16

HACÍA YA UNA HORA que Jim esperaba en el muelle cuando finalmente Adam Burnett se presentó. Venía corriendo a lo largo del espigón de cemento, jadeante pero sin ruido sobre sus zapatos de lona y suela de goma.

—Perdona que llegue tarde. Me han entretenido.

—Ya se ve.

—No te enfades, Jim. No he podido evitarlo —dijo sentándose a su lado, sobre el muro que les separaba del mar—. De todas formas, no podemos salir. Han puesto la boya de peligro a la entrada del puerto.

—En ese caso, creo que lo mejor será que me vuelva a casa.

—Mejor que esperes un poco.

—¿Por qué?

Pese a que no había nadie en los alrededores, Adam siguió hablando en voz baja.

—Hace media hora que la señora Rosario me ha telefoneado. Juanita ha vuelto y, lo que es peor, Fielding también.

—¿El padre de Daisy?

—Y para terminar de arreglar las cosas, los dos están juntos.

—Pero si no se conocían.

—Si hemos de creer a la señora Rosario, se conocerán muy deprisa.

—Todo eso no tiene sentido —masculló Jim, sin ocultar su sorpresa—. Fielding no tiene nada que ver… con las medidas que tomamos.

—La señora Rosario me ha dado a entender que tú o yo le hemos mandado a Fielding para espiarla.

—Hace años que no he visto a Fielding.

—Y yo no le he visto nunca. Es lo que le he dicho, pero estaba muy excitada y al final de la conversación sus palabras ya eran incoherentes. Me ha insistido para que yo jurase sobre el alma de su hermano muerto que no tengo nada que ver con la visita de Fielding a su casa.

Adam contempló las menudas olas que se multiplicaban bajo el viento y, sin mirar a Jim, preguntó:

—¿Sabías algo de un hermano muerto?

—No.

—Por lo visto se llamaba Carlos —continuó Adam.

—Te acabo de decir que no sé nada.

—Bueno, no te enfades otra vez. Sólo te lo preguntaba.

—Me lo has preguntado dos veces. Y con una basta. Toda mi relación con la Señora Rosario ha sido breve e impersonal —declaró Jim con voz brusca—. Lo deberías saber mejor que nadie.

—Estoy seguro de que la palabra «impersonal» no es la adecuada.

—Por lo que a mí respecta, lo es. Si me la encontrara por la calle, no la conocería.

Una embarcación pesquera entraba lentamente en el puerto y, a juzgar por cómo se hundía su popa y por la cantidad de gaviotas que seguían su estela de espuma, tratando de atrapar con el pico trozos de pescado, la pesca que había capturado era cuantiosa.

—¿Qué quiere ahora? —preguntó Jim—. ¿Más dinero?

—No ha dicho nada de dinero. Por lo que parecerse ha producido algún acto de violencia en su casa mientras Fielding estaba allí. Pero, por todo lo que he podido comprender, ese incidente no tiene nada que ver con nuestro asunto. La señora Rosario ha perdido la tranquilidad y necesitaba que alguien la tranquilizase.

—¿Y has tenido que hacerlo tú?

—Desde luego. Y he jurado por la salvación del alma de su hermano, al que no conozco.

—Y al que yo tampoco conozco. Y con ésta va la tercera vez que te lo digo. ¿A qué viene tanta insistencia, Adam?

—Ella no hacía más que referirse a su hermano y eso ha despertado mi curiosidad. ¿Qué puede tener que ver un hermano muerto con nuestros convenios con relación a Juanita?

—Es evidente que esa señora es una mujer inestable.

—De acuerdo. ¿Pero hasta qué extremo lo es?

Jim se puso en pie y estiró los músculos.

—Bueno, te dejo con tus preguntas. Me vuelvo a casa. Daisy pensará que nos hemos ahogado.

—No lo creo —dijo Adam prudentemente—. Me parece que Daisy no se preocupa por nosotros.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que cuando iba a salir de casa me ha llamado Ada Fielding. Me ha pedido que te dijera que Daisy, este jueves pasado, contrató a un detective, a un individuo llamado Piñata.

—¡Dios mío!

—La señora Fielding piensa que deberías hacer algo.

—¿El qué? —El rostro de Jim se había oscurecido por la preocupación—. ¿Qué puedo hacer yo?

—Supongo que quería decir que te deshicieras de él. Después de todo, le pagas tú —dijo Adam haciendo una pausa y observando cómo atracaba el pesquero. Le hubiese gustado encontrarse a bordo—. Y todavía hay más cosas, si quieres saberlas.

—No estoy demasiado seguro.

—En cualquier caso, más vale que escuches. Daisy se ha de encontrar con ese hombre hoy a las siete, en su despacho. Daisy ha prometido a la nueva mujer de Fielding que ella y Piñata lo buscarían.

—¿La nueva mujer de Fielding? ¿De dónde sale ésa?

—Estaba preocupada por Fielding y ha telefoneado a Daisy desde Los Ángeles.

—¿Y qué quiere decir todo este lío?

—Yo confiaba en que tú me lo explicaras a mí.

Jim movió la cabeza.

—Pues te equivocabas. No tengo la menor idea de la relación que Fielding pueda tener con todo esto, si es que la tiene. Por lo que atañe a su mujer, hasta que me lo dijo Daisy ni sabía que existiera. Es un lío de mil diablos, te lo aseguro.

—No hace falta que lo asegures. Lo es.

—Parece como si no me creyeras.

—Déjame que te diga una cosa. Más vale mentir a la propia mujer que al abogado.

—Yo lo hago mejor aún, puesto que ni miento a mi mujer ni a mi abogado.

—¿Y qué me dices de la chica?

—Cuando pasó aquello, se lo expliqué todo a Daisy, sin siquiera ocultarle el nombre, y ella se lo tomó con tranquilidad. Ahora parece haberse olvidado, pero te aseguro que no es culpa mía. Ya se lo conté todo.

—¿Por qué?

—Porque era más razonable y mucho más honesto explicárselo todo.

—Puede haber sido una escapatoria honorable —dijo Adam con una sonrisa misteriosa—, pero no era una actitud razonable.

—Más pronto o más tarde ella se hubiera enterado.

—Tu lógica me recuerda la primera vez que llevé a mi cuñado en el barco. Hacía muy buen día, todo iba bien, nos deslizábamos sobre el agua con toda suavidad, pero él tenía tanto miedo a naufragar que al final se tiró de cabeza y nadó hasta la costa. Ya sé que a ti tampoco te gusta mucho navegar, por lo que pensarás que mi cuñado Tom hizo lo mejor que podía hacer. Pero yo no comparto esa opinión. Fue una cosa estúpida y peligrosa. Le costó mucho llegar a tierra y, como era de esperar, la barca no naufragó.

—Habría terminado por adivinarlo yo solo —aclaró Jim.

—¿De veras? La chica se fue de la ciudad y volvió a casarse. Si ella se hubiese ido de la lengua, no habría ganado nada. Por lo que respecta a su madre, yo me ocupé de todo. Tu nombre sólo fue citado de paso. No quiero meterme en lo que no me importa —se inclinó hacia adelante para quitarse una piedrecita que se le había metido en el zapato—, pero a menudo me he preguntado por qué no me permitiste que denunciara el caso, sobre todo después de que decidieras que no se lo ibas a ocultar a Daisy.

—No podía permitirme el escándalo.

—Pero tengo la seguridad de que hubiéramos ganado el juicio.

—Aun así, hubiera habido un buen escándalo. Y, después de todo, el pequeño era, y todavía es, mío. ¿Querías que cometiera perjurio? —inquirió Jim.

—Naturalmente que no. Sin embargo, estoy seguro de que con la reputación de la chica habría bastado para poner en duda sus afirmaciones.

—En otras palabras, te hubieses quedado en la barca hasta que hubiera naufragado.

—No naufragó —dijo Adam.

—Ésa sí habría naufragado.

—No lo sabes, puesto que no quisiste esperar y ver qué pasaba. Te tiraste al agua.

—Bueno, ya basta. Las cosas fueron así. Y ahora ese asunto ya es una cosa vieja. ¿Por qué hemos de seguir hablando de ello?

—¿Recuerdas exactamente cuánto tiempo hace?

—No.

—Hace cuatro años. Para ser precisos, tuvo lugar el 2 de diciembre de 1955. Es el día en que efectué el primer pago a la señora Rosario, en mi despacho. Lo he comprobado antes de salir —informó Adam cubriéndose la cabeza con la capucha de su chaquetón marinero—. Lo mejor será que vuelvas a casa y hables con Daisy.

—Sí, supongo que será lo mejor.

—Ya nos veremos, pues. Yo me quedaré para asegurar las amarras del balandro. No me gusta cómo se está poniendo el mar. Lamento que hayamos tenido que renunciar a nuestra salida.

—Yo no lo lamento. En ese momento no tenía ningunas gañas de navegar.

—Si me permites que sea sincero contigo, te diré que yo tampoco tenía ganas de invitarte.

—¿De modo que es Daisy quien lo ha combinado todo?

—Eso parece.

—Se está volviendo muy lista —masculló Jim dando media vuelta y alejándose hacia el aparcamiento.

Pero, cuando ponía el coche en marcha, ya no pensaba en Daisy sino en la barca que no había naufragado y en el hombre que prefirió tirarse al agua y que casi no pudo llegar a la costa. Una iniciativa estúpida y peligrosa, según Adam. Quizás. Aunque, a veces, las cosas estúpidas y peligrosas eran necesarias. Y, a veces, no era uno quién se lanzaba al agua, sino que alguien le empujaba.

Temiendo que algún pescador la observara, fingiendo al mismo tiempo que se resguardaba del viento, se había refugiado contra la pared del despacho del director del puerto. En un principio simuló tener frío y se estremeció, se subió el cuello del abrigo y se frotó las manos. Pero al cabo de un rato la simulación ya no era necesaria. El frío la había calado hasta los huesos, penetrando por todos los tejidos de su cuerpo.

Observó a los dos hombres que hablaban adosados contra el parapeto, cincuenta metros más allá. Parecía como si estuvieran hablando del tiempo, pero cuando de repente Jim dio media vuelta, con una brusquedad que sugería que él y Adam discutían, Daisy comprendió que el tiempo no era el tema de su charla. Esperó hasta que Jim estuviera en el coche y entonces echó a correr en dirección a Adam, que ya se dirigía hacia los veleros por la pasarela.

—¡Adam!

Él dio media vuelta y volvió por la plataforma de madera que se balanceaba bajo las olas.

—Hola, Daisy. Si llegas un minuto antes, pillas a Jim. Acaba de marcharse.

—Qué lástima —dijo ella sin que su voz traicionase que ésa era precisamente su intención, evitar a Jim.

—A lo mejor aún puedes alcanzarle.

—No, es igual.

—Me ha dicho que se iba a casa.

—Ya lo veré allí, pues. No ha sido un paseo muy largo, ¿verdad?

—No hemos llegado a salir. Se acerca una tormenta y lo hemos dejado para otra ocasión.

—Es una lástima.

—A Jim no le ha importado —respondió Adam secamente—. A propósito, la próxima vez que me busques un tripulante preocúpate primero de que le guste navegar.

—Haré todo lo posible —Daisy se apoyó contra la estacha que hacía de barandilla a un lado del pantalán y contempló los cangrejos que se escurrían entre las piedras, como buscando una bien gruesa y segura que les abrigara de la tormenta—. ¿Qué habéis hecho, entonces?

—Hemos hablado.

—¿De mí?

—Claro. Siempre hablamos de ti. Le pregunto cómo sigues y él me lo dice.

—Bueno, ¿pues cómo sigo? Me gusta saber qué piensa Jim del estado de mi salud, tanto física como mental.

—Hoy pareces un poco chiflada —señaló Adam sin perder su sonrisa imperturbable—. Es mi opinión, no la de Jim.

—¿Te ha explicado sus planes para nuestro aniversario?

—Hemos discutido sobre muchas…

—Ha planeado grandes cosas, pero se supone que yo no debo saber nada.

—Pero lo sabes.

—Sí. La gente habla. Debo decirte que has guardado muy bien el secreto, si tenemos en cuenta que has sido el primero en saberlo.

—Guardar secretos —dijo Adam—, es parte de mi trabajo.

—¿Es muy grande, esa sorpresa que me prepara?

—Grande, pero no en exceso.

—¿Y el estilo?

—Muy estilizado, obviamente.

—No tienes ni la menor idea de qué hablo, ¿verdad? Adam la cogió del brazo.

—Vamos a tomar un café al Yacht Club.

—No.

—No hace falta que grites. ¿Qué te pasa hoy?

—Me alegro de que lo preguntes. De cualquier modo, tenía la intención de decírtelo. Hoy he encontrado las matrices de unos talones en el escritorio de Jim. Según parece, te paga zoo dólares todos los meses.

—¿Y bien?

—Le he preguntado a mi madre y me ha dicho que te compró unos terrenos para construirme un chalecito para las vacaciones. Supongo que mentía.

—Puede ser —dijo Adam encogiéndose de hombros—. O puede ser que crea que es la verdad.

—¿Pero no lo es, naturalmente?

—Naturalmente.

—¿Para qué es ese dinero, Adam?

—Sirve para pagar la manutención de un hijo que Jim tuvo con otra mujer —declaró Adam mirando deliberadamente hacia otro lado, pues no quería ver la expresión de sorpresa y dolor que aparecía en el rostro de Daisy—. Recuerda que él ya te lo había dicho.

—El hijo de Jim… Suena extraño. Tan extraño…

Daisy se agarró con fuerza a la cuerda, como si temiera arrojarse al mar en contra de su voluntad.

—¿Es… un niño o una niña?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? ¿Nunca se lo has preguntado?

—No serviría de nada. Jim tampoco lo sabe.

Daisy se volvió y Adam tuvo la impresión de que los ojos de la muchacha eran ciegos, como si una capa de hielo se hubiera formado sobre ellos.

—¿Quieres decir que nunca ha visto a su hijo?

—No lo ha visto nunca. La chica se marchó de la ciudad antes de tenerlo. Jim no ha vuelto a saber nada más.

—Pero ella debió escribirle cuando nació la criatura…

—Las dos partes acordaron que no establecerían ninguna clase de contacto.

—¡Pero es terrible, eso de no ver a su propio hijo! No puedo creer que Jim eludiese su responsabilidad hasta el extremo…

—Alto —la interrumpió Adam—. Jim no eludió nada. De hecho, si hubiera hecho caso de mi consejo, incluso habría negado su paternidad. La mujer en cuestión tiene otros hijos, y la paternidad; de éstos tampoco es demasiado segura. Tenía un marido, desde luego, pero entonces él estaba fuera del país. Si ella le hubiera puesto una demanda a Jim, y dudo que hubiese tenido el valor para hacerlo, le habría costado mucho probar los hechos. Tal como se desarrollaron las cosas, Jim admitió la paternidad sin poner obstáculos y llegó a un acuerdo financiero con la señora Rosario, la madre de la chica. Yo me encargué de los detalles legales. Eso es todo.

—Eso es todo —repitió Daisy—. Hablas como un abogado, Adam, que si demandas, que si acuerdos financieros, que si reconocimientos… Pero no dices nada de la justicia.

—Creo que en este caso se hizo.

—¿Y te parece que es justicia que Jim, que quería tener un hijo tan desesperadamente, se separase de su sangre y de su carne?

—Él lo estableció así.

—No puedo creerlo.

—Pregúntale.

—No puedo creer que ningún hombre, y Jim todavía menos, no desee ver a su hijo, aunque sea una vez.

—Jim hizo lo mejor que podía hacer en aquellas circunstancias. Y no eran la clase de circunstancias que tú podrías imaginar, dada tu manera sentimental de enfocar el asunto. La actuación de Jim no tenía nada que ver con los sentimientos. Jim no se interesaba personalmente por la mujer, de la misma forma que ella no se interesaba por él. El hijo no fue el fruto del amor. Si todavía vive, ni Juanita ni su madre tienen el menor interés en informarnos de lo contrario. Tú tienes que saber, Daisy, que ese niño es medio mexicano e hijo de una mujer perturbada mentalmente.

—Basta. No quiero saber nada más.

—Es preciso que te presente los hechos en toda su crudeza para evitar que te enternezcas y cometas cualquier tontería que luego tuvieras que lamentar.

—¿Qué tonterías puedo cometer?

Adam se echó para atrás la capucha, como si de repente tuviera calor.

—Creo que has contratado a un detective para que localice a ese niño.

—¿Sabes lo de Piñata, pues?

—Sí.

—¿Y Jim también lo sabe?

—Sí.

—Bueno, no me importa —dijo Daisy con indiferencia—. Te aseguro que no me importa. Ya era hora de que pusiéramos las cartas sobre la mesa. Pero te equivocas si crees que he recurrido a los servicios de Piñata para encontrar a ese niño. ¿Cómo podía hacerlo, si ignoraba su existencia?

—Sí que lo sabías. Él te lo dijo.

—No me acuerdo.

—Te lo dijo —insistió Adam.

—Está bien, deja ya de repetirlo como si haberlo olvidado fuera un pecado capital. Muy bien, me lo dijo. Y yo me olvidé. No es la clase de cosas que le puede gustar recordar a una mujer, cuando se trata de su marido.

—Una parte de ti misma se acordaba. Tu sueño así lo demuestra. La fecha de tu tumba corresponde al día en que se hizo el primer pago a la señora Rosario. También es la fecha del día en que Juanita se marchó de la ciudad y, probablemente, la del día en que Jim te lo confesó todo.

—No sé… no lo sé.

—Trata de recordar. ¿Dónde estabas aquel día?

—Trabajaba. En la clínica.

—¿Y qué pasó, cuando te marchaste?

—Supongo que me iría a casa.

—¿Cómo?

—En coche… No, aquel día no iba en coche —dijo volviendo a mirar al agua como si fuera el profundo y negro pozo de su memoria—. Jim me vino a buscar. Cuando salí por la puerta de atrás, me esperaba en el coche. Empezaba a cruzar el aparcamiento cuando vi cómo aquella chica bajaba del coche de Jim. Ya la había visto otras veces por la clínica, pues era una paciente regular, pero nunca me había fijado en ella. Y tampoco me hubiera fijado entonces de no ser porque la vi hablando con Jim. Tenía mucha barriga. Jim le abrió la portezuela…

¿Quién es esa chica? —le preguntó Daisy al sentarse a su lado.

Se llama Juanita García.

Supongo que habrá reservado una cama en el hospital.

Sí, supongo que sí.

Estás pálido, Jim. ¿no te encuentras bien?

Jim, le cogió la mano y se la estrujó con tanta fuerza que la sangre dejó de circularle.

Escúchame, Daisy. Te amo. No te olvides, ¿me oyes? Te amo. Prométeme que nunca me olvidarás. Haría cualquier cosa para que fueses feliz.

Estas cosas no las dices a menudo. Parece como si te fueras a morir o algo por el estilo.

La chica… el niño… Tengo que decírtelo

No quiero saberlo.

Daisy volvió la cabeza y miró a través de la ventanilla, sonriendo con la misma sonrisita que se ponía cada mañana al levantarse y que se quitaba cada noche, al lavarse la cara para acostarse.

Oscurece muy temprano. Es una pena que todos los días del año no sean tan largos como en verano —continuó ella.

Escúchame, Daisy. No pasará nada. Esa chica no me buscará complicaciones, se marcha de la ciudad.

El diario dice que mañana volverá a nevar en las montañas.

Daisy, dame la oportunidad de explicarte

Las montañas parecen siempre más hermosas si tienen un poco de nieve