SE HABÍA LLEVADO A los niños a casa de los Brewster y los dejó allí sin ninguna explicación. El señor Brewster, que era un inválido al que le gustaba tener compañía mientras contemplaba la televisión, tampoco se la había pedido. De regreso, evitó las calles bien iluminadas y se había deslizado entre los callejones y los patios posteriores de las casas, encogida bajo su paraguas como un gnomo que saliera a sus correrías nocturnas. No temía la oscuridad ni aquello que las tinieblas podían albergar. Sabía que los vecinos le tenían un poco de miedo a causa de los cirios que quemaba y de las horas que pasaba en la iglesia.
Las enjutas paredes de los pobres ocultaban pocos secretos. Antes de llegar al porche, oyó a Juanita moverse por la casa como si buscara alguna cosa. La señora Rosario sacudió el agua de su paraguas y se quitó el abrigo húmedo. «Quizá se le ha metido en la cabeza que la ando espiando otra vez —pensó— y me busca incluso en sitios donde no podría ni esconderse una enana. Tengo que darme prisa…».
Pero no podía más. Sentía una gran debilidad en los brazos y en las piernas y, desde la escena de aquella tarde con Juanita, notaba un dolor en el estómago que, si bien no iba en aumento, tampoco remitía. Cuando le dio la cena a los niños, ella no comió nada; bebió sólo un poco de limonada y un té anisado.
Entró silenciosamente en la casa y se dirigió a su dormitorio para colgar el abrigo. Con la ayuda de Pedro había quitado lo que quedaba de la puerta y lo habían llevado al patio trasero, donde se quedaría con otros deshechos de su vida, ennegreciéndose con el frío del invierno y blanqueándose con el calor del verano. A la semana siguiente, iría con Pedro al chatarrero y buscarían una puerta que encajase. Luego la cepillarían con papel de lija y la pintarían…
—La semana entrante —dijo en voz alta, como si prometiera mejorar las cosas a alguien que terminaba de reprocharle su dejadez. Pero la perspectiva de ir al almacén de chatarra, el ruido del papel de lija rascando la madera y el olor de la pintura, la mareaban más con sólo pensar en ello—. O si no a la otra semana, cuando me encuentre mejor.
Incluso falto de puerta, el dormitorio seguía siendo su santuario. El único lugar donde podía recogerse en su dolor y en su culpa. El cirio que quemaba ante el retrato ya se había consumido. Puso uno nuevo en su lugar y se dirigió al difunto con la lengua que él y ella usaban cuando eran pequeños:
«Lo siento, Carlos, hermanito mío. Quería que se hiciese justicia, pero también tenía que pensar en mi Juanita. Aquella misma semana en que tú viniste, volvieron a detenerla y por eso sabía que a partir de aquel momento no podría dar un paso sin que la vigilaran. Ni la clínica ni la policía ni el departamento de libertad condicional la habrían dejado en paz. Tenía que hacerla marchar a un lugar donde pudiese rehacer su vida. Soy una mujer, una madre. Aparte de mí, nadie se preocupa de mi Juanita, la pobre, que al nacer fue maldecida por el mal de ojo de la curandera que se fingía enfermera del hospital. Y no me he quedado ni un solo céntimo para mí, Carlos».
Todas las noches le explicaba a Carlos qué había pasado, y todas las noches la estática sonrisa de la fotografía parecía responderle que él no la creía. Y así ella no tenía otro remedio que insistir, tratar de convencerlo de que había hecho todo sin ninguna mala intención.
«Ya sé que no te mataste tú mismo, hermanito. Aquella noche, cuando viniste a casa, oí cómo telefoneabas a la mujer y le pedías una cita. Oí cómo le pedías dinero y yo sabía que eso era una equivocación; porque siempre es una equivocación pedir dinero a la gente rica. Es preferible pedírselo a los pobres. Temía por ti, Carlos. Te veía tan extraño y tú no querías decirme nada, para que no me preocupara y rezara por tu alma…
»Cuando llegó la hora en que tenías que encontrarte con ella, yo me fui también por las vías. Pero me perdí y no pude encontrarte. Luego vi el coche, un coche grande y nuevo, y supe que era el suyo. Un momento después, la vi salir de entre los arbustos y correr hacia el coche, muy aprisa, como si escapara de algo. Cuando llegué a los arbustos, tú ya estabas muerto, con el cuchillo bien clavado, y supe que lo había hecho ella. Me arrodillé a tu lado y te pedí que volvieras a la vida, Carlos, pero no quisiste escucharme. Regresé a casa y encendí un cirio por tu alma. Todavía arde, y que Dios acoja tu alma».
Recordaba que aquella noche se había arrodillado ante la pequeña urna, en la oscuridad, y que había rezado para que Dios le dijera qué debía hacer. Sabía que no podía confiar ni en Juanita ni en la señora Brewster, pues ninguna de las dos habría sabido guardar el secreto. Y tampoco podía acudir a la policía, pues ésta era enemiga de Juanita y, por lo tanto, también de ella. Incluso podían llegar a pensar que mentía respecto a la mujer del coche verde para proteger a su hija.
Se puso a rezar y, a medida que rezaba, un pensamiento iba creciendo en su mente. Un pensamiento que iba desarrollándose hasta anular todos los otros. Tenía que proteger a Juanita y al hijo que estaba a punto de nacer. Y ella era la única que podía hacerlo. Telefoneó a la mujer, de la cual sólo conocía el nombre, la forma de su silueta en la oscuridad y el color de su coche…
«Es una cosa muy peligrosa, Carlos, pedir dinero a la gente rica. Y yo sabía lo que ella te había hecho y temía por mi vida. Pero ella todavía tenía más miedo que yo, pues tenía más que perder. No le dije mi nombre ni dónde vivía. Sólo le dije que había pasado por los arbustos y la vi marcharse con el coche. Le dije que no quería verme en complicaciones, que yo era una mujer pobre, pero que nunca habría pedido dinero para mí, que si lo quería era para Juanita y su hijo, que no tenía padre. Me preguntó si había hablado con alguien más y le dije que no, lo cual era verdad. Entonces me dijo que si le daba el número de mi teléfono me llamaría más tarde, pues quería consultar con alguien. Cuando me llamó, me dijo que se haría cargo de mi hija y de su nueva criatura. De ti no habló, Carlos, ni discutió sobre la cantidad que me daría ni me acusó de chantaje. Sólo me dijo esto: “Me gustaría hacerme cargo de su hija y de su criatura”. Me dio la dirección de un despacho al que tenía que ir al día siguiente a la una y media del mediodía.
»Cuando llegué allí, lo primero que pensé es que se trataba de una trampa, pues ella no estaba. Solamente había un muchacho alto y rubio y, naturalmente, un abogado. Nadie dijo nada de ti, nadie pronunció tu nombre, Carlos. Era como si jamás hubieras vivido…».
Con un gemido, se apartó del retrato. El estómago se le retorcía en un doloroso espasmo y una náusea le subía por la garganta. La limonada y el té con anís no habían servido de nada, pese a que se trataba de una receta de su abuela que hasta entonces nunca le había sentado mal. Con las dos manos apretadas contra el estómago, corrió a la cocina con intención de tomar un poco del jarabe que el médico había recetado para los ardores intestinales de Rita. El frasco todavía estaba sin abrir. La señora Rosario prefería tratar los ardores intestinales de su nieta con una infusión de hojas de hiedra y tocino salado.
Se había concentrado de tal manera en sus dolores que no advirtió la presencia de Juanita, sentada junto a la estufa, hasta que la chica dijo:
—Bueno, ¿ya has acabado de hablar contigo misma?
—Yo no…
—Tengo orejas. He oído que gruñías y murmurabas como una loca.
La señora Rosario se sentó a la mesa de la cocina, muy encogida. Pese al dolor que le revolvía el estómago, como si lo produjese un ser vivo provisto de piernas crueles y brazos sin piedad, sabía que era necesario hablar con Juanita. El señor Harker le había avisado.
Estaba indignado porque la había dejado volver a la ciudad.
La cocina estaba recalentada y notaba la falta de aire. Juanita había encendido el fuego para hacerse un poco de cena y no había abierto la ventana, como era su obligación. La señora Rosario se arrastró hasta la ventana, la abrió y respiró una gran bocanada de aire fresco.
—¿Dónde están mis hijos? ¿Qué has hecho con ellos?
—Están en casa de los Brewster.
—¿Por qué no los has acostado?
—Porque no quería que oyeran lo que tengo que decirte.
La señora Rosario hizo un esfuerzo para volver junto a la mesa. Se sentó de nuevo, y ahora bien tiesa, porque sabía que mostrar su flaqueza podía obrar malos efectos sobre Juanita.
—¿Dónde está el hombre que iba contigo?
—Tenía unos asuntos pendientes, pero volverá.
—¿Aquí?
—¿Por qué no?
—No le dejes entrar. Ese hombre es malo. Dice mentiras. Ni siquiera ha dicho su verdadero nombre. No se llama Foster sino Fielding.
Juanita trató de ocultar su preocupación tras un encogimiento de hombros.
—¿Y qué? A mí me da igual…
—¿No le has dicho nada?
—Claro qué le he dicho. Le he dicho que me dolían los pies y me ha contestado que tirara los zapatos. De forma que…
—No es el momento más oportuno para tus insolencias.
El esfuerzo que hacía para mantenerse erguida convertía la voz de la señora Rosario en un murmullo, pero un murmullo que conservaba su aguijón.
Juanita lo advirtió y se sintió molesta. Temía a aquella mujer que podía invocar santos y demonios contra ella. Y su temor aumentaba por el hecho de que, en definitiva, había hablado demasiado y demasiado libremente con Fielding.
—No le he dicho nada, te lo aseguro.
—¿No te ha preguntado nada sobre el tío Carlos?
—No.
—¿Ni sobre Paul?
—Tampoco.
—Juanita, escúchame… Necesito que me digas la verdad.
—Lo juro por la Virgen.
—¿Qué juras?
El rostro de Juanita estaba desprovisto de toda expresión.
—Lo que quieras.
—¿Me tienes miedo, Juanita? ¿Tienes miedo de decir la verdad? Tal vez la bebida te ha hecho olvidar lo que te había dicho.
—No le he dicho ni una palabra.
—¿Nada de Carlos ni de Paul?
—Lo juro por la Virgen.
Los labios de la señora Rosario se movieron silenciosamente mientras bajaba la cabeza y se persignaba. Aquel gesto tan familiar desató toda una montaña de recuerdos en la mente de Juanita, recuerdos que se precipitaron como una avalancha ruidosa y polvorienta hasta sepultar su miedo.
—¿Me tratas de embustera, vieja bruja?
—¡Calla! No grites. Alguien podría…
—¡Me da igual! No tengo nada que esconder. Tú no puedes decir lo mismo.
—Por favor… Hablemos con tranquilidad.
—Con todas las panzadas que te haces de implorar a Dios, no eres mejor que los demás, ¿verdad?
—No. No soy mejor que los demás.
La fuerte y rasposa carcajada de Juanita llenó la pequeña habitación.
—Bueno, es la primera vez en toda tu maldita vida que me das la razón.
—Calla un momento y escúchame. Siéntate a mi lado.
—Puedo escuchar derecha.
—El señor Harker estuvo aquí hace hora y media.
Juanita recordaba vagamente que Fielding había pronunciado aquel nombre. Entonces no le había dicho nada y, ahora, seguía siendo un nombre desconocido para ella.
—¿Y qué relación tiene eso conmigo?
—El señor Harker es el padre de Paul.
—¿Estás loca? Nunca he oído hablar de nadie que se llamara Harker.
—Pues ahora lo oyes. Es el padre de Paul.
—¡Por Dios! ¿Acaso tratas de demostrar que soy tan desgraciada que ni puedo acordarme del padre de mis hijos? ¿Quieres que me encierren para quedarte para ti sola el dinero del depósito que hay en el banco?
—Nunca ha habido ningún depósito —dijo su madre sin levantar la voz—. Carlos era pobre.
—¿Por qué me mentiste?
—Tenía que hacerlo. Si hubieses hablado a alguien del señor Harker, el dinero se habría terminado.
—¿Cómo podía hablarle a alguien si ni siquiera conozco a ese Harker?
Juanita golpeó la mesa con el puño. El salero dio un salto, se volcó, y la sal comenzó a derramarse.
Su madre, rápidamente, recogió un pellizco de sal y se lo puso bajo la lengua, pues así debía hacerse para precaverse contra la mala suerte que entraba en una casa donde se derramaban las cosas.
—Por favor, no quiero violencias.
—Pues contéstame.
—El señor Harker paga una pensión por Paul porque es su padre.
—No lo es.
—Pues tú sólo tienes que decir que sí lo es, tanto si te acuerdas de él como si no te acuerdas.
—No lo diré. Eso no es verdad.
La voz de la señora Rosario se iba alzando insensiblemente, como si quisiera competir con la de Juanita.
—Tienes que hacer lo que te digo, sin discutirlo.
—¿Pero es que te crees que no puedo recordar al padre de Paul? Era un aviador y lo mandaron a Corea. Le escribí algunas cartas. Nos habríamos casado si él no hubiese tenido que marcharse.
—¡No y no! ¡Tienes que escucharme! El señor Harker…
—¡Nunca he oído hablar de ningún Harker! Nunca en mi vida, ¿lo oyes?
—¡Chist! —El rostro de la señora Rosario se había puesto grisáceo y sus ojos, oscurecidos por el miedo, se clavaron en la puerta trasera—. Hay alguien en el porche —dijo con un murmullo preñado de urgencia—. Rápido, cierra la puerta con llave y cerrojo, y la ventana también.
—¿Para qué tengo que cerrar? Yo no debo esconder nada.
—¿Es que nunca vas a hacerle caso a tu madre? ¿Es que nunca reconocerás todo lo que he hecho por ti, todo lo que te he querido?
Alargó las manos para tomar las de Juanita, pero la chica, lanzando un suspiro de menosprecio y desconfianza, se fue hacia la puerta.
La abrió. En el umbral había un hombre y, tras él, en las escaleras del porche, con la cara en las sombras, una mujer.
El hombre, un extraño para Juanita, se excusó muy educadamente.
—He llamado a la puerta de delante, pero como nadie contestaba, he dado la vuelta y…
—¿Qué quiere?
—Me llamo Steve Piñata. Si no le importa, me gustaría…
—No le conozco.
—Su madre ya me conoce.
—Es un detective —dijo la señora Rosario—. No le digas nada.
—He traído a la señora Harker conmigo, señora Rosario. Le gustaría poder hablar con usted de un asunto que le interesa mucho. ¿Podemos pasar?
—Váyanse. No puedo hablar con nadie. Estoy enferma.
Piñata comprendió que, a juzgar por su color y por lo penoso de su respiración, la mujer decía la verdad.
—Permítame que avise a un médico, señora Rosario.
—No. Déjenme sola. Mi hija y yo tenemos… una pequeña discusión. No es asunto suyo.
—Es un asunto de la señora Harker, a juzgar por lo que he podido escuchar —intervino Piñata.
—Que hable con su marido, pues, pero no conmigo. Yo no puedo decirle nada.
—Entonces mucho me temo que tendré que preguntárselo a Juanita.
—¡No, no! Juanita es inocente, ella no sabe nada.
Apoyándose con las manos en la mesa, la señora Rosario intentó incorporarse. Pero volvió a dejarse caer sobre la silla con un suspiro exhausto; Piñata cruzó la habitación para sostenerla por el brazo.
—Permítame que la ayude.
—No.
—Mejor que se esté quieta mientras aviso a un médico.
—No quiero un médico. Un sacerdote… el padre Salvador…
—Muy bien, un sacerdote. La señora Harker la acompañará a su dormitorio y enviaremos a buscar al padre Salvador.
Indicó a Daisy que entrase en la casa y ella subió los peldaños del porche.
Hasta el momento, Juanita había permanecido al lado de la puerta abierta, inexpresiva, como si todo cuanto ocurría no fuese cosa suya ni le interesara. Pero cuando Daisy entró bajo la luz, la reconoció y dejó escapar un gemido.
Hablando en castellano, comenzó a gritarle a su madre:
—¡Es la mujer que veía en la clínica! Ha venido para llevárseme. ¡No dejes que lo haga! Prometo que seré buena chica. Prometo que te compraré un crucifijo nuevo, iré a misa, me confesaré y nunca más romperé nada. ¡No dejes que se me lleve!
—Tranquilícese —le dijo Piñata—. La señora Harker ya hace años que no tiene ninguna relación con la clínica. Y, ahora, escúcheme. Su madre parece muy enferma. Habría que llevarla al hospital. Por lo tanto, lo mejor sería que usted y la señora Harker se quedaran con ella mientras yo aviso a una ambulancia.
Al oír la palabra ambulancia, la señora Rosario intentó ponerse en pie de nuevo. Esta vez cayó sobre la mesa. Y la mesa se inclinó y ella cayó al suelo. Inmediatamente, la cara comenzó a oscurecérsele. Inclinándose sobre ella, Piñata le buscó el pulso. Inútilmente.
Juanita miraba a su madre en el suelo, los puños cerrados apretados contra sus mejillas, en un gesto de infantil terror.
—Se la ve tan extraña…
—Mejor que vayamos a la otra habitación —le indicó Daisy poniéndole la mano en el hombro.
—¿Por qué se ha puesto tan oscura, como un negro?
—El señor Piñata avisará a una ambulancia. No podemos hacer nada más.
—¿No está muerta, verdad? No puede ser que esté muerta.
—No lo sé. Nosotros…
—¡Dios mío, si se ha muerto me echarán la culpa a mí!
—No harán eso. La gente se muere. No sirve de nada culpar a alguien.
—Dirán que es culpa mía porque no me portaba bien con ella, porque he roto el crucifijo y la puerta…
—Nadie la culpará —repitió Daisy—. Venga conmigo.
Sólo el hecho de ocuparse de Juanita le permitía a Daisy conservar su control. Acompañó a Juanita a la habitación de delante y cerró la puerta. Allí, entre urnas, vírgenes y crucifijos, la muerte parecía más real que en presencia de la misma muerta. Era como si la única razón de ser de aquella habitación fuera esperar a que alguien muriese.
Se sentaron las dos sobre la cama y permanecieron incómodas y en silencio, como invitados que esperan a que la distraída dueña de la casa los presente.
—No sé qué quería decir —dijo Juanita al fin, con voz aguda y desesperada—. No lo sé, de verdad. Ella insistió en que mintiese y yo no quiero hacerlo. Nunca he conocido a ningún señor Harker.
—Es mi marido.
—Pues pregúntele a él. Pregúntele. Le dirá la verdad.
—Ya me la dijo.
—¿Cuándo?
—Hace cuatro años. Antes de que naciese su hijo.
—¿Qué le dijo?
—Que él era el padre del niño.
—Debe de estar loco —exclamó Juanita y cerró los puños con tanta fuerza que sus planos y anchos pulgares cubrieron los nudillos—. ¡Todos deben de estar locos! Yo no conozco a ningún señor Harker.
—Yo la vi aquel día, bajar de su coche, aparcado detrás de la clínica, poco antes de que naciera su hijo.
—A lo mejor se ofreció a llevarme. Mucha gente lo hace cuando me ve embarazada. No puedo acordarme de todos. Quizás era uno de ésos. O quizás usted viera a otra chica.
—Era usted.
—Muy bien, pues la loca soy yo. ¿No es eso lo que quiere? ¿Qué me vengan a buscar y me encierren en algún sitio?
—No pasará nada de eso —dijo Daisy.
—Pues quizá sería mejor que lo hicieran. No comprendo nada de lo que pasa. Como eso de mi madre y el dinero… Dice que mamá mentía…
—¿Quién lo dice?
—Foster. O Fielding. Me ha dicho que el tío Carlos era un viejo amigo suyo, que sabía muchas cosas de él y que todo lo que mi madre me había contado eran mentiras.
—¿Su tío se llamaba… Camilla?
—Sí.
—¿Y cree que mi… que el señor Fielding le decía la verdad?
—Creo que sí. ¿Por qué no había de decírmela?
—¿Dónde está ahora, el señor Fielding?
—Ha dicho que tenía que resolver un asunto muy importante. Me ha pedido que le deje el coche durante un par de horas. Hemos hecho un trato: yo le dejaba el coche y él me contaría cosas de mi tío.
Daisy no tenía ninguna razón para no creer a Juanita. Aquello, además, parecía un trato muy propio de su padre. En cuanto a lo del asunto muy importante, razonablemente sólo podía tratarse de una cosa. Y esa cosa lo llevaría a su casa.
Juanita, Fielding, la señora Rosario, Jim, su madre y Camilla, todos juntos, comenzaban a combinarse formando un monstruo de mil caras que se arrastraba inexorablemente hacia ella.
La ambulancia acababa de detenerse ante la casa con un último gemido sofocado de su sirena.
Juanita comenzó a gimotear y se fue inclinando sobre sí misma hasta que la frente le tocó las rodillas.
—Se la llevarán…
—Tienen que hacerlo.
—El hospital le daba miedo. La gente se muere en los hospitales.
—Ese no le dará miedo, Juanita.
Al cabo de un rato dejaron de oírse los ruidos que venían de la cocina. Una puerta se abrió y volvió a cerrarse con un golpe, y un momento después la ambulancia se ponía en marcha. Ahora su sirena había enmudecido. Ya no había ninguna prisa.
Piñata entró en el dormitorio y miró a Juanita, que continuaba gimiendo.
—He telefoneado a la señora Brewster, Juanita. Ahora vendrá para hacerse cargo de usted.
—No quiero irme con ella.
—La señora Harker y yo no podemos dejarla sola aquí.
—Me quedaré y esperaré por si vuelven a traer a mi madre a casa. Si me voy no habrá nadie…
—Ella no volverá, Juanita.
Una extraña oscuridad había vuelto a apoderarse de la cara de Juanita y la envolvía como la sábana que habían utilizado para cubrir a su madre.
Se puso de pie y, sin una palabra, caminó unos instantes por la habitación. Luego se acercó a la mesilla de noche y apagó la vela de un soplo. Se tiró sobre la cama, se puso boca arriba y se quedó quieta mirando al techo.
—Sólo es cera, vulgar cera de abejas.
Daisy permanecía derecha al pie de la cama.
—Nos quedamos hasta que venga la señora Brewster.
—Me da igual.
—Juanita, si puedo hacer algo, si puedo ayudarla en lo que sea…
—No quiero que nadie me ayude.
—Le dejo una tarjeta con mi teléfono, encima de la mesa.
—Déjenme sola. Váyanse.
—Bueno, nos vamos.
Daisy y Piñata eran despedidos con las mismas palabras con que les habían acogido. «Váyanse». Pero entre su entrada y su salida había muerto una mujer y estaba naciendo un monstruo.