TODAS LAS VENTANAS tenían las cortinas echadas, como si no hubiera nadie en la casa o como si la gente que vivía allí prefiriera no pregonarlo. Un coche que Daisy no conocía aparecía aparcado junto al garaje. Piñata abrió la portezuela y examinó la matrícula, mientras Daisy esperaba bajo el eucaliptus que alzaba su copa hasta treinta metros por encima de la casa. El penetrante olor de su corteza, dulce y amarga a la vez, le provocaba picor en la nariz.
—Es el coche de Juanita. Tu padre debe de estar aquí.
—Sí, ya me lo figuraba.
—Estás pálida. ¿Te encuentras bien?
—Creo que sí.
—Te quiero, Daisy.
—Amor… —el sonido de esta palabra le pareció como el perfume del eucaliptus, dulce y amargo a la vez—. ¿Por qué me lo dices en este momento?
—Quiero que lo sepas, porque pase lo que pase esta noche en relación con tu padre, tu madre o Jim…
—Hace una hora querías deshacerte de mí —dijo Daisy, dolorida—. ¿Has cambiado de opinión?
—Sí.
—¿Por qué?
—He visto morir a una mujer.
No podía explicarle cómo de repente había comprendido que aquélla era la única vida que le sería dado vivir. No habría una segunda oportunidad. Nadie le daría un certificado de méritos por haber sabido esperar ni ningún diploma por haber tenido paciencia.
Ella pareció comprender el sentido de sus palabras sin necesidad de explicaciones.
—Yo también te amo, Steve.
—Entonces, todo irá bien esta noche. ¿Verdad?
—Confío en ello.
—Tenemos que hacer algo más que confiar, Daisy.
—Haremos todo lo necesario —le dijo.
Y cuando él la besó, casi ni lo creyó.
La cogió del brazo mientras se acercaba a la casa donde el sueño había comenzado y donde debía terminar. La puerta de delante no estaba cerrada. Cuando la empujó y pasaron adentro no se oía ni el más pequeño ruido en la sala de estar. Pero, curiosamente, el silencio aún parecía más vivo, como si las paredes todavía estuviesen impregnadas de los ecos airados que habían recogido.
La dura voz de su madre rompió el silencio.
—¿Eres tú, Daisy?
—Sí.
—¿Vienes con alguien?
—Sí.
—Aquí tenemos una discusión familiar, una discusión privada. Es preciso que pidas a tu invitado que nos excuse. Inmediatamente.
—No pienso hacer nada de eso.
—Tu… tu padre está aquí.
—Sí —dijo Daisy—. Ya lo sé.
Entró en la sala de estar y Piñata la siguió.
Una mujer pequeña, que se parecía a Daisy, se hallaba sentada en una silla, cerca de la ventana. Tenía un pañuelo en la mano, apretado contra la boca, como si tratara de contener un torrente de palabras. Harker estaba sentado en el sofá, con la pipa apagada entre los dientes. La mirada que lanzó a Daisy fue breve y cargada de recelos.
De pie junto a la chimenea, examinando la habitación como un hombre que acabara de comprar la casa, permanecía Fielding. Piñata se dio cuenta de inmediato de que la borrachera que llevaba a cuestas no era solamente de licor. Parecía como si durante años hubiese estado esperando aquel momento, el instante de ver cómo su antigua mujer se hundía de temor ante él. Tal vez aquel era el verdadero motivo por el cual había ido a San Félice, movido no por el deseo de ayudar a Daisy sino por su solo anhelo de vengarse de Ada. Y el deseo de venganza era una bebida que se subía a la cabeza. Y Fielding había bebido demasiado: se le notaba delirante, medio enloquecido.
Daisy atravesó la habitación lentamente, como si no tuviera la seguridad de que aquel desconocido fuera su padre.
—¿Papá?
—Sí, pequeña Daisy.
Fielding pareció complacido, pero no se movió de la chimenea para acogerla.
—Estás tan bonita como siempre.
—¿Te encuentras bien, papá?
—Desde luego que sí. Me encuentro bien. Nunca me he encontrado mejor.
Se inclinó para rozarle la frente con los labios y enseguida se irguió de nuevo, como si temiese que algún usurpador le arrebatara aquel ventajoso lugar.
—Así que has traído al señor Piñata… Es una pena, pequeña Daisy. Discutíamos sobre un asunto familiar que sin duda a Piñata no puede interesarle.
—Me encargaron hacer una investigación —replicó Piñata—. Estoy obligado a realizar mi trabajo. Hasta que lo termine o hasta que alguien me diga basta, sigo a las órdenes de la señora Harker —le lanzó una mirada a Daisy—. ¿Quiere usted que me vaya?
—No —dijo ella, negando al mismo tiempo con la cabeza.
—A lo mejor luego lo lamentas, pequeña Daisy —intervino Fielding—. Pero, después de todo, lamentarnos forma parte de las cosas de la vida. ¿No lo crees así, Ada? Quizás incluso es el hecho principal de la vida. Hay cosas, es cierto, que tardamos mucho tiempo en lamentar, y nos cuesta hacerlo. ¿No tengo razón, Ada?
La señora Fielding habló a través del pañuelo que tenía en los labios.
—¡Estás borracho!
—En el vino está la verdad.
—En tu boca, la palabra «verdad» es una suciedad.
—Pues yo sé otras más sucias aún. «Amor» es la peor de todas, ¿no es cierto? Anda, dínoslo. Explícanos.
—No eres un hombre, eres un diablo.
—No le desafíes, Ada —intervino Jim con voz tranquila—. No ganaríamos nada.
—Jim tiene razón. No me desafíes, Ada, y quizá me marche como un buen chico, sin haber contado nada. ¿Te gustaría? Naturalmente que sí. Pero es demasiado tarde. Algunas de tus trampas te han atrapado a ti misma. El hecho de marcharme no impediría nada.
—Si ha habido alguna trampa, señal de que era necesaria —contestó la mujer mientras la cabeza comenzaba a temblar-le, como si los músculos que la sostenían fueran a ceder de pronto—. Me vi obligada a mentir a Daisy. No podía permitir que tuviera hijos que pudieran heredar ciertas… determinadas características de su padre.
—Explícaselas a Daisy, esas características. Cítalas tan sólo.
—Yo… Te lo suplico, Stan. No…
—Tiene derecho a que le hablen de su padre, ¿no? Tú tomaste una decisión que afectaba a su vida. Y ahora es preciso que la justifiques —la boca de Fielding se abrió en una sonrisa sin alegría—. Háblale de los pequeños monstruos que podía haber engendrado de no haber sido por su previsora madre.
Daisy se había apoyado contra la puerta y tenía los ojos fijos no en su madre o en su padre, sino en Jim.
—¿Jim? ¿De qué hablan?
—Pregúntale a tu madre.
—¿Es que me mintió aquel día que fuimos a ver al médico? ¿Es que no es verdad que yo no pueda tener hijos?
—No, no es verdad.
—¿Por qué me lo dijo, entonces? ¿Por qué se lo permitiste?
—¡No quedaba otro remedio!
—¿Qué significa eso? ¿Es ésta la única explicación que puedes darme?
Se dirigió hacia donde él permanecía sentado. Las gotas de lluvia se escurrían por su impermeable, silenciosas, y caían sobre la alfombra.
—¿Y qué me dices de aquella chica, de Juanita?
—Sólo la vi una vez. La recogí por la calle y la llevé a la clínica. Sabía quién era. La retuve en el coche hasta que tú saliste. Quería que nos vieras juntos.
—¿Por qué?
—Quería hacerte creer que el hijo era mío.
—Deberías de tener alguna razón.
—Nadie podía tomar una decisión como aquélla sin tener una buena razón •—se excusó Jim.
—A mí se me ocurre una razón —dijo Daisy con la voz rota—. Querías asegurarte de que si no teníamos hijos era por culpa mía, no tuya. Admite ahora que siempre ha sido culpa tuya.
—Sí.
—Y mi madre y tú me hicisteis creer que el hijo de Juanita era tuyo para que yo no sospechara que tú eras el estéril.
Jim no intentó negarlo siquiera, pese a que sabía que aquello era sólo una parte de la verdad.
—Había aquel factor, en efecto. Pero no fui yo quien inventó la mentira sino tu madre. Me presté a ella cuando descubrí… cuando ya no quedaba otro remedio.
—¿Por qué no quedaba otro remedio?
—Tenía que proteger a tu madre.
La señora Fielding saltó de la silla donde estaba sentada, lo mismo que un atleta al escuchar el disparo de la salida. Pero no había lugar alguno para correr. La carrera no tenía ni principio ni fin.
—Basta, Jim. Déjame que se lo cuente yo.
—¿Tú? —preguntó Daisy volviéndose hacia ella—. No te creería aunque me dijeras que hoy es sábado y que afuera está lloviendo.
—Es sábado por la tarde y afuera está lloviendo. Serías una tonta si no creyeras los hechos sólo porque vienen de mí.
—Dame unos cuantos hechos, pues.
—Aquí hay un extraño —la señora Fielding miró a Piñata y luego a su antiguo marido—. Dos extraños. ¿Debo hablar delante de ellos? ¿No podemos esperar a que…?
—Ya he esperado bastante. El señor Piñata es una persona discreta y mi padre no haría nada que pudiera perjudicarme.
Fielding le hizo una inclinación de cabeza, sonriente.
—Puedes estar bien segura, pequeña Daisy.
Pero en su sonrisa había un matiz de burla, de cinismo, que preocupó a Piñata pese a que no comprendió a qué se debía. Habría deseado que el alcohol que le intoxicaba abandonase de una vez el cuerpo de Fielding y le restase un poco de aquella seguridad que exhibía. Y, en realidad, su deseo comenzaba a cumplirse, pues vio cómo las manos empezaban a temblarle un poco, cosa que trató de disimular metiéndoselas en los bolsillos.
La señora Fielding hablaba de nuevo, con los ojos clavados en Daisy.
—Pienses lo que pienses, hija mía, Jim ha hecho todo lo posible por tu felicidad. Recuérdalo. La primera mentira salió de mí. Ya te he dicho que era necesario hacerlo… De lo contrario tus hijos habrían estado manchados por un estigma que no debe perpetuarse. No puedo hablar de esto ante un extraño. Después tú y yo lo discutiremos a solas —respiró a fondo, con ruido, como si el hecho de respirar tan intensamente le hiciera daño en los pulmones o en el corazón—. Cuatro años atrás, sin previo aviso, me telefoneó un hombre al que hacía mucho tiempo que no había visto y que confiaba en no volver a ver nunca más. Se llamaba Carlos Camilla. Stan y yo lo habíamos conocido bajo el nombre de Curly, poco después de casarnos en Nuevo México. Se hizo muy amigo de los dos. Siempre me has acusado de tener prejuicios raciales, Daisy, pero te aseguro que entonces Camilla era amigo nuestro. Los tres pasábamos muchas penalidades y nos ayudábamos los unos a los otros. Cuando me telefoneó, no se anduvo con rodeos. Me dijo que le quedaba muy poco tiempo de vida y que necesitaba dinero para su entierro. Me hizo recordar… los viejos tiempos y… bien, convenimos en encontrarnos y en que le daría algún dinero.
—¿Dos mil dólares? —preguntó Piñata.
—Sí.
—Es mucho dinero para darlo en recuerdo de los viejos tiempos, señora Fielding.
—Pensé que tenía la obligación de ayudarle. Parecía estar muy enfermo y sin recursos. Noté que decía la verdad cuando hablaba de su muerte inminente. Le pregunté si podía enviarle el dinero sin que nos viéramos; pero me dijo que no había tiempo y que, además, no tenía ninguna dirección donde yo se lo pudiera enviar.
—¿De dónde sacó usted el dinero?
—De Jim. Sabía que en la caja de su despacho guardaba dinero. Le expliqué la situación y él estuvo de acuerdo en que sería preferible pagar lo que me pedía.
—¿Preferible?
A Piñata le pareció una expresión curiosa, en aquellas circunstancias.
—Jim es muy generoso.
—Pero debía haber alguna razón que justificara su generosidad.
—Sí.
—¿Cuál?
—Me niego a contestar.
—Muy bien. Se encontró usted con Camilla. ¿Dónde? —siguió interrogando Piñata.
—Más allá de Greenwald Street, cerca de la caseta del guardavía. Era tarde y estaba muy oscuro. No veía a nadie y pensé que tal vez no le había entendido bien. Ya estaba a punto de irme cuando oí que me llamaban y vi cómo una sombra salía de entre los matorrales. «Ven aquí», me dijo. Encendió una cerilla y la sostuvo frente a su rostro. Lo había conocido cuando era joven, estaba lleno de vida y era atractivo. El hombre que veía a la luz del fósforo era un cadáver viviente, depauperado, deforme… No supe qué decir. Tantas cosas que había por decir y yo no encontraba una sola palabra. Le entregué el dinero y él dijo: «Que Dios te bendiga, Ada, y que también me bendiga a mí, Carlos…».
Aquellas fúnebres palabras, pensó Piñata, contenían también un curioso eco de otra fórmula: «Yo, Ada, te acepto a ti, Carlos…».
—Me pareció oír que se acercaba alguien —siguió la señora Fielding—, tuve miedo y eché a correr hacia el coche. Al llegar a casa, estaban llamando por teléfono. Era una mujer.
—¿La señora Rosario?
—Sí, aunque entonces no sabía su nombre. Me dijo que había encontrado a Camilla muerto y que yo le había matado. No quiso escuchar mis protestas, mis negativas. Siguió hablándome de su hija, Juanita, de quien se preocupaba porque muy pronto iba a tener un hijo de padre desconocido. Parecía obsesionada con la idea de conseguir dinero para su hija y el niño. Le dije que la llamaría más tarde porque tenía que consultar con una persona. Me dio su número de teléfono. Entonces fui al dormitorio de Jim y le desperté.
Hizo una pausa y miró a Daisy, en cuyo rostro se mezclaban el reproche y la tristeza.
—No sabes la de veces que Jim me ha quitado un peso de encima, Daisy. Le expliqué la situación. Los dos decidimos que no podíamos enfrentarnos a una investigación policial, pues saldrían a relucir demasiadas cosas sospechosas: que conocía a Camilla, que le había dado dos mil dólares… No podía exponerme. Necesitaba hacer callar a la señora Rosario. El problema estaba en cómo pagarle sin que nadie sospechara en caso de que esos pagos fueran descubiertos. Sólo quedaba el recurso de encontrar una razón falsa y darla a conocer a alguien que ocupase una situación clave, como Adam Burnett.
—Y la razón falsa —dijo Piñata—, era eso del hijo de Juanita…
—Sí. Me lo sugirió la misma señora Rosario con su insistencia respecto a que no quería el dinero para ella sino para su hija. Decidimos, pues, que lo haríamos así. Jim confesaría a Daisy que era el padre del niño y pagaría una cantidad por su manutención. Era una afortunada casualidad que esa mentira conjugara tan bien con la mentira que me había visto obligada a decir a Daisy un tiempo antes. Adam, Jim y la señora Rosario ultimaron todos los detalles en el despacho del primero. A Adam nunca le hemos dicho la verdad. Incluso quería pleitear contra la «reclamación de Juanita», pero Jim pudo convencerlo de que era preferible no hacer ruido. Ahora sólo faltaba convencer a Daisy, lo cual era fácil. Por mediación de la señora Rosario, Jim se enteró de que aquella tarde Juanita tenía que ir a la clínica. La recogió por el camino con su coche y la retuvo hasta que Daisy salió y los vio juntos. Entonces le hizo la falsa confesión… ¿Cruel? Sí, Daisy, era una cosa cruel. Pero quizá no tan cruel como son otras cosas… No tan cruel, con absoluta seguridad, como son algunas malas pasadas que nos hace la vida. Los días que siguieron fueron terribles. Pese a que la investigación del juez de instrucción decidiera que la muerte de Camilla había sido un suicidio, la policía seguía intentando averiguar el origen del dinero que le encontraron encima y trataba de establecer su identidad. Pero pasó el tiempo y nadie consiguió sacar nada en claro. Cuando lo enterraron, Camilla todavía era un desconocido.
—¿Visitó usted alguna vez su tumba, señora Fielding? —le preguntó Piñata.
—Pasé por delante algunas veces, cuando llevaba flores a la tumba de los padres de Jim.
—¿Nunca llevó flores a la de Camilla?
—No podía. Daisy siempre me acompañaba.
—¿Por qué?
—Porque… quería que viniese.
—Y en esas ocasiones, ¿se entregaba a alguna manifestación sentimental?
—A veces lloraba.
—¿Y Daisy no manifestó curiosidad por saber el motivo de aquellas lágrimas?
—Le dije que allí estaba enterrada una prima mía a la que había querido mucho.
—¿Cómo se llamaba esa prima?
—Yo…
La repentina tos de Fielding resonó como una carcajada ininterrumpida. Cuando le pasó el acceso, se secó los ojos con la manga del abrigo.
—Ada es muy sentimental —dijo—, como demostraba llorando por su prima muerta. El único problema es que ninguno de sus padres tuvo hermanos. ¿De dónde salió, pues, esa prima?
Ada lo miró y su boca se movía como si lo maldijera silenciosamente.
—Esa prima no existía, ¿verdad, señora Fielding? —preguntó Piñata.
—Yo… No.
—Las lágrimas eran por Camilla.
—Sí.
—¿Por qué?
—Murió solo y lo enterraron solo. Me sentía culpable.
—El hecho de sentirse tan culpable —insistió Piñata— me hace pensar que las acusaciones de la señora Rosario pueden tener algún fundamento…
—No tengo nada que ver con la muerte de Camilla. Se suicidó con su propia navaja. Ése es el veredicto del juez de instrucción.
—Esta tarde he hablado con el señor Fondero, el empresario de pompas fúnebres que se encargó del cadáver de Camilla. En su opinión, las manos de Camilla estaban demasiado anquilosadas a causa de la artritis para empuñar la navaja con la fuerza suficiente para herirse.
—Cuando le dejé —aseguró la señora Fielding—, estaba vivo.
—Pero cuando llegó la señora Rosario, y podemos suponer que el ruido que usted oyó lo hacía ella, ya estaba muerto. Supongamos también que la opinión de Fondero sea correcta. Hasta donde sabemos, pues, solamente dos personas se acercaron a Camilla aquella noche: usted y la señora Rosario. ¿Cree que ésta pudo matar a su hermano?
—Es más razonable pensar que fuera ella y no yo.
—¿Qué motivos podía tener?
—Quizá ya había hecho sus planes para conseguir dinero para su hija. Yo no sé. ¿Por qué no se lo pregunta a ella?
—No puedo hacerlo —dijo Piñata—. La señora Rosario ha muerto esta noche de un ataque al corazón.
—¡Dios mío!
La señora Fielding se dejó caer en una silla, con las manos pegadas al pecho.
—Muerta. La muerte comienza a rodearme. Todos estos muertos y nadie que los sustituya, ninguna vida para ocupar su lugar —se lamentó mirando a Fielding con los ojos velados—. Querías vengarte, ¿verdad, Stan? Bien, pues ya lo has hecho. Ahora ya te puedes ir. Vuelve otra vez al agujero de donde has salido.
La sonrisa de Fielding se afiló entre las comisuras de sus labios, pero no se desvaneció.
—Tampoco tú vivirás como hasta ahora, de aquí en adelante. Quizá te des por satisfecha si encuentras un agujero donde esconderte. Tu pasaporte para la tierra de la abundancia caduca el día que Daisy se vaya de aquí.
—Daisy no se irá.
—¿Estás segura? Pregúntale a ella.
Las dos mujeres se miraron en silencio. Entonces Daisy, mirando a su marido, dijo:
—Creo que Jim ya sabe que no me quedaré. Creo que ya hace unos cuantos días que lo sabe. ¿No es cierto, Jim?
—Sí.
—¿Me pedirás que me quede?
—No.
—Pero yo sí te lo pido —dijo la señora Fielding con voz dura—. No te puedes ir, ahora. Me ha costado demasiados sacrificios, me he preocupado demasiado para que vuestro matrimonió…
Fielding lanzó una carcajada.
—La gente haría mejor en preocuparse más de su propio matrimonio y menos de los ajenos. Piensa en el tuyo, por ejemplo. Ese chico con el que te casaste, Fielding, no era un mal muchacho. Oh, no era un triunfador, nunca había conseguido nada extraordinario. Pero te adoraba, pensaba que tú eras la criatura más maravillosa, más virtuosa, más digna de confianza…
—¡Calla! No quiero oírte.
—La más digna de confianza…
—¡Déjela tranquila, Fielding! —intervino Jim—. Ahora ya se ha bebido su sangre. Puede darse por satisfecho.
—Tal vez ahora resulta que la sangre me gusta y quiero más.
—En ese caso, tendrá que beberse la de Daisy. Piénselo.
—¿Qué piense en la sangre de Daisy? Muy bien. Ya lo hago —la expresión de Fielding se hizo cómicamente seria, como si se tratase de un actor interpretando un papel de médico en una obra de televisión—. En la sangre de Daisy hay algunos genes que serán transmitidos a sus hijos y que harán de ellos unos monstruos. Como su padre. ¿No es eso?
—La palabra monstruo no es la más adecuada, ya lo sabe usted.
—Ada cree que sí. De hecho, este asunto la saca de quicio. En realidad este sentimiento de culpabilidad acabará volviéndonos locos a todos.
—Usted ya sabe muchas cosas sobre los sentimientos de culpabilidad, ¿no es así, Fielding? —le interrumpió Piñata.
—Soy un experto.
—Por lo tanto, también es usted un poco loco.
De pronto, la amplia sonrisa de Fielding le hacía parecerse a un perro viejo.
—Hace falta estar un poco loco para exponerse a los peligros a los que yo me he expuesto viniendo aquí.
—¿Peligros? ¿Temía que la señora Fielding o el señor Harker le agredieran? —inquirió el investigador.
—¡Figúrese!
—Trato de hacerlo —dijo Piñata cruzando la habitación para ir a sentarse en una silla al lado de la señora Fielding—. Aquella noche, cuando Camilla la telefoneó desde casa de la señora Rosario, dice usted que aquel asunto le cogió totalmente de sorpresa…
—Sí. Hacía muchos años que no había sabido absolutamente nada de él.
—Entonces, ¿cómo pudo Camilla saber que usted vivía en San Félice y que se encontraba en situación de ayudarle económicamente? Un hombre en el estado físico de Camilla no puede recorrer el país con la vaga esperanza de encontrar a una mujer que había conocido años atrás y hallarla en la debida posición para ayudarle. Por lo tanto, antes de que Camilla decidiese venir aquí, debía saber dos cosas: su dirección y su posición económica. ¿Quién le informó?
—No sé. A no ser… —calló y, lentamente, volvió los ojos hacia Fielding— ¿fuiste tú, Stan?
Tras una corta vacilación, Fielding se encogió de hombros y dijo:
—Naturalmente que fui yo.
—¿Por qué? ¿Para crearme dificultades?
—Me pareció que podías permitírtelas. Todo te había salido bien. Pero no es que yo lo hubiese planeado, por lo menos al principio. La cosa no pudo ser más accidental. Llegué a Albuquerque hacia finales de aquel mes de noviembre y decidí visitar a Camilla con la esperanza de que, si había ganado dinero, pudiera ayudarme desprendiéndose de un poco. Una idea de locos, pueden creerlo. Cuando lo encontré estaba en las últimas. Su mujer había muerto y él vivía, o medio vivía, en una cabaña con una pareja de indios.
La boca se le estiró por encima de los dientes sin más expresión ni objetivo que los que tendría un pedazo de goma.
—Sí, fue todo un encuentro, Ada. Lamento que no estuvieras allí. Te habría podido dar una sencilla lección y enseñarte la diferencia que hay entre la pobreza y la miseria. Ser pobre es no tener dinero. La miseria en cambio es una cosa real y positiva. Vive minuto a minuto entre esa gente. Se les come el estómago durante la noche, se arrastra entre sus brazos y sus piernas en cuanto se mueven, les muerde las manos y las orejas en las mañanas frías, les oprime la garganta cuando tragan saliva, los exprime gota a gota… Camilla estaba sentado en su catre de hierro y se moría ante mis ojos. ¿Y crees, Ada, que mientras le observaba se me podía ocurrir buscarte dificultades? ¡Qué egoísta eres! Si entonces, tanto para Camilla como para mí, tú no existías en tu calidad de persona. Eras sólo una posible fuente de dinero y tanto él como yo lo necesitábamos desesperadamente. Camilla para morir; y yo, para vivir. De modo que le dije: «¿Por qué no presionamos un poco a Ada? Ha casado a Daisy con un chico rico… Te aseguro que para ellos un par de miles de dólares no tienen ninguna importancia».
El dolor y la sorpresa habían paralizado las facciones de la señora Fielding.
—¡Y él aceptó… presionarme! —se sorprendió.
—A ti o a cualquier otro, qué más daba… A un moribundo poco le importa ese detalle. Sabía que su vida estaba acabada, de forma que se obsesionaba con la idea de la muerte. Sólo pensaba en su entierro y en cómo ir al cielo. Supongo que la idea de conseguir dinero de ti le interesó particularmente porque tenía una hermana aquí, en San Félice. Pensaba que si venía podría matar dos pájaros de un tiro: conseguiría el dinero y se despediría de su hermana. Se imaginaba que la señora Rosario tenía cierta influencia en la iglesia y que ello podría facilitarle las cosas cuando muriera.
—Cuando llegó aquí, pues, ya sabía que Camilla era tío de Juanita —inquirió Piñata.
—No, no —protestó Fielding—. Camilla siempre se había referido a su hermana por el primer nombre, Filomena, de forma que esta tarde, cuando acompañé a Juanita a su casa, me llevé toda una sorpresa al ver allí su fotografía. Y fue entonces cuando comencé a ver claramente que había gato encerrado. Tantas coincidencias sólo podían revelar un plan. Un plan que yo no conocía. Pero conocía a mi antigua mujer y sé que los planes son su especialidad.
—Tenía que seguirlo —dijo Ada—. Siempre he tenido que mirar adelante, pues nadie lo ha hecho por mí.
—Esta vez miraste demasiado adelante y no podías ver el camino que te esperaba. Te preocupaban tus nietos cuando debías preocuparte por tu hija.
—Volvamos a Camilla —interrumpió repentinamente Piñata dirigiéndose a Fielding—. Parece claro que usted aspiraba a quedarse con una parte del dinero que él consiguiera de su antigua esposa.
—Desde luego, por algo la idea era mía.
—¿Estaba seguro de que ella pagaría?
—Claro.
—¿Por qué?
—Oh, en recuerdo de los viejos tiempos y cosas por el estilo. Como ya he dicho, Ada es muy sentimental.
—Y yo sigo diciendo que dos mil dólares son muchos dólares en recuerdo de los viejos tiempos.
Fielding se encogió de hombros.
—Eramos muy amigos. Por los alrededores del rancho nos llamaban los tres mosqueteros.
A Piñata le resultaba difícil creer que la señora Fielding, con todos sus prejuicios tan arraigados, pudiera haber formado parte de un trío que incluía a un peón mexicano. Pero era evidente que si Fielding hubiera estado mintiendo, su mujer ya habría protestado, cosa que no hizo.
«Muy bien, eso significa que ha cambiado —pensó—. Quizá los años que pasó junto a Fielding la amargaron hasta el punto de hacerle nacer prejuicios contra todo aquello que formaba parte de su vida de casados. No puedo censurarla por ello».
—La idea, pues —prosiguió en voz alta—, consistía en esto: Camilla vendría a San Félice, se haría con el dinero y volvería a Albuquerque para repartirlo con usted. ¿Exacto? Fielding vaciló un instante, apenas, pero visiblemente.
—Claro.
—¿Podía tener confianza en él?
—No tenía otro remedio.
—Pues no creo que ésa sea la verdad exacta. Por ejemplo, podía haberle acompañado. Dadas las circunstancias, era la cosa más lógica. ¿No cree?
—No me preocupaba.
A Piñata le pareció que aquélla era una respuesta extrañamente inadecuada en los labios de un hombre tan listo como Fielding.
—Pero a causa de lo ocurrido no pudo cobrar su parte. Su suicidio lo echó todo a rodar —el investigador seguía intentando atar cabos.
—No cobré mi parte porque no había nada que repartir —continuó Fielding.
—¿Qué trata de decir?
—Camilla no consiguió el dinero. Ella no se lo dio.
Por el espacio de un momento, Ada Fielding lo miró con los ojos helados.
—Eso no es verdad. Le di dos mil dólares.
—No mientas, Ada. Le prometiste que se los darías, pero no lo hiciste.
—Juro que se los di. Se los puse en un sobre que luego escondió debajo de su camisa.
—No creo que… —intentó intervenir Fielding.
—Ni falta que hace —le interrumpió Piñata—. El dinero fue encontrado sobre Camilla, en un sobre, debajo de su camisa.
—¿Pero los tenía él? ¿Los tenía todo el rato encima?
—Desde luego.
—¡Menudo puerco bastardo!
Comenzó a maldecir y cada palabra que condenaba a Camilla le condenaba también a él. Pero ya no podía detenerse. Parecía como si hubiera pasado años ahorrando las palabras para gastarlas todas de una vez, como si fueran dinero, en un proyecto especial que se refería a su viejo amigo, a su viejo enemigo, Carlos Camilla. La violenta emoción que se traslucía detrás de la avalancha de palabras sorprendió a Piñata. Y pese a que ahora supiera ya que Fielding era el responsable de la muerte de Camilla, no acababa de comprender por qué. El dinero no podía ser una razón suficiente. Nunca le había interesado lo bastante para perseguirlo con energía, y por lo tanto no podían haberlo abocado al asesinato. Tal vez se había dejado llevar por un ramalazo de furia al ver cómo Camilla quería estafarle.
Pero esta hipótesis aún era más improbable. En primer lugar, hasta ahora no se había enterado de que Camilla le había estafado y, en segundo lugar, no era de la clase de hombres que se enfrentan a las dificultades. Si se hubiese enfadado, se habría marchado, como hacía siempre que las cosas no venían de cara.
Un espasmo de tos se apoderó de él. Piñata cogió un vaso y lo llenó hasta la mitad con el whisky de una de las botellas que había sobre la mesa. Se acercó y se lo tendió. Al cabo de unos segundos la tos de Fielding se había calmado. Se secó la boca con el dorso de la mano, en un gesto simbólico que parecía como querer engullirse unas palabras que nunca debieron haber sido pronunciadas.
—¿Sin sermones sobre las virtudes de la abstinencia? —preguntó a Piñata con su voz enronquecida—. Gracias, predicador.
—¿Estaba con Camilla aquella noche?
—¿Pero es que acaso se imagina que lo dejé venir aquí solo? Había muchas probabilidades de que fuera incapaz de regresar a Albuquerque, aunque hubiera tenido ganas. Era un moribundo.
—Díganos qué ocurrió.
—No lo recuerdo del todo. Había bebido. Compré una botella de vino, era una noche muy fría. Curly ni lo probó. Quería ver a su hermana y a ella no le gustaba que los hombres bebieran. Cuando volvió de casa de su hermana me dijo que había telefoneado a Ada y que ella le traería el dinero. Yo me escondí tras la caseta del guardagujas. No podía ver nada porque la noche era muy oscura. Pero oí llegar el coche de Ada. Un poco después, se marchaba otra vez. Salí para reunirme con él. Me dijo que Ada se lo había pensado mejor y no le había traído el dinero. Le acusé de embustero. Sacó la navaja del bolsillo y la abrió. Me amenazó con matarme si no me iba. Intenté quitarle el cuchillo y, de repente, se cayó al suelo… Estaba muerto. Todo había sucedido en un instante. Él estaba muerto.
Piñata no creyó toda la historia, pero pensó que no sería difícil convencer a un jurado de que Fielding había obrado en defensa propia. Además, existían grandes probabilidades de que la causa ni siquiera llegase a los tribunales. La única evidencia que existía era la palabra de Fielding y cabía suponer que no hablaría libremente delante de la policía. Por otra parte, sin pruebas suficientes el fiscal podía sentirse poco inclinado a abrir de nuevo un caso que ya había dado por solucionado cuatro años atrás.
—Oí que se acercaba alguien —siguió Fielding—. Me asusté y me puse a correr a lo largo de las vías. Unos momentos después, me encaramé en un tren de mercancías que iba hacia el sur. Más tarde, cuando llegué otra vez a Albuquerque, les dije a los indios con los que había vivido Camilla que éste había muerto en Los Ángeles, pues no quería que se les ocurriera denunciar su desaparición… Me creyeron, aunque de todos modos, poco les importaba. Camilla no significaba ninguna pérdida para ellos. No era una pérdida para nadie. Camilla sólo era un piojoso mexicano que no servía para nada.
Volvió de nuevo la cabeza hacia la que había/ sido su mujer. Sonreía de nuevo, como el hombre que se divierte con una broma en la que los otros no pueden participar porque es demasiado especial o demasiado complicada.
—¿No te parece, Ada? —concluyó.
—No lo sé —dijo ella moviendo la cabeza distraídamente.
—Anda, anda, Ada. Puedes decirlo. Lo conocías mucho mejor que yo. Solías decir que tenía los sentimientos de un poeta. Pero actualmente ya debes de haber cambiado de opinión, ¿no? Dilo. Diles a todos que era un individuo indigno, malvado…
—Basta, Stan.
—Un cholo estúpido y gandul a despecho de todos los esfuerzos que hiciste para educarlo. ¿No es verdad?
—Yo… Sí.
—Repítelo.
—Camilla era… un cholo estúpido y gandul.
—Esto hay que celebrarlo con un trago —proclamó Fielding abandonando la chimenea y cruzando la habitación para dirigirse a la botella—. ¿Qué me dice usted, Piñata? Beba conmigo a la salud de otro cholo que no supo hacer bien las cosas. Porque usted también es un cholo, ¿verdad?
Piñata sintió cómo la sangre le subía a la cara. «Cholo, cholo, cholo, úntate el bollo…». La vieja murga familiar era tan insultante ahora como en su infancia… «Cholo, cholo, hazte un viaje al Polo…». Pero la cólera que sentía era instintiva y general, no se dirigía a Fielding. Se daba cuenta de pronto de que Fielding, pese a toda su orgullosa fanfarronería, sufría, quizá por primera vez en su vida, un dolor moral tan intenso como el dolor físico que había terminado con la vida de la señora Rosario. Y, de la misma forma, como profano que era, no había comprendido el dolor de aquélla, y tampoco comprendía el del hombre que tenía delante.
—Más vale que deje el licor tranquilo, Fielding —le sugirió.
—¿Ya volvemos a empezar otra vez, predicador? Dame un poco de licor, pequeña Daisy.
La voz y los ojos de Daisy estaban llenos de lágrimas cuando habló.
—Muy bien.
—Siempre has amado a tu querido papaíto, pequeña Daisy, ¿no es verdad?
—Sí.
—Pues entonces no te entretengas. Tengo sed.
—Muy bien.
Le sirvió medio vaso de whisky y volvió la cara mientras él se lo bebía, como si fuera incapaz de contemplar aquella ansiosa necesidad de beber.
—¿Qué le pasará ahora a mi padre? ¿Qué le harán? —le preguntó a Piñata.
—En mi opinión, nada —respondió Piñata con más seguridad de lo que aconsejaban las circunstancias.
—Primero tendrán que encontrarme, pequeña Daisy —explicó Fielding—. Y no será fácil. Ya he desaparecido otras veces y ahora desapareceré también. Hasta puedo decir que, en eso de las desapariciones, soy un verdadero maestro. Esta águila de aquí —dijo señalando a Piñata despreciativamente con el dedo— puede marear a la policía hasta que se canse. Pero nada me acusa, aparte de mi conciencia. Y a eso ya estoy acostumbrado —delicadamente puso la mano sobre los cabellos de Daisy—. Puedo resistirlo. No te preocupes por mí, pequeña Daisy. Daré unas cuantas vueltas por ahí. Un día u otro, te escribiré.
—No te vayas tan deprisa.
—Anda, anda, ya eres mayor para llorar.
—No te vayas. No te vayas —insistió ella.
Pero sabía que se marcharía y que su eterna búsqueda comenzaría de nuevo. Vería su rostro entre la multitud de personas extrañas, lo sorprendería en el instante en que pasara rápidamente en un coche, o cuando entrara en un ascensor y las puertas se cerrasen.
Trató de retenerlo cogiéndolo del brazo, pero él, soltándose, dijo rápidamente:
—Adiós, Daisy —y comenzó a cruzar la habitación.
—Papá…
—No me vuelvas a llamar papá. Eso ya se acabó.
—Un minuto, Fielding —dijo Piñata—. Extraoficialmente, ¿qué dijo o qué hizo Camilla que le enfureció tanto, hasta el extremo de matarlo?
Fielding no contestó. Se volvió y contempló a su antigua mujer con una mirada que reflejaba un odio terrible. Después salió de la estancia. El golpe de la puerta tras él sonó como si una losa cayera sobre la tumba.
—¿Por qué? —dijo Daisy—. ¿Por qué?
El melancólico murmullo de su voz resonó en toda la habitación en busca de una respuesta.
—¿Por qué tenía que ocurrir eso, madre?
La señora Fielding siguió muda y erguida, como una estatua de nieve que espera los primeros rayos del sol.
—Tienes que contestarme, madre.
—Sí, sí. Desde luego.
—Ahora.
—Bueno.
Con un suspiro contrariado, Ada Fielding se puso en pie. En la mano tenía algo que había sacado del bolsillo sin que los otros se hubieran dado cuenta. Era un sobre, amarillento por el tiempo y tan arrugado que parecía haberse arrastrado por docenas de bolsillos y cajones.
—Esta carta para ti llegó ya hace mucho tiempo, Daisy. Nunca había imaginado que un día tendría que dártela. Es una carta de… de tu padre.
—¿Por qué me la has ocultado?
—Tu padre lo explica muy claramente.
—¿La has leído, pues?
—¿Si la he leído? —repitió su madre con un hilo de voz—. Lina y mil veces… Ya he perdido la cuenta.
Daisy cogió el sobre. Su nombre y su antigua dirección en Laurel Street aparecían escritos con una letra insegura y desconocida. La estampilla de correos decía: San Félice, 1 de diciembre, 1955.
Mientras observaba cómo ella desplegaba la carta, la desagradable cantinela de su infancia seguía resonando en los oídos de Piñata: «Cholo, cholo, cholo, úntate el bollo». Esperaba que sus hijos no se vieran obligados a escuchar y a recordar aquello. Sus hijos y los de Daisy.