Mi querida Daisy:
Hace muchos años que no te he visto. Quizá fuese preferible que ahora, cuando el final de mi vida se acerca, me abstuviera de entrar de nuevo en tu vida. Pero no puedo evitarlo. Mi sangre corre por tus venas. Cuando yo muera, una parte de mí seguirá viviendo en ti, en tus hijos, en los hijos de tus hijos. Este pensamiento mitiga un poco el feo cariz de aquellos años crueles y le quita un poco de veneno a las malas pasadas del tiempo.
Puede que nunca recibas esta carta, Daisy. Si así ocurriera, quiero que sepas la razón. Tu madre se propuso mantenernos separados costara lo que costara porque se avergonzaba de mí. Se avergonzó desde el principio, y no solamente de mí sino de ella también. Incluso cuando hablaba de amor, la amargura de su voz parecía indicar que la relación que había entre nosotros era el resultado de un defecto físico contra el cual no podía luchar, el resultado de una debilidad del cuerpo que ella menospreciaba. Pero allí hubo amor, Daisy. Tú eres la prueba.
Los recuerdos me sumergen hasta tal punto que apenas puedo respirar. Quisiera que fuesen recuerdos agradables y que, al igual que tantos otros hombres, me pudiera encontrar de nuevo en el refugio de mi familia y revivir agradablemente el pasado. Pero no puedo. Estoy solo, rodeado de desconocidos, en un lugar extraño. La gente del hotel me mira con curiosidad mientras te escribo estas líneas, como si se preguntara con qué derecho un vagabundo como yo se sienta en esta sala a la cual no pertenece y escribe a una hija que en realidad nunca ha sido suya. Tu madre hizo honor a su promesa, Daisy. Tú y yo seguimos separados. Ella ocultó su vergüenza porque no puede soportarla como nosotros, los débiles y los humildes, sabemos hacerlo.
Vergüenza. Éste es mi pan de cada día. No es extraño que mis huesos se descarnen. No hay nada que me impulse a vivir. Tero mientras avanzo a través de los días encadenado a este cuerpo moribundo, anhelo poder librarme de él los días necesarios para veros de nuevo, a ti y a Ada, mis dos mujeres amadas. He venido para verte, pero me falta valor. Por éso te escribo, para sentirme en contacto contigo aunque sea por tan pocos instantes, para que recuerdes que mi muerte será solamente parcial. Tú vivirás. Serás la prueba de que yo también viví una vez. No dejo nada más.
Los recuerdos… Lloraba antes de que tú nacieras, un día tras otro. Yo al verla así sentía el deseo pueril de utilizar al menos todas aquellas lágrimas para irrigar nuestra reseca y polvorienta tierra. Polvo y lágrimas son las cosas que más recuerdo del día que tú naciste. El llanto de tu madre y el polvo que se filtraba a través de las ventanas cerradas, de las puertas atrancadas y hasta de la chimenea que habíamos tapado. Y cuando estabas a punto de nacer, aprovechando que estábamos solos, me dijo: «¿Qué pasará si el niño se te parece? ¡Oh, Dios mío, ayúdanos a mí y a mi hijo!». A su hijo, no al mío.
Desde el principio te separó de mí. Para protegerte. Yo llevaba gérmenes, decía. Mi trabajo entre el ganado me convertía en una persona sucia. Yo me lavaba y me volvía a lavar. Los hombros me dolían de tanto sacar agua de los pozos medio secos. Pero siempre estaba sucio. Ella tenía que proteger a su hija, decía. A su hija, no a la mía.
Yo no podía protestar. No podía confiarme a nadie. Pero es preciso que te lo cuente ahora, antes de morir. Es preciso que te reclame como hija mía, a despecho de haberle prometido que nunca lo haría. Muero con la esperanza, con la confianza de que tu madre te llevará a visitar mi tumba. Que Dios te bendiga, Daisy, y que bendiga a tus hijos y a los hijos de tus hijos.
Tu padre que te quiere,
Carlos Camilla.