodística… ha venido insistiendo en que los peligros de semejante operación compensan de sobra el riesgo mayor que supondría su retraso». Los británicos se irritaban constantemente ante las manifestaciones de ignorancia de las dificultades operacionales que tenían los americanos. Durante una cena en Londres, un oficial estadounidense preguntó una noche a un general inglés por qué no podían ser enviados a Malta más cazas británicos con el fin de proteger los convoyes del Mediterráneo. El visitante no tenía en cuenta el hecho, como tuvo que explicar lleno de enojo su anfitrión, de que Malta se hallaba muy por encima de la autonomía de vuelo de los Spitfires y Hurricanes que despegaban de Gibraltar.

A los británicos les resultaban cada vez más molestas las dificultades planteadas por tener que comunicar sus opiniones a unas autoridades americanas cuyos elementos políticos y militares parecían inmunes a los criterios de sus aliados. Un oficial británico desplazado a Washington escribió a Londres en mayo de 1942 diciendo: «No hay aquí ningún inglés que tenga unas relaciones con Hopkins y con el presidente tan estrechas como serían necesarias. No hay nadie capaz de representar continuamente ante la Casa Blanca las opiniones del primer ministro acerca de la dirección de la guerra. El embajador no considera que semejante tarea esté dentro de su esfera de competencias. Y Dill no se atreve a hacerlo, pues arruinaría sus relaciones con los jefes de Estado Mayor norteamericanos si se entrevistara con Hopkins demasiado a menudo». El general de brigada Vivian Dykes, de la Misión Militar Británica, escribía: «No tenemos ni un solo triunfo en la mano, pero Londres espera que hagamos milagros. Es muy dura esta vida».

Churchill llegó a la conclusión de que sólo otro encuentro personal con Roosevelt podía resolver la cuestión del segundo frente, o más exactamente el plan alternativo de desembarco en el norte de África —la operación «Torch»— a favor de Gran Bretaña. Despegó una vez más en compañía de Alan Brooke a bordo de una hidrocanoa de transporte Boeing. La tarde del 19 de junio salió a dar una vuelta en coche por la finca de Roosevelt en Hyde Park, en un tête-à-tête con su anfitrión. Ésa era precisamente la situación que Churchill deseaba y la que los jefes de Estado Mayor norteamericanos deploraban: que su comandante en jefe hablara a solas con un hombre tan terriblemente persuasivo como el primer ministro de Gran Bretaña. Churchill escribió en sus memorias que ambos lograron así hacer más cosas que en las conferencias. No es verdad. Lo que quería decir, por supuesto, es que se veía así libre de las intervenciones apasionadas y hostiles de Marshall y sus colegas. En Hyde Park, el primer ministro se sintió encantado de ser tratado como «de la familia», aunque los miembros del personal a su servicio a veces se excedieran aprovechando los privilegios propios de los invitados. Su secretario particular, John Martin, fue severamente reprendido por Louise Hachmeister, la telefonista de Roosevelt, cuando ésta lo encontró cómodamente instalado en el despacho de su jefe, utilizando la línea telefónica directa del presidente con Washington.

El 20 de junio en Hyde Park Churchill entregó a Roosevelt una breve nota magistral sobre estrategia. Los preparativos del desembarco en Francia en el mes de septiembre seguían adelante, decía el primer ministro. Sin embargo, él continuaba oponiéndose a semejante operación a menos que hubiera unas perspectivas reales de poder quedarse en el continente. «Ninguna autoridad militar británica responsable ha sido capaz hasta el momento de elaborar un plan para septiembre de 1942 que tuviera la más mínima posibilidad de éxito, a menos que los alemanes estén totalmente desmoralizados, lo cual no es en absoluto probable. ¿Los estados mayores norteamericanos tienen algún plan? Si es así, ¿cuál es? Si puede elaborarse un plan que ofrezca unas perspectivas razonables de éxito, el gobierno de Su Majestad lo acogerá con entusiasmo y compartirá plenamente con sus camaradas americanos los riesgos y los sacrificios… Pero si no puede elaborarse ningún plan en el que ninguna autoridad responsable tenga confianza… ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿Podemos permitirnos el lujo de permanecer ociosos en el Atlántico durante todo 1942?». Era en ese contexto, insistía Churchill, en el que debía estudiarse la posibilidad de un desembarco en el norte de África.

Aquella noche, el presidente y el primer ministro volaron a la capital. Se hallaban juntos en la Casa Blanca cuando alguien entró con un papelito rosa para Roosevelt, que se lo pasó a Churchill sin decir palabra. Decía así: «Tobruk se ha rendido. Han sido hechos prisioneros veinticinco mil hombres». Churchill se mostró al principio incrédulo. Antes de abandonar Gran Bretaña había enviado un mensaje a Auchinleck subrayando la importancia de retener el puerto: «Su decisión de defenderlo hasta el final respaldada de todo corazón. Retirada sería fatal. Es una cuestión no sólo de blindados, sino de fuerza de voluntad. Dios los bendiga a todos». El primer ministro telefoneó a Ismay en Londres, quien le confirmó la pérdida de Tobruk, junto con treinta y tres mil hombres, dos mil vehículos, cinco mil toneladas de provisiones y mil cuatrocientas toneladas de combustible. Una defensa caótica, puesta en manos de un general de división sudafricano recién ascendido e inexperto, se había venido abajo ante una inesperada acometida de los alemanes desde el sureste. Aquella debacle se caracterizó por la incompetencia del mando, una indolencia lamentable y la falta de iniciativa de muchas unidades. El último comunicado del general de división Klopper desde Tobruk era un enigmático estudio sobre la desesperación: «La situación apenas se tiene en pie… No puedo estar peor. Gasolina destruida».

El primer ministro se sentía aturdido y humillado. Parecía insoportable que pudieran llegar semejantes noticias cuando estaba de visita, de hecho como un pedigüeño, en Washington. Dándose cuenta del abatimiento de su huésped, Roosevelt reaccionó con una espontaneidad, una generosidad y una cordialidad desconocidas hasta entonces en él: «¿Qué podemos hacer para ayudar?», preguntó. Tras consultar con sus jefes de Estado Mayor, el presidente contempló por un rato la idea de enviar una división acorazada norteamericana a luchar en Egipto. Después de pensarlo mejor, se acordó enviar los trescientos tanques Sherman y cien cañones autopropulsados de la formación, para que los utilizaran los ingleses. Estos refuerzos de pertrechos de la mejor calidad fueron fundamentales para la posterior victoria británica en El Alamein. Este gesto de Roosevelt, que exigió la retirada del armamento nuevo de una unidad de combate norteamericana, provocó la gratitud más profunda y merecida que sintieron los británicos hacia el presidente en toda la guerra.

El historiador americano Douglas Porch, uno de los cronistas más sólidos de las campañas del Mediterráneo, cree que Churchill se equivocó básicamente al juzgar la actitud de los norteamericanos hacia el esfuerzo bélico de los británicos. El primer ministro deseaba una victoria en Oriente Medio, para acabar con el escepticismo de los estadounidenses respecto a la capacidad de lucha de los británicos. Según sostiene Porch, sin embargo, «era la impotencia de Gran Bretaña y su situación de acorralamiento lo que despertaba más compasión en Washington y lo que más contribuyó a preparar psicológicamente al pueblo americano a intervenir en la guerra». Desde luego es cierto que los americanos compadecían la debilidad material de los británicos. Pero una fuente constante de resentimiento entre los estadounidenses, reflejado en los sondeos de opinión durante buena parte de la guerra, fue la creencia de que los británicos no sólo estaban mal armados, sino que además no intentaban luchar con suficiente ahínco. Una cosa era que Estados Unidos suministrara comida y armas a una democracia que peleaba valientemente, y otra muy distinta ver a los británicos aparentemente satisfechos con quedarse de brazos cruzados en su isla y llevar a cabo apáticas operaciones de menor importancia en el norte de África, mientras los rusos hacían el trabajo sucio de destruir los ejércitos de Hitler pagando por ello un terrible precio de sangre.

Era curioso cómo habían cambiado desde enero los ánimos en Washington. En esta ocasión, no hubo adulaciones para Churchill en su visita. «Los sentimientos antibritánicos son todavía fuertes», informaba a Londres la embajada inglesa, «más fuertes de lo que lo eran antes de Pearl Harbor… Este estado de cosas se debe en parte al hecho de que, mientras que resultaba difícil criticar a Gran Bretaña cuando el Reino Unido era bombardeado, esas críticas no llevan ya el estigma de los deseos aislacionistas o las simpatías pro nazis». El senador Allen Ellender, de Louisiana, declaró agriamente que «no tenía mucho sentido suministrar a los británicos material de guerra, pues invariablemente lo pierden todo». El secretario de Roosevelt, William Hassett, escribió en su diario: «Estos ingleses son siempre muy agresivos excepto en el campo de batalla, son tan respondones como los judíos, y siempre piden un poco más y luego más todavía». Hassett reconocía que el presidente consideraba a Churchill «un compañero delicioso», pero añadía: «Con un presidente blando, Winnie pondría ruedecillas al Departamento del Tesoro y abriría un segundo, un tercero y hasta un cuarto frente con nuestros combatientes».

En cuanto al público en general, un ciudadano de Ohio escribió a la Casa Blanca en los siguientes términos: «Digan a Churchill que se vaya a su país, que es donde tiene que estar… Lo único que quiere, es nuestro dinero». Una «madre de tres hijos» anónima intentó dirigirse al primer ministro de Gran Bretaña desde California: «Cada vez que aparece usted en nuestra tierra, significa algo terrible para nosotros. ¿Por qué no se queda en su casa y pelea en sus propias batallas en vez de arrastrarnos a nosotros siempre a ellas para que les salvemos el maldito pellejo?». La carta de un individuo de Nueva York a un amigo en Somerset, interceptada por la censura, decía: «Cuando vi que estaba aquí ese imbécil de primer ministro que tenéis, supe que había otro desastre a la vista». Semejantes opiniones no eran habituales: la mayoría de los americanos sentía un cariñoso respeto por Churchill. Pero reflejaban un escepticismo generalizado acerca de la voluntad de lucha de su país, y la duda de si los deseos del primer ministro coincidían con el interés nacional de los americanos. «Han resurgido todas las viejas animosidades contra los británicos», escribía un analista para la Oficina de Información de Guerra. «Gran Bretaña no pagó sus deudas después de la última guerra. Se niega a conceder a la India la misma libertad por la que dice que lucha. Retiene un ejército enorme en Inglaterra para proteger su territorio nacional, mientras que sus puestos avanzados los pierde dejándolos en manos del enemigo».

Otro estudio de la Oficina de Información de Guerra concluía en tono consternado: «Incluso entre los más firmes partidarios del concepto de Naciones Unidas hay una marcada tendencia a mostrarse críticos con los británicos. Su política colonial, el conservadurismo de los elementos dominantes de su gobierno y la tradicional desconfianza de los americanos por los objetivos de Gran Bretaña contrarrestan en parte la admiración general por su heroica lucha». Otro informe de finales de verano detectaba una mejora marginal de esos sentimientos, pero comprobaba que la confianza en los británicos se situaba todavía muy por debajo de donde estaba el otoño anterior. Según señalaba, «frases como: “Los británicos quieren siempre que alguien les saque las castañas del fuego” o “Inglaterra luchará hasta el último francés” se han hecho bastante habituales».

El estudio de julio de la Oficina de Información de Guerra invitaba a los americanos a decir qué país pensaban que intentaba ganar la guerra con más ahínco. Un 37 por 100 respondía que Estados Unidos, un 30 por 100 nombraba a Rusia, un 14 por 100 a China, y un 13 por 100 no daba ninguna opinión. Sólo el 6 por 100 identificaba a los británicos como los autores de los intentos más convincentes. Un mes después, otra encuesta similar preguntaba qué país beligerante se consideraba que tenía el mejor espíritu de lucha. Aproximadamente el 65 por 100 contestaba que América, y el 6 por 100 citaba a Gran Bretaña. El mismo estudio subrayaba la sorprendente ignorancia que tenían los americanos de las dificultades que comportaba organizar una invasión de Europa. Una mayoría del 57 por 100 decía que pensaban que los aliados debían lanzar un segundo frente «dentro de dos o tres meses». Análogamente un 53 por 100 opinaba que semejante operación tendría unas posibilidades de éxito «bastante buenas», mientras que el 29 por 100 calculaba que esas mismas posibilidades eran de un 50-50, y sólo el 10 por 100 temía que la invasión fracasara. Un curioso 60 por 100 de los encuestados respondía que no sólo pensaba que la invasión de Francia tendría lugar dentro de tres meses, sino que esperaba que así fuera.

El juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos Felix Frankfurter escribía el 9 de julio de 1942 a Stafford Cripps, que había expresado su preocupación por las relaciones angloamericanas: «El sentimiento dominante que se oculta detrás de todo esto no es malo… Pero existe una dificultad fundamental. Y es, a mi juicio, la falta de una conciencia continuada de camaradería entre los dos pueblos, no sólo a la hora de rechazar a un enemigo que amenaza todo aquello que apreciamos, sino una camaradería a la hora de conseguir una sociedad común que tenga esencialmente los mismos fines justos y civilizados». El columnista Walter Lippmann expresaba unas opiniones semejantes a Maynard Keynes. Era necesario, indicaba Lippmann, un nuevo entendimiento político entre Gran Bretaña y Estados Unidos en torno al futuro de su imperio: «La guerra de Asia ha resucitado el profundo antiimperialismo de la tradición americana».

El Foreign Office se sintió consternado por los comentarios hechos por el anglófilo Wendell Willkie durante una visita a Moscú. Dijo al embajador británico sir Archibald Clark Kerr que la opinión pública de Estados Unidos hacia Gran Bretaña estaba adoptando un cariz «peligroso» y que estaba «asustado» por ello. Ni uno solo de los americanos que había encontrado en su viaje entre Washington y Moscú, desde los camioneros hasta los embajadores, había dicho algo bueno del comportamiento de los británicos fuera de sus fronteras. Willkie instaba al primer ministro a pronunciar un discurso sobre la política de posguerra demostrando que se daba cuenta de que el «imperialismo anticuado» había muerto. Por supuesto, Churchill no tenía la menor intención de hacer nada parecido.

El 6 de julio, un informe del Foreign Office acerca de la embajada británica en Washington era casi flagelador sobre la opinión que tenían los americanos de la legación de Halifax: «La embajada… tiene una reputación increíblemente mala. Es considerada esnob, arrogante, pretenciosa, torpe, aletargada y nido de ideas reaccionarias, y en general despreciables». El informe hacía a continuación una lista de las objeciones más populares entre los americanos con respecto a Gran Bretaña, la primera de las cuales era su sistema de clases, que ofendía a los trabajadores («los británicos están volviéndose rojos»); hablaba del imperialismo; de los «británicos chapuceros de las altas esferas: viejos cansados, demasiado cautelosos, acostumbrados a despreciar todas las ideas nuevas y de mentalidad defensiva, aburridos de su tarea… Los ingleses están tranquilitos en su isla mientras hay tres millones y medio de hombres sobre las armas, y los británicos son derrotados siempre… El Lend-Lease deja a América en cueros para proveer a los británicos, que ni siquiera han pagado sus deudas de [la primera] guerra… Los sentimientos antibritánicos forman parte de la tradición patriótica básica de los americanos… La anglofobia es una prueba de americanismo fuerte, socialmente aceptable, como no lo son el anticatolicismo y el antisemitismo… Todos los que odian a Roosevelt odian a los ingleses porque se considera que éstos son santos de la devoción del presidente».

La censura postal británica realizó un informe para el Foreign Office sobre un sector de la opinión pública estadounidense controlado a través de las interceptaciones postales. Desde Newark, New Jersey, un hombre escribía a un amigo suyo en Gran Bretaña lo siguiente: «Créeme, aquí nos sentimos indignados cuando leemos noticias que hablan de retiradas de los ingleses, pero nadie echa la culpa al soldado raso. Echamos la culpa a los jefazos por su ineficacia y por verse superados siempre tácticamente por los teutones». El 11 de septiembre, un ciudadano de Nueva York escribía más o menos en el mismo tono: «No cabe duda de que algo huele a podrido en los mandos británicos en todas partes… No siempre es falta de materiales; las más veces es pura estupidez». Otro individuo de Nueva York, destinado a Australia, escribía a un amigo británico de Stoke-on-Trent: «El imperialismo inglés es responsable de un mayor número de desgracias y de guerras de lo que se pueda uno imaginar. Y dicho sea de paso, me sorprende comprobar que muchísimos australianos detestan el sistema de Inglaterra más que yo. ¡Los ingleses SOIS IMPOSIBLES!».

Richard Law, ministro de Estado de Eden e hijo del antiguo primer ministro Bonar Law, envió un informe extraordinariamente emocionado al Foreign Office durante una visita suya a América. Afirmaba en él que en los campos de adiestramiento del ejército estadounidense «los sentimientos antibritánicos son una cosa increíble… deliberadamente inculcados por ciertos oficiales de alta graduación, en particular por el general [Brehon] Somervell, que se burlaba de Churchill diciendo que carece de “animación continuada” para ejecutar un ataque al otro lado del Canal». Entre todos los altos mandos del ejército americano, decía Law, los sentimientos antibritánicos eran muy intensos. Había una violenta inquina contra el primer ministro, que, según se creía, tenía dominado al presidente y lo engatusaba de cualquier manera. Los jefes de Estado Mayor norteamericanos «serían casi tan amigos del Estado Mayor británico como del alemán si se sentaran con ellos alrededor de una mesa». Se trata de una valoración muy curiosa de las tensiones angloamericanas. Pero viene a ilustrar la magnitud de la preocupación reinante en los círculos oficiales británicos en 1942, cuando la reputación militar del país estaba por los suelos.

Churchill sabía que su nación y sus soldados tenían que ser vistos enzarzados en la lucha. Si no podían entablar combate en Europa, tenían que hacerlo en Oriente Medio. Los largos períodos de pasividad en los que se había visto atrapado el VIII Ejército en el norte de África, por necesarios que fueran desde el punto de vista logístico, resultaron inmensamente perjudiciales para la autoestima de los británicos y para la imagen del país en el extranjero. En una reunión del gabinete de guerra presidida por Attlee, Bevin exclamó teatralmente: «¡Tenemos que conseguir una victoria! ¡Lo que desea el público británico es una victoria!». Cuando John Kennedy fue convocado a Downing Street, el primer ministro se puso a hablar de las operaciones que estaban llevándose a cabo por entonces en el norte de África, «y a continuación lanzó una indirecta al ejército británico (cosa que por desgracia no podía evitar) diciendo que “si en el ejército de Rommel fueran todos alemanes, nos derrotarían”». Más tarde el director de Operaciones Militares informaría de la conversación a Brooke: «Le conté lo que Winston había dicho sobre lo de que los alemanes eran mejores que nuestras tropas, y él contestó que hablaría de ello con Winston. Sus constantes ataques contra el ejército hacían mucho daño, especialmente cuando los llevaba a cabo en presencia de otros políticos, como solía ser el caso». No obstante, tan avergonzado estaba Kennedy, como militar, por la caída de Tobruk que durante algún tiempo evitó dejarse ver por su amado «Rag» —el club de los oficiales del ejército de tierra y de la armada— para no tener que hacer frente a preguntas desagradables acerca del lamentable espectáculo dado por el ejército.

Mientras Churchill estaba en Washington en junio, algunos periódicos norteamericanos sugirieron la idea de que su gobierno podía caer. Lo que leyó lo alarmó lo bastante como para telefonear a Eden desde la Casa Blanca con el fin de asegurarse de que su autoridad no se veía amenazada por ningún peligro importante. No había cambiado nada transcendental, le dijeron, pero el diputado tory sir John Wardlaw-Milne había presentado una moción en la Cámara de los Comunes. La opinión pública era muy frágil. «A la gente no le gusta que esté fuera tanto tiempo en unos momentos tan críticos», escribía un oficial de la armada. Una colaboradora de la organización Mass-Observation, Rosemary Black, deploraba en su diario la estancia de Churchill en América en un momento en el que el pueblo británico estaba teniendo que soportar tan malas noticias: «Yo misma me sentí bastante indignada con él cuando vi una fotografía suya pasándoselo bien una vez más en la Casa Blanca. ¡Si por lo menos se quitara de la cara alguna vez esos puros tan gordos!».

La londinense Vere Hodgson, que colaboraba con diversas asociaciones benéficas, aturdida, como el resto del país, por la caída de Tobruk, escribió enfadadísima en su diario: «Parece que el enemigo no entendió lo que se esperaba de él y no se atuvo a nuestros planes. ¡Grrr! Como dice la señorita Moyes, se le queda a una la cara verde, rosa y color heliotropo. El domingo me desperté en plena noche y pensé en el convoy enviado a Tobruk el sábado a costa de tanta sangre, sudor y víctimas… para acabar cayendo como fruta madura en la boca de los alemanes. Me revolví en la cama y me rechinaron los dientes de cólera». Después de la alocución radiofónica del primer ministro dos semanas más tarde añadió: «El discurso del señor Churchill no contenía mucho que sirviera de consuelo. Nos dominó, como siempre, y nos rendimos a su arrolladora personalidad; pero, como cualquiera de nosotros, tampoco él sabe por qué cayó Tobruk».

George King escribió a su hijo desde Sanderstead, en Surrey, diciendo: «Nos enteramos ayer de que hemos perdido Tobruk; la misma historia de siempre: una dirección asquerosa. Los americanos tendrán que enseñarnos todavía cómo se hacen las cosas. ¡Los tíos de las estrellas son lo único que hay de asqueroso en el ejército británico!». Un ama de casa de Lancashire, Nella Last, profundamente leal a Churchill, reflexionaba llena de desconcierto en su diario el 25 de junio de 1942: «¿Dónde pueden ir los soldados que tengan alguna posibilidad razonable? Tobruk ya no existe. ¿Qué pasa con Egipto, Suez y la India? Casi tres años de guerra: ¿POR QUÉ no seguimos adelante? ¿Qué nos detiene? Seguramente ahora se organizarán mejor las cosas de alguna manera. ¿Por qué iban a ser lanzados nuestros hombres contra unos horrores mecánicos más fuertes, y nuestros pertrechos no iban a ser normalizados para poder ser manejados y reparados mejor? No hay líquido que nos ligue, nada. Es terrible. Toda esa palabrería acerca del año que viene y del otro y el otro no impedirá que nuestros chicos sigan muriendo inútilmente. Si por lo menos las madres pudieran pensar que sus pobres hijos no han muerto inútilmente, por algún motivo… Es tremendo».

Un Informe de la División de Inteligencia de las Fuerzas de Defensa del Ministerio de Información afirmaba: «Los éxitos de los rusos siguen proporcionando un antídoto contra las malas noticias que llegan de otros frentes… “¡Gracias a Dios que existe Rusia!”. Se trata de una expresión frecuente de los profundos y fervientes sentimientos de apoyo a ese país que inundan a amplios sectores de la opinión pública». Los afiliados del Partido Comunista Británico aumentaron de los doce mil existentes en junio de 1941 a los cincuenta y seis mil que había a finales de 1942. Los medios de comunicación británicos no decían ni una palabra de las terribles crueldades gracias a las cuales Stalin mantenía la defensa de la Unión Soviética, ni de los fallos y meteduras de pata que caracterizaron su esfuerzo de guerra en 1941-1942.

En los círculos políticos y militares mejor informados no había ni rastro del sentimiento de culpabilidad por los sacrificios de los soviéticos que reinaba entre el público en general. Desde Churchill para abajo, había una sensación generalizada y no del todo absurda de que por muchas desgracias y pérdidas que sufriera el pueblo ruso, la culpa la tenía fundamentalmente la política de su gobierno, y sobre todo el pacto nazi-soviético de 1939. Brooke escribía con indignación acerca de la ayuda británica a Rusia: «No recibimos nada a cambio excepto insultos por enviar los convoyes de manera poco eficaz». John Kennedy expresaba su extrañeza ante las actitudes de la gente: «Reina un entusiasmo extraordinario y totalmente equivocado por los rusos. Stalin es más héroe que el rey o incluso que Winston». Un oficial de la armada, el comandante Andrew Yates, decía en una carta a un amigo en América: «Con lo poco que me gustaba antes, el hombre que ha matado a un millón de alemanes, Stalin, ahora es amigo mío para toda la vida». Un funcionario del Ministerio de Información, sin embargo, advertía contra el temor exagerado de que el aplauso popular a las proezas militares de los soviéticos significara una conversión en masa al comunismo, como algunos diputados tories pensaban: «El peligro no vendrá nunca de la admiración por los logros de otro país, sino sólo de la insatisfacción con los nuestros, de un descontento lo bastante feroz como para mirar con buenos ojos un programa revolucionario».

No obstante, la percepción de que el Ejército Rojo era más valiente y estaba más dispuesto al sacrificio que sus propios soldados era un motivo de cólera y de vergüenza para el pueblo de Churchill, que persistió a lo largo de todo el verano de 1942. A la gente no podía decírsele que los ejércitos de Stalin realizaban sus destacadas hazañas obligados por unas leyes draconianas; que si los soldados rusos a veces mostraban más fortaleza que los británicos o los americanos era sobre todo porque si flaqueaban, se enfrentaban al peligro de ser fusilados por sus propios mandos, sanción que se impuso a cientos de miles de soldados soviéticos a lo largo de la guerra. El debate en torno a la inercia y el fracaso militar de los británicos siguió dominando la prensa. «Se extienden las actitudes reaccionarias», se lamentaba la comunista Elizabeth Belsey. «Esta semana The Spectator parece bastante opuesto al segundo frente. ¿Qué supone toda esa gente que va a hacer Rusia sin el segundo frente? ¿Continuar luchando con fe en vez de con petróleo?».

Maggie Joy Blunt, una periodista simpatizante de las izquierdas, escribía el 7 de agosto de 1942: «¿Por qué, en vez de sus críticos, no se coloca el señor Churchill en el pedestal de la columna de Nelson a pedir a voces un segundo frente y a exigir mayores esfuerzos de todos los hombres y mujeres del país? El deseo de hacer esos esfuerzos existe. La gente respondería al instante si Churchill pronunciara las palabras debidas. Tenemos la sensación de que los poderes establecidos desean ver la fuerza de Rusia inutilizada antes de mover un dedo para ayudarla. No quieren que Rusia tenga nada que decir en condiciones de paz. Los intereses capitalistas siguen siendo fortísimos, y la burguesía acaudalada, pese a ser una minoría, sigue teniendo una influencia enorme en la dirección de nuestros asuntos y se siente aterrorizada ante la idea del socialismo. El socialismo es inevitable». La londinense Ethel Mattison escribía a su hermana en California el 1 de agosto: «Cuando se firmó la alianza anglosoviética, y… el segundo frente era uno de los puntos principales… hizo más bien que la gente se arrellanara en sus asientos y se pusiera a esperar. Sin embargo, la espera ha sido tan larga y los rusos están sufriendo de un modo tan terrible que da la sensación de que la idea tendrá que hacerse realidad por la presión de la opinión pública. Por doquiera que pase una, en el autobús, en el tren o en el ascensor, se oyen fragmentos de conversaciones relacionadas con el tema».

La prensa rusa, como cabría suponer, dedicaba mucho espacio a los partidarios del segundo frente. Pravda publicó un artículo acerca de las manifestaciones masivas celebradas en Gran Bretaña en apoyo de iniciar cuanto antes la acción con el siguiente titular: «El pueblo inglés quiere ayudar a sus camaradas rusos». Citaba las declaraciones llevadas a cabo al término de una gira por Gran Bretaña por el corresponsal de Associated Press, Drew Middleton, quien había dicho que había un apoyo público abrumador a la invasión, que las dificultades de los transportes en barco podían ser superadas, y que el bombardeo de Alemania se reconocía que era insuficiente para apoyar a Rusia. Pravda describía asimismo la realización de manifestaciones a favor del segundo frente en Canadá. Durante los meses siguientes hubo muchos más comentarios sobre el mismo asunto en la prensa de Moscú. El 9 de agosto, Pravda llevaba el siguiente titular: «No hay tiempo que perder. —La prensa británica acerca del segundo frente—». El 15 de agosto podía leerse: «Ha llegado la hora de actuar, dicen los periódicos americanos». Al día siguiente, un informe contaba que una delegación en representación de ciento cinco mil trabajadores británicos de setenta y ocho empresas había acudido a Downing Street a presentar a Churchill una petición de apertura del segundo frente. El día 19, otro titular de Pravda rezaba: «Las organizaciones públicas inglesas exigen una ofensiva contra Alemania», y el 23, otro proclamaba: «No tenemos derecho a seguir esperando. —Los sindicatos ingleses exigen la apertura del segundo frente—».

El relato de la Segunda Guerra Mundial que ofrece la mayoría de los historiadores está distorsionado por el hecho de que se centra en lo que ocurrió, y no en lo que no ocurrió. Hasta noviembre de 1942, pasaron semanas y a veces meses sin que se tuvieran pruebas de actividad de las fuerzas de tierra británicas. Entre junio de 1941 y el final de la guerra, los periódicos británicos y los programas radiofónicos de la BBC a menudo estuvieron dominados por informes acerca de la lucha en el frente oriental, donde las actividades parece que fueron continuas. Innumerables editoriales rindieron tributo a las hazañas de «nuestros valientes aliados rusos». Esto permite explicar por qué Rusia despertó tanta admiración en la Inglaterra de la época. Las informaciones acerca de los combates en el este eran vagas y a menudo enormemente imprecisas, pero se mezclaron hasta crear una vívida impresión de acciones enérgicas, horriblemente costosas y cada vez más eficaces por parte del Ejército Rojo. La batalla de Stalingrado, que empezó por entonces a recibir una cobertura enorme, intensificó la consternación debido al contraste entre la actuación de los británicos y las hazañas de los rusos. «Cada semana de defensa eficaz», comunicaba el Ministerio de Información el 9 de octubre de 1942, «confirma la popularidad de los rusos y existe una gran incomodidad y disgusto ante el espectáculo de nuestra aparente inactividad».

Ismay dijo que admiraba a Churchill tanto por el valor con el que resistió a la creación prematura de un segundo frente como por el vigor con el que fomentó otros proyectos. Observaba que un hombre de menor talla tal vez habría cedido al griterío de los que le presionaban. Deploraba la inevitable ignorancia que tenía el público del hecho de que una asociación real con los rusos era algo imposible, habida cuenta de su implacable actitud de secretismo. Para entender el estado de ánimo del público británico durante la Segunda Guerra Mundial, hay que conocer qué poca gente sabía algo más que no fueran los movimientos visibles de los ejércitos y los bombardeos de la noche anterior en Alemania. La información, que es un lugar común en tiempos de paz, se convierte en materia de alto secreto durante la guerra: las cifras de la producción industrial, la escasez de armas, los movimientos y pérdidas de los transportes, los detalles de la ayuda o de la falta de ayuda a Rusia. Muchos informes aparecidos en los periódicos, especialmente aquéllos que detallaban los éxitos de los aliados en el combate y las pérdidas del enemigo, eran inventados. El primer ministro presentó a la nación sólo una idea vaguísima y sumamente general de sus perspectivas probables. Fue una actitud muy prudente, pero obligó a millones de personas a vivir durante años en una atmósfera envenenada de incertidumbre, que contribuyó de manera decisiva a la desmoralización del período 1941-1942.

Un estudio de los periódicos británicos de la época sorprende al lector moderno, porque, a diferencia de lo que es habitual en el siglo XXI, prestaban más atención a los acontecimientos que a las personalidades, incluida la del propio primer ministro. Churchill recibió mucha menos cobertura que la que recibe un primer ministro actual, en parte porque fuera de su círculo íntimo eran muy pocos los detalles de su vida personal que se revelaban. Por motivos de seguridad a menudo ni siquiera se informaba de sus viajes hasta que no había salido de un determinado lugar. Sus discursos y sus apariciones públicas naturalmente recibían amplia cobertura, pero pasaron muchos días de la guerra sin que la prensa hiciera apenas referencia al primer ministro. Mientras que algunos comandantes en el campo de batalla como Alexander y Montgomery se convirtieron en nombres familiares, otras figuras claves de la contienda siguieron siendo casi desconocidas. Sir Alan Brooke, por ejemplo, cuyo papel en asuntos militares sólo fue menos importante que el de Churchill, apenas fue mencionado por la prensa durante la guerra. Y sobre todo, resultaba imposible ofrecer pronósticos concretos por el hecho de que la situación del enemigo, las condiciones reinantes «al otro lado de la colina» permanecieron en gran parte envueltas en el misterio incluso para los líderes militares que estaban al tanto de los secretos de Ultra. De la situación en la Europa ocupada, así como del estado de la maquinaria de guerra de Hitler, se tenía en Londres sólo un conocimiento muy imperfecto. Se informaba por doquier de que los nazis estaban llevando a cabo matanzas espantosas, y de que habían asesinado a muchos judíos en los campos de la muerte. Pero el concepto de genocidio sistemático de millones de personas estaba más allá de la imaginación del pueblo e incluso de la del primer ministro. Se han escrito libros enteros acerca de Churchill y el Holocausto, pero lo fundamental podría expresarse en términos muy sucintos: el primer ministro supo a partir de 1942 que los nazis estaban poniendo en práctica medidas criminales contra los judíos. Las autoridades judías británicas intentaron convencerle de que su pueblo estaba siendo víctima de unos horrores extraordinarios y nunca vistos en la historia. Él respondió con palabras de profunda simpatía, incluso apasionadas, y en una ocasión insistió en que la RAF debía hacer lo que fuera posible para detener la matanza. Pero no siguió el tema cuando habló de «dificultades operacionales», lo que significaba que los aviadores no creían que los intentos de destrucción de las vías férreas en Europa del Este fueran tan útiles para el esfuerzo de guerra como continuar con el ataque a las ciudades de Alemania. Churchill veía la matanza de los judíos en el contexto general de las políticas de exterminio de Hitler, que afectaron a millones de rusos, polacos, yugoslavos, griegos y otros pueblos. Creía que la única manera de abordar esos horrores era acelerar la derrota de Alemania y la liberación de los países ocupados. Esa misma idea guió también los sentimientos de la opinión pública.

La ignorancia del público alimentó infinitas especulaciones, que abarcaban una infinidad de posibilidades, desde que la guerra iba a acabarse en cuestión de meses hasta que iba a prolongarse indefinidamente. Cuando Harold Macmillan fue nombrado ministro en el Mediterráneo, escribió: «El problema… es que nadie tiene en realidad la menor idea de los derroteros que va a seguir la guerra. En un minuto la gente se hunde en el más absoluto pesimismo, y piensa que no acabará nunca. Al siguiente está tan contenta por el resultado favorable de una batalla, que la consideran más o menos acabada. Y los expertos no pueden darnos la menor orientación. Cuanto mejores son, menos dispuestos los encuentro (me refiero a hombres como Cunningham, Tedder o Alexander) a expresar un parecer». Un colaborador de Punch compuso un poema acerca de su «deslumbramiento ante una estrella rutilante de Inglaterra». Esta alusión hizo reaccionar a Alan Lascelles, secretario privado auxiliar del rey Jorge VI, que escribió en su diario: «Supongo que, con la excepción de unos treinta o cuarenta Altos Esotéricos —el gabinete de guerra y sus paniaguados inmediatos—, me llega tanta luz en medio de la triste niebla de la guerra como a cualquier otra persona en este país. Estoy desorientado, sí». Para que un humilde ciudadano pudiera seguir adelante tenía que tener una esperanza ciega, pues las pruebas para abrigar un optimismo fundamentado eran inexistentes.

En los dos primeros días del mes de julio, Churchill tuvo que hacer frente al debate por la moción de censura presentada contra él en la Cámara de los Comunes. Sir John Wardlaw-Milne destruyó cualquier posibilidad de éxito de su proyecto a los pocos minutos de empezar su discurso, cuando propuso que el duque de Gloucester, el hermano notoriamente bobo del rey, fuera nombrado máxima autoridad militar de Gran Bretaña. La Cámara estalló en una carcajada de burla y el rostro de Churchill se iluminó. En ese mismo instante supo que podría poner en fuga a los que le censuraban. No obstante, se vio obligado a aguantar una andanada de críticas. Aneurin Bevan habló haciendo gala de un ingenio maligno: «El primer ministro gana un debate tras otro y pierde una batalla tras otra. El país empieza a decir que lucha en los debates como si fueran la guerra y en la guerra como si fuera un debate». Bevan afirmó asimismo que las fábricas de armas producían el material que no debían; que el ejército estaba «infectado de prejuicios de clase» y que sus mandos eran muy malos.

Luego lanzó el tipo de perorata que indignaba a Churchill, pero que encontraba un poderoso eco entre el público: «¡Por Dios, no nos haga cometer el error de traicionar a esos rusos de corazón de león! Se han pronunciado discursos, los rusos creen en ellos y han roto botellas de champaña para brindar por ellos. Creen que este país actuará este año en lo que ellos llaman el segundo frente… Ellos lo esperan y la nación británica lo espera también. Yo digo que es correcto, que es la cosa justa que debemos hacer… En estos asuntos tan elevados no hablen con lengua retorcida». En el curso del debate de la moción de confianza, los diputados expusieron algunas críticas válidas sobre lo malos que eran los tanques y los mandos del ejército. Se habló mucho de la falta de bombarderos en picado de la RAF, a los que los británicos atribuían un crédito exagerado en los éxitos de los alemanes. Como era de esperar, nadie indicó que el soldado británico no era igual que el alemán, pero se oyeron feroces denuncias contra el alto mando y la cultura clasista del ejército, algunas de ellas de labios de diputados menos amargados que Bevan.

Los americanos se admiraron de que pudieran expresarse unas censuras tan severas. «Polyzoides» escribió en el periódico Los Angeles Times: «El hecho de que, durante uno de los períodos más críticos de la historia del imperio británico, siga habiendo libertad de expresión y de crítica es un testimonio de la grandeza de esta nación». Sin embargo, aquellos sentimientos tan elevados no supusieron demasiado consuelo para el primer ministro. Leo Amery escribió: «Yo creo que Winston es demasiado propenso a atribuir a la pura maldad personal el afán que tienen determinadas personas de saber qué es lo que está pasando realmente, y tampoco tiene en cuenta el valor que tiene en una democracia decir a nuestro pueblo toda la verdad, por desagradable que sea». Según hizo constar en su diario un ama de casa, la señora Clara Millburn, pese a ser una ferviente admiradora de Churchill, quedó impresionada por las noticias de la actuación de Wardlaw-Milne en los Comunes: «Su discurso nos suena muy bien en principio». Sin embargo, no tenía muy buena opinión del discurso inicial de Oliver Lyttelton a favor del gobierno: «Todo el mundo parece que quiere a C. como primer ministro, pero nadie piensa que haya elegido bien a su gabinete». Cuando la Cámara votó, Churchill ganó por 475 votos frente a 25. «Es un gigante entre pigmeos cuando se trata de un debate de ese estilo, y creo que todo el mundo se da cuenta», escribía el diputado tory Cuthbert Headlam, a menudo escéptico. Pero añadía que si la moción de censura hubiera ido dirigida contra el Ministerio de Abastecimientos, ni siquiera él mismo habría votado en contra. Al día siguiente, la señora Millburn anotó en su diario: «Es de esperar que el primer ministro tome nota de las críticas, pues da la impresión de que es necesario hacer algunos cambios».

El éxito de Churchill en los Comunes no logró en absoluto acallar las numerosas y duras críticas vertidas contra la manera de dirigir la guerra del gobierno. En un editorial del 10 de julio, pese a afirmar que «ningún órgano de opinión que sea responsable sueña con cambiar a las autoridades nacionales», The Times repetía la exigencia que ya había planteado varias veces, a saber, la separación de los papeles de primer ministro y de ministro de Defensa. El periódico volvió a la carga el 20 de julio, observando que «se necesita con urgencia una victoria británica»; y de nuevo el 22 decía: «Todas las pruebas vienen a demostrar que la maquinaria de guerra es demasiado aparatosa y poco metódica». En las cartas al director del Times, un corresponsal llamado Clive Garcia, que escribía desde el Club del Ejército y la Armada, hablaba de un «círculo vicioso al que hemos ido acostumbrándonos: primero, un desastre; luego, un debate sobre la forma de dirigir la guerra, manifestando profundos temores; luego un voto de confianza al gobierno… y luego una pausa hasta el siguiente desastre». Mientras tanto, afirmaba el señor Garcia, «los defectos de la maquinaria de guerra no se corrigen».

Algunas otras cartas al director abordaban de manera inteligente y apropiada la cuestión de la incompetencia de los tanques británicos. The Times comentaba sus críticas: «Aunque la respuesta quizá sea compleja, la cuestión es bien sencilla: ¿cómo es que un gran país industrial, siempre lleno de inventiva, casi al final del tercer año de guerra no ha sido capaz todavía de suministrar a su ejército unas armas superiores a las empleadas por el enemigo, cuya naturaleza era en su mayor parte conocida?». Un editorial de la revista New Statesman de 29 de julio afirmaba que «la situación militar de los aliados es más grave que nunca desde 1940».

El mismo 2 de julio, pocos minutos después de que Churchill regresara de los Comunes a Downing Street, llegó Leo Amery con su hijo Julian, oficial del ejército recién venido de Egipto. Para mayor irritación de Alan Brooke, que se hallaba presente, el joven Amery —«un cachorro sumamente grosero», en palabras del general— pintó al primer ministro una imagen del ejército del desierto que lo presentaba desmoralizado, mal equipado y sin confianza en sus mandos. Todo venía a confirmar las opiniones del propio Churchill. En un borrador inédito de sus memorias de guerra calificaba las derrotas en el desierto de 1942 de «deshonrosas» y «deplorables». En seis meses, las fuerzas de Auchinleck se habían visto obligadas a retroceder casi mil kilómetros. Lo peor era que el capitán Amery jugó con los instintos más acendrados del primer ministro instándolo a desplazarse personalmente a Oriente Medio para arreglar la situación. «El descaro de aquel joven bestia era casi más de lo que yo podía soportar», escribió Brooke. El jefe del Estado Mayor General del Imperio había pensado viajar solo a Egipto para intentar resolver las dificultades del ejército. Ahora, en cambio, el primer ministro estaba decidido a intervenir personalmente, y luego a volar a Moscú para enfrentarse a Stalin.

Pero antes de todo eso tuvo lugar una nueva visita a Londres de Hopkins, Marshall y King. Antes de que llegaran, el anterior jefe del Estado Mayor General del Imperio, sir John Dill, escribió a Churchill desde Washington: «Permítame sugerirle con el mayor respeto que debe convencer a sus visitantes de que está usted decidido a derrotar a los alemanes, que asestará un golpe contra ellos en el continente europeo lo antes posible, aunque sea a una escala limitada, y que cualquier cosa que reste efectividad a ese esfuerzo primordial no obtendrá de usted apoyo alguno». El general hacía unas cuantas reflexiones tendenciosas acerca de un posible desembarco en Francia: «¿Qué significa el éxito? En último término, si la invasión fracasa desde el punto de vista táctico, pero causa una diversión de las fuerzas de los alemanes en el frente ruso, ¿habrá sido un éxito?». No es muy probable que estas reflexiones sensibleras aumentaran la confianza de Churchill en Dill, que había alcanzado cierta popularidad en Washington porque era considerado favorable a la rápida apertura del segundo frente. «Churchill, sin embargo, cree lo contrario», escribía el vicepresidente Wallace. «Al parecer, la clase dirigente de Inglaterra está muy preocupada y no quiere sacrificar a demasiados hombres. Perdieron a tantos en la primera guerra mundial que piensan que no pueden permitirse el lujo de perder más en la segunda. Quieren esperar hasta que los ejércitos americanos estén lo suficientemente adiestrados para que las pérdidas vayan al menos al 50 por 100. Dill no pertenece a esta escuela de pensamiento». Desde luego, es cierto que en Londres algunos pensaban que en Washington el general se había «vuelto igual que los nativos».

Para disgusto del primer ministro, a su llegada a Londres el 19 de julio Marshall, King y Hopkins pasaron algunas horas conferenciando con el general Dwight Eisenhower, recientemente nombrado máximo oficial del ejército estadounidense en Europa, antes de presentarse en Downing Street. Cuando dieron comienzo las discusiones angloamericanas, los visitantes expresaron su habitual exigencia de establecimiento de una cabeza de playa en Francia en 1942. Los americanos se aferraban obstinadamente a dos postulados que los británicos encontraban monstruosos. En primer lugar, pensaban que podía conquistarse y retenerse en el norte de Francia un «reducto», idea a favor de la cual se había manifestado Churchill durante un breve período en 1940. Y en segundo lugar, consideraban que aun cuando fracasara semejante operación, las pérdidas —que debían ser en su inmensa mayoría británicas— se verían justificadas por la incomodidad que habrían supuesto para los alemanes.

Brooke intentó repetir las habituales objeciones. El jefe de las fuerzas armadas estadounidenses lo desafió directamente al preguntarle: «Pues bien, ¿cómo vamos a ganar la guerra? No pueden ustedes ganarla mediante una acción defensiva». Churchill presentó formalmente la propuesta de Marshall al gabinete de guerra, que la rechazó por unanimidad. No había mucho más que decir. Los americanos seguían profundamente descontentos, pero sabían que no podían imponer un proyecto que dependía casi por completo del sacrificio de vidas británicas. Marshall había llegado a Londres con instrucciones de Roosevelt de hacer ese último intento de convencer a los británicos de una invasión de Francia; y luego, si fracasaba, de aceptar el plan del norte de África. El 22 de julio, el presidente cablegrafió su aceptación del rechazo de los británicos a un asalto prematuro del continente. A pesar de toda su renuencia, Marshall se comprometió a llevar a cabo los desembarcos de la operación «Torch» de noviembre de 1942.

Los británicos se deshacían ahora en sonrisas, y fue a los americanos a quienes les tocó poner caras largas. «Gil» Winant, el embajador, hombre habitualmente de maneras suaves, expresó vehementemente sus objeciones al plan del norte de África. Los visitantes pasaron un último fin de semana en Chequers, con el primer ministro contentísimo, y a continuación regresaron a Washington llenos de frustración. Harry Hopkins, ferviente partidario de la invasión de Francia, se mostraría en adelante ostensiblemente más frío en su admiración por Churchill como caudillo militar, cuando no como hombre.

Durante casi todo el mes de agosto, Marshall continuó haciendo campaña en contra de la operación «Torch». Desde el momento mismo en que Churchill sugirió por vez primera el plan del norte de África allá por el mes de diciembre, el jefe de las fuerzas armadas estadounidenses se había mostrado dispuesto a admitirlo sólo si las tropas norteamericanas podían desembarcar sin encontrar resistencia, con el consentimiento de los franceses de Vichy. Los americanos temían que si se veían obligados a lanzar un ataque anfibio, los alemanes pudieran reforzar rápidamente el norte de África a través de la España de Franco, aislando así a las fuerzas estadounidenses desplegadas al este del estrecho de Gibraltar. Conviene subrayar que a finales del verano de 1942 los comandantes norteamericanos creían que los británicos estaban condenados a perder Egipto. Este hecho habría dejado al ejército de Rommel libre para lanzarse contra la fuerza invasora norteamericana. A Marshall no sólo no le gustaba la idea de comprometer a las tropas estadounidenses en el teatro de operaciones del Mediterráneo: temía además que una campaña en él pudiera fracasar. Quizá un cínico como Alan Brooke habría podido comparar negativamente la despreocupación del jefe de las fuerzas armadas estadounidenses por los peligros de un desembarco británico fallido contra Francia con su susceptibilidad por la perspectiva de un fracaso de los norteamericanos en una incursión en el norte de África.

El compromiso con la operación «Torch» supuso una de las victorias más importantes de Churchill en toda la guerra. Había convencido a Roosevelt de que impusiera a sus jefes de Estado Mayor un tipo de acción en contra de los deseos más arraigados de éstos. En cuanto al presidente, fue su intervención estratégica más significativa, una de las pocas ocasiones en las que desempeñó en serio el papel de comandante en jefe, en vez de delegar sus poderes en sus asesores militares. Los dos líderes nacionales hicieron gala de la máxima sabiduría. La decisión de Roosevelt vino determinada por los mismos imperativos políticos que obedecía Churchill. Marshall lo reconocería más tarde, diciendo lo siguiente a propósito de los jefes de Estado Mayor norteamericanos: «No supimos ver que en una democracia un líder tiene que mantener al pueblo entretenido. El pueblo exige acción». La satisfacción de esa exigencia la realizó el presidente reconociendo que si los británicos no querían desembarcar en Francia en 1942, no podía obligarlos a hacerlo. Además, en ese momento, Roosevelt estaba mucho más dispuesto que en los años siguientes a dejarse influenciar por las opiniones de Churchill. Estados Unidos desembarcarían, inicialmente sólo setenta mil hombres en el norte de África, aunque luego ese número sería reforzado progresivamente. En 1942 una parte significativa de las fuerzas de las que disponía Marshall estaban destinadas a la defensa de Estados Unidos en su propio país, aunque resultara difícil entender quién iba a poder organizar una invasión.

Los británicos intentaron no herir más las susceptibilidades del ejército norteamericano ofreciendo un fuerte apoyo a su ambición de desembarcar en Francia en 1943. Pero Marshall sabía que una vez que las tropas estadounidenses estuvieran combatiendo en el Mediterráneo, sería muy difícil sacarlas de allí a tiempo para emprender una invasión de Francia al año siguiente. En el documento oficial que ordenaba la invasión del norte de África, el CCS94, los jefes de Estado Mayor reconocían «que debe entenderse que la aprobación de [la operación “Torch”] hace que “Roundup” [la invasión de Francia] resulte con toda probabilidad impracticable con unas mínimas garantías de éxito en 1943». Sólo mucho más tarde algunos destacados militares norteamericanos llegaron a admitir a regañadientes que tal vez Churchill tuviera razón; con la decisión de Roosevelt y él de aprobar la operación «Torch» salvó a los aliados de una locura colosal. Pero eso no fue hasta que el ejército estadounidense no experimentó por sí mismo la feroz realidad de combatir contra la Wehrmacht.