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Soldados, jefazos y «gandules»

1. UN EJÉRCITO ACORRALADO

Al final Churchill se reconcilió con el hecho de que las derrotas británicas a manos de los nipones serían irreversibles hasta que cambiara el curso de la guerra. A partir de entonces, pues, reconociendo el dominio americano en la estrategia para Extremo Oriente, comenzó a dedicar mucho más tiempo a la guerra contra Alemania que contra Japón. Sin embargo, seguía estando sumamente consternado por los fracasos de las fuerzas de Auchinleck en el desierto oriental, donde la comparación de fuerzas sobre el papel mostraban una clara superioridad británica e indicaban que la victoria estaba al alcance de la mano. En una reunión con sus jefes militares dijo una y otra vez: «No sé qué podemos hacer por ese ejército; parece que todos nuestros esfuerzos por ayudarle hayan sido en vano». Ya en 1941, Cadogan había escrito desde el Ministerio de Exteriores: «Nuestros soldados son unos aficionados patéticos si los comparamos con los profesionales… Los alemanes son excelentes combatientes, y su Estado Mayor General está formado por verdaderos maestros en el arte de la guerra. Wavell y los demás no pueden compararse con ellos. Es como si me pusieran a mí a competir con Bobby Jones en una partida a treinta y seis hoyos. Aprenderemos, pero será una tarea larga y dolorosa». Pero al cabo de un año daba la impresión de que el ejército británico y sus comandantes todavía no habían «aprendido» nada. A raíz de los desastres en Extremo Oriente, Cadogan escribiría: «¿Qué ocurrirá si los alemanes llegan aquí? ¡Nuestro ejército es el hazmerreír del mundo!».

Los generales del ejército de tierra de Gran Bretaña eran conscientes del bajo rendimiento de su cuerpo, pero consideraban injusto que su propio primer ministro mantuviera una clara postura de acoso con sus críticas e incluso con su desprecio hacia esta arma del ejército. Se habían sentido obligados, especialmente entre 1940 y 1942, a emprender campañas militares sin los recursos adecuados, a raíz de las políticas de defensa del período de entreguerras impuestas por el Partido Conservador, que seguía teniendo el control del gobierno (aunque, por supuesto, no por el propio Churchill). En el United Service Club, en Pall Mall, los generales solían lamerse las heridas infligidas por el primer ministro, mientras que los oficiales de rango inferior lo hacían en el vecino Army and Navy Club —el «Rag»—, instituciones ambas que desempeñaban un importante papel social. Estos centros no eran simples cotos privados para los cotilleos de los distintos cuerpos, sino lugar de reunión de importantes cónclaves. En medio del desfile diario de espléndidos oficiales con sus condecoraciones rojas por el comedor, Sam Brownes formaba parte allí de una audiencia menos privilegiada de guerreros retirados, propensos a escuchar disimuladamente las conversaciones ajenas y a pedir insistentemente algún trabajo. Fue por esta razón por la que al final «Pug» Ismay decidió frecuentar el White’s Club en St. James’s Street. Los miembros de esta institución eran importantes desde el punto de vista social, pero insensibles en lo concerniente a estrategias, lo que le permitía degustar sus almuerzos en paz y tranquilidad. Sus compañeros de mesa «carecían de ideas brillantes para poder ganar la guerra, y tenían la educación de no ponerme en aprietos formulándome preguntas que me habría sido muy difícil responder».

Hasta 1943, y en menor medida a partir de ese año, los soldados del ejército de tierra de Gran Bretaña gozarían de mucho menos prestigio que sus compañeros de la marina y las fuerzas aéreas. Los desplantes y las intemperancias de Churchill provocaban enfados y aflicción a los oficiales navales, empezando por sir Andrew Cunningham, sir James Somerville de la Fuerza «H» y sir John Tovey de la flota de defensa nacional. Pero incluso cuando la marina sufría algún severo revés o una grave pérdida, su honor y su reputación colectiva no se veían alterados. No puede decirse lo mismo del ejército de tierra, que ocupaba un lugar social más seguro en la vida de Gran Bretaña que el que tenía su homólogo en Estados Unidos, y atraía hacia sus elegantes regimientos a sucesivas generaciones de jóvenes aristócratas. Sin embargo, era mucho menos efectivo como institución militar. Por cada oficial brillante que tenía, como, por ejemplo, Brooke, Ismay o Jacob, había otros cien que carecían de talento, energía e imaginación y que, no obstante, cumplían con sus obligaciones envueltos en una nube de complacencia cultural. Raras veces se ponía en duda su coraje, pero sí otras muchas cosas.

Churchill se pasó buena parte de la primera mitad de la guerra buscando, cada vez más desesperadamente, comandantes capaces de obtener victorias en campañas terrestres. Durante su larga experiencia en la guerra, había quedado impresionado por numerosos héroes, pero por pocos generales británicos. En su obra Grandes contemporáneos (1932) había hecho un retrato muy poco amable del mariscal de campo sir Douglas Haig, principal conductor de los ejércitos de su país por el baño de sangre de Francia y Flandes durante la primera guerra mundial:

Mentalmente, en aquellos años teñidos de rojo, lo veo con la imagen de un gran cirujano de los tiempos anteriores a la anestesia, versado en todos los detalles de la ciencia, tal cual la conocía: seguro de sí mismo, con el pulso firme, cuchillo en mano, dispuesto a realizar la operación; enteramente ajeno, por su condición profesional, al sufrimiento del paciente, a la angustia de los familiares, o a las doctrinas de las escuelas rivales, a los recursos de los curanderos o a los primeros frutos de los nuevos conocimientos. Operaría sin entusiasmo, o se marcharía sin permitir que le pidieran explicaciones; y si el enfermo acababa muriendo, no se haría reproche alguno.

Churchill tenía la firme determinación de que en «su» guerra ningún ejército británico estuviera a las órdenes de un oficial como ése. Entre 1939 y 1945 todos los generales llevaron al campo de batalla una clara conciencia de la animosidad que sentían el pueblo británico y su primer ministro hacia los supuestos «carniceros» de 1914-1918. De hecho, en este bagaje tal vez estuviera una de las razones de aquella cautela característica de sus campañas. Pero las limitaciones militares de Gran Bretaña tenían unas raíces más profundas. Probablemente, a Churchill le habría convenido destinar algunas de las horas que dedicaba a estudiar el semblante y el historial de los comandantes a abordar la cuestión de la cultura institucional del ejército británico. John Kennedy expresó el desconcierto que reinaba en el Departamento de Guerra en los siguientes términos: «Después de grandes esfuerzos, conseguimos reunir diversos recursos en los lugares donde éstos son necesarios, y luego todo parece salir mal, por falta de don de mando por parte de los generales, de liderazgo por parte de los jóvenes oficiales, de tácticas adecuadas y de concentración de fuerzas en enclaves estratégicos».

Clausewitz estableció varios principios, basándose en sus experiencias durante las guerras napoleónicas, cuando observó que la calidad de las armas, la preparación y el potencial de todos los ejércitos europeos eran más o menos similares. Así pues, el militar prusiano consideraba que los resultados venían determinados por el número relativo de comandantes enemigos y por sus respectivas dotes. Aunque esto fuera cierto a comienzos del siglo XIX, es evidente que no lo fue en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, cuando los ejércitos de los aliados y los países del Eje exhibían niveles muy distintos de habilidad y entrega. El empleo de armas más eficaces por parte de uno u otro bando tuvo en ocasiones efectos decisivos. Clausewitz distinguía tres elementos de la guerra, a saber, política, estrategia y táctica. Churchill tuvo muy en cuenta los dos primeros, pero se olvidó del tercero, o mejor dicho, permitió que sus comandantes lo hicieran.

Gran Bretaña podía sentirse orgullosa de su desprecio por el militarismo. Pero su incapacidad de despliegue de ejércitos eficaces hasta la última fase de la Segunda Guerra Mundial supuso un serio hándicap, incluso los oficiales británicos más competentes tuvieron dificultades para conseguir de sus fuerzas unas prestaciones lo bastante buenas como para derrotar a los alemanes o a los japoneses, que, en opinión del primer ministro, ponían mucho más empeño. En cambio, las fuerzas del Eje lograban a veces mejores resultados —especialmente en operaciones defensivas— de lo que Hitler o Hirohito habrían podido esperar de la mediocridad de algunos mandos militares. Rommel, que en 1941-1942 se convirtió en una verdadera obsesión para los británicos, era un buen líder y un experto en táctica, pero su desconocimiento en materia de logística contribuyó en buena medida a que le surgieran tantas dificultades en el norte de África. Sus victorias sobre los británicos fueron un reflejo de la superioridad institucional de su pequeño contingente de hombres y de su inspirado oportunismo. En 1942, desde el desierto, el corresponsal de guerra australiano Alan Moorehead, perspicaz testigo ocular de excepción, escribió, en una especie de declaración a los lectores británicos mientras la guerra seguía su curso: «Rommel ha sido mejor general que cualquiera de sus homólogos del bando británico, y sólo por una razón: porque el ejército alemán ha sido mejor que el británico. Rommel no es más que la expresión de ese ejército alemán mejor capacitado».

Esta observación parece identificar una dificultad fundamental que tuvieron los aliados. Las derrotas del VIII Ejército en el norte de África en 1941-1942, infligidas prácticamente siempre por tropas alemanas con un número inferior no sólo de hombres, sino también de fuerzas blindadas, reflejaban a todas luces un liderazgo inapropiado. Pero también eran fruto de métodos deficientes y falta de determinación. Y la opinión pública era cada vez más consciente de ello. Pam Ashford, secretaria de Glasgow, escribía el 24 de junio de 1942: «Hay una sensación general de que algo va mal con nuestras fuerzas… La señora Muir considera que son nuestros generales los que no pueden ni compararse con los alemanes, pues constantemente se ven superados en táctica». El joven Edward Stebbing, técnico de laboratorio y excombatiente, contaba: «Cada vez más se tiene la sensación de que estamos sufriendo estos reveses en Libia y Extremo Oriente no sólo por nuestra inferioridad numérica y nuestra falta de equipamiento, sino también porque el enemigo es en realidad demasiado inteligente para nosotros, o más bien nosotros somos demasiado estúpidos para el enemigo».

En cierta ocasión, Ivan Maisky, embajador soviético en Londres, comentó a Hugh Dalton que encontraba a los soldados británicos indefectiblemente estirados y formales, en comparación con sus compañeros de otros cuerpos. A su juicio, el ejército de tierra, a diferencia de la marina real y la RAF, carecía de confianza en sí mismo.

Y era así. El general Pownall escribió después de los desastres de Extremo Oriente:

Nuestros [oficiales de carrera] consideran [la guerra] un intervalo desconcertante, bastante agotador y característicamente peligroso de los días más felices, cómodos y deseables de los tiempos de paz… Necesitamos… un ejército más duro, basado en una nación más dura, un ejército que la gente contemple como una profesión honorable a la que sólo los mejores pueden tener acceso; un ejército que esté preparado para vivir con dureza, no con blandura, en tiempos de paz, y se sienta orgulloso de ello. Uno cuyas tradiciones no se basen en la historia de sus regimientos exclusivamente, sino en la historia de todo el ejército de Gran Bretaña; un ejército en el que se compita en eficiencia, no en juegos o en conciertos de gaitas o de bandas musicales… El entrenamiento debe ser más duro, los ejercicios no deben programarse para que sus horarios encajen con los de las comidas. A la infantería no debería permitírsele expresar cansancio… Debemos cultivar agilidad mental y agilidad física; por ejemplo, la imaginación. Y debemos amputar esa gran «cola» que tanto estorba y cuyo peso, más que ayudar, retiene e impide «mostrar los dientes».

El sistema de regimientos era a veces una fuente de inspiración, pero también daba lugar a menudo, como se desprende de los comentarios de Pownall, a actitudes que se caracterizaban por su estrechez de miras, lo que impedía la cohesión de formaciones más grandes. Los soldados profesionales alemanes, americanos y rusos pensaban en divisiones; los británicos lo hacían siempre en regimientos, esa querida «familia militar». Hasta el final de la contienda, la opresiva influencia del sistema centralizado y jerárquico de los mandos, junto con la ausencia de unos principios de combate comunes a todo el ejército, obstaculizaría las operaciones en los teatros de la guerra. Los métodos del VIII Ejército para la recuperación de vehículos inutilizados en el campo de batalla —una técnica esencial para maximizar la capacidad de combate— distaban mucho de los seguidos por el Afrika Korps. Las unidades blindadas británicas, imbuidas del carácter de una caballería montada, permanecían puerilmente aferradas a las acciones en solitario. En el desierto, como en Crimea un siglo antes, la caballería británica cargó; y fue destruida. Y esto sucedió a pesar de que desde 1940 los alemanes habían venido demostrando prácticamente a diario la importancia de coordinar los carros de combate, los cañones antitanque y la infantería, de modo que, entre todos, se apoyaran unos a otros.

Las unidades británicas, así como el liderazgo del ejército, dejaban mucho que desear. En el campo de batalla, los elementos locales raras veces mostraban iniciativa, sobre todo cuando se veían superados en táctica. Los soldados enzarzados en tensos enfrentamientos mostraban a veces una firme determinación, pero a veces también caían, emprendían la retirada o se rendían con más rapidez de la que sus comandantes consideraban aceptable. El estilo de vida sibarita del gran cuartel general de la retaguardia instalado en los alrededores de El Cairo sorprendió a muchos visitantes, sobre todo americanos, por no hablar de algunos británicos, como los ministros Oliver Lyttelton y Harold Macmillan. Allí, de hecho, se produjo una nueva manifestación del «ejercicio del liderazgo desde el castillo», tan condenado por las voces críticas que pusieron en entredicho la actuación del ejército británico en la primera guerra mundial, pero esta vez, en lugar de ejercerse desde el castillo, se hacía desde el Shepheard’s Hotel y el Gezireh Club.

La desidia y la corrupción se extendían por los talleres y las bases de la zona de retaguardia, donde a decenas de millares de soldados británicos indiferentes al desarrollo de la guerra se les permitía seguir con su vida cotidiana de indolencia, dedicándose a vender provisiones, combustible e incluso camiones en su propio beneficio. «Gasolina, alimentos, suministros del servicio de cantinas y economatos para las fuerzas armadas, motores de vehículos, herramientas, neumáticos y ropa; en resumidas cuentas, a Egipto llegaba un espléndido botín para que echara mano de él quien quisiera», escribiría disgustado un coronel responsable de un conjunto de depósitos de pertrechos, y que no estaba sorprendido por la falta de «control» por parte de los altos cargos ni por la indolencia y la corrupción sistemáticas que observaba a lo largo y ancho de la zona de retaguardia del Mando de Oriente Medio. Fue un hecho muy grave que se acusara al ejército de no controlar semejantes prácticas. Incluso a finales de 1943, Harold Macmillan se quejaría del entonces comandante en jefe de Oriente Medio, sir Henry «Jumbo» Maitland Wilson, porque «los establos de Augías todavía no han sido limpiados». Como la falta de barcos limitaba todas las operaciones de los aliados, la pérdida de materiales y suministros transportados en condiciones tan difíciles a los teatros de la guerra suponía una desventaja por partida doble. Los aliados entregaban a sus soldados todo tipo de artículos y productos que facilitaran su servicio, absolutamente desconocidos para el enemigo. Esos objetos y mercancías se convertirían en una carga más o menos fácil de soportar en los años de la victoria, pero representaban un considerable agobio económico para el esfuerzo de guerra en aquellos momentos de derrota.

Durante la contienda, en los medios de comunicación británicos se produjo un vivo debate acerca de las deficiencias del equipamiento, las tácticas y los comandantes del ejército. El gobierno no estaba seguro de hasta dónde debía permitir que llegaran las críticas. En diciembre de 1941 Tom Wintringham escribió un artículo para Picture Post titulado «¿Qué ha ocurrido en Libia?». Arremetía contra los mandos, los tanques y los cañones del ejército. Como consecuencia de ello, durante un breve período de tiempo se prohibió la distribución del semanario en Oriente Medio y en las oficinas que tenía el British Council por todo el mundo. Pocos eran los que ponían en duda las palabras de Wintringham. Lo difícil era conciliar la manifestación de una realidad con la imperiosa necesidad de mantener alta la moral de unos hombres que arriesgaban la vida en el campo de batalla, equipados con esas mismas armas tan poco adecuadas, y capitaneados, a veces, por oficiales verdaderamente mediocres.

En marzo de 1942, el famoso columnista John Gordon lanzó toda su artillería contra los jefes de Estado Mayor de las distintas armas del ejército británico desde el Sunday Express de Beaverbrook. Decía que eran unos individuos que habían llegado a tan alto rango simplemente porque una vez finalizada la última guerra en 1918 habían seguido vistiendo el uniforme para poder colocarse en «puestos ventajosos», mientras que sus superiores se ganaban la vida como civiles. «Todo esto», comentaría un general que había leído el despiadado artículo de Gordon, «tiene un efecto devastador en la moral de los hombres. Cuando unos soldados se encuentran acorralados, ¿cómo queremos que combatan cuando se les ha hecho creer que sus líderes son unos hombres de paja?».

En opinión de Brooke y Alexander, entre otros, algunas dificultades del ejército se debían a que sus mejores líderes potenciales, los que habrían debido ser los generales de la Segunda Guerra Mundial, habían perecido en la anterior contienda contra el káiser. Tal vez tuviera una importancia marginal el hecho de que el ejército alemán hubiera puesto mayor empeño que el británico en economizar vidas de jóvenes oficiales prometedores, al menos hasta las campañas de 1918, pero no parece acertado atribuir a este dato una mayor relevancia. El meollo de la cuestión estaba en que la cultura militar de Alemania era mucho más imponente. La del ejército británico de antes de la guerra militaba contra el reclutamiento y la promoción de comandantes inteligentes, imaginativos y despiadados, capaces de dirigir grandes contingentes, o incluso de asegurarse de que sus hombres fueran equipados con armas apropiadas para combatir al enemigo. Había muchos altos oficiales que en realidad habían elegido la carrera militar porque carecían de la energía y el talento necesarios para triunfar en la vida civil. En privado, Brooke estaba bastante de acuerdo con lo que había escrito Gordon. Sus propios arrebatos de melancolía a menudo se producían tras reflexionar sobre la falta de preparación del ejército británico para enfrentarse a la máquina de la Wehrmacht: «Vamos a perder esta guerra a no ser que la conduzcamos de manera muy distinta y que luchemos con mayor determinación… Toda esta situación es verdaderamente deprimente y desesperante… La mitad de los jefes de nuestros Cuerpos y Divisiones son totalmente ineptos para los puestos que ocupan, y, sin embargo, si quisiera destituirlos, ¡no encontraría a otros mejores! Carecen de temperamento, imaginación, iniciativa y capacidad de liderazgo».

Cuando en 1942 fueron relevados de sus cargos en las Fuerzas de Defensa unos mil seiscientos oficiales del ejército de distinto rango, con la intención de introducir sangre nueva, algunos cínicos dijeron que sus sustitutos parecían no distinguirse ni social ni profesionalmente de aquéllos a los que habían reemplazado. Churchill quiso acometer la transformación del carácter social que impregnaba las altas jerarquías del ejército: cuando decidió destituir a Dill como jefe del Estado Mayor General del Imperio, barajó la posibilidad de nombrar como su sucesor al general sir Archibald Nye. La virtud de Nye —en cualquier caso, siempre a juicio de los políticos— era que, como hijo de un sargento mayor, nadie podía acusarlo de ser un «pijo». Al final, sin embargo, Churchill se dejó convencer de que Nye carecía de la experiencia y las dotes necesarias para ocupar tan importante puesto, y se limitó a darle un ascenso, nombrándolo ayudante de Brooke.

Harold Macmillan pudo comprobar muy de cerca el funcionamiento del ejército británico durante la guerra, y el concepto que tenía de la mayoría de los altos oficiales no puede decirse que fuera precisamente bueno. Acusaba indistintamente a los jefes de Estado Mayor británicos y americanos de rodearse de un montón de acólitos «demasiado estúpidos para emplearlos en algún puesto con funciones operacionales». Tras comentar que había un comandante británico que era «un poco estirado», Macmillan añadía:

Estos generales administrativos británicos, cuya única experiencia del mundo es un comedor de oficiales en Aldershot o Poona, constituyen un curioso grupo muy estrecho de miras. Parecen ir por todo el mundo sin fijarse en nada de lo que los rodea, con la excepción de sus colegas y sus esposas… y los diversos clubes de las armas del ejército que hay en Londres, El Cairo, Bombay, etc., pero son honorables, trabajadores esforzados, sobrios, limpios y ordenados. Al final de su carrera, sólo sirven para ser secretarios de clubes de golf. La guerra, desde luego, es su gran momento. Si fueran honestos consigo mismos, rezarían desde lo más profundo de su corazón para que se prolongara.

Eran palabras muy duras, pero no injustas. Churchill estaba convencido de que la ejecución del almirante sir John Byng en 1757 por no haber evitado la caída de Menorca en manos de los franceses había tenido un efecto saludable en las posteriores actuaciones de la marina real. Tenía razón. Después del fusilamiento de Byng, desde las guerras napoleónicas hasta el siglo XX, la conducta de los oficiales navales británicos ante el enemigo reflejaría invariablemente que eran perfectamente conscientes de que podría perdonárseles que perdieran una batalla, pero nunca que evitaran librarla. Cuando se produjo la destitución en Libia del general sir Alan Cunningham, Churchill comentó a Dill las virtudes del precedente que había sentado la ejecución de Byng. El entonces jefe del Estado Mayor General del Imperio respondió tajantemente que semejante visión era anacrónica.

Dill tenía razón. Una brutal demostración de celo como quería el primer ministro no tenía cabida en un campo de batalla moderno, y a menudo había precipitado el desastre. Ni Marlborough ni Wellington ganaron sus batallas con posturas heroicas. Pero el primer ministro estaba en lo cierto cuando decía que los generales debían temer por su carrera si fracasaban. La comprensión social que por instinto demostraba el ejército británico con sus perdedores no era apropiada en una situación como aquélla en la que la nación luchaba por su supervivencia. Incluso alguien tan implacable como Brooke se sintió muy afligido por la destitución de Ritchie, un rotundo fracaso como comandante del VIII Ejército en Libia: «Aprecio muchísimo a Neil y no quiero ni pensar el disgusto que esto supondrá para él». Algunos oficiales de rango intermedio que habían fallado estrepitosamente en el campo de batalla seguirían encontrando nuevos destinos. A Ritchie se le permitiría más tarde ponerse al frente de un cuerpo en el noroeste de Europa, como si nada. Habría sido más conveniente relegar a esos claros perdedores al olvido como profesionales militares, como a menudo hicieron los estadounidenses. Pero los británicos no sabían actuar así, ni siquiera Brooke.

Una de las causas principales de las numerosas derrotas sufridas en el desierto fue la confianza desmesurada en el movimiento y despliegue de fuerzas, dando erróneamente demasiada importancia a la potencia de fuego. Hasta 1944, los sucesivos modelos de cañón antitanque y de cañón de carro de combate tenían muy poca capacidad perforadora. Resultaba verdaderamente sorprendente que, incluso después de varios años de experiencia en la guerra de blindados moderna, los vehículos de combate de fabricación británica y estadounidense siguieran siendo inferiores a los de los alemanes. Ya en 1917, cuando quedó entusiasmado por primera vez ante lo que significaban los tanques, Churchill había escrito a Archie Sinclair, segundo en el mando de su antiguo batallón, instándolo a renunciar a la idea de hacer carrera como oficial de caballería y que se pasara al cuerpo de blindados: «Así pues, ármate, querido amigo, con la panoplia de la ciencia moderna de la guerra… Súbete a los carros de la guerra y mata a los malvados con armas de precisión». Pero una guerra mundial después, Churchill no logró garantizar que el ejército británico utilizara unos vehículos blindados comparables al menos con los de su enemigo principal. A partir de 1941, los británicos utilizaron normalmente en el desierto más tanques que los alemanes, a veces un número espectacularmente superior. No obstante, el Afrika Korps logró desgastar a su rival de una manera devastadora, aprovechando la superioridad de sus armas y de sus tácticas.

En repetidas ocasiones, los diputados plantearon esta cuestión en la Cámara de los Comunes, pero lo cierto era que su solución transcendía el genio militar y la capacidad industrial. Los tanques americanos eran considerablemente mejores que los británicos, pero también se vieron superados por los alemanes. Hasta el final de la guerra prácticamente, los dos países aliados adoptaron una política deliberada consistente en compensar con la cantidad las deficiencias perfectamente conocidas de calidad de sus tanques. Nadie puede exagerar la importancia de esta deficiencia cuando se analizan las derrotas.

Pero el problema de lo inadecuado de las armas no se limitaba a los carros de combate. En 1941, cuando el Departamento de Guerra tuvo que elegir entre cien unidades de cañones antitanque de seis libras y seiscientas de cañones de dos libras, optó por los segundos. Ese invierno Moscú dijo a Londres que no enviara más cañones de dos libras a Rusia, pues el Ejército Rojo los consideraba inútiles, lo mismo que pensaban las unidades de Auchinleck en el desierto. Sólo a partir de finales de 1942 los de seis libras comenzaron a estar disponibles en cantidades importantes. El Departamento de Guerra se esforzaría en vano en igualar a los magníficos cañones de 88 mm alemanes, utilizados tanto para la defensa antiaérea como para la destrucción de blindados, y que fueron responsables en el norte de África de la pérdida del 40 por 100 de los tanques británicos, mientras que los tanques de Rommel sólo acabaron con el 38 por 100.

El diseño y la producción de los tanques y los vehículos militares británicos no estaban tipificados, y fueron encomendados a múltiples fabricantes. Del mismo modo que es innegable que la RAF y la marina real supieron aprovechar las innovaciones tecnológicas con un éxito sorprendente, está claro que la culpa del fracaso de las fuerzas terrestres británicas en este sentido, al menos hasta 1944 sin duda, hay que buscarla en los propios jefes de aprovisionamiento del ejército. Las fuerzas terrestres británicas siempre anduvieron escasas de camiones con tracción en las cuatro ruedas. Los niveles de disponibilidad de los vehículos fueron siempre muy bajos. Durante el período de entreguerras, los oficiales encargados del abastecimiento, influenciados por la experiencia de las guerras coloniales, habían sentido un rechazo visceral por las armas automáticas de las secciones, pues, en su opinión, suponían un despilfarro de munición. En los años veinte, el Departamento de Guerra había descartado la utilización de los subfusiles automáticos Thompson por considerarlos «armas propias de los gángsteres», pero en 1940 tuvo que apresurarse a comprar todos los que pudo a los americanos. No sería hasta 1943-1944 cuando habría la suficiente disponibilidad de subfusiles automáticos Sten de fabricación británica. Las tácticas de la infantería carecían de imaginación, especialmente en ataque. La artillería británica, siempre magnífica, protagonizó el único éxito que realmente se cosechó en toda esta historia.

Hasta finales de 1942, el VIII Ejército recibió poco apoyo de la RAF en el norte de África. Las autoridades de las fuerzas aéreas eran, desde el punto de vista institucional, reacias a proporcionar «artillería aérea» a los soldados del ejército de tierra, y sólo desarrollaron, aunque sin mucho entusiasmo, ciertas técnicas de coordinación como las que había venido practicando la Luftwaffe desde 1939. Churchill defendió enérgicamente el derecho de la RAF a realizar unas funciones estratégicas independientes, asegurando que sería desastroso convertir a las fuerzas aéreas en una «simple criada al servicio del ejército». Pero fue una equivocación permitir generosamente que los aviadores tuvieran tanto poder de decisión para fijar sus prioridades. El apoyo aéreo cercano a las fuerzas terrestres fue una táctica que tardó en madurar.

Uno de los errores más perjudiciales de la política de producción aeronáutica fue «la tendencia a cubrir los tiempos de espera de los modelos nuevos que todavía estaban desarrollándose, mediante pedidos de modelos viejos con el fin de mantener sin interrupción la actividad fabril», según cuenta un historiador oficial. «De tres modelos de avión en concreto, el Battle, el Blenheim y el Whitley, se realizaron diversos pedidos mucho después de que pasara la fecha de sustitución fijada originalmente para ellos». Se tenía la idea equivocada de que era mejor suministrar a la RAF algún avión que ninguno. Pero el Battle y el Blenheim, especialmente, no aportaban nada al poder de combate británico y acababan convirtiéndose en ataúdes para las pobres tripulaciones que se vieron obligadas a volar con ellos en 1940-1941. Los bombarderos Whitley siguieron fabricándose hasta mediados de 1943, aunque posteriormente la RAF dejaría de sacrificarlos enviándolos a Alemania. Llegaron mejores aparatos. El diseño aeronáutico se revelaría como uno de los mayores éxitos de Gran Bretaña durante la segunda mitad de la guerra. Pero en 1942 aún había un número terriblemente bajo de los nuevos bombarderos Mosquito y Lancaster, o de los renovados y mejorados Spitfire y Hurricane. Casi todos los nuevos modelos de avión se utilizaban en aeródromos británicos, en vez de emplearlos como apoyo del ejército de tierra en las batallas que se libraban en Oriente Medio y en el este de Asia.

«Todos los cuerpos de la máquina de guerra alemana parecían ejercer un control más estrecho y riguroso que nuestro ejército», escribió Alan Moorehead. «Uno de los generales británicos de más rango dijo a los corresponsales de guerra… “Todavía somos unos aficionados. Los alemanes son verdaderos profesionales”». A mediados de 1942 este reconocimiento suponía un hecho extraordinario. La actuación del ejército mejoró a finales de ese mismo año, pero, para poder imponerse a los alemanes, las fuerzas británicas —y americanas— seguían necesitando contar con una importante superioridad en hombres, tanques y aviones de apoyo.

Y había algo muy importante de lo que no se hablaba, ni siquiera en los periódicos más críticos con la actuación militar de Gran Bretaña: la idea de que, uno frente a otro, el soldado británico tal vez fuera un combatiente menos resuelto que su rival alemán. El soldado británico era percibido, a veces con razón, como una víctima de la incompetencia de sus superiores, más que como un individuo personalmente responsable de los fracasos de las fuerzas militares de su país. En las conversaciones privadas, sin embargo, y en las de los ministros y los altos oficiales, este tema solía salir a colación. George Marshall deploraba el modo en que Churchill hablaba de los soldados rasos del ejército como «la masa de ineptos», expresión que viene a reflejar lo poco que el primer ministro conocía a esos hombres. Un día, en Downing Street, se vivió un momento bastante desagradable cuando, después de una reunión del gabinete, Randolph Churchill se unió a una conversación en la que se hablaba del ejército, y dijo a grito pelado: «¡Padre, el problema es que tus soldados no pelean!». En cierta ocasión, Churchill comentaría a propósito de su hijo: «Quiero mucho a Randolph, aunque no me guste cómo es». Resulta sorprendente que, en pleno debate sobre cuestiones sumamente importantes, el primer ministro permitiera la presencia de su hijo, esperando que los demás hicieran lo mismo. En esa ocasión, sin embargo, aunque tal vez su intervención resultara hiperbólica, Randolph dio en el clavo. Muchos oficiales británicos se daban cuenta de que sus hombres, unos civiles convertidos en soldados, carecían de la determinación y la entrega que mostraban habitualmente tanto los alemanes como los japoneses. Tras de la conducta de los comandantes de Churchill durante la guerra se escondía un nerviosismo fundamental por lo que iban a hacer, y lo que no, sus hombres en el campo de batalla.

Churchill comprendió que, para que superaran a los alemanes, los soldados británicos tenían que ser más duros. Esto comportaba un cambio de mentalidad. En 1940 se mostró favorable a que los civiles combatieran al enemigo, reprochando a Duff Cooper, en su calidad de ministro de Información, que se burlara de los italianos: «En la política de la guerra hay una norma bien conocida por todos, a saber, elogiar la valentía del adversario, pues con ello ensalzas tu propia victoria cuando la obtienes». Análogamente, en enero de 1942 manifestó su admiración por Rommel en un escenario como la Cámara de los Comunes: «Un adversario muy hábil y audaz… y, si se me permite decirlo en medio de los estragos de la guerra, un gran general». Poco a poco, sin embargo, el primer ministro comenzó a considerar un error sugerir que los soldados de las fuerzas del Eje fueran un enemigo honorable. Ese tipo de cortesías fomentaban que los ingleses se rindieran con demasiada facilidad. A medida que fue avanzando la guerra, Churchill lamentaría cada vez más las noticias de los periódicos que hablaban del caballeroso comportamiento de los alemanes: «En Europa estos monstruos teutones están matando a gente a mansalva, y en Rusia han cometido las peores atrocidades, y encajaría perfectamente con su táctica que quisieran hacerse con una buena reputación por tratar con humanidad a los soldados británicos y americanos en ocasiones excepcionales de las que luego hacen una gran publicidad».

En la primavera y el verano de 1942 Churchill no se equivocaba cuando comenzó a pensar que la actuación del ejército de tierra británico en el norte de África no era la debida. Muchos de sus estallidos de cólera por la nefasta actuación de los soldados, que tanto aturdían a Brooke y a sus colegas, estaban perfectamente justificados. Lo que sigue siendo discutible es si aquello tenía solución, pues los puestos de responsabilidad militar debían ser ocupados forzosamente por los oficiales regulares de la cantera existente. En su mayoría eran unos individuos prisioneros de la cultura en la que se habían criado. El defecto principal de dicha cultura es que exigía sólo un esfuerzo, un sacrificio y unos logros moderados, y que generaba sólo un número reducido de líderes y unidades militares capaces de estar a la altura de la determinación y la destreza del enemigo. El ejército lograría salvar su debilidad institucional únicamente cuando pudiera disponer en el campo de batalla de los recursos enormemente superiores de los aliados.

2. EL FRENTE INTERNO

Un día, el secretario del 1922 Committee[10] se llevó a Leo Amery a una esquina de la sala de fumadores de la Cámara de los Comunes. Dijo al secretario de Estado para la India que reinaba una gran inquietud entre los diputados tories del grupo, «porque, a su juicio, no había nadie en el gobierno que defendiera el punto de vista conservador». Aquello era cierto en buena parte. En Gran Bretaña, todas las medidas adoptadas en política interior durante la guerra parecían de tendencia socialista. La centralización, la planificación, el racionamiento y la regulación fueron aspectos fundamentales para la movilización de los recursos del país y para la distribución equitativa de alimentos, combustible y ropa. Todos los ciudadanos británicos maldecían la burocracia, las deficiencias en los medios de transporte, las colas, la implacable desmoralización que suponían los apagones de luz o el recorte de alimentos y de privilegios, a los que aún podían acceder los que tenían dinero para pagarlos. Pero lo cierto es que el país estuvo, prácticamente en todo momento, muy bien administrado. Y este hecho hay que reconocérselo al primer ministro, que supo poner al hombre adecuado en el puesto adecuado.

Clement Attlee, líder del Partido Laborista y viceprimer ministro británico, no tenía autoridad alguna sobre la máquina militar, pero ejercía una notable influencia en los asuntos de política interior. Hombre afable, al que algunos infravaloraban erróneamente, se comportaba siempre con gran dignidad, discreción y sentido común. Hubo muchos momentos en los que habría estado justificado que perdiera la serenidad con Churchill, pero supo conservar la calma. El primer ministro raras veces se mostró descortés con los laboristas de su gobierno, pero tampoco solía invitarlos a unirse a su mesa o a pasar un fin de semana en Chequers. Los momentos de privacidad prefería compartirlos prácticamente siempre con sus ministros conservadores. Es probable que fuera un hecho inevitable, incluso en un gobierno de coalición como aquél, y Attlee nunca dio muestras de sentirse contrariado por ello, y, de hecho, tampoco de querer integrarse en el círculo de Churchill.

Durante las ausencias, cada vez más frecuentes, del primer ministro con motivo de sus viajes al extranjero, Attlee presidía las reuniones del gobierno y del gabinete de guerra, tomando las decisiones que había que tomar, pero siempre manteniéndose dentro de los límites de su autoridad. A menudo se alzaron voces críticas contra el gabinete, acusándolo de ser una mera comparsa que firmaba todo lo que le indicaban, y diciendo que Attlee y sus colegas no sabían poner freno a los excesos de Churchill. Pero no tenemos más que pararnos un momento a pensar en el daño que habría causado el líder laborista si hubiera utilizado su cargo con el fin de encabezar una oposición contra el primer ministro, fracturando así la unidad del gobierno, para aplaudir su talla de estadista. Attlee consideraba que Churchill, a pesar de sus defectos, era el único hombre capaz de liderar Gran Bretaña durante la guerra. Sirvió al primer ministro con absoluta lealtad, y presidió un número considerable de reuniones sumamente importantes del gabinete.

Ernest Bevin destacaría entre sus colegas socialistas por el aprecio que le profesaba no sólo la opinión pública, sino el propio Churchill. Hugh Dalton, un socialista renegado educado en Eton, decía del ministro del Trabajo que «sin duda era con mucho el mejor de todos mis colegas, a pesar de sus pequeños momentos de egoísmo, de vulgaridad y de desconfianza de mentalidad campesina». Bevin, de sesenta y dos años, era hijo de un jornalero de Somerset, y había abandonado los estudios antes de cumplir los doce. Aunque no había recibido prácticamente instrucción alguna, destacaba por su gran inteligencia y su potente personalidad. Hasta su inclusión en el gobierno en 1940, había ejercido como secretario del sindicato más importante de Gran Bretaña, el TGWU (Transport and General Worker’s Union). Detestaba a los comunistas tanto como el primer ministro, y utilizó su inmensa autoridad entre el pueblo para poner freno a los excesos de los sindicatos como ningún otro hubiera podido hacerlo. Suyo es en gran parte el mérito de que Gran Bretaña movilizara a la población, especialmente a las mujeres, con más eficacia que cualquier otro país beligerante, excepto tal vez Rusia. Nunca perdía su franqueza: Churchill probablemente no sintiera ningún disgusto cuando en cierta ocasión Bevin dijo a Stafford Cripps en el gabinete que «no entendía por qué diablos no se metía en sus asuntos».

Sir John Anderson, en su calidad de lord presidente del Consejo, presidía una especie de gabinete de guerra, pero de asuntos internos del país. Anderson, un funcionario aburrido y sin sentido del humor que había prestado servicio como gobernador de Bengala, no suscitaba simpatías, pero sí mucho respeto. Su memoria y su capacidad de recordar acontecimientos y personajes eran tan prodigiosas que en cierta ocasión uno de sus colegas le preguntó si en su escudo de armas figuraba un elefante. Aunque tenía su escaño en la Cámara de los Comunes como representante de las universidades de Escocia, su biógrafo contaría lo siguiente: «En realidad, nunca llegó a entender el funcionamiento de la Cámara. De manera natural consideraba a todos los hombres, y en particular a los que ocupaban cargos públicos, seres racionales en sus palabras y en sus acciones… Cuando le parecía que esto no era así, se agobiaba e incluso se sentía ofendido en su sentido del decoro. “Su falta de responsabilidad me deja estupefacto”, comentó en una ocasión a propósito de los diputados de la Cámara».

Churchill nunca sintió una simpatía especial por Anderson —nadie podía sentirla—, pero supo valorar su talento: «No hay mejor caballo de batalla en el gobierno», dijo. Anderson actuaba como coordinador financiero, con responsabilidades en lo referente a los salarios y a la mano de obra. Más tarde, en 1943 fue nombrado ministro de Hacienda, aunque sus logros en este campo fueron menores. Como vestía invariablemente camisa de cuello diplomático y el traje formal propio de Whitehall, era apodado «Jehová», lo que una mañana indujo a Attlee a abrir la reunión del comité con un singular y jocoso saludo de bienvenida: «Y aquí estamos todos otra vez reunidos, testigos de Jehová». Churchill nombró a Anderson su sucesor como primer ministro, en el caso de que él y Eden murieran durante la guerra en uno de sus viajes.

A lo largo de su vida, Anderson tuvo un comportamiento poco habitual en él sólo en una ocasión. A sus cincuenta y nueve años decidió cambiar la soledad de su viudez para casarse con una joven, también viuda, muy desenfadada y poco convencional, Ava Wigram, cuyo difunto esposo, Ralph, había pasado información secreta de los servicios de inteligencia a Churchill en los años treinta. Los recién casados compraron un molino en Sussex, donde un día Anderson cayó desde un puentecito al río. Con su sombrero pork-pie perfectamente colocado, el lord presidente se puso a nadar en círculos, lo que provocó las sonoras carcajadas de Ava. Anderson, enfadado, gritó: «¿Es que quieres ver a tu marido ahogado?». Al final, Ava se convenció y lo ayudó a salir del agua. En cierta ocasión, siempre en el campo, se le vio batir mantequilla con una mano, mientras preparaba documentos ministeriales con la otra. Este hombre tan austero y poco creativo, que asumía sus responsabilidades con la naturalidad que da una larga experiencia, llevaba un montón de asuntos vitales, pero que aburrían al primer ministro.

El colega más notable de Anderson era el ministro de Alimentación, lord Woolton, otra figura prominente de Gran Bretaña en tiempos de la guerra. Woolton —Frederick Marquis antes de ser distinguido con el título nobiliario— había trabajado como director en John Lewis, la cadena de grandes almacenes. No sólo era un excelente administrador, encargándose del control de las operaciones de los cuarenta mil individuos que llevaban el sistema de racionamiento y distribución del país, sino también un comunicador nato. Con la excepción del primer ministro, ningún miembro del gobierno supo explicarse mejor a la nación a través de los micrófonos de la BBC. El «pastel Woolton», elaborado con ingredientes económicos, nutritivos y, lo más importante, accesibles, se convertiría en uno de los recuerdos más permanentes de los millones de hombres y mujeres que vivieron la guerra. En cierta ocasión, Woolton manifestó su consternación por las críticas oídas en la Cámara de los Lores, que hablaban de un «gobierno en el país de los sueños». Con aires de superioridad, Hugh Dalton comentaría que Woolton, desde el punto de vista de un político de carrera, «no ha tenido preparación política alguna que le haya permitido curtirse y endurecerse».

Dalton, un intelectual socialista, pero también un auténtico «trepa», que estaba encantado de compartir mesa con huéspedes como lady Colefax, pasó del Ministerio de Economía de Guerra a ocupar la presidencia del Departamento de Comercio y Exportación tras la remodelación del gobierno en febrero de 1942, supuestamente después de haber llevado de manera un tanto chapucera la gestión de la Dirección de Operaciones Especiales, SOE por sus siglas en inglés. A Dalton le supo muy mal perder el control de la organización de sabotaje, que le entusiasmaba, pero a partir de entonces realizó un buen trabajo luchando a brazo partido con la intratable industria del carbón. De los diarios escritos por los hombres que pasaron por Whitehall en aquella época, el suyo es uno de los mejores. Intrigante como nadie, malicioso y obsesionado con su propia persona, en cierta ocasión, después de una de sus actuaciones desde la tribuna, escribió: «Estoy extraordinariamente en forma, y he pronunciado un discurso fantástico, lleno de comentarios jocosos improvisados». La admiración que profesaba por Churchill no era correspondida. Nunca estuvo incluido en la lista de invitados de Chequers, y, al igual que la mayoría de sus compañeros, raras veces mantuvo con el primer ministro encuentros en privado.

Herbert Morrison fue un controvertido secretario de Interior, muy poco apreciado por sus colegas, sobre todo por Bevin, al que detestaba. Objetor de conciencia en la primera guerra mundial, había conseguido cierta fama tras su paso por la administración local de Londres. En Whitehall, su presunción acabó por superar su talento. En cambio, lord Leathers, acaudalado naviero en tiempos de paz, gozaba, como ministro de Transportes de Guerra, de la estima de prácticamente todo el mundo excepto Alan Brooke. Un grupo de hombres muy bien preparados, funcionarios y académicos, colaboraba con el gabinete, destacando entre ellos el economista Maynard Keynes. Beaverbrook se quejaba de que el gobierno estaba dirigido por «los tres profes: Cherwell, Keynes y [el economista Lionel] Robbins».

Churchill solía recibir críticas por su escaso interés por los asuntos de política interna. Sin embargo, parece que hay que atribuirle a él el mérito de que los hombres que eligió para encomendarles esas tareas fueran, prácticamente sin excepción, individuos muy capacitados. El pueblo británico estaba harto de las odiosas restricciones. Algunas fábricas adolecían de una gestión inadecuada, de unos sistemas de producción obsoletos, de falta de control de calidad y de una mano de obra intransigente, deficiencias todas ellas que habían obstaculizado el progreso económico del país durante los últimos cincuenta años. Pero numerosas industrias obtuvieron resultados notables y recogieron la cosecha del sorprendente récord de innovaciones científicas alcanzado en Gran Bretaña durante la guerra. El conjunto de los logros fue impresionante.

El sentimiento de unidad quedó bastante patente a lo largo de la contienda. La mayoría de los británicos formaron una piña. No obstante, se produjeron profundas tensiones sociales. Grupos de población importantes, sobre todo el de los obreros, mostraron su descontento. Entre los trabajadores de la industria, había sectores a los que no les parecía contradictorio apoyar a Churchill y la cruzada contra el nazismo por un lado, y continuar con la lucha de clases que se había desencadenado a comienzos de siglo por otro. En virtud de un decreto, la Essential Work Order de marzo de 1941, el gobierno había prohibido oficialmente todo tipo de huelgas mientras durara la guerra, pero esta medida legislativa no logró evitar que se llevaran a cabo paros salvajes, principalmente en las minas de carbón, en los astilleros y en las fábricas aeronáuticas, a menudo para apoyar demandas absurdas e incluso egoístas. En 1932, durante el período más crítico de la Gran Depresión, sólo se habían perdido 48 000 jornadas de trabajo por culpa de las huelgas en el sector metalúrgico, en la industria del motor y en el sector de la construcción naval. En cambio, en 1939 se perdieron 332 000 jornadas; en 1940, 163 000; en 1941, 556 000; en 1942, 526 000; en 1943, 635 000; en 1944, 1 048 000 y en 1945, 528 000. Sin embargo, no se llegó a la cifra de 1917, cuando los paros que se produjeron en esas mismas industrias supusieron para su producción una pérdida de tres millones de jornadas. No obstante, estos datos ponen de manifiesto que en algunas fábricas el compromiso con el esfuerzo de guerra brilló más bien por su ausencia, algo que también ocurrió en los astilleros, donde algunos trabajadores, para disgusto de las tripulaciones de los barcos, se dedicaron de manera sistemática al hurto, llegando a robar a veces incluso las raciones de comida de los botes salvavidas.

Durante la etapa de Dunkerque, pocos obreros rompieron filas, pero a medida que fueron mejorando las noticias de la guerra, se intensificó la sensación de que luchar por la supervivencia de la nación era una necesidad menos perentoria. «Llego a la conclusión de que la producción no es ni mucho menos buena», escribía en diciembre de 1940 el diputado tory Cuthbert Headlam, «que los obreros del sector aeronáutico y de otras fábricas del gobierno empiezan a ralentizar adrede la producción; que los estibadores arman jaleos en los puertos… los comunistas están activos. Sólo espero que buena parte de estas habladurías sean exageraciones, pero no deja de ser alarmante». En septiembre de 1941, durante su visita a la planta industrial de la Armstrong-Siddeley en Coventry, donde se producían los bombarderos Whitley, Churchill fue avisado de que esa fábrica era «un semillero de comunistas». Jock Colville escribió el siguiente comentario: «Sentí una gran consternación al enterarme de que su ritmo de producción no había experimentado un crecimiento real hasta que Rusia entró en guerra». Nueve mil hombres de la Vickers-Armstrong de Barrow hicieron una huelga no oficial porque no se llegaba a un acuerdo en lo concerniente a las tarifas del trabajo a destajo. Cuando un tribunal dictó una sentencia contraria a sus pretensiones, el comité de huelga convocó una asamblea multitudinaria en un campo de fútbol local y propuso que se votara una moción para que los operarios volvieran al trabajo «haciendo constar su protesta». La moción fue derrotada de manera apabullante, y el conflicto se prolongó durante semanas.

De las ocho huelgas importantes de la industria aeronáutica que tuvieron lugar entre febrero y mayo de 1943, seis estuvieron relacionadas con reivindicaciones salariales, una estalló a raíz de las objeciones a un control eficaz del uso de los aparatos, y otra debido a la negativa a un traslado de dos mecánicos a unas secciones distintas dentro del mismo taller. Se produjeron veintiocho paros por diversas controversias acerca de los servicios e instalaciones de cantinas y comedores, por supuestos acosos a un enlace sindical, por el empleo de mujeres en los trabajos de remache y por la negativa por parte de la dirección a recaudar fondos para el Ejército Rojo durante las horas de trabajo. Un informe sobre la situación de la compañía De Havilland en Castle Bromwich hacía hincapié en «una evidente falta de disciplina… actitud negligente… dificultades para controlar a los enlaces sindicales». Ernest Bevin señaló que la industria aeronáutica «no había conseguido mejorar su productividad en proporción a la cantidad de mano de obra disponible». Un total de 1 800 000 jornadas de trabajo se perdieron durante 1785 conflictos en el año 1943, cifra que se elevaría a 3 700 000 jornadas perdidas durante los 2194 conflictos de 1944.

«Las huelgas siguen siendo objeto de numerosos debates», decía un informe de los servicios de inteligencia nacionales en 1943. «La mayoría considera que las huelgas no están justificadas en tiempos de guerra… El agotamiento y la fatiga de guerra, en combinación con la idea de que ya “estamos fuera de peligro” y que la victoria será nuestra, son los factores que muchos señalan como causa de la situación». A su llegada a Gran Bretaña, muchos marineros americanos quedaron estupefactos ante la actitud que vieron en los estibadores. Walter Byrd, primer oficial del mercante estadounidense SS J. Marshall, «fue sumamente crítico con la actitud de los estibadores y de otros trabajadores del puerto de Glasgow. Los acusó de mostrar su absoluta indiferencia a las necesidades de cualquier situación, por urgente que fuera». Byrd se quejó a los oficiales de seguridad del puerto de que muchos camiones y tanques estaban siendo dañados por culpa de una manipulación imprudente en las operaciones de desembarco. Se decidió enviar a varios operarios a trabajar en los astilleros americanos con los barcos británicos. En una época en la que en los barcos había mucha falta de espacio para los pasajeros, los jefes de intendencia se pusieron hechos una furia cuando esos hombres se negaron a partir sin sus esposas; y sus demandas fueron atendidas. «No entiendo por qué no se exige a este país que se movilice y se sacrifique en la misma medida», comentó indignado un alto oficial del ejército.

De todos los conflictos que estallaron en el sector de la industria durante la guerra, el 60 por 100 fueron provocados por reivindicaciones salariales, el 19 por 100 por cuestiones de competencias y el 11,2 por 100 por falta de acuerdo en convenios laborales. Un elemento profundamente comunista que trabajaba en Clydeside fue considerado por la dirección de su fábrica el gran responsable de numerosos conflictos laborales. Algunos sindicalistas defendían la vergonzosa idea de que no había un momento mejor para garantizar mayores remuneraciones que durante una situación de emergencia nacional, cuando la necesidad de una producción continuada era tan apremiante. Los que sirvieron a Gran Bretaña vistiendo el uniforme militar recibieron una exigua recompensa —un soldado raso cobraba de media menos de una libra esterlina a la semana—, pero los trabajadores de la industria sacaron tajada de la guerra. El índice del coste de la vida pasó de 88 en 1939 a 112,5 en 1945, mientras que el salario medio pasó de 106 a 164. Los operarios mejor pagados, los que manejaban las placas de metal en las cadenas de montaje de los fuselajes de las fábricas aeronáuticas, recibían entre veinte y veinticinco libras esterlinas a la semana, aunque doce libras era la paga media aproximada para una semana de sesenta horas laborables. El salario medio de cualquier otra persona en julio de 1944 era poco más de seis libras esterlinas semanales.

En la industria del carbón, los aumentos salariales fueron mucho más exorbitantes, pasándose de un indexado 109 a 222. Pero este hecho no impidió en absoluto que siguiera bajando el nivel de producción —cayó un 12 por 100 entre 1938 y 1944—, lo que alarmó al gobierno y enfureció a la opinión pública. Las minas daban trabajo a 766 000 obreros en 1939, y a 709 000 en 1945. El argumento de que el sector minero perdió mucha mano de obra cualificada en beneficio del ejército no es una buena explicación del notable descenso del nivel de producción per cápita, pues la industria del carbón alemana también atravesó esa misma difícil situación, pero en cambio experimentó un espectacular aumento de su producción.

El absentismo fue uno de los males endémicos del sector minero en Gran Bretaña, pues pasó del 6,4 por 100 de 1938 al 8,3 por 100 de 1940, al 12,1 por 100 de 1943, llegando al 16,3 por 100 de 1945. Se calcula que prácticamente la mitad de estos hombres que faltaron a su compromiso laboral lo hicieron sin causa justificada. Además, las huelgas de los mineros supusieron la mitad de todas las jornadas perdidas durante los conflictos del sector industrial en 1943, y dos tercios en 1944. Puede decirse que casi todo iba mal en la industria del carbón: gestión deficiente, un elevado índice de accidentes y enfermedades laborales, problemas de transporte ferroviario y una obcecada reticencia de los mineros a cualquier forma de mecanización. A comienzos de 1941, según la historia oficial de la industria británica del carbón durante la guerra, «fue necesario obligar al sector a entrar en razón para que aumentara la producción». Se aprobó un nuevo decreto, la Essential Work (Coalminig) Order, en virtud del cual se garantizaba un salario mínimo, pero se penalizaba el absentismo. En julio de 1942, el gobierno, desesperado por la situación, asumió el control operacional de esta industria. Sin embargo, la producción siguió bajando, y los paros no cesaron.

En 1942 un informe del Ministerio de Combustible y Energía decía: «La comunidad minera, más que cualquier otro sector industrial… tiende a ver los acontecimientos actuales a la luz de la historia de su propia comunidad y su propia experiencia… Detrás de su percepción negativa de los propietarios y de los recelos de sus líderes hay un sentimiento generalizado de desconfianza hacia las declaraciones de los que ostentan la autoridad». Y ése era el meollo de la cuestión: la alienación del colectivo, especialmente de los mineros del sur de Gales, respecto a los objetivos del gobierno, e incluso respecto a la guerra de Gran Bretaña. Más tarde los historiadores oficiales escribirían que «difícilmente pueden exagerarse las consecuencias de los años de la Gran Depresión en la moral de la comunidad minera… muchos mineros… sintieron una satisfacción sarcástica al verse poder al fin llevar la voz cantante. Su actitud no fue antisocial. Fue simplemente asocial… Debemos considerar hasta qué punto se podía esperar que aquellos hombres amargados y acorralados respondieran a los estímulos con los que las autoridades pretendían convencerlos debido a las exigencias de la guerra».

En 1944 se dejaron de producir tres millones de toneladas de carbón por culpa de las huelgas. Un equipo técnico formado por expertos americanos que estudiaba la industria minera de Gran Bretaña informó al gobierno en los siguientes términos: «La esencia del problema… son los malos presentimientos y los antagonismos que reinan en el sector y que se manifiestan en la moral baja, la no cooperación y la indiferencia. Prácticamente en todos los distritos que hemos visitado, los líderes mineros y los propietarios de las minas se quejaban de que había hombres que abandonaban su puesto de trabajo antes de tiempo, de que no se limpiaban la cara y de un fuerte absentismo voluntario». El gabinete decidió no publicar este informe.

Las diferencias de clase tuvieron consecuencias bastante dispares en la salud de las distintas regiones. El sureste había prosperado económicamente durante los años anteriores a la guerra, pero otras zonas no habían conseguido salir de su ruina después de la Gran Depresión. En 1942, morían cuatro de cada mil niños nacidos en el sureste de Inglaterra, mientras que en el sur de Gales y el noroeste y el noreste del país morían siete. El sarampión multiplicaba esas cifras por cuatro, y el índice de niños con tuberculosis era mucho mayor. Un estudio del Ministerio de Salud revelaba en 1943 que el 10 por 100 de una muestra de seiscientos niños sufría malnutrición: «mucha gente ha estado viviendo durante años en la miseria y sin trabajo, y ha dejado de esforzarse por mantener un nivel decente de alimentación y de limpieza en el hogar». El estado que presentaban muchos niños evacuados de las ciudades bombardeadas sorprendió a los que los acogieron. De los treinta y un mil registrados en Newcastle, por ejemplo, cuatro mil carecían de calzado apropiado, y seis mil quinientos de la ropa necesaria. Las autoridades de Gales informaron de que, entre los evacuados de Liverpool, había «niños vestidos con harapos», en unas condiciones personales «imposibles de describir». Muchas de las familias de las que procedían estos niños no es que pudieran percibir la guerra en términos idealistas precisamente.

En el extremo opuesto del espectro social, Thomas Dugdale, diputado conservador, indicaba que muchos de sus colegas, conscientes de los impuestos punitivos que las clases adineradas se veían obligadas a pagar y de cómo había mermado la riqueza de los de su casta, estaban muy disgustados por «los salarios exageradamente elevados que se pagaban a los trabajadores durante la guerra… los numerosos informes de las fábricas que denunciaban la falta de diligencia, el absentismo, etcétera». Cuthbert Headlam afirmaba furioso que la izquierda estaba fomentando una «guerra» de clases: «Por la forma en que hablan algunos, como, por ejemplo, J. B. Priestley, cualquiera imaginaría que no se ha hecho nada por la inmensa mayoría de la población, y que se está protegiendo a este país exclusivamente para un grupo de parásitos holgazanes que nunca han movido un dedo en beneficio de la sociedad». El 24 de febrero de 1942, el teniente coronel Rayner, diputado tory por la circunscripción de Totnes, se lamentaba en la Cámara de los Comunes de que la respuesta del pueblo británico a dos enemigos fanáticos no fuera la acertada: «No estamos presentando hoy ningún objetivo descabellado. Cientos de miles de individuos no tiran del carro como deberían. La desidia se ha extendido, los sacrificios brillan en general por su ausencia, e intereses personales de uno u otro tipo siguen actuando como freno en nuestras actividades relacionadas con la guerra». Los diputados laboristas, en cambio, se sentían muy dolidos por lo que consideraban que era un insulto a los trabajadores, y creían que los empresarios y los directivos eran los principales culpables de la situación. Aneurin Bevan y otros quince diputados votaron contra la Norma 1AA, presentada por Ernest Bevin, ministro laborista, que imponía sanciones a quien instigara a la huelga no autorizada.

El propio Churchill se mostraría siempre reacio a unirse a esos ataques contra los trabajadores de la industria. «Se nos cuenta una y otra vez lo mal que actúan los trabajadores», dijo el 29 de julio de 1941 en el curso de un debate acerca de la producción en tiempos de guerra, y luego, un montón de gente que nunca ha sabido lo que es una dura jornada de trabajo se pone a despotricar de ellos… Hay quien dice que los obreros ganan seis, siete u ocho libras a la semana y que no dan al estado lo que se espera de ellos… Quiero sacar a colación las palabras de mi honorable amigo, el diputado por Kiddermister [sir John Wardlaw-Milne], que declaró que «nuestro pueblo sólo rinde al 75 por 100 de sus posibilidades». ¿Al 75 por 100 de qué?… Voy a tomar como referente los tres meses siguientes al desastre de Dunkerque. Nadie puede negar que en aquellos momentos nuestras gentes trabajaron hasta los límites de la extenuación moral, mental y física. Los hombres caían agotados al lado de sus tornos, y los trabajadores y las trabajadoras de este país ni siquiera se cambiaban de ropa durante la semana. Comer, dormir o descansar fueron palabras que se borraron de su mente… Es evidente que existen… razones por las que no podemos recuperar y mantener total e indefinidamente los enormes esfuerzos personales realizados hace un año… Si al final ganamos la guerra… será en gran medida por mantenernos fuertes. Por ello tiene que haber un mínimo razonable de días festivos para las masas trabajadoras.

Churchill sugería que las condiciones físicas de los obreros habían empeorado debido a la dieta impuesta por la guerra: «Con la excepción de nuestros cuerpos de combate, hemos experimentado un gran retroceso, viéndonos obligados a pasar de carnívoros a herbívoros. Probablemente sea un dato que satisfaga a los especialistas en dietética que quieren que todos vivamos de nueces, pero es evidente que ha tenido, y tiene, unas repercusiones muy definidas en la capacidad energética de los que realizan trabajos que requieren un considerable esfuerzo físico. Queremos más carne en las minas y en las fundiciones, y queremos más queso».

Y a propósito de los ataques que desde los sectores de la izquierda se lanzaban contra su ministro de Trabajo, Ernest Bevin, dijo: «Comete errores, lo mismo que yo, aunque no tantos ni tan graves; no tiene esa oportunidad… Y si me decís que sus frutos no son comparables con los de las sociedades y sistemas de gobierno totalitarios, os contesto: “Eso lo veremos cuando lleguemos al final de esta historia”.».

Churchill tenía mucha más fe en el pueblo británico que la mayoría de sus ministros, lo que permite que comprendamos la amargura que sintió cuando perdió su cargo en 1945. Buena parte de los políticos conservadores temían a la clase trabajadora, pues no dejaban de ser perfectamente conscientes del gran descontento popular con el viejo orden. Muchos votantes nunca olvidarían que se habían sentido traicionados durante la Gran Depresión, y tampoco la política exterior seguida por sus gobernantes en el período de entreguerras, que había permitido el ascenso al poder de Hitler. Los tories más previsores lo sabían muy bien. En cierta ocasión, Halifax expresaría en una carta a Duff Cooper la siguiente reflexión: «Todos nosotros [los ministros de Chamberlain de comienzos de 1940] éramos conscientes del contraste existente entre la predisposición del país… a gastar nueve millones de libras esterlinas al día en una guerra para proteger un determinado estilo de vida, y la reticencia de las autoridades gubernamentales en tiempos de paz a ofrecer, por ejemplo, diez millones de libras esterlinas para ayudar al reacondicionamiento de Durham a no ser que vieran que el proyecto les iba a reportar un porcentaje razonable».

A la mayoría de los «pudientes» británicos les inspiraba cada vez más inquietud los «no pudientes», sobre todo cuando el entusiasmo popular por Rusia comenzó a ir en aumento. El miedo a «las hordas rojas», y a las perniciosas consecuencias derivadas del impulso que la guerra había dado a su prestigio, era un tema recurrente entre la clase política británica. Los que no se mordían la lengua decían que los comunistas rusos parecían llevar a cabo su esfuerzo de guerra de una manera mucho más imponente que los capitalistas británicos. En 1942-1943, ni Churchill ni su pueblo dejaron de sentir cierta incomodidad ante aquella situación. En muchos de los hogares más humildes de Gran Bretaña prevalecería un profundo descontento por la sensación de desidia que daban las potencias occidentales aliadas en comparación con las hazañas soviéticas.