15

EL SÁBADO, Ada Fielding almorzó en la ciudad con un grupo de amigas. Después de la comida, la señora Weldon, un miembro del grupo, a la que no conocía apenas y le gustaba menos todavía, la siguió a los lavabos. Los grandes e inquisitivos ojos de la señora Weldon estaban siempre ocultos detrás de un velo, como las ventanas lo están tras las cortinas, y su boca dura y delgada se movía continuamente, incluso cuando no hablaba, como si entonces masticase regurgitaciones del pasado.

Mientras se recomponía el velo ante el espejo del lavabo, la señora Weldon dijo:

—¿Cómo sigue Daisy?

—Oh, muy bien, gracias.

—¿Y Jim?

Ada no sabía siquiera que la señora Weldon conociese los nombres de su hija y de su yerno, pero ocultó su sorpresa bajo una tranquila sonrisa que ya había cubierto muchas otras cosas de su vida.

—También está muy bien. Esta semana tenía intención de ir a ver unas tierras al norte, pero no tiene prisa en comprar y ha decidido que irá cuando refresque un poco. Qué año tan estupendo, ¿verdad? Tanto calor y ni una sola gota de lluvia…

La señora Weldon no estaba dispuesta a dejarse arrastrar por el tema del tiempo cuando ella tenía ganas de hablar de otra cosa.

—Una amiga mía, Corinne, ya debes haber oído hablar de ella, esa chica tan amable que vive al lado de mi casa, vio a Daisy… Bueno, en realidad no quiero decir que sea todavía una chica, porque ya tiene cuarenta años, pero se conserva muy joven. Claro que ya es delgada de por sí, y eso ayuda mucho. Te decía, pues, que el otro día Corinne vio a Daisy y le pareció muy desmejorada.

—¿De veras? Pero yo no me he dado cuenta.

—Fue el jueves pasado, el jueves por la tarde. Iba por Piedra Street con un chico. No era Jim, desde luego, pues Jim tiene una piel tan blanca y es tan rubio… Ese chico que iba con ella era muy moreno.

—Daisy conoce a muchos hombres —replicó la señora Fielding con toda naturalidad—. Rubios y morenos.

—He querido decir moreno en otro sentido.

—No te entiendo.

—Claro, tú no eres de aquí, de California —dijo la señora Weldon sacudiendo la cabeza como si lo lamentase; era evidente que para ella, los que no eran californianos podían ser muy duros de mollera—. Lo que quiero decir es que ese hombre no era uno de los nuestros.

Ada Fielding sabía perfectamente qué era lo que la otra quería decir, pero le pareció preferible seguir haciéndose la tonta y mantenerse imperturbable; Nada les gustaba tanto a las cotillas como ver a los otros perder la serenidad, ruborizarse, respirar ruidosamente o cerrar los puños. Pero las manos y la respiración de Ada no sufrieron el menor trastorno, y en cuanto a su rubor, podía ocultarse tras su maquillaje. Sentía, sí, que sus mejillas le quemaban e hizo un esfuerzo para dominar su excitación. Alguien había visto que Daisy iba por la calle con un hombre de piel oscura. Bueno, ¿y qué? Daisy tenía toda clase de amigos. Por supuesto que en una ciudad como aquélla había que ir con cuidado. No existía diferencia entre mostrarse tolerante y hacer el tonto, y Daisy, pese a sus buenas intenciones, a veces podía ser muy imprudente.

—No nací en California —dijo suavemente—. Nací en Colorado. ¿No has estado nunca? El espectáculo de las montañas es algo impresionante.

Pero la señora Weldon no se interesaba por Colorado.

—Por casualidad, Corinne reconoció al hombre. Lo había conocido el año pasado, cuanto tuvo aquel tropezón con la policía. Sólo había bebido un combinado, pero cuando se pasó aquella luz roja, que para ella era ámbar, el policía se puso tozudo y dijo que estaba borracha. Lo pasó muy mal. Era sábado, el banco estaba cerrado, su abogado se había ido a jugar al golf y sus padres pasaban el fin de semana en Palm Springs. Y la pobre chica es tan delicada… Nunca come nada. Bueno, el caso es que se presentó aquel chico y le pagó la multa. Corinne no recordaba su nombre, pero no había olvidado su cara, porque es un buen mozo… si dejamos de lado, naturalmente, el color de su piel.

—Es muy interesante —dijo la señora Fielding con una sonrisita acerada— eso de Corinne y la policía. Lo recordaré para contárselo a las amigas.

Hacía casi una semana que Daisy trataba de arreglárselas para encontrarse a solas en casa y finalmente lo había conseguido. Su madre se había ido de compras a la ciudad y Stella se tomaba dos días de descanso después de haber convencido a Daisy de que no se encontraba bien. Por su parte, Jim se había ido con Adam Burnett para probar el nuevo balandro del abogado. La invitación de Adam y la aceptación de Jim había sido cosa de Daisy. Jim, en realidad, se mareaba y Adam, que todavía no estaba acostumbrado al gobierno de su nuevo barco, hubiera preferido un tripulante más experto. Sin embargo, ni el uno ni el otro opusieron demasiada resistencia para salir a navegar.

Daisy espió el coche de Jim hasta que desapareció tras el viraje de la carretera que descendía por el cañón. Luego, cerrando la ventana de la cocina, pasó al piso de abajo. Había allí un dormitorio y un baño para los invitados. La otra habitación, pintada de verde pálido, a Daisy siempre le producía una impresión submarina, sobre todo a causa de la iluminación que recibía. Aquella habitación era la que usaba Jim como taller y estaba llena de muebles que él mismo había hecho, algunos de carácter experimental y líneas modernas, que no servían para nada. Pero el más voluminoso de todos parecía fuera de lugar al lado de todas aquellas piezas modernas. Se trataba de un viejo escritorio de persiana que Jim había comprado en una subasta con la intención de construirse una versión mejorada. Pero la mesa le había resultado tan útil y satisfactoria que se quedó allí como verdadero escritorio.

La persiana y los cajones permanecían cerrados, pero la llave estaba bien a la vista sobre el marco de la ventana. Daisy pensó que era muy típico de Jim, cerrarlo todo como si en la casa hubiera ladrones, y dejar luego la llave al alcance de cualquiera, como si finalmente hubiera decidido que, en realidad, allí no había nada para robar.

Abrió la mesa mientras Prince se tumbaba justo en la puerta, con la cola entre las piernas y una mirada de desaprobación en sus ojos ambarinos. Era evidente que al perro no le gustaba aquel cambio en la rutina diaria. Sabía que Daisy no debía estar allí y olfateaba el nerviosismo de su ama.

La parte superior del escritorio estaba muy bien distribuida, con cajoncito para los sellos, para los sujetadores de papel, para los lápices, las facturas, las cartas por contestar, los recortes de periódicos de otras ciudades que anunciaban ventas de terrenos. En contraste con el orden de arriba, los grandes cajones de abajo se hallaban muy desordenados, llenos de viejas cartas y postales, extractos bancarios, paquetes de cigarrillos empezados y cajas de cerillas a medio usar.

Para proceder con más método, Daisy vació los cajones y extendió todo su contenido sobre una mesa de formas libres que Jim estaba haciendo para su suegra. En realidad Daisy no confiaba en encontrar nada que valiese la pena. Durante un momento le pareció que sus manos se habían vuelto súbitamente torpes, como contraídas por un sentimiento de culpabilidad, por la vergüenza que le producía aquella intromisión en las cosas privadas de Jim. Su marido siempre había confiado en ella y Daisy siempre había confiado en él. Y ahora, sin embargo, después de ocho años de matrimonio, ella estaba revolviendo sus cosas como un vulgar malhechor. Y, lo mismo que un malhechor hubiera merecido, no encontraba nada. Las postales eran impersonales y las cartas de lo más inocente.

«Jim, querido, lo siento terriblemente. No era mi intención…». Pero las excusas que mentalmente se iba repitiendo, se esfumaron cuando en el ultimo cajón topó con un paquete de viejos talonarios de cheques. No estaban ordenados y las matrices cubrían diversos períodos. Aunque no confiaba encontrar nada en ellos, comenzó a pasar las páginas con rapidez, como si leyese un libro lleno de personajes pero sin argumento. La mayor parte de los personajes le eran conocidos: el farmacéutico, Stella, los libreros, los dueños de la casa de moda, de la compañía proveedora de material de construcción, el dentista, el veterinario, el jardinero, el repartidor de periódicos. La cantidad más alta era el salario de Stella, 2.50 dólares. La matriz que le seguía en importancia era de 200 dólares y había sido librada a nombre de Ab con fecha del primero de septiembre.

Comprobó otras matrices y descubrió una anotación idéntica con fecha del primero de octubre. En todo el talonario encontró cuatro matrices de 200 dólares a nombre de Ab y todas fechadas a primeros de mes.

Ab. Ella no conocía a nadie cuyo apellido comenzase por esas letras. A ningún Abner, Abbot, Abernathy o Abigail. El que más se parecía podía ser Adam. Adam Burnett. A. B.

No se sorprendió demasiado, pues era normal que Adam recibiese dinero de Jim. Era su abogado y se encargaba de su declaración de impuestos. Pero la cantidad, doscientos dólares al mes, 2400 al año, parecía exagerada, sobre todo si se tenía en cuenta que Jim no debía haber englobado aquel concepto en sus gastos comerciales. ¿Era posible que Jim le hubiese pedido prestado dinero a Adam y se lo fuera devolviendo privadamente para que sus socios no se enterasen? ¿O que su situación económica no fuera tan brillante como pretendía ante ella y su madre?

«Qué tontería no decírmelo —pensó—. Podríamos ahorrar sin gran esfuerzo. Si conviene, mamá y yo podemos prescindir de muchas cosas. Más de una vez hemos tenido que hacerlo».

De repente, Prince comenzó a ladrar y se lanzó ruidosamente hacia la galería y escaleras arriba. Pese a que no podía oír nada, Daisy comprendió que alguien acababa de entrar en la casa y comenzó a meter precipitadamente las cosas en los cajones. Tal vez hubiese podido acabar a tiempo si Prince no hubiera decidido que su deber era guiar a la señora Fielding hasta el lugar donde estaba su hija.

Las dos se quedaron mirándose, silenciosas y confusas.

—Creí que te ibas de compras —dijo Daisy al fin.

—He cambiado de idea. En la ciudad hace demasiado calor.

—¡Ah!

—En cambio aquí se está fresquito.

—Sí.

—¿Qué estabas haciendo?

Daisy tuvo la impresión de que se trataba de una escena de su infancia. Su madre derecha frente a ella, fuerte y enfadada, con la razón siempre de su lado, mientras ella, como siempre, asustada y llorosa, pero, sobre todo, culpable. Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar que era mayor, que no debía asustarse y, menos, sentirse culpable.

—Buscaba una cosa y pensé que Jim podía haberla puesto aquí.

—¿Y era una cosa tan importante que no pudiste esperar a que él volviera?

—Precisamente es lo contrario, pues es algo tan insignificante que no valía la pena molestarle. Ya tiene bastantes quebraderos de cabeza.

—Tú debes de saberlo, ya que tú se los das.

—Madre, por lo que más quieras, no empecemos otra vez.

—Hay algo que ya ha empezado —prosiguió Ada Fielding con dureza—. Empezó el lunes por la mañana, cuando te pusiste histérica por culpa de un sueño absurdo. Así empezó, con un sueño, y desde entonces todo ha ido de mal en peor. Haces unas cosas que llegan hasta hacerle pensar a una si no habrás perdido el juicio… Lloras y te arrastras por los rincones, te paseas sola por el cementerio detrás de una tumba que viste en sueños, no paras de hacernos preguntas sobre un mexicano muerto del que nadie, ni siquiera Stella, ha oído hablar… ¡Qué locura!

—Si es locura, es la mía. No la tuya. O sea que deja de preocuparte.

—Y ahora, lo que faltaba: revolviendo en los papeles de Jim. ¿Qué te propones? ¿Qué buscabas?

—Lo sabes muy bien. Jim te lo debe de haber dicho. A ti te lo dice todo.

—Porque tú te niegas a hablar con él.

Daisy se quedó mirando la pared mientras se preguntaba cuántas veces Jim y su madre debían haber discutido la situación en el transcurso de la semana. Quizá se reunían cuando ella no estaba en casa, como dos médicos que discutiesen el estado muy grave de un enfermo y no llegaran a determinar los síntomas exactos de una dolencia que no comprendían. «Persigue un día perdido, doctora Fielding». «En efecto, parece una cosa muy grave, doctor Harker». «Lo es, lo es. Es la primera vez que me enfrento a un caso de éstos». «Quizá tendríamos que intervenir». «Buena idea. Espléndida, sí. Si ese día perdido existe realmente, lo encontraremos en su interior. Lo sacaremos y lo haremos desaparecer. No podemos permitir que se le pudra dentro».

—Parece que te fastidie que Jim tenga confianza en mí —dijo su madre.

—Nada de eso.

—La mayoría de las chicas estarían encantadas si tuviesen una buena relación con sus familiares políticos. Jim y yo pensamos de forma diferente sobre muchas cosas, pero tratamos de olvidarnos en beneficio tuyo puesto que los dos te queremos. ¿Lo sabes, verdad, que los dos te queremos? —preguntó con los ojos húmedos y las comisuras de los labios contraídas como si fuera a ponerse a llorar.

—Sí —contestó Daisy viendo cómo su madre se ponía la punta de los dedos debajo de la boca, como si quisiera darle firmeza.

Sí. Sabía que los dos la querían. Cada cual a su manera. Pero ninguno la quería del todo. Jim la amaba en la medida en que Daisy correspondía a la concepción que él se había hecho de la mujer ideal. Su madre la quería como si fuera una proyección de ella misma, pero exigiendo que la imagen proyectada no tuviera ninguna de las imperfecciones que tenía el original. Oh, por supuesto que la querían. Ése no era el problema. El problema real, cuando una se convertía en el punto de mira de dos personalidades tan acusadas como la de Jim y su madre, consistía en una pérdida de la espontaneidad, en una pérdida de la facultad de amar.

De repente, preocupada, pensó en Piñata, cuando volvían del cementerio, en la expresión atormentada de su rostro, iluminado apenas por las luces intermitentes, y que él debía suponer que ella no observaba; de lo contrario, no se hubiera atrevido a mostrar toda su tristeza.

Volvió la cabeza y vio que su madre la observaba. Sería mejor que dejase de pensar en Piñata, pues a veces era capaz de leer en sus pensamientos con una precisión impresionante. «Porque soy su máquina de proyectar. Ella se limita a permanecer sentada y contempla las imágenes, las censura, las monta. Pero no puede ver a Piñata. No sabe nada de él. Nadie sabe nada de él».

Piñata era algo suyo. Algo muy bien guardado en un cajón secreto de su mente.

Acabó de meter los papeles en su sitio. Cerró la mesa y puso la llave en el marco de la ventana. Todo se veía exactamente igual que antes. Jim no tenía necesidad de saber que ella había revuelto en su mesa y que había encontrado las matrices de los cheques dados a Adam. Jim no lo sabría a no ser que su madre se lo dijera.

—Supongo que se lo dirás —dijo Daisy.

—Considero que es mi deber.

—¿Y conmigo no tienes ninguno?

—Si creyese que tus actos son lógicos y racionales, ni se me ocurriría hablar a Jim de este asunto. Sí, tengo un deber para contigo, y es el deber de protegerte de las consecuencias de tu propia irresponsabilidad.

—Soy irresponsable. Soy ilógica, irracional e irresponsable. Lo mismo que mi padre. Anda, dilo. Soy como mi padre.

—No hace falta. Ya lo has dicho tú.

—¿Y en qué, exactamente, he sido irresponsable?

—En muchas cosas que sé. Y en una que me gustaría saber.

—Puedes preguntar. Adelante.

—Es lo que haré.

La señora Fielding se sentó, muy tiesa, la espalda reclinada contra el respaldo de la silla, las manos cruzadas sobre la falda. Era una postura que con los años Daisy había terminado por conocer bien. Indicaba seriedad de propósitos, larga paciencia, maternal afecto («me duele más a mí que a ti») y cólera. Una cólera tan finamente destilada en su bilis que casi podía paladearse.

—Hoy he comido con la señora Weldon. ¿Te acuerdas de ella?

—Vagamente.

—Es una mujer imposible, pero siempre está al corriente de todos los cotilleos de la ciudad. Y esta vez las murmuraciones te afectan a ti. Quizá pienses que estas cosas no tienen importancia, pero para mí sí la tienen. Quiero decir que no eres tan prudente como deberías serlo. No puedes permitirte que la gente hable de ti. Jim se está convirtiendo en un hombre importante en esta ciudad. Y es un buen marido. Todas las mujeres que te conocen, te envidian.

Daisy conocía la canción. El tono y los lugares comunes habían cambiado, pero el mensaje seguía siendo el mismo: que ella, Daisy, era una chica tan afortunada que cada día de su vida debía agradecer que Jim se hubiese casado con ella, aun siendo como era una mujer estéril. La señora Fielding era demasiado sutil para decirlo tan crudamente, pero la implicación no podía ser más clara. Puesto que Daisy no podía ser madre, tenía la obligación de ser una supermujer. Lo más importante de todo era el matrimonio, no los individuos que se casaban. Y el matrimonio era importante no por razones de carácter religioso o moral, sino porque para la señora Fielding significaba la única seguridad en la que podía apoyarse. Daisy era capaz de comprender todo esto, y lo consideraba con simpatía, pues su madre había hecho todo lo posible por preservar a su familia de los avatares de la vida. Pero al mismo tiempo se sentía molesta porque, a juzgar por las apariencias, no se trataba de su vida, de su matrimonio o de su marido. La mitad, o más de la mitad de todo aquello, pertenecía a su madre.

—¿Me escuchas, Daisy?

—Sí.

—¿Por qué no me contestas, pues? Fuiste a la ciudad, el jueves por la tarde.

—Sí.

—¿Estuviste en Piedra Street?

—Tal vez sí. ¿Por qué? ¿Qué importancia tiene que estuviera en Piedra Street?

—Alguien te vio. Una vecina de la señora Weldon que se llama Corinne. Dice que ibas con un hombre de piel oscura y aspecto agradable que tiene alguna relación con la cárcel o con el departamento de policía. ¿Eras tú, Daisy?

Tuvo la tentación de mentir para conservar a Piñata bien guardado en su cajón particular. Pero temió que una mentira fuese peor que la verdad.

—Era yo.

—¿Quién era ese hombre?

—Un investigador.

—¿Quieres decir un detective?

—Sí.

—¿Y por qué sales y paseas por la ciudad con un detective?

—¿Y por qué no? Hacía muy buen día y me gusta pasear.

Se produjo un silencio. Luego, con una voz tan fría como el aire líquido, la señora Fielding dijo:

—Te agradeceré que no te hagas la graciosa cuando hables conmigo. ¿Cómo conociste a ese hombre?

—Por medio de… un amigo. Entonces no sabía que era un investigador. Cuando lo supe, lo contraté.

—¿Que lo contrataste? ¿Para qué?

—Para que me hiciese un trabajo. Es lo único que estoy dispuesta a decirte.

Daisy comenzó a caminar hacia la puerta, pero su madre le gritó:

—¡Espera!

—Preferiría no discutir esto.

—¿Lo prefieres, verdad? Bien, pues yo no. Tenemos que aclararlo antes de que llegue a oídos de Jim.

—No tenemos que aclarar nada —replicó Daisy sin levantar la voz. Sabía que su madre sólo estaba esperando que ella perdiese el control. Siempre esperaba que los otros se enfadaran—•. Contraté al señor Piñata para que hiciese un trabajo para mí y es lo que está haciendo. No me importa si llega a oídos de Jim. Siempre está contratando gente para su despacho y yo no me meto en nada porque no es cosa mía.

—¿Y te parece que no es cosa de Jim que tú te pasees por la ciudad con un mexicano?

—No tiene nada que ver que el señor Piñata sea o no mexicano. Lo contraté por sus méritos, no por su origen racial. Personalmente, no sé nada de él. No me dijo nada ni yo se lo pregunté.

—Una cosa es la tolerancia, otra muy distinta la imprudencia —en la voz de la señora Fielding aparecía una repentina ronquera, como si su indignación, al no encontrar el camino de las palabras, irrumpiese por la puerta trasera de su laringe—. No sabes nada de esa clase de gente. Son astutos y traidores, y tú eres una ingenua. Si le das pie, abusará de ti, te estafará…

—¿Cómo puedes saber tanto de un hombre al que no conoces de nada?

—No hace falta que lo conozca. Todos son iguales. Tienes que poner punto final a esa relación antes de que te veas metida en un lío.

—¿Relación? Pero, madre, por Dios, hablas como si fuera mi amante, y es solamente una persona cuyos servicios profesionales he contratado —dijo Daisy respirando a fondo, tratando de conservar la calma—. Pero en lo que respecta a eso de pasearme por la ciudad con el señor Piñata, puedo asegurarte que no es verdad. Me acompañó hasta el coche cuando terminamos de hablar en su despacho. ¿Os sentís satisfechas ahora, tú, la señora Weldon y Corinne?

—No.

—Pues os tendréis que contentar. No diré nada más.

—Siéntate —ordenó la señora Fielding enérgicamente—. Escucha.

—Ya te he escuchado.

—Y ahora olvida que soy tu madre.

—Muy bien.

Olvidar que era su madre no era difícil. La luz verdosa que entraba de la galería daba a la cara de la señora Fielding un aspecto extraño, opalino, como si fuese un ser surgido de las profundidades marinas.

—Por tu interés quiero que me digas por qué has acudido al señor Piñata.

—Quiero reconstruir un día determinado de mi vida y necesito que alguien, alguien objetivo, me ayude.

—¿Nada más? ¿No tiene nada que ver con Jim?

—No.

—¿Y qué me dices de ese otro hombre, el de la tumba?

—No he averiguado nada más sobre él.

—¿Pero tratas de hacerlo?

—Naturalmente.

—¿Naturalmente? —repitió la señora Fielding con la voz rota—. ¿Qué quieres decir con eso de naturalmente? ¿Acaso eres tan tonta que todavía crees que esa tumba es la de tu sueño?

—Sé que lo es. El señor Piñata me acompañó al cementerio. Le había descrito la tumba de mi sueño y la reconoció antes de que yo la viera.

Se produjo un largo silencio, roto por fin por un doloroso quejido de la señora Fielding.

—¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer? ¿Pero qué te pasa, Daisy?

—Sea lo que sea, me pasa a mí. No a ti.

—Eres mi única hija. Tu felicidad y tu bienestar me son tan preciosos como tu vida. Tu vida es la mía.

—Ahora ya no.

—¿Por qué has cambiado de esa manera? ¿Qué es lo que ha pasado?

El desconcierto, la ira y un sentimiento de piedad hacia ella misma, hicieron llenar de lágrimas los ojos de Ada Fielding.

—Por lo que más quieras, no llores —susurró Daisy casi sin fuerzas—. Lo único que pasa es que nos hacemos viejas las dos y que tú quieres participar de mi vida un poco más de lo que puedo consentirte.

—Dios sabe que lo único que deseo es protegerte, hacerte las cosas más fáciles. ¿De qué me sirve todo lo que he sufrido si no puedo hacer que te aproveches de mi experiencia? Mi matrimonio fue un desastre. ¿Puede molestarte que trate de impedir que ocurra lo mismo con el tuyo? Para empezar, quizá nunca me hubiera casado con Stan Fielding si hubiera tenido a alguien que me aconsejara de la misma forma en que yo he podido aconsejarte a ti. Habría esperado hasta encontrar a alguien en quien poder confiar, alguien como Jim, en lugar de unirme a un hombre que no dijo ni una verdad en su vida ni hizo nada con sentido desde que nació.

Siguió hablando, caminando de arriba por abajo la habitación. Daisy la oía sin escuchar mientras intentaba recordar algunas de las mentiras de su padre. Pero en realidad su padre no le había dicho mentiras. Sólo le había hablado de pequeños sueños que nunca se habían realizado. «Algún día, pequeña Daisy, te llevaré a ti y a tu madre a París, para que veáis la torre Eiffel». O las llevaría a Kenia, para un safari, o a Londres para la coronación, o a Atenas para ver el Partenón.

Si eran mentiras, pertenecían a la vida con el mismo derecho que Fielding tenía a su existencia. Por otra parte, nadie le había creído.

—¿Daisy, me prestas atención?

—Sí.

—En ese caso, quiero que acabes con estas tonterías. ¿Lo oyes? Nosotros no somos de esa clase de gente que contrata detectives. La misma palabra ya suena mal.

—No sé qué clase de gente somos. Sé lo que pretendemos ser.

—¿Pretendemos? ¿Llamas pretender al deseo de ofrecer al mundo una fachada respetable? Pues yo no, no. Yo, sencillamente, lo llamo sentido común y respeto hacia uno mismo —la señora Fielding se cogió el cuello con la mano, como si el torrente de palabras que brotaba de su interior la asfixiara—. ¿Qué te parece que deberíamos hacer? ¿Alquilar una sala de fiestas y proclamar tus secretos a toda la ciudad?

—Yo no tengo ningún secreto.

—¿No? ¿Seguro que no tienes ninguno? ¡Tonta! Hay para desesperarse —dijo, dejándose caer en una silla, como una piedra hundiéndose en un lago—. Dios mío. Me desesperas —las palabras salían de lo más profundo del lago—. Estoy tan… ¡tan cansada!

Daisy la miró con amargura.

—Hay una buena razón para que estés cansada. Exige mucha energía, eso de dirigir dos vidas, la tuya y la mía.

El único ruido que se oía en la habitación era el nervioso jadeo del perro y, más allá, el árbol de té del jardín que azotaba con sus ramas la ventana como si llamase para entrar en la casa.

—Ahora, tienes que dejarme sola —le indicó Daisy sin alzar la voz—. ¿Me oyes, madre? Es muy importante que me dejes sola.

—Lo haría si fueses lo bastante fuerte para prescindir de mí.

—Dame la oportunidad de probar que soy fuerte.

—Has escogido un mal momento para reclamar tu independencia, Daisy. Un momento mucho peor de lo que te figuras.

—Cualquier tiempo sería malo en lo que a ti se refiere, ¿no?

—Óyeme, Daisy. Jim es un marido maravilloso y vuestro matrimonio es un buen matrimonio. Y ahora, para satisfacer un capricho estúpido, lo pones en peligro.

—¿Quieres decir que Jim se divorciaría de mí por el mero hecho de que yo haya contratado un detective?

—Lo único que yo quiero decir…

—¿O quizá es que temes que un detective pudiera descubrir alguna cosa que no quisieras que Jim supiera?

—Si fueses más joven —dijo la señora Fielding con firmeza—, te lavaría la boca con jabón por haber dicho una cosa como ésa. Tu marido es la persona más decente y más moral que he conocido. Un día, cuando hayas madurado lo bastante para comprenderlo, podré decirte algunas cosas sobre Jim que seguro te sorprenderán.

—Ahora ya sé una cosa que me sorprende. Lo he descubierto sin ayuda de ningún detective —afirmó Daisy, lanzando una mirada hacia el cerrado escritorio de persiana—. Hace tiempo que le paga a Burnett 200 dólares mensuales. He encontrado las matrices de los talones.

—¿Y qué?

—Pues, cuando menos, parece algo extraño.

—Pará ti, por lo que veo.

—Cualquiera diría que sabes de qué se trata.

—Claro que lo sé —contestó su madre secamente—. Jim compró unos terrenos que Adam tenía cerca de Santa Inez Pass. Quería construir una casita estudio y regalártela el día de tu aniversario. Lamento haberme visto obligada a decírtelo, pero me parece más prudente revelarte el secreto que dejar que tu desconfianza aumente. Debes tener una conciencia muy culpable, Daisy, desde el momento en que te resulta tan fácil acusar a los otros.

—No le he acusado. Sólo he manifestado mi curiosidad.

—¿Sí? ¿Qué servicios creías que cobraba Adam? —preguntó la señora Fielding levantándose de la silla con un gesto como si las articulaciones se le hubieran puesto rígidas—. Ese hombre, Piñata, debe ejercer una mala influencia sobre ti cuando ha podido afectar a tu manera de pensar hasta ese extremo.

—No tiene nada que ver.

—Quiero que le telefonees inmediatamente y le digas que ya no necesitas sus servicios. Y ahora me voy a casa a descansar un poco. El médico dice que debo evitar esta clase de escenas. Cuando volvamos a vernos, confío en que la causa principal de todo este asunto ya habrá desaparecido.

—¿Y piensas que prescindiendo de Piñata se solucionará todo?

—Será un principio. Por un sitio u otro hay que empezar.

Se alejó hacia la puerta con paso decidido, pero sus hombros se inclinaban de una forma que Daisy nunca había visto antes. «Me desesperas», había; dicho su madre.

«Y sin embargo ésa es la verdad —pensó Daisy—. Se desespera. Qué extraño que alguien se desespere en un día tan soleado como hoy y cuando Piñata está en algún otro sitio de la ciudad».

Miró el teléfono que había al otro lado de la habitación. Su negro cordón de pronto le pareció un salvavidas. Lo único que debía hacer era descolgar, marcar el número. Incluso, si no podía hablar con él, recibiría su mensaje a través del servicio de abonados ausentes: «Llámeme, quiero verle».

El teléfono empezó a sonar cuando todavía se oían los pasos de su madre alejándose por la escalera exterior. Daisy cruzó la habitación lentamente, dominando sus ganas de correr.

—¿Diga?

—Conferencia para la señora Harker.

—Soy yo.

—Ya puede hablar, señora.

Daisy esperaba, aunque no tenía razón alguna para ello, que se tratara de Piñata. Ésa sería su forma de entrar en contacto con ella, por si su madre o Jim estaban presentes.

Pero era una voz de mujer, muy aguda y nerviosa.

—Ya sé que no habría de telefonearla, señora Harker, o quizá tendría que llamarla Daisy, aunque esto no parezca correcto puesto que todavía no hemos sido presentadas…

—¿Quién habla?

—Soy Muriel, Su nueva… madrastra —dijo la mujer dejando escapar una risita ansiosa—. Supongo que debe ser toda una sorpresa para usted, coger el teléfono y oír que una perfecta desconocida le dice que es su madrastra…

—No. Ya sabía que mi padre había vuelto a casarse.

—¿Le escribió para decírselo?

—Lo supe como sé todas las cosas que se refieren a mi padre: a través de una tercera persona.

—Lo siento mucho —continuó Muriel con su voz rápida y nerviosa—. Le dije que le escribiera. Se lo repetí más de una vez.

—Estoy segura de que no es culpa suya. Pero ante todo quiero felicitarla. Espero que los dos sean muy felices.

—Gracias.

—¿Para qué me telefonea?

—Estoy en la habitación de la señora Wittenburg, en el otro lado del rellano. Me ha prometido que no escucharía y se ha tapado las orejas con los dedos.

Daisy empezaba a pensar que todo aquello era una broma del día de los Inocentes. «Soy su madrastra, la señora Wittenburg se ha tapado las orejas…».

—¿Está ahí mi padre?

—No. Por eso me he decidido a telefonearla. Estoy preocupada. No debería haberle dejado marcharse de esa manera. El autostop puede ser peligroso, incluso cuando uno es joven y fuerte y no tiene ciertas debilidades. Porque supongo —añadió prudentemente— que usted debe de saber que bebe, ¿verdad?

—Lo sé.

—Últimamente, como le vigilo, se ha portado muy bien. Pero hoy no ha querido que le acompañase. Ha dicho que no teníamos dinero para el autobús y que haría autostop.

—¿Quiere decir que venía para aquí, a San Félice?

—Sí. Quiere verla a usted. Se sentía preocupado porque la última vez perdió la serenidad y se fue sin decirle nada. Stan se preocupa mucho y por eso bebe. Es como si le doliera algo y con la bebida quisiera tragarse el dolor.

—No le he visto ni tengo noticias suyas. ¿Está segura de que se proponía venir directamente a mi casa?

—Sí. Incluso me dijo que quizás hasta usted abriría una botella de champán para celebrarlo.

Algo muy típico de su padre. «A París a ver la torre Eiffel, a Londres para la Coronación, a San Félice para celebrarlo con champán». La tristeza y la ira se fundían en su interior. Pero un sentimiento debilitaba al otro. El resultado era que Daisy tenía la sensación de que estaba pariendo a un monstruo. Una criatura apenas formada, medio monstruo, medio feto, sin lengua, sin nombre, pesando grávida en su seno, rehusando morir, negándose a vivir.

—A Stan no le gustaría saber que la he telefoneado. Pero no he podido evitarlo. La última vez que fue a San Félice tuvo dificultades con Nita, una camarera.

—¿Nita?

—Nita García. Así me dijo que se llamaba.

—El periódico decía que su apellido era Donelli —inquirió Daisy.

—También decía que el de Stan era Foster. Y no por eso deja de ser verdad —la risita seca de Muriel parecía una tosecita de desaprobación—. Claro que yo soy desconfiada… todas las mujeres lo somos… pero no puedo evitar pensar en que a lo mejor han vuelto a verse y que, al final, ella vuelve a ponerle en un compromiso. Yo confiaba en que… bueno, en que ya se habría puesto en contacto con usted y que así usted podría evitar que se relacionara con cierta clase de personas.

—No se ha puesto en contacto conmigo. Y mucho me temo que yo no podré evitarle ningún riesgo.

—¿No? Bueno, lamento haberla molestado —dijo como si estuviese a punto de colgar el aparato.

—Un momento, Muriel —intervino Daisy rápidamente—. El jueves por la tarde envié a mi padre una carta certificada para preguntarle una cosa muy importante. ¿Sabe si es por eso por lo que ha decidido venir a verme?

—No sé nada de una carta certificada.

—La mandé al almacén donde trabaja.

—No me dijo nada. A lo mejor no la recibió. Pero antes de decidirse a ir a San Félice estaba leyendo unas cartas suyas. Las guarda en la maleta, ya sabe esa vieja maleta que tiene llena de cosas que nunca abandona…

Daisy recordaba la maleta. Era la única cosa que se llevó cuando se marchó del piso de Denver aquella tarde de invierno. «Pequeña Daisy, debo hacer un corto viaje. No dejes de querer a tu padre». El viaje duraba ya quince años y ella no había dejado de quererlo.

—Leía una carta suya —dijo Muriel— cuando de repente se puso triste.

—¿Cómo sabe que la carta era mía?

—Porque decía que como padre se había portado muy mal con usted y que, pese a todo, usted es la única que le escribe.

—¿No le explicó qué decía esa carta?

—No.

—¿La volvió a dejar allí?

—No. Cuando se fue miré en la maleta y ya no estaba, por eso supongo que se la habrá llevado —explicó Muriel con un tono de excusa en la voz—. Nunca cierra la maleta, sólo la sujeta con una correa.

—¿Cómo sabía usted qué carta tenía que buscar?

—El sobre era de color rosa.

Daisy iba a decirle que nunca usaba sobres de color cuando de pronto recordó que una amiga le había regalado una caja llena, unos años atrás.

—¿Cuál era la dirección del sobre?

—Era de un hotel de Albuquerque.

—Comprendo.

La dirección de Albuquerque y el papel de color rosa indicaban que aquella carta había sido escrita sin duda durante el mes de diciembre de 1955. Hacia finales de aquel año, su padre se había ido de Illinois a Nueva York, donde apenas si se había quedado un mes. Recordaba que le había enviado su regalo de Navidad y un cheque de Albuquerque y que un par de semanas después recibió una postal suya desde Topeka, Kansas, en la cual le agradecía ambas cosas y le decía que Nuevo México no le gustaba porque era demasiado polvoriento. La postal parecía un poco triste y la letra era muy irregular, como si estuviera ebrio o enfermo, o probablemente las dos cosas a la vez.

—Stan se enfadará cuando sepa que la he telefoneado —dijo Muriel, inquieta—. Sería mejor que usted no le dijese nada, cuando lo vea…

—Quizá no lo vea. Quizá se haya marchado ya de San Félice.

—Pero él dijo…

—Sí, lo dijo.

Quince años atrás también dijo que se iba para hacer un corto viaje. Quizás ahora había iniciado otro de esos cortos viajes y Muriel, tan ingenua como la Daisy de entonces, caminaría por las calles de la ciudad con la esperanza de encontrarlo entre la multitud de caras desconocidas. Le parecería entreverlo en un coche que pasaba a toda velocidad, sorprenderlo en el momento en que entraba en un ascensor y las puertas se cerraban. Daisy lo había visto así un centenar de veces. Pero el coche era demasiado rápido, el rostro en la multitud demasiado lejano y la puerta del ascensor, imposible de abrir a tiempo.

—Bien, lamento haberla molestado —repitió Muriel.

—No me ha molestado. En realidad, le agradezco su información.

—Stan me ha dado un número para que le telefonee en caso de necesidad, el de un tal señor Piñata. Pero no quiero hablar con un desconocido de… bueno, ya sabe, de algunas debilidades de Stan.

Daisy se preguntó cuántos desconocidos, a lo largo y a lo ancho del país, debían estar al corriente de las flaquezas de su padre y cuántos más se debían de estar enterando en aquellos momentos.

—¿Muriel?

—Sí.

—No se preocupe. Me pondré en contacto con el señor Piñata. Si mi padre está aquí, él lo encontrará.

—Gracias —dijo Muriel con lágrimas en la voz—. Muchas gracias. Es usted una buena chica. Stan siempre lo dice.

—No se tome demasiado en serio todo lo que dice mi padre.

—Lo dice sinceramente. Y yo también. ¡Le agradezco tanto todas las cosas que ha hecho por él! Y no me refiero solamente al dinero. Lo más importante es que alguien se preocupe por él.

«Sí, yo me preocupo —pensó amargamente Daisy mientras colgaba el teléfono—. Y le quiero todavía después de que emprendiera un viaje de quince años. Y si está aquí, en la ciudad, lo encontraré. Llegaré a la puerta del ascensor antes de que se cierre, el coche rápido se detendrá en una luz roja, por un policía o por una rueda pinchada, su cara entre la multitud será la suya…».

El viento soplaba cada vez más fuerte y el aire estaba lleno de rumores de pájaros y de hojas volando. El ruido del árbol del té, con sus ramas azotando la ventana, parecía el de las zarpas de una docena de animales.

Daisy se sentó con el teléfono en las manos. Temblaba como si entre ella y el viento helado de fuera no hubiese un cristal protector. Sus dedos apenas pudieron marcar el número de Piñata y cuando le dijeron que no estaba, sintió ganas de gritarle a la chica que le hablaba al otro extremo del hilo, acusarla de ineptitud o de mala voluntad.

Respiró a fondo tratando de serenarse.

—¿Cuándo le espera?

—Éste es el servicio de abonados ausentes. Ha dicho que volvería al despacho a las siete. De cualquier forma, antes de ir allí nos llamará para saber si alguien le ha telefoneado. ¿Quiere dejar algún mensaje?

—Dígale que llame…

Se contuvo al recordar que no sería prudente dejar su nombre. Piñata podía llamar en un momento en que estuvieran allí Jim o su madre.

—Ya le veré en el despacho, a las siete.

—¿Qué nombre pongo?

—Ponga sólo que se trata de una tumba.