EL CADILLAC AZUL Y BLANCO resultaba tan conspicuo en Opal Street como lo había sido en Granada Street, con la sola diferencia de que no había nadie para mirarlo. Las calles se habían vaciado con las primeras gotas. Jim paró el limpiaparabrisas, apagó las luces y esperó en la oscuridad. Pese a que no miró su reloj ni tampoco el reloj del tablero, sabía que faltaban cinco minutos para las siete. Durante aquella semana de crisis tenía la sensación de llevar un reloj en su interior y podía sentir cómo los segundos se escapaban con precisión agorera. El tiempo se había convertido en algo vivo, en una cosa que respiraba tan inexorablemente unida a él como una rémora a la quilla de un buque, una cosa que nunca dormía, que jamás aflojaba su abrazo y que le permitía incluso, cuando se despertaba en mitad de la noche, saber con exactitud la hora y minuto exacto en que estaba.
La ventana del despacho de Piñata, al otro lado de la calle, estaba iluminada y la sombra de un hombre se paseaba de arriba abajo frente a ella. Como una ola incontrolable, un odio profundo surgía del corazón de Jim y le enturbiaba la razón y le borraba la percepción de las cosas. El odio se dividía por igual entre Piñata y Fielding. Odiaba a Piñata porque había puesto al descubierto el asunto de Carlos Camilla. A Fielding porque, con sus maneras impulsivas e irresponsables, había provocado los sucesos de la pasada semana. Fue su llamada telefónica el domingo, en apariencia inocente, la que originó los sueños de Daisy. De no haber sido por el sueño, Camilla todavía seguiría bien muerto, Juanita olvidada y la señora Rosario, desconocida.
Le había preguntado a Ada Fielding respecto a aquella llamada de su exmarido, tratando de hacerle recordar con toda exactitud las palabras que había dicho aquella noche, intentando averiguar así qué estímulos podían haber perturbado a Daisy y hasta engendrar el impulso de la cadena de pensamientos que llevaban al sueño. «¿Qué le has dicho, Ada?». «Que se equivocaba de número». «¿Y qué más?». «Que debía de ser un borracho, y Dios sabe que eso es verdad». «Tiene que haber alguna otra cosa». «Bueno, para que la cosa sonara más real, le he dicho que el borracho me llamó “pequeña”».
«Pequeña». Esta sola palabra podía haber sido la causa del sueño, el disparador que hizo obligar a Daisy a recordar aquel día que ella quería olvidar, el día en que él le había confesado que Juanita iba a tener un hijo suyo. Y era Fielding, aquel hombre que no merecía la menor confianza, aquel hombre cuya amistad podía ser tan desastrosa como su enemistad, quien lo había desencadenado todo. Montones de preguntas sin respuesta colgaban del cerebro de Jim como cacerolas sin asas. ¿Qué motivos habían impulsado a Fielding a ir a San Félice? ¿Cuáles eran sus intenciones? ¿Dónde estaba ahora? ¿La chica estaba con él? La señora Rosario no había podido contestar a ninguna de esas preguntas, pero había contestado a otra que no le habían preguntado: Fielding había visto a Paul, el niño.
Jim observó los regueros de lluvia que zigzagueaban por el parabrisas y pensó en Daisy cuando, bajo la lluvia, caminaba por Laurel Street con la determinación de encontrar su día perdido, como si fuera una cosa que estuviera aún en la casa vieja. Unas lágrimas de amor, de compasión y de impotencia le anegaron los ojos. Ya no podría protegerla por más tiempo ni impedirle que, al fin, se enterara de todas aquellas cosas de su padre que la dejarían dolorida para el resto de su vida. Pero también sabía que debía intentarlo hasta el fin. «No podemos permitir que ahora lo sepa, Jim», le había dicho Ada. Y él le había replicado: «Es inevitable». «No, Jim, no digas eso». «Para empezar, tú nunca tendrías que haberle mentido». «Lo hice por su bien. Si hubiera tenido hijos, podían haber sido como él. El disgusto la habría matado». «La gente no se muere tan fácilmente».
Y ahora se daba cuenta de hasta qué punto era verdad esto último. Cada día, cada hora de la semana última, él había muerto un poco, pero aún le faltaba mucho para morir del todo.
Parpadeó y se restregó los ojos con los puños, como si los castigase por haber visto demasiado, o demasiado poco, o demasiado tarde. Cuando volvió a abrirlos, Daisy se acercaba por la calle, casi corriendo, con sus cabellos negros expuestos a la lluvia y con el impermeable sin abrochar. Parecía excitada y feliz, como si pisara con la seguridad de que bajo sus pies no encontraría piedras ni tierras que se deslizaran.
Como si llevara los bolsillos llenos de pesadas piedras y de tierras movedizas, Jim salió del coche y cruzó la calle, con la cara inclinada contra el viento.
—Daisy.
Ella tuvo un sobresalto, como si la interpelara un desconocido. Cuando lo reconoció, no dijo nada. Pero Jim pudo ver cómo la expresión de felicidad y excitación desaparecía de su rostro. Era como ver a alguien que se desangraba.
—Daisy.
—¿Me has seguido, Jim?
—No.
—Pero estás aquí.
—Ada me ha dicho que teníais que encontraros en su… despacho. —No quería pronunciar el nombre de Piñata. La sombra que se movía detrás de la ventana se había convertido en algo demasiado real—. Te pido que vuelvas a casa conmigo, Daisy.
—No.
—Si es preciso discutir, discutiré.
—No servirá de nada.
—Pero debo intentarlo, en beneficio tuyo.
Daisy volvió la cara intentando ocultar una sonrisa escéptica que más parecía una mueca.
—Me parece mentira que la gente siempre esté dispuesta a hacer cosas en mi beneficio, nunca en el suyo.
—Las personas casadas tienen cosas en común que no pueden separarse como un par de toallas bordadas con un «tuyo» y un «mío».
—Entonces, no hables de hacer cosas por mi bien. Si te refieres al beneficio de nuestro matrimonio, dilo claro. Aunque así ya no suena tan noble, ¿verdad?
—No seas irónica, por lo que más quieras. Nos jugamos algo muy importante.
—¿Qué nos jugamos?
—¿Es que no te das cuenta de la clase de catástrofe que estás conjurando sobre tu cabeza?
—¿Y tú, te das cuenta?
—Sí.
—Explícamelo, pues.
Jim permaneció en silencio.
—Anda, explícamelo.
—No puedo.
—¿Ves a tu propia esposa amenazada por una catástrofe, como has dicho, y no puedes ni siquiera explicar de qué se trata?
—No.
—¿Tiene acaso alguna relación con el hombre que hay en mi tumba?
—No digas eso —murmuró Jim roncamente—. No tienes ninguna tumba. Estás viva, tienes buena salud…
—Pero no contestas a mi pregunta sobre Camilla.
—No puedo. Afecta a demasiadas personas.
Daisy enarcó de repente las cejas, medio sorprendida, medio irónica.
—Cualquiera diría que hay una verdadera conspiración a mis espaldas.
—Mi deber era protegerte y todavía lo es —dijo él, poniéndole una mano sobre el brazo—. Ven conmigo, Daisy. Nos olvidaremos de esta semana, haremos como si nunca hubiera existido.
Daisy permaneció silenciosa bajo el batir de la lluvia. En aquel momento habría resultado fácil ceder ala presión de su mano, seguirle hasta el otro lado de la calle y permitir que la guiara nuevamente a un mundo seguro. La vida proseguiría en el mismo punto donde la habían dejado. De nuevo sería lunes y Jim le leería en voz alta las noticias del Chronicle. Los días transcurrirían plácidamente y, si bien no podría esperarse emoción alguna, tampoco contenían ninguna amenaza. Pero ella temía las noches, el retorno del sueño. Volvería a encaramarse por la pendiente del acantilado y encontraría al desconocido bajo la cruz de la tumba, a la sombra de la higuera que guiaba a los marineros.
—Ven a casa conmigo, Daisy. Ven antes de que sea demasiado tarde.
—Ya lo es.
Jim la vio desaparecer por la puerta de la casa. Entonces cruzó la calle y se sentó en el coche sin levantar los ojos hacia la sombra que había detrás de la ventana iluminada.
El ruido de la lluvia que caía sobre el tejado era tan intenso que Piñata no oyó el de los pasos que se acercaban por el corredor ni el de los nudillos llamando a su puerta. Ya eran más de las siete. Se había pasado tres horas detrás de Juanita y Fielding, hasta que todos los bares y sus clientes le parecieron idénticos. Estaba cansado, se sentía irritado. Tanto que cuando alzó la cabeza y vio a Daisy en el umbral, dijo con brusquedad:
—Llega tarde.
Esperaba, y sobre todo lo deseaba, que Daisy le contestara con la misma brusquedad ya que ello le hubiese permitido dar rienda suelta a su ira.
Pero ella se limitó a mirarle tranquilamente.
—Sí; me he encontrado con Jim.
—¿Jim?
—Mi marido —dijo y, sentándose, con el dorso de la mano se echó hacia atrás los cabellos húmedos que le caían sobre la frente—. Quería que me fuese a casa con él.
—¿Y por qué no se ha ido?
—Porque esta tarde he descubierto una cosa que indica que vamos por el buen camino.
—¿De qué se trata?
—No va a resultarme ni fácil ni agradable decírselo, sobre todo lo de la chica. Pero es mejor que lo sepa todo antes de seguir adelante —afirmó Daisy, parpadeando repetidamente, mas Piñata no supo si era a causa de la luz del techo o porque hacía un esfuerzo para no llorar—. Hay alguna relación entre esa chica y Camilla. Estoy segura de que Jim sabe cuál es, pero no ha querido admitirlo.
—¿Se lo ha preguntado?
—Sí.
—¿Ha dado a entender que conocía a Camilla?
—No, pero creo que sabe quién es.
Y, seguidamente, con voz serena y natural, Daisy le relató los acontecimientos de la tarde, el descubrimiento de las matrices de los talones que Jim tenía en su mesa, la llamada de Muriel, su conversación con Adam Burnett en el muelle y, finalmente, su encuentro con Jim. Piñata la escuchó atentamente. No hizo ningún comentario. Solamente dejó oír el pisar de sus tacones sobre el suelo mientras iba y venía por el despacho.
—¿Qué decía esa carta con papel de color rosa a la que Muriel ha aludido? —le preguntó cuando ella hubo terminado de hablar.
—A juzgar por la fecha, solamente podía referirse a una cosa… A Juanita y a su hijo.
—¿Y es eso lo que le parece que ha obligado a su padre a volver aquí?
—Sí.
—¿Por qué cuatro años después de los hechos?
—Quizás entonces no estaba en situación de hacer nada —repuso Daisy, a la defensiva—. Sé que habría querido hacer algo.
—¿Por qué?
—Para darme soporte moral, expresarme su simpatía o, simplemente, dejarme hablar. Supongo que el hecho de no haber podido venir cuando yo lo esperaba, le ha preocupado todos estos años. Y cuando, finalmente, se ha instalado cerca de aquí, en Los Angeles, ha decidido quitarse esa espina de su conciencia. O tal vez satisfacer su curiosidad, no lo sé. Es difícil explicar las acciones de mi padre, sobre todo si ha bebido.
«Pero todavía es más difícil explicar las de tu marido», pensó Piñata mientras, con las manos en los bolsillos, se apoyaba en la mesa.
—¿Qué piensa de la insistencia con que su marido pretende que la está «protegiendo», señora Harker? —preguntó.
—Me parece que es sincero.
—No lo dudo, pero ¿por qué piensa que necesita usted protección?
—Para evitar una catástrofe, dijo.
—Ésa es una palabra muy fuerte. Me pregunto si la emplearía en su sentido literal.
—Estoy segura de que sí.
—¿Insinuó quién, o qué, podría ser la causa de esa catástrofe?
—Yo. Soy yo quien la conjura.
—¿Cómo?
—Soy yo quien puede desencadenar esa catástrofe, si persisto en seguir llevando adelante la investigación.
—Comprendo. ¿Y si lo dejase correr todo?
—Si me fuera a casa como una buena chica, no hiciese demasiadas preguntas y, sobre todo, no escuchara todo lo que me dicen, presumiblemente evitaría la catástrofe y viviría siempre feliz. Por el momento, sin embargo, parece qué no soy una buena chica, puesto que no tengo suficiente confianza en mi madre o en Jim para permitir que ellos decidan lo que yo debo hacer.
Daisy había hablado muy rápidamente, como si temiera cambiar de opinión antes de decir todo lo que deseaba. A Piñata no se le escapó la tentación que sentía de volverse a casa y reemprender su sosegada vida. Y, a su vez, él también se sentía en una encrucijada. Mientras por un lado admiraba el valor de la joven, por otro lado dudaba de la validez de las razones que la sostenían. «Vuelve, pequeña, vuelve a la cumbre, vuelve a la copa de oro junto al príncipe encantador. El mundo de la realidad es una jungla demasiado salvaje para las chicas de treinta años que van detrás de una catástrofe».
—Ya sé qué piensa —dijo Daisy, frunciendo las cejas—. Lo leo en su cara.
Piñata sintió que la sangre le subía por el cuello y le encendía las orejas y las mejillas.
—¿Así que sabe usted leer en las caras, señora Harker?
—Cuando son tan claras como la suya, sí.
—No esté tan segura. Podría ser que yo tuviese más de una máscara.
—Si las tiene, son de celofán.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo él bruscamente—. Vale más que nos vayamos a casa de la señora Rosario y aclaremos…
—¿Por qué se pone tan inquieto, cuando hablo de algo personal?
Piñata la contempló un instante en silencio. Luego, con fría deliberación, dijo:
—Olvídelo, pequeña Daisy.
Su intención había sido impresionarla. Pero Daisy solamente se sintió curiosa.
—¿Por qué me llama «pequeña»?
—Era otra forma de decírselo: no conjure dos catástrofes.
—No entiendo qué quiere decir.
—¿No? Da lo mismo.
Recogió el impermeable de la silla donde ella lo había dejado.
—¿Nos vamos?
—No, hasta que me explique qué ha querido decir.
—Pruebe de leer otra vez en mi cara.
—Ahora no puedo. Parece enfadado.
—¿Sabe que es un verdadero genio en eso de leer caras, señora Harker? Estoy realmente enfadado.
—¿Por qué?
—Pues, digamos que soy irritable por naturaleza.
—No es una respuesta pertinente.
—Muy bien. Digamos, pues, que yo también tengo mis propios sueños. Sin embargo, no sueño con muertos sino con personas vivas que hacen cosas agradablemente animadas. Y a veces usted es una de esas personas. Pero si fuese más explícito faltaría a las reglas de la cortesía y ni usted ni yo deseamos que tal cosa suceda, ¿no es cierto?
Daisy volvió la cabeza. Sus mandíbulas se habían contraído.
—¿No es cierto? —insistió Piñata.
—No.
—Bueno, dejémoslo así. Y que los sueños se vayan al diablo.
Se dirigió a la puerta, la abrió e, impaciente, miró a Daisy, que aún no se había movido de su silla.
—¿No quiere ir?
—No lo sé.
—Lamento haberla asustado.
—No es eso… No estoy asustada.
Daisy parecía haberse encogido bajo el impermeable, como si se hubiese hecho más pequeña durante el temporal de verdades que se había desencadenado al otro lado de la ventana o en el transcurso de la otra tormenta, todavía más violenta, que tenía lugar dentro de ella.
—No estoy asustada —repitió—. Pero no sé qué es lo que me espera.
—Nadie lo sabe.
—Yo solía saberlo. Pero ahora no puedo ver hacia dónde voy.
—Entonces tal vez sea mejor que dé media vuelta.
La voz de Piñata, sus palabras, estaban cargadas de un sentido de finalidad. Y este sentido, como se proponía, llegó a Daisy. Se habían encontrado, se habían unido y se habían separado. No en el espacio de una vida sino solamente en el transcurso de unos pocos segundos. Y él sabía ahora que estos preciosos segundos se habían ido para siempre, sin esperanza de retorno.
—La acompañaré a casa, Daisy.
—No.
—Sí. El papel de buena chica le va mejor que éste. No escuchar mucho y no ver demasiadas cosas. Hágalo y todo irá bien.
Daisy lloraba silenciosamente, tapándose la cara con la manga del impermeable. Piñata volvió la cara y sus ojos se fijaron en una mancha inidentificable que había en la pared. Aquella mancha ya estaba allí cuando alquiló el despacho y seguiría estando cuando lo dejara. Tres manos de pintura no habían podido ocultarla y, a sus ojos, esa mancha se había convertido en el símbolo de la persistencia.
—Todo irá bien —repitió—. Volver a casa puede ser mucho más fácil de lo que se figura. Esta semana ha sido como… como un viaje que hemos hecho juntos fuera de la realidad. Ahora el viaje ha terminado. Ha llegado la hora de abandonar el barco, el avión o lo que sea.
—No.
Piñata dejó la contemplación de la mancha y volvió los ojos hacia ella. Daisy seguía con la cara tapada por la manga del impermeable.
—Daisy, por lo que más quiera, ¿no se da cuenta de que es imposible? Su lugar no está en este lado de la ciudad, en esta calle ni en este despacho.
—Ni el suyo tampoco.
—Pero la diferencia es que yo estoy aquí. Y me quedo. ¿Comprende lo que quiero decir?
—No.
—Solamente puedo ofrecerle un nombre que no es el mío, unos ingresos muy magros, francamente mediocres en el mejor de los casos, y una casa con goteras. No es gran cosa.
—¿Y si eso fuera precisamente lo que yo deseo? ¿Sería bastante, no?
Hablaba con una terca dignidad que a él le parecía impresionante y al mismo tiempo exasperadora.
—Daisy, por Dios, escúchame. ¿No te das cuenta de que ni sé quiénes eran mis padres ni a qué raza pertenezco?
—Me da igual.
—Pero a tu madre no le dará igual.
—Mi madre siempre se ha preocupado por una serie de cosas erróneas.
—Tal vez no lo sean.
—¿Por qué siempre haces todo lo posible por deshacerte de mí, Steve?
Nunca le había llamado por su nombre, y al oírlo de sus labios Piñata comprendió que por primera vez aquel nombre era definitiva y verdaderamente el suyo, no un apelativo prestado por un sacerdote y refrendado por una madre superiora. Incluso, si no volvía a ver a Daisy, le agradecería siempre ese momento que le permitía asegurarse de Su identidad.
Daisy se secó los ojos con el pañuelo. Tenía los párpados un poco enrojecidos y Piñata, al verlos, se preguntó si una emoción realmente fuerte podía haber causado aquellas delicadas lágrimas o si por el contrario aquel llanto no era más que la rabieta de una niña a la que niegan un juguete o un helado.
Le dijo, con precaución:
—Será mejor que esta tarde no volvamos a hablar de todo esto, Daisy. Te acompañaré al coche.
—Quiero ir contigo.
—Me pones las cosas difíciles. No puedo obligarte a ir a casa ni puedo dejarte sola aquí, ni siquiera cerrando la puerta con llave.
—¿Por qué sigues hablando de esta parte de la ciudad como si fuera un rincón del infierno?
—Lo es.
—Pues voy contigo.
—¿A casa de la señora Rosario?
—Si tú vas, sí.
—Quizás encontremos a Juanita. Y al niño.
Un espasmo de dolor le contrajo la boca.
—Quizá sea una prueba necesaria para completar mi crecimiento y convertirme en una mujer.