YA HABÍAN VISITADO cinco tabernas y Fielding empezaba a cansarse de rodar de un sitio a otro. Pero Juanita se hallaba dispuesta a arrastrarle a otro bar. Juanita estaba sentada en la punta de su taburete, como si esperase que de un momento a otro sonase un silbato en su interior: la señal para levantarse y salir disparada.
—¿Pero es que no puede estar quieta en un sitio? —le preguntó Fielding.
Las copas comenzaban a pesarle, no en la cabeza, que sentía maravillosamente clara y despierta, sino en las piernas, que se le estaban volviendo viejas y pesadas; cada vez le costaba más arrastrarlas. Sus piernas tenían ganas de estar sentadas y descansar. Mientras, su cabeza divertía a Juanita, al barman o la persona que estuviera junto a ellos. Claro que ninguno de sus oyentes tenía clase. Él sufría el fastidio de tener que ponerse al nivel de ellos. Pero todos le escuchaban, conscientes de que era un caballero de la vieja escuela.
—¿Qué vieja escuela? —preguntó el camarero mientras su ojo izquierdo parpadeaba alegremente en dirección a Juanita.
—No me ha comprendido, amigo —le dijo Fielding—. No se trata de una escuela en particular. Es sólo una forma de hablar.
—¿Sí?
—Precisamente. Hablando de viejas escuelas, Churchill fue a Harrow. ¿Sabe usted cómo las llaman, a las personas que han ido a Harrow?
—Pues supongo que las llaman igual que nos llaman a nosotros.
—No, no, no. Los llaman harrovianos.
—¿Está usted seguro?
—Tan seguro como que hay un Dios.
—Su amigo se está emborrachando —dijo el barman volviéndose hacia Juanita.
La chica lo miró inexpresivamente.
—Nada de eso. Siempre habla así. Eh, Foster, ¿se está emborrachando?
—En absoluto. Me siento muy en forma. ¿Y usted, cómo se siente?
—Me duelen los pies.
—Quítese los zapatos.
Juanita se quitó el zapato del pie izquierdo, con las dos manos.
—Son de piel de serpiente auténtica. Me costaron diecinueve dólares.
—Le deben de dar buenas propinas —comentó Fielding.
—No. Tengo un tío rico.
Dejó los afilados zapatos de tacón frente a ella, encima del mostrador. Sus pies eran de talla normal, pero los zapatos, vistos solos, parecían enormes y deformados, como si hubieran pertenecido a una giganta a la que le gustara sufrir.
La copa de Fielding parecía extraordinariamente pequeña en relación con los zapatos y se lo hizo observar al barman, pero éste pidió a Juanita que volviera a ponérselos y dejara de hacer tonterías.
—¿Tanto le molesta?
—Cuando yo voy a beber una copa a la taberna donde usted sirve, no me desnudo y dejo la ropa encima de la barra.
—¿Y quién se lo impide? Nos divertiremos, si lo hace. Es como si estuviera viendo a la señora Brewster, poniéndose azul de tanto reír.
—Si quiere desnudarse, vaya al reservado del fondo. Allí, al menos, la patrulla no la verá. Los sábados por la noche suelen pasar una docena de veces.
—No me dan miedo, los policías.
—¿No? ¿Quiere saber qué pasó el otro día en San Francisco? Lo leí en el periódico. La chica no hacía nada más que pasearse descalza. Y la detuvieron.
Juanita dijo que no le creía, pero recogió los zapatos y su copa a medio beber y se fue hacia el reservado seguida de Fielding.
—Hala, bébase su copa de una vez. Ya estoy cansada de este sitio —dijo mientras se sentaba.
—¡Si acabamos de entrar!
—Hemos de ir a un sitio donde podamos divertirnos. Esto es un funeral.
—Yo me divierto mucho. ¿No ve cómo me río? ¡Jo, jo, jo! ¡Ja, ja, ja!
Juanita apretaba la copa entre las dos manos, como si quisiera romperla.
—Odio esta ciudad. Quisiera no haber vuelto. Me gustaría hallarme a mil millones de kilómetros de aquí y no ver nunca a nadie más. Quisiera estar en un sitio donde todo el mundo fuera desconocido y dónde nadie me conociera.
—Pronto lo sabrían todo.
—¿Cómo?
—Usted se lo contaría todo —dijo Fielding—. Como he hecho yo. He entrado en un centenar de ciudades como un perfecto desconocido y al cabo de cinco minutos le estaba hablando de mí a la primera persona que se ponía a tiro. No le decía la verdad e incluso le daba un nombre falso, pero le hablaba. ¿Me entiende? Hablar es explicar. Así que pronto deja uno de ser un desconocido y tiene que marcharse a otra ciudad. No haga tonterías y quédese aquí, al lado de su tío rico.
Juanita dejó escapar una inesperada carcajada.
—No me puedo quedar a su lado. Está muerto.
—Así que está muerto…
—Cualquiera diría que no se cree usted que tuviera un tío rico.
—¿Le conoció?
—Cuando yo era pequeña vino una vez a vernos. Me trajo un cinturón de plata, de plata de verdad, hecho por los indios.
—¿Dónde vivía?
—En Nuevo México. Tenía grandes rebaños. Gracias a su ganado hizo dinero.
«No tenía un céntimo —pensó Fielding—, si exceptuamos los pocos dólares que cobraba el sábado y que el domingo ya se había gastado, pues no podía dejar de beber como una cuba…».
—¿Y le dejó su dinero?
—Se lo dejó a mi madre porque era su hermana. Cada mes recibe el cheque del abogado con regularidad cronométrica… Parece que hay un depósito en el banco.
—¿Ha visto alguna vez uno de esos cheques?
—Veo el dinero y me basta. Mi madre me envía cada mes 200 dólares para ayudarme a mí y a los críos —observó orgullosamente—. Así que si se cree que me veo obligada a trabajar en un agujero tan infecto como el Velada, se equivoca de cabo a rabo. Lo hago para distraerme. Es más divertido que quedarse todo el día en casa vigilando a un rebaño de críos.
Fielding cada vez comprendía menos aquella historia. Le hizo una seña al barman para que volviera a llenar las copas mientras él se entregaba a una serie de cálculos mentales. Un interés de zoo dólares mensuales suponía un capital de al menos 50 000 dólares. La última vez que lo vio, Camilla no tenía trabajo y trataba desesperadamente de conseguir algo de dinero para vestirse y alimentarse. Sin embargo, no parecía que Juanita le estuviese mintiendo. Su orgullo porque su tío era dueño de importantes rebaños era tan auténtico como el orgullo que le producía calzar unos zapatos de piel de serpiente de diecinueve dólares. Todo el conjunto comenzaba a heder y Fielding se iba afianzando en el convencimiento de que Juanita participaba en el chanchullo, si bien ignoraba cuál era realmente su papel. Sin duda la chica era utilizada por alguien más astuto e inteligente que ella. «Pero esta hipótesis tampoco se sostiene —pensó—. Ella recibe el dinero, lo ha confesado».
—¿Cómo se llama el abogado?
—¿Qué abogado? .
—El que envía los cheques.
—¿Para qué quiere saberlo? —preguntó ella, suspicaz.
—Porque somos amigos.
—Yo no sé si lo somos —replicó Juanita encogiéndose de hombros—. Usted hace muchas preguntas.
—Porque me intereso por usted.
—Mucha gente se interesa por mí. Pero nunca me ha servido de nada. De cualquier modo, yo no sé cómo se llama.
—¿Vive en la ciudad?
—¿Es sordo o qué? Le digo que nunca he visto los cheques y que no conozco al abogado. Mi madre me envía cada vez el dinero que cobra del capital de mi tío.
—¿Cómo murió, su tío?
—Lo mataron.
—¿Cómo?
La boca de Juanita se abrió con un bostezo demasiado amplio y demasiado largo para ser auténtico.
—¿Por qué se empeña en hablar de un tío que ya murió?
—Los tíos muertos me interesan, si son ricos.
—Pero a usted no le afecta en nada.
—Lo sé. Es simple curiosidad. ¿Cómo murió?
—Hace unos cuatro años lo atropelló un coche, en Nuevo México —dijo Juanita mientras se ponía a contemplar con afectado interés un ramo de rosas sucias del papel de la pared; Fielding, sin embargo, tenía la impresión de que aquel asunto le intrigaba tanto a ella como a él y que, a pesar de su fingido disgusto, tenía ganas de seguir hablando—. Murió en el acto, antes de que el cura pudiese darle la extremaunción. Por eso mi madre siempre tiene un cirio encendido y reza para que pueda ir al cielo. Ya ha visto el cirio, ¿no?
—Sí.
—Es curioso que mi madre se preocupe tanto de un hermano al que hacía años que no veía. Cualquiera diría que le hizo una trastada y que ahora trata de hacérsela perdonar.
—Si le hubiese hecho una mala trastada, su tío no le habría dejado el dinero.
—Quizás entonces no lo sabía —alargó la mano y comenzó a arañar una de las rosas del papel; su uña abrió un camino entre la suciedad—. Usted a lo mejor piensa que la única cosa importante que hizo fue morirse y dejarle el dinero. Cuando vivía, ella nunca hablaba de él.
Tampoco él hablaba de ella, pensó Fielding. Solamente le habló una vez, hacia el final: «Antes de morir me gustaría ver a mi hermana Filomena». «No puedes ir, Curly». «Quisiera que rezara por mí, es una buena mujer». «Es una locura que te expongas a viajar. Es demasiado peligroso.» «No. Tengo que decirle adiós». En aquellos momentos ya casi ni le quedaba voz para despedirse de nadie y, por si fuera poco, iba escaso de dinero.
—¿Hizo testamento? —preguntó.
—Ella dice que sí. Pero yo no lo he visto.
—¿Usted no lo cree?
—No lo sé.
—¿Cuándo oyó hablar de él por primera vez?
—Un día, antes del nacimiento de Paul, me dijo que el tío Cari había muerto y había dejado un testamento. Si yo hacía esto y lo otro, cobraría zoo dólares cada mes.
—¿Y qué era «esto y lo otro»?
—Más que nada, tenía que salir de la ciudad, enseguida, y tener al pequeño en Los Angeles. Parecía un poco tonto que se interesara por la criatura cuando nunca les había enviado ni un regalo de Navidad a los otros. Cuando sé lo hice observar a mi madre, me dijo que el tío quería que el niño naciera en Los Ángeles porque él también había nacido allí. Por razones sentimentales.
Fielding sabía que Cari había nacido en Arizona. «Me lo había dicho más de una docena de veces. Flagstaff, Arizona. Y nadie sabe mejor que yo que no murió en un accidente de automóvil en Nuevo México. Murió aquí, a menos de una milla de este lugar, con su propia navaja clavada entre las costillas».
Sólo en un detalle era correcta la historia de Juanita: Camilla no había recibido la extremaunción.
—Supongo que sería un hombre muy sentimental —siguió Juanita—. También lo es mi madre, a veces. Como esa manía que le cogió de verme de nuevo cuando ya me había instalado en Los Ángeles y las cosas me iban bien. Me escribió una carta en la que me decía que se hacía vieja, que padecía del corazón, que se sentía muy sola y quería que viniese a pasar una temporada con ella. Y yo debí estar loca por haberle hecho caso. Aún no hacía una hora que estaba en casa y ya discutíamos a gritos. ¿Usted lo entiende? Pero esta vez dejaré las cosas bien en su punto. Cuando me vaya, será para siempre.
—Lo primero que debe hacer es asegurarse de si se puede ir realmente.
—¿Porqué?
—Tenga cuidado.
—¿Pero qué puede pasar?
—Oh, cosas…
Le hubiese gustado decirle la verdad o, al menos, la parte que él conocía. Pero temía que si comenzaba a hablar ella se iría a su vez de la lengua. Y según ante quién hablase, tanto él como ella podían versé en una situación peligrosa. Hasta era posible que ella ya estuviese en peligro. Lo que pasaba es que no se daba cuenta. Seguía siguiendo las rosas con su uña y parecía tan absorta en esa tarea como un artista o un niño.
Fielding le dijo:
—Deje de hacer eso de una vez.
—¿Qué?
—Que deje tranquilo el papel.
—Lo hago más bonito.
—Sí, ya lo sé, pero quiero que me escuche. ¿Me escucha?
—Claro.
—He venido a ver a Jim Harker —dijo Fielding e, inclinándose sobre la mesa, repitió el nombre con todo cuidado—. Jim Harker.
—¿Y qué?
—Lo recuerda, ¿no?
—Nunca había oído ese nombre.
—Haga memoria.
Las dos cejas de Juanita se cruzaron en mitad de su frente, como dos animales a punto de acometerse.
—Quisiera que la gente dejara de pensar que puede decirme qué debo hacer, qué debo pensar o qué debo recordar. Yo pienso. Pensar es fácil. Lo único difícil es no pensar. Siempre estoy pensando, pero no puedo pensar en Jim Harker si nunca lo he visto ni sé quién es. ¡Diablos!
Esta sola expresión destruyó su impulso creador y su buen humor. Se volvió de espaldas a la pared y comenzó a limpiarse las manos con una servilleta de papel. Después, hizo con ella una bola y la lanzó al suelo.
El barman salió de detrás del mostrador, con mala cara, como si tuviera la intención de organizar un escándalo porque ella ensuciaba el establecimiento. En cambio, simplemente se limitó a decir:
—La señora Brewster acaba de telefonear. Quería saber si estaba aquí.
El rostro de Juanita mostró al instante aquella dulce expresión que captaba el interés.
—¿Qué le ha dicho?
—Que si se dejaba caer por aquí, le dijera que la llamase. Es lo que estoy haciendo.
—Gracias.
—¿La llamará?
—¿Para que se lo diga a mi madre? ¿Cree que soy una estúpida?
—Más vale que la llame. Está en el Velada.
—Pues si ella está en el Velada, yo estoy en… ¿Cómo se llama, esta covacha?
—El Paraíso.
—¡El Paraíso, qué risa! ¿No le parece, Foster, que da risa? Usted y yo somos dos extraños en el Paraíso.
El barman se volvió hacia Fielding. Uno de sus párpados temblaba de irritación.
—Si es amigo de ella, será preferible que la convenza para que hable con la señora Brewster. En el Velada hay un par de hombres que la buscan. Uno de ellos es un detective privado.
De modo que también Piñata andaba detrás del asunto, se dijo Fielding.
No le sorprendía demasiado. Casi lo esperaba desde que recibió la carta certificada de Daisy. Piñata era el único que sabía que él trabajaba en el almacén. Y era evidente que si Piñata buscaba a Juanita era porque Daisy se lo había encargado. ¿Pero qué pintaba Camilla en todo aquello? Hasta donde podía recordar, aquel nombre nunca había sido pronunciado en presencia de Daisy, la cual hasta ignoraba por completo su existencia.
De pronto se dio cuenta de que Juanita y el barman le miraban como si esperasen una respuesta suya. Pero no había oído ninguna pregunta.
—¿Y bien? —dijo el barman.
—¿Bien, qué?
—¿Conoce a algún detective, aquí en la ciudad?
—No.
—Es curioso, porque también le busca a usted.
—¿A mí? Yo no he hecho nada.
Juanita aseguró a gritos que ella tampoco había hecho nada. Pero ninguno de los dos hombres le hizo caso.
Fielding miraba al barman de una forma que podría hacer suponer que le costara distinguirlo.
—Ha dicho que eran dos hombres. ¿Quién era el otro?
—A mí, que me registren.
—¿Un policía?
—Si hubiera sido un policía, la señora Brewster me lo hubiera dicho. Sólo me ha dicho que era un hombre alto y de cabello rubio que se comportaba de una forma muy extraña. Estaría nervioso, supongo. ¿Conoce a alguien así?
—Sí, a mucha gente —contestó Fielding mientras pensaba que sobre todo «a uno en particular, aunque no estaba nervioso la última vez que lo vi en Chicago, pero ahora tenía razones para estarlo»—. Alguno de mis mejores amigos son nerviosos —añadió.
—Sí, no me extraña —respondió el barman lanzando una rápida mirada a Juanita—. He de volver al mostrador. No digan que no les he avisado.
Cuando el hombre se hubo alejado, Juanita se inclinó sobre la mesa y le dijo en tono confidencial:
—Me imagino que la señora Brewster se lo ha inventado todo para que me asuste y me vaya a casa. No creo que ningún detective ni ningún hombre rubio me busquen. ¿Para qué tendrían que buscarme?
—Quizá le quieran hacer alguna pregunta.
—¿Sobre qué?
Fielding vaciló un instante. Quería ayudar a la chica porque, hasta cierto punto, y sin que él mismo pudiera explicarse la razón, le recordaba a Daisy. Era como si un hado perverso hubiera elegido como víctimas a aquellas dos muchachas que nunca se habían visto y que quizá jamás se verían, si bien tenían tantas cosas en común. Se compadecía de las dos, pero la compasión de Fielding, tanto como su amor y su odio, eran algo variable, sujeto a los cambios del tiempo, algo que se deshacía en verano, se helaba en invierno y el viento se lo llevaba. Algo que solamente sobrevivía por milagro.
Una prueba de su supervivencia fue el simple monosílabo que pronunció:
—Paul.
—¿Paul qué?
—Su hijo.
—¿Y por qué me habrían de hacer preguntas sobre él? Es demasiado pequeño para haberse metido en un lío, sólo tiene cuatro años. Lo único que podría hacer es romper los cristales de una ventana o robar alguna cosa insignificante.
—No sea ingenua.
—¿Qué quiere decir eso?
—Inocente.
Los ojos de Juanita se abrieron, ofendidos.
—No soy inocente. Puedo ser idiota, pero no inocente.
—Muy bien, olvídelo.
—No voy a olvidar nada. Quiero saber por qué de repente dos tipos se interesan por mis hijos.
—Por los otros, no. Sólo por Paul.
—¿Y por qué?
—Supongo que quieren saber quién es su padre.
—¡Pues menuda cara más dura! ¿Y qué les importa a ellos?
—No lo sé.
—Y a usted tampoco le importa nada. Sólo le diré que entonces estaba casada. Tenía marido.
—¿Cómo se llamaba?
—Pedro García.
—¿Y es el padre de Paul?
Juanita recogió uno de sus zapatos y Fielding temió que fuera a sacudirle con él. Pero en lugar de agredirle, se calzó el pie izquierdo.
—Por Cristo que no tengo ninguna obligación de quedarme aquí para que me insulte un piojoso imitador del fiscal del distrito.
—Lo siento, Juanita. Tengo que hacerle estas preguntas. Yo quiero ayudarla, pero también tengo que protegerme. ¿Qué le pasó a García?
—Me divorcié.
Fielding sabía que tal divorcio era una mentira deliberada. El pasado lunes, al salir del despacho de Piñata, había ido al juzgado para consultar los registros. El divorcio lo había pedido García. Juanita no se había opuesto ni había pedido compensación económica para ella o para sus hijos, omisión bien curiosa si los hijos eran realmente de García. Ahora, de pronto, se le ocurría que quizá ni la misma Juanita sabía quién era el padre de cada uno de ellos, cosa que poco debía preocuparle. Podría ser cualquiera de los hombres que había conocido por los bares o en la calle, el marinero de un barco amarrado al muelle o un aviador de Vandenberg. Los embarazos de Juanita eran de por sí azarosos. Pero una cosa era segura: el pequeño Paul no se parecía en nada a Jim Harker.
Juanita acabó de calzarse y se puso el bolso bajo el brazo. Parecía dispuesta a irse, pero no se movió.
—¿Qué quiere decir con eso de que debe protegerse?
—Ese detective también me busca a mí.
—Es curioso. Así pues, alguien debe de haberle dicho que estábamos juntos.
—Quizá la señora Brewster.
—No. A un detective no le habría dicho ni la hora.
—Pues sólo lo sabían ella y su madre.
—¡Eso es! ¡Mi madre se lo ha dicho!
—Pero para hablar con su madre antes necesitaba saber la dirección. Tal vez el chico del bar o alguna de las camareras…
—No la saben. A esa clase de gente nunca les digo nada mío.
—En un sitio o en otro tienen que haberla averiguado —siguió Fielding.
—Muy bien, lo ha averiguado. ¿Y a mí qué me importa? No he cometido ningún crimen. ¿Por qué tendría que escapar?
—Es posible —dijo Fielding prudentemente —que tenga usted algo que ver con algo que no conoce.
—¿Qué clase de cosa?
—No se lo puedo explicar.
En realidad tampoco se lo podía explicar a sí mismo, pues su hipótesis estaba llena de lagunas. Cuando hubiera rellenado esas lagunas, habría cumplido con su deber y podría irse a casa. Pero ahora lo más urgente era deshacerse de Juanita. Era demasiado llamativa y él tenía que moverse discretamente. Si fracasaba en su empeñó no tendría más remedio que marcharse muy lejos.
Necesitaba suerte. Fielding creía en la suerte de la misma forma que algunos hombres creen en Dios, en la patria, en su madre. Todos sus éxitos los atribuía a su suerte, todos los fracasos a su infortunio. Cada día restregaba la patita de conejo que llevaba colgada de la cadena del reloj, esperando siempre un milagro del frágil y cuarteado pedazo de piel y huesos, pero sin quejarse si el milagro no se producía. Era esa clase de fatalismo lo que asombraba a su segunda mujer y lo que tanto había irritado a su primera esposa. Ahora, por ejemplo, sabía que estaba invitándose al desastre con la misma seguridad que sabía que se estaba emborrachando. Aceptaba ambas cosas con la misma naturalidad, pues sabía que no podía ejercer ningún control sobre ellas. Pasara lo que pasara, fuera cual fuera la jugada que mostraran los dados, todo sería cuestión de suerte o de falta de suerte: Su sentido de la responsabilidad no era más agudo que el de la pata de conejo colgada de su reloj.
—¿Por qué no me lo puede explicar? —preguntó Juanita.
—Porque no puedo.
—Todas esas insinuaciones, como si me tuvieran que matar o me tuviera que pasar alguna cosa, a mí no me asustan. Nadie me quiere matar. Aparte de mi madre, de Joe y, a veces, de algún otro, nadie me odia.
—No he dicho que la tengan que matar.
—Lo parecía, pues.
—Sólo le he dicho que fuera con cuidado.
—¿Cómo puedo ir con cuidado si no sé qué puede pasar?
¿Sabe qué pienso? —preguntó inclinándose sobre la mesa y mirando a Fielding sobria y fijamente—. Pues pienso que está usted como una cabra.
—¿Ésa es su opinión?
—Desde luego.
Fielding no se ofendía. En realidad se sentía muy satisfecho porque una vez más la suerte se había hecho cargo de sus asuntos. Al decirle que estaba como una cabra, la chica acababa de librarle de cualquier responsabilidad hacia ella. «Me ha dicho que estoy como una cabra, por lo tanto puedo cogerle el coche».
El problema inmediato era alejarla de la mesa y hacer que dejase allí el bolso con las llaves del coche.
—Es mejor que llame ahora a la señora Brewster —le dijo de pronto.
—¿Por qué?
—Le interesa saber todo lo que sea posible sobre esos dos hombres que la buscan. No hace falta que le diga nada de mí, por supuesto.
—No quiero hablar con ella. Siempre me está diciendo lo que tengo que hacer.
—Bueno, si cambia de opinión… —dijo sacando una moneda del bolsillo y poniéndola encima de la mesa.
Juanita lo miró con expresión de niña avariciosa.
—No sé qué decirle.
—Deje que hable ella.
—Tal vez todo eso de los dos hombres es mentira. Tal vez sólo quiere asustarme para que me vaya a casa.
—No lo creo. Me da la impresión de que es una buena amiga suya.
La moneda hizo inclinar la balanza. Juanita se apoderó de ella con la naturalidad de la camarera acostumbrada a recoger propinas.
—Cuide de mi bolso.
—Pues claro.
—Ya vuelvo.
Fue balanceándose hacia la cabina telefónica, apretujada entre el rincón del mostrador y la puerta de la cocina. Fielding esperó acariciando la pata de conejo con el mismo afecto con que podría haber acariciado a una criatura viviente. También era una cuestión de suerte que Juanita recordara el numero de la señora Brewster o que se viera obligada a consultarlo en la guía. Si hacía esto último, él dispondría de treinta segundos más para registrar el bolso, encontrar las llaves y desaparecer por la puerta. Si marcaba el número directamente, no tendría más remedio que arramblar con el bolso y echar a correr con la esperanza de que ni el barman ni la media docena de parroquianos le detuvieran. El componente sentimental de la naturaleza de Fielding, aquel sentimentalismo que empezaba a vacilar en cuanto bebía un poco y que podía desaparecer absolutamente en cuanto estaba ebrio, se le rebelaba ante la situación de tener que robar un bolso de mujer. El coche era algo distinto. A lo largo de su vida había robado más de un coche y había engañado a una gran cantidad de mujeres. Pero nunca había robado un bolso. Por otra parte, era peligroso. Era demasiado grande para metérselo en el bolsillo o ocultarlo bajo la chaqueta. Sólo parecía haber una alternativa: vaciarlo al lado de su asiento, fuera de la vista de la gente del bar, recoger las llaves y volver a poner el bolso encima de la mesa. Toda la operación no exigiría más de cinco o seis segundos…
Juanita marcaba el número.
El bolso estaba al alcance de su mano. Un bolso negro, rectangular, de materia plástica, con un broche para cerrarlo y una correa para llevarlo colgado. El plástico era tan charolado que Fielding podía verse la cara en él, reflejada en miniatura. Parecía curiosamente joven, sin arrugas, inocente, distinto por completo de la imagen que se le encaraba cada día entre marcas de mosca, salpicaduras de pasta dentífrica y otros residuos inidentificables de la vida diaria. Aquel rostro en el plástico pertenecía a su juventud, de la misma manera que la fotografía del dormitorio de la señora Rosario pertenecía a la juventud de Camilla. «Camilla», pensó, y la cuchillada de dolor que le golpeó entre las costillas le pareció tan real como el navajazo que había matado a su amigo. «Curly y yo volvemos a ser jóvenes. Para él ya es tarde, pero yo todavía dispongo de una oportunidad».
Desesperada y repentinamente, deseó apoderarse del bolso. No por el dinero olas llaves que contenía, sino por aquel reflejo de su cara, tan inocente e intacta, tan joven, preservada en el plástico y a salvo de los pecados del tiempo.
Miró hacia la cabina telefónica. Juanita, con una mueca, colgaba el teléfono. Pensó que había perdido la oportunidad, que había telefoneado al Velada y le habían dicho que la señora Brewster ya se había marchado. Pero entonces vio que cogía la guía que colgaba de la pared y comprendió que el aparato comunicaba y ella aprovechaba para verificar el número. El azar le daba otra oportunidad.
Volvió a mirar al bolso. Pero ahora el ángulo de su visión era distinto y la cara que le devolvía era como esa imagen que devuelven los espejos deformantes de las ferias. La frente se le iba a la izquierda, las mandíbulas a la derecha y, entre medio, aparecía una nariz deforme y unos ojuelos malévolos. Con un bufido de rabia, cogió el bolso y lo vació en el asiento de al lado. Las llaves del coche estaban en una argolla, separadas de las otras. Se las echó al bolsillo, se puso en pie y se encaminó hacia la puerta. Sin correr. Todos sus gestos tenían que parecer naturales. Era una cosa que había hecho centenares de veces, el amistoso «hasta luego» a la patrona de la pensión, al dueño de la tienda de ultramarinos, al encargado del hotel o al licorero, cuando no tenía intención de pagarles o de volver a verlos.
Al pasar frente al barman, sonrió.
—Dígale a Juanita que vuelvo enseguida.
—No ha pagado las últimas copas.
—¿Ah, no? Disculpe.
No había pensado en aquel contratiempo, pero mantuvo la sonrisa mientras se palpaba los bolsillos. La única muestra de su ansiedad fue una nerviosa mirada en dirección a la cabina del teléfono.
—Tenga.
—Gracias.
—Juanita habla con la señora Brewster. Voy a dar una vuelta para aclararme las ideas.
—Es lo mejor.
—Hasta luego.
Al salir del bar, se despojó de toda simulación. Echó a correr por la acera mientras la fresca brisa le abofeteaba el rostro con sus ventosas manos.
En aquellos momentos todavía no sabía qué iba a hacer. Impulsivamente y sin pensar en las consecuencias se había precipitado en mitad de una cuestión que sólo comprendía a medias. Pero sus proyectos inmediatos no iban más allá de apoderarse del coche y dirigirse a casa de Daisy. Allí era inevitable que encontrase a Ada, y aquella perspectiva le excitaba. Ahora se hallaba absolutamente dispuesto a verla y a encararse con ella. Si hubiera estado sobrio no habría podido hacerlo; si hubiera estado ebrio habrían terminado con una discusión violenta. Pero ahora, entre los dos puntos, se sentía capaz de tratar con ella, enfrentarse sin mala fe y cantarle las verdades sin crueldad: «Ada, querida mía, me duele tenértelo que decir, pero en interés de la justicia debo insistir en que reveles el papel que has representado en esta maquinación tan poco limpia…».
No le pareció irónico esbozar un manojo de observaciones en torno a la verdad y a la justicia, cuando, de hecho, su vida había sido una especie de maratón en el cual la verdad siempre le precedía algunos pasos y la justicia le seguía a unos cuantos metros. Nunca había alcanzado la primera, y la segunda nunca lo había alcanzado a él.
El coche estaba al final de la manzana, estacionado ante una larga construcción de madera con un rótulo mal iluminado que anunciaba una de sus funciones: Billar. El rótulo, en castellano, daba a entender que los blancos no eran bienvenidos. El local estaba lleno de gente y el rumor que salía por la puerta abierta era punteado por el chasquido de las bolas al chocar. Junto a la puerta se hallaba un grupo de negros y mexicanos, uno de éstos con el taco en la mano. Lo usaba como un bastón de timbal, alzándolo y bajándolo con los ritmos que sentía en los huesos o que le llenaban la cabeza.
Cuando Fielding pasó por su lado, el muchacho le apuntó con el taco y gritó:
—¡Ta-ta-ta-ta-ta! ¡Está muerto!
Si Fielding no hubiese bebido, podía haber sentido cierto sentimiento de connivencia con el grupo; ebrio, seguro que se habría metido en un lío. Pero, ahora, entre los dos estadios…
—Eres muy divertido, chico. Tendrías que trabajar en la televisión.
Y cruzó por delante con una sonrisa y se dirigió hacia el coche.
En el llavero sólo había dos llaves. Una para el portamaletas, la otra para las puertas y el motor. Se equivocó con la primera que puso en la cerradura de la puerta. Era un mal principio, sobre todo empeorado por el hecho de que los chicos de la puerta le miraban con interés, como si supieran perfectamente qué se proponía hacer y quisieran ver si lo hacía bien o si lo detenían. Después, si es que había un después, podrían dar una buena descripción de él y del coche. O quizá Juanita ya había telefoneado a la policía y ahora la radio daba su descripción. Había confiado en los recelos que le inspiraban los defensores del orden, pero nunca era del todo posible prever qué haría Juanita.
Ya frente al volante, se azoró viendo el tablero de instrumentos. Hacía mucho tiempo que no conducía y todos aquellos relojes y botones le desconcertaban. No sabía qué conmutador pulsar para encender las luces. Pero, aun sin luces, sabía que encontraría el objeto más importante del vehículo: el medio litro de whisky que había comprado en uno de los bares y que luego escondió bajo el asiento. Apenas el gollete le había tocado los labios cuando el licor ya comenzó a hacerle efecto. Primero experimentó un ligero sentimiento de culpabilidad que pronto se convirtió en un sentimiento de reproche que a su vez se convertía en deseo de venganza y ésta en una sensación de poder. «¡Por Dios juro que les daré su merecido a todos!».
En una persona cualquiera, aquellos cambios de humor hubieran exigido un poco de tiempo. Pero Fielding era como un hombre que ha sido hipnotizado tantas veces que basta con que el sugestionador chasquee los dedos para que se ponga en trance o se despierte. Después de chupar el corcho, olfatear el whisky y mover la botella, volvió a resoplar: «¡Por Dios juro que todos estos presumidos e hipócritas hijos de puta tendrán su merecido!».
Uno de los jóvenes negros de la puerta se había acercado al coche y, con indiferencia, empezó a patear el neumático posterior izquierdo del coche, como si el neumático estuviese allí sólo para eso, para que él pudiera darle de patadas como si no tuviera nada mejor que hacer,
—¡Aparta tus negros pies de ese neumático, perdido!
Sabía de sobras que aquellas palabras podían iniciar el lío, pero una parte de su cerebro, fuera todavía del mundo real, le tranquilizaba diciéndole que el insulto no había podido ser oído a través de los cristales cerrados y que, en caso de que hubiera salido un ligero eco, el viento se lo habría llevado.
Pulsó el arranque y el coche dio un par de saltos adelante, el motor se paró y advirtió que no había soltado el freno. Quitó el freno, arrancó de nuevo el motor y miró por la ventanilla trasera para asegurarse de que podía salir. No se veía ningún coche y ya iba a separarse de la acera cuando vio a dos Juanitas que se acercaban corriendo por la acera, con los pies desnudos, agitando los brazos como palas de molino y con las faldas arremangadas.
La visión de estas dos furias acercándose le asustó. Pisó el gas y con un ronquido el motor se paró otra vez. Fielding, plegándose a la fatalidad, esperó el vendaval.
Bajó el cristal y miró atrás. Entrecerró los ojos hasta que las dos Juanitas se unieron en una sola. Desde una distancia de veinticinco metros podían oírse sus gritos. En aquella zona de la ciudad un grito no solía ser interpretado como una demanda de auxilio sino como una indicación de que había jaleo: el grupo de negros y mexicanos había desaparecido sin dejar rastro y las puertas del billar se habían cerrado como accionadas por una oreja electrónica que se activaba a la menor señal de peligro. Si se presentaba la policía, nadie sabría nada de un ladrón de coches y de una mujer que gritaba.
Fielding miró el reloj del tablero. Las seis y media. Aún le quedaba mucho tiempo. Lo único que debía hacer era conservar la serenidad. Sólo así podría manejar a la chica. El hecho de que corriera hacia el coche indicaba que no había llamado a la policía. Lo más importante era no perder la cabeza, jugar ceñido…
Pero a medida que se acercaba, la rabia volvía a golpearle en las sienes y le estallaba tras los ojos con relampagueantes colores. El rostro de Juanita aparecía entre los relámpagos, salpicada de lágrimas negras, enrojecido por el frío y la carrera.
—¡Hijo de perra! ¡Robarme el coche! ¡A mí!
—Ahora iba a buscarla. ¿No se lo ha dicho el barman?
—¡Cerdo! ¡Embustero!
—Suba.
Fielding alargó el brazo y abrió la portezuela derecha.
—¡Llamaré a la policía!
—Suba.
La repetición de aquella orden directa y el hecho de abrirle la puerta obraron sobre Juanita la misma reacción que antes hiciera la moneda sobre la mesa del bar. La moneda estaba allí para que ella la recogiera. La portezuela permanecía abierta para que entrase. Dio la vuelta al coche, pasando por delante, y miró fijamente a Fielding como si temiese que arrancase de pronto y le pasara por encima.
Se sentó a su lado, todavía jadeante a causa de la carrera.
—¡Es un hijo de perra! ¿Qué puede decir en su disculpa?
—Nada que usted creyera.
—Claro que no le creería nada, porque es usted un…
—¡Basta! —dijo Fielding prendiendo un cigarrillo. La llama de la cerilla se combinaba de tal forma con los relámpagos que seguían encendiendo y apagándose detrás de sus ojos que ya no sabía cuál de las dos llamas era la real—. Tranquilícese, Juanita. Le propongo un trato.
—¿Me propone un trato? ¿A mí? ¡No me haga reír! ¡Tiene más tripas que una fábrica de salchichas!
—Quisiera que me dejara el coche durante un par de horas.
—¿Ah, sí? ¿Y qué puedo ganar yo con eso?
—Un poco de información.
—¿Y quién le ha dicho que yo quiero información de un viejo zarrapastroso como usted?
—¡Cuidado con su lengua, muchacha!
Fielding había levantado la voz y Juanita advirtió la ira del hombre. Cuando volvió a hablar, su acento era conciliador.
—¿Qué clase de información?
—Sobre su tío rico.
—¿Y qué interés puedo tener yo? Hace años que él murió y está enterrado. Además, ¿cómo podría usted saber algo que mi madre no me hubiera contado ya?
—No hay ningún parecido entre lo que su madre pueda haberle contado y lo que le contaré yo, si acepta el trato. Sólo tiene que dejarme el coche durante un par de horas. Ahora la llevaré a casa y luego le devolveré el coche allí, una vez haya terminado el trabajo que tengo que hacer.
Juanita se frotó la mejilla con el dorso de la mano y pareció sorprenderse de encontrarla húmeda por las lágrimas, como si ya hubiese olvidado que había llorado y por qué.
—No quiero ir a casa.
—Irá a su casa —afirmó Fielding.
—¿Por qué?
—Porque tiene ganas de saber por qué su madre le ha estado mintiendo a lo largo de estos años.
—¿Mintiendo? ¿Qué mi madre me ha mentido? Usted debe estar loco. Si ella es tan pura que… No lo creo, Foster. Creo que se inventa todo esto sólo para que le deje el coche.
—No hace falta que me crea a mí. Pero pregúntele a ella.
—¿Y qué le he de preguntar?
—De dónde sacó el dinero su tío.
—Tenía rebaños.
—Era un vaquero —contestó él.
—Tenía…
—Tenía la camisa que llevaba puesta, nada más, y hay diez probabilidades contra una de que la hubiese robado.
Aquello no era verdad, pero a Fielding le convenía. Necesitaba seguir convenciéndose a sí mismo de que Camilla había sido un embustero, un ladrón, un granuja.
—¿De dónde procede entonces el dinero que dejó en el banco? —preguntó Juanita.
—Eso es lo que intento decirle. No dejó ningún dinero en el banco.
—Pero yo cobro 200 dólares cada mes. ¿De dónde proceden?
—Eso es lo que tiene que preguntarle a su madre.
—Habla como si ella fuese una liante o algo así.
—Precisamente.
Al llegar a la esquina, Fielding giró a la izquierda. Apenas conocía la ciudad, pero durante sus años de vagabundería había aprendido a orientarse en cualquier parte para volver sin problema al hotel o a la pensión donde se alojara. Ahora ya lo hacía automáticamente, como un ciego que cuenta el número de pasos entre dos lugares.
Juanita permanecía sentada en el borde del asiento, tensa, sosteniendo en una mano el bolso de plástico y en la otra los zapatos.
—No es una liante.
—Pregúntele y lo verá.
—No hace falta que lo haga. Quizás ella y yo no nos entendamos demasiado, pero le aseguro que no es una liante. A no ser que esté haciendo alguna cosa por otro…
—Por ahí va bien encaminada, Juanita.
—¿Cómo es posible que sepa usted tantas cosas de mi tío y de mi madre?
—Camilla y yo fuimos amigos.
—Pero hasta hoy no ha conocido a mi madre —dijo Juanita e hizo una pausa para reflexionar un poco—. Y a mí también. No me conoció hasta aquel día en que se peleó con Joe.
—Había oído hablar de usted.
—¿Dónde? ¿Cómo?
Por un instante estuvo tentado de decirle dónde y cómo, enseñarle la carta de Daisy que había cogido aquella mañana de su maleta. Era aquella carta, fechada cuatro años atrás, la que le había hecho ir al Velada con la esperanza de encontrar a una chica que se llamaba Juanita García o, cuando menos, conseguir alguna información sobre ella. Había sido una suerte que encontrara a la chica. Pero lo que ya no sabía era si aquel golpe de suerte podía resultarle bueno o malo. Era mala suerte que su marido se hubiera presentado y comenzase a armar jaleo. Eso le había molestado y al final le obligó a renunciar al objetivo que le había llevado a la ciudad y, aún peor, la misma mala suerte había hecho entrar a Piñata en escena. Piñata primero y, después, Camilla. Fielding se llevó una de las sorpresas más grandes de su vida cuando, al mirar a su alrededor, vio la fotografía de Camilla en el dormitorio de la señora Rosario.
«En aquel momento debí haberlo abandonado todo —pensó—. Tendría que haberme marchado».
Ni siquiera ahora sabía por qué había decidido seguir adelante. Solamente notaba que la inquietud que le retorcía las entrañas desaparecía en cuanto se metía en un juego peligroso, tanto si se trataba de hacer trampas en el póquer como de estafar a una dueña de pensión, o de empeñar su propia vida, como ahora, en un juego donde el envite era la muerte.
—No creo que haya oído hablar de mí —dijo Juanita y, pese a que negara aquella posibilidad, su tono indicaba todo lo contrario, que creía en ella y que le halagaba pensar que unos desconocidos pudiesen reconocerla por la calle como si fuera una estrella de cine—. Quiero decir que no soy famosa ni nada por el estilo.
—Pues había oído hablar.
—Explíquemelo.
—En otra ocasión.
La idea de mostrarle la carta para observar sus reacciones era una perspectiva agradable, desde la óptica que tenía Fielding respecto de la ironía dramática. Pero las referencias que Daisy daba de la chica eran poco halagadoras y Fielding prefirió que Juanita no se enfadara otra vez. Además, aquella carta era demasiado íntima, pues en ella, por primera vez, Daisy expresaba sus sinceras y profundas emociones:
Querido papá, me gustaría que hoy estuvieses aquí y pudiésemos hablar como antes lo hacíamos. Hablar con mi madre o con Jim no es lo mismo. Las conversaciones con ellos siempre acaban igual: siempre me dicen lo que debo hacer.
Ya faltan pocos días para Navidad. Esta época del año siempre me ha gustado mucho, por su alegría, por las canciones, por los regalos que deben abrirse. Pero este año no siento nada. No hay ninguna alegría en esta casa sin niños. Y te digo esto con la más amarga ironía. Hace una semana que me enteré de que otra mujer dará a luz, o ha dado ya, a un hijo de Jim. Casi me parece que te veo cuando leas esto, casi me parece oír tus palabras: «Pero, Daisy, ¿estás segura de que eso es verdad?». Sí, papá, estoy segura. Jim lo ha confesado todo. Y lo peor es que, por mucho que yo sufra, Jim sufre el doble y ninguno de los dos es capaz de ayudar al otro. Pobre Jim, tan desesperadamente como quería un hijo y no podrá ver a éste. La mujer ha abandonado la ciudad y por mediación de Adam Burnett, el abogado de Jim, ha convenido que se le pagaría una cantidad mensual.
Al acabar de escribirte esta carta haré todo lo posible para olvidar este tema y para seguir siendo una buena esposa para Jim. La cosa ya no tiene remedio, no puedo hacer nada por cambiarla, de modo que es necesario que me olvide y perdone. El perdón es fácil, el olvido puede ser imposible, pero haré todo lo que pueda. Empezaré mañana mismo. Esta noche me siento como una puerca que se revuelca sobre la inmundicia.
He visto a la mujer en cuestión varias veces. (¡Cómo se amontonan las ironías, una sobre otra, nada más aparecer la primera! Es como si se multiplicasen por propia generación, como las amebas). Durante años esa mujer ha sido una paciente intermitente de la clínica. Hasta quién sabe si Jim la conoció allí, un día que me esperaba. No se lo he preguntado y él no me lo ha dicho. Sea como fuera, se llama Juanita García y trabaja de camarera en el café Velada, propiedad de una amiga de su madre. Está casada y tiene otros cinco hijos. Esto tampoco me lo ha dicho Jim, pero lo he visto en su ficha de la clínica. También he averiguado otras cosas y, si aún no estás harto de ironías, trágate ésta: la señora García fue detenida la semana pasada, acusada de negligencia hacia sus hijos. Espero que Jim no se entere nunca, pues todavía se sentiría más desgraciado pensando en la clase de vida que le espera a su hijo.
No he dicho nada a mi madre, pero sospecho que Jim le ha hablado del asunto. Da vueltas por aquí con esa expresión de desesperada alegría que suele mostrar en los momentos más penosos. Como el año pasado, cuando descubrí que era estéril y casi me hizo volver loca recordándome los motivos de satisfacción que tenía.
Pero hay una cosa que no puedo dejar de preguntarme. ¿Por qué Jim me ha dicho la verdad? La confesión no ha aliviado su sufrimiento. De hecho, le ha añadido el mío. ¿Por qué no escondía todo, si no tenía intención de ver más a la madre o al hijo? Pero no quiero preocuparme. Me he prometido a mí misma olvidarlo todo y quiero hacerlo. Es preciso que me olvide. Reza por mí, padre. Y, por favor, contéstame. Por favor.
Tu hija que te quiere, Daisy.
No había contestado. Para Fielding, en aquellos momentos, había una buena docena de razones que le impedían contestar la carta de su hija. Pero a medida que los años pasaban había olvidado las razones y sólo quedaba el hecho: había desatendido la más simple de las demandas. Cada vez que abría la maleta, aquellas dos palabras, «por favor», le saltaban a los ojos y le golpeaban la cara…
Bien, lo que ahora hacía era contestarle. Estaba buscando una repuesta para Daisy. Y la buscaba en unas condiciones mucho más peligrosas que las que había entonces. Era una mala suerte increíble que la hermana a la cual se había referido Camilla antes de morir fuese la señora Rosario. Sin embargo, ahora Fielding se daba cuenta de que, si hubiese pensado con un poco de lógica, habría encontrado alguna relación entre Camilla y Juanita. La carta de Daisy estaba fechada el 9 de diciembre. Decía que una semana antes se había enterado de que Juanita iba a tener un hijo, o sea que eso situaba la cosa alrededor del día 2. Y justo aquel mismo día fue el de la muerte de Camilla. Y ese mismo día también Juanita abandonó la ciudad. Establecer una relación entre ambos hechos era lógico e inevitable. Y el punto de conjunción de ambos solamente podía ser la señora Rosario, la cual, detrás de sus crucifijos, vírgenes y santos, parecía tan tortuosa en sus procedimientos como pudiera serlo el mismo Fielding.
—Pregúntele a su madre —repitió a Juanita—. Que le diga cómo consiguió ese dinero.
—A lo mejor se lo dio alguien —dijo la joven, con tozudez.
—¿Por qué?
—Hay gente a la que le gusta dar dinero.
—¿De verdad? Bueno, pues a lo mejor hasta yo encuentro a una de esas personas antes de morirme.
Habían llegado a Granada Street. En ambas aceras había ya largas hileras de coches dispuestos a pasar la noche allí. En aquella zona de la ciudad los garajes eran un lujo.
Fielding recordaba la casa, pero no el número. La identificó algo más allá, por su pintura color de rosa. Cuando se detuvo advirtió que un flamante Cadillac, azul y blanco, arrancaba con el consecuente chirrido de sus neumáticos.
—Volveré dentro de dos horas —le dijo a Juanita.
—Eso será lo mejor para usted.
—Se lo prometo.
—No quiero promesas. Quiero el coche.
—Lo tendrá. Dentro de dos horas.
Pero Fielding no sabía si volvería dentro de dos horas, de dos días o nunca. Todo era cuestión de suerte.