GRANADA STREET ERA una calle de pequeñas casas de madera tan apiñadas que parecían apoyarse una contra otra con tal de encontrar un soporte físico, moral y económico que las aliviara de la presión de la parte blanca de la ciudad. Los granados, de los cuales la calle había tomado el nombre, todavía no habían echado fruto, pero para Navidad las brillantes bolas doradas colgarían de sus ramas como si no hubiesen crecido allí, sino que las hubieran colgado de éstas para adornar la calle durante los días de fiesta.
El número 512 ocultaba su edad y sus llagas, y proclamaba al mismo tiempo su independencia frente a sus vecinos, bajo una capa reciente de pintura de un color rosa muy subido que parecía haber sido aplicada o por un niño o por un mal aficionado que encima estaba mal de la vista. Pegotes y más pegotes de pintura manchaban el caminillo que rodeaba la casa, la baranda del porche y el pequeño patio delantero. Las lilas, las hojas de los agrifolios y hasta la valla también estaban llenas de pintura rosa, como si fueran víctimas de una nueva y extraña enfermedad. El suelo aparecía lleno de pisadas rosa, como de niño o de mujer de baja estatura, llevaban hasta los peldaños del porche y desaparecían bajo el felpudo de coco, frente a la puerta de entrada. Estas pisadas eran la única evidencia de que una o varias criaturas vivían en la casa. Ni en el patio ni en el porche se veían juguetes, enteros o rotos, ni zapatos ni jerséis abandonados, ni naranjas a medio comer o rebanadas de pan con mermelada. Si Juanita y sus hijos se habían instalado allí, alguien se había preocupado de hacer desaparecer los rastros. Quizá la misma Juanita, quizá la señora Rosario.
Piñata pulsó el timbre y esperó, intentando elucidar por qué motivos la chica había decidido volver a la ciudad después de una ausencia de más de tres años. Debía saber que tendría problemas con las autoridades si aparecía por allí, ya que se había marchado sin decir nada. Por otra parte, Juanita no se comportaba como una persona normal, de modo que su retorno podía obedecer a razones insignificantes o caprichosas, quizá puramente emocionales. Añoraba su casa, deseaba volver a ver a su madre o tal vez la empujaba el afán de mostrar a sus amigos el nuevo marido y el hijo más pequeño. O, tal vez, la razón obedeciera a que se había peleado con algún vecino o con alguien del lugar donde entonces vivía y la hubiera movido el repentino deseo de marcharse de allí. Era como un muñeco dirigido por una docena de hilos. Algunos de ellos se habían roto y otros se habían enredado de forma tan inextricable que ninguno de ellos funcionaba como hubiera cabido esperar. Deshacer aquellos nudos y líos era cosa de Alston y de su personal. Y hasta ahora no lo habían conseguido. Los repentinos movimientos de Juanita, sus saltos y sus abatimientos, escapaban al control de cualquier titiritero.
La puerta se abrió y apareció una mujer delgada y de edad mediana. Tenía los ojos negros e inexpresivos como olivas maduras. Sostenía el cuerpo con tal rigidez que parecía llevar un corsé de acero. Todo en ella se veía estirado. Su piel parecía almidonada, llevaba el cabello peinado hacia atrás y recogido en una trenza muy estirada. La boca se le comprimía formando una línea dura.
A Piñata le sorprendió que el diálogo se iniciara con tanta facilidad.
—¿Qué desea?
—¿La señora Rosario?
—Ése es mi nombre.
—Soy Steve Piñata. Si tuviera un minuto, me gustaría hablar con usted.
—Si se trata del viejo señor López, es la puerta de al lado. Yo no tengo nada más que decir. Ya le dije ayer a la señora del departamento de higiene que no tienen derecho a llevárselo a la fuerza. Toda su vida ha estado tosiendo de la misma manera y no le ha pasado nada. Para él es una cosa tan natural como respirar. Y en cuanto se refiere a eso de pasar por esa máquina de los rayos X, gratis o no, ya dije que me negaba, lo mismo que se niegan los González y los Escobar. Es una cosa contra natura dejarse llenar los pulmones con todos esos rayos.
—No tengo ninguna relación con el departamento de higiene. Buscaba a un hombre que tal vez se hace llamar Foster.
—¿Se hace llamar? ¿Qué quiere decir eso?
—Digamos que su hija lo conoce bajo el nombre de Foster.
La expresión de la señora Rosario cambió de repente. Iba a cerrar la boca (Piñata estaba seguro), lo mismo que un marinero arriaría la vela al ver acercarse la tormenta.
—Mi hija Juanita vive en el Sur.
—¿Pero ha venido a visitarla, verdad?
—Eso a usted no le importa. Si ha venido, no hace ningún mal a nadie. La vigilo estrechamente y ella se porta bien. ¿Y quién es usted para hacerme preguntas sobre mi Juanita?
—Me llamo Steve Piñata.
—¿Y qué? Un nombre no significa nada. A mí no me interesan los nombres, sólo las personas.
—Soy un investigador privado, señora Rosario. Estoy siguiendo la pista de Foster.
La mujer se llevó la mano al seno izquierdo, como si de pronto algo hubiese estallado bajo el vestido, su corazón o simplemente un tirante del sujetador.
—¿Quiere decir que ese hombre es malvado? ¿Puede meter en un lío a mi Juanita?
—No creo que sea un malvado, pero en cuanto a eso de meter a Juanita en un lío no puedo garantizarle nada. A veces, es un poco impulsivo. ¿Ha venido aquí con su hija señora Rosario?
—Sí.
—¿Se han ido juntos?
—Sí. Hace media hora.
Una chiquilla de unos diez años, delgadita y de mejillas encarnadas, salió del porche de la casa de al lado y comenzó a hacer girar un hula-hoop en torno a su cintura mientras mascaba un chicle. No parecía preocuparle lo más mínimo lo que ocurriera en el porche vecino, pero la señora Rosario susurró rápidamente:
—Aquí no podemos hablar. Esa Querida López lo oye todo y cuenta más de lo que oye.
Sin mirar en su dirección, con voz chillona, Querida anunció al mundo:
—Iré al hospital y no podrán venir a verme porque tengo manchas en los pulmones. Iré al hospital como mi abuelo y me darán muchos juguetes, me darán muchos helados y no tendré que fregar platos nunca más. Y no vengan a verme porque no les dejarán, hale.
—Querida López —dijo la señora Rosario—, ¿es verdad eso que dices?
Por toda respuesta, la niña se limitó a hacer aumentar la velocidad de su hula-hoop.
La oscura piel de la señora Rosario había adquirido un matiz amarillento. Cuando entró en el vestíbulo seguida de Piñata, parecía como si las palabras de Querida le hubiesen hecho tanto daño como un puñetazo en el estómago.
—Dice muchas mentiras, esa niña. Quizá no sea verdad. Si estuviese tan enferma como eso del hospital hace suponer, no estaría ahora jugando con el hula-hoop. Tose, sí, pero todas las criaturas tosen. Y ya ha visto qué color más sano tiene en las mejillas.
Piñata pensó que aquel color más podía ser debido a la fiebre que a la salud, pero se abstuvo de comentarlo. Incluso con la puerta cerrada, podía seguir oyendo el canturreo de Querida: «Iré al hospital, hale, y vosotros no, hale, y me llevarán en ambulancia…».
Los rayos de sol que entraban a través de las cortinas apenas mitigaban la oscuridad de la sala de estar pequeña y cuadrada. Todas las paredes se hallaban cubiertas de ornamentos religiosos: crucifijos, rosarios, vírgenes con niño y sin niño, cabezas de Cristo, una pequeña urna presidida por la virgen María, ángeles alados y diversas vírgenes o santas. Muchos de estos objetos, destinados a procurar esperanza y a confortar a los vivos, conseguían en cambio glorificar la muerte y hacerla repulsiva al mismo tiempo.
Juanita había crecido en aquella habitación o en una habitación parecida. El solo hecho de estar allí, explicaba a Piñata más cosas quedas palabras de Alston. Juanita había pasado aquí su infancia, en medio de toda una serie de objetos que le recordaban a cada instante que la vida es corta y cruel, que las puertas del cielo están guardadas por puertas llenas de punzantes barrotes de gruesas llaves y de afilado alambre de espino. Debía de haber contemplado centenares de veces aquellas vírgenes con sus infantes gordezuelos e, inconsciente o deliberadamente, había escogido ese papel para sí misma: un papel que representaba todo lo que es vivo, creador y, al mismo tiempo, santo.
La señora Rosario se persignó ante la pequeña urna y pidió a la virgen que le asegurara que la pequeña Querida López, de mejillas tan saludables, mentía. Después instaló su menudo cuerpo en una silla, ocupando tan poco espacio como le era posible, pues en aquella casa apenas quedaba sitio para los vivos.
—Siéntese —le indicó a Piñata con una tiesa inclinación de cabeza—. No estoy acostumbrada a que un desconocido venga a mi casa a hacerme preguntas personales, pero, ahora que ya está aquí, la buena educación me obliga a pedirle que se siente.
—Gracias.
Las sillas parecían muy incómodas, como si hubieran sido elegidas con la intención de que fuera una penitencia para el que se sentara en ellas. Piñata optó por un pequeño sofá de respaldo de madera cuyos cojines dejaban escapar un débil olor a desinfectante. Desde allí podía contemplar lo que debía de ser el dormitorio de la señora Rosario. Las paredes de aquella habitación también aparecían tapizadas de ornamentos y estampas religiosas. Encima de la mesilla de noche que había a un lado de la cama de matrimonio, ardía un cirio junto a la fotografía de un muchacho muy sonriente. El joven debería de haber muerto y el cirio ardía por su alma. Se preguntó si se trataría del padre de Juanita y cuántos cirios se habrían quemado ya.
La señora Rosario se dio cuenta de que Piñata miraba la fotografía. Se levantó y fue hacia el dormitorio.
—Discúlpeme. No es educado enseñar los dormitorios a los extraños.
Cerró la puerta y Piñata comprendió por qué en principio la había dejado abierta. Parecía como si alguien la hubiese golpeado con un martillo. La madera se había rajado y faltaba toda una tabla. A través de la abertura, el joven de la foto siguió sonriendo a Piñata. La movediza llama de la vela hacía que su rostro pareciese lleno de vida. Los ojos parpadeaban, los músculos faciales se movían, los labios se abrían y cerraban y sus negros cabellos rizados se agitaban al viento que entraba a través de la puerta rota.
—Lo ha hecho uno de los pequeños —le explicó la señora Rosario en voz baja—. No sé cuál, pues yo había salido a comprar a la tienda, aunque me imagino que debe ser Pedro, el mayor. Ya tiene once años, pero es un demonio y le gustan los juegos violentos.
«Y vaya si son violentos —pensó Piñata—. Pero, decir que son juegos, no es la palabra adecuada».
—Ahora ha ido a la carpintería para encargar otra puerta. Y como castigo, he hecho que se lleve a todos sus hermanos. Después tendrá que poner la puerta él solo y pintarla. Soy una mujer pobre y no puedo llamar al carpintero o a los pintores, con los precios que piden.
Era evidente que no era una mujer rica. Pero Piñata no podía ver ninguna señal de extrema pobreza. Por otra parte, todos aquellos objetos religiosos deberían de haber costado mucho dinero. La propietaria del rancho donde había trabajado la señora Rosario posiblemente se había mostrado muy generosa en su testamento o quizás ella había ganado dinero haciendo a la vez otros trabajos.
Volvió a mirar detenidamente la puerta. Algunas de las señales del martillo llegaban hasta la parte más alta. Si las había hecho un niño de doce años, debería de ser un gigante para su edad. ¿Y qué motivo podía tener para entregarse a aquel acto? ¿Venganza? ¿Afán de destrucción porque sí? O, quizás, pensó
Piñata, el chico había tratado de abrir una puerta que le habían cerrado.
No obstante, ni se le ocurrió pensar que la señora Rosario mentía.
Miraba cómo Juanita, vestida con su uniforme verde y acompañada de un hombre maduro, venía por Granada Street. La señora Rosario no conocía a aquel hombre, pero viendo cómo él y su hija hablaban y reían, supo que su compañía no podía traer nada bueno.
Hizo entrar a los pequeños, que estaban jugando en el patio de atrás. Ahora ya empezaban a darse cuenta de las cosas, a hacerse preguntas e incluso a charlar. Pedro tenía los ojos y las orejas como un zorro y la boca como la de un hipopótamo. Incluso en la iglesia hablaba en voz tan alta que al llegar a casa ella se veía obligada a castigarlo tapándole la boca con esparadrapo.
Les dio una manzana a cada uno de ellos y los hizo entrar en el dormitorio. Les prometió que si se portaban bien y se estaban quietecitos sentados en la cama, más tarde los llevaría a casa de la señora Brewster para ver la televisión.
Apenas había tenido tiempo de cerrar la puerta del dormitorio cuando sintió los ligeros pasos de Juanita subiendo los peldaños del porche. Al rumor de los pasos le acompañaba un coro de risas. Sacó la llave de la cerradura y miró por el agujero. Juanita entraba en la casa con el desconocido. Su voz era animada y sus mejillas estaban sonrosadas.
—Siéntese —dijo—. Eche un vistazo a todo eso. Una buena basura, ¿eh?
—Es una cosa diferente.
—Y tanto que es diferente. Pero no toque nada, que si no a mi madre le cogerá un ataque de nervios.
—¿Dónde está su madre?
Juanita enarcó los párpados, arrugó los labios y se encogió de hombros en una complicada combinación de movimientos.
—¿Cómo quiere que lo sepa? A lo mejor ha arrastrado otra vez a los chicos hasta la iglesia.
—Mala suerte.
—¿Dónde ve la mala suerte?
—Me hubiera gustado verlos —dijo Fielding con naturalidad, como si expresara un deseo fruto de la buena educación en lugar de referirse a un propósito tan serio—. Los pequeños me gustan. Yo sólo tuve una hija que ahora debe de tener más o menos su edad.
—¿De veras? ¿Qué edad me echa?
—Si no me hubiese dicho nada de sus hijos, hubiera pensado que unos veinte.
—¡Seguro!
—De verdad. Pero todo ese maquillaje en los ojos la hace mayor. No debería ponérselo.
—Les da relieve.
—Sus ojos no lo necesitan.
—Usted sabe halagar a las chicas.
Inconscientemente, Juanita comenzó a frotarse los ojos con los dedos, como si la opinión de Fielding pesara más de lo que ella quería admitir.
—¿Es bonita? Su hija, quiero decir —añadió.
—Lo era. Hace mucho tiempo que no la veo.
—¿Y cómo puede ser, si dice que los hijos le interesan tanto?
Era una cuestión que tenía un centenar de respuestas. Fielding escogió una al azar.
—He dado muchas vueltas. Yo no sé estar quieto en ninguna parte.
—A mí me ocurre lo mismo. Pero no puedo moverme mucho, con tantos hijos y una madre que me vigila como si tuviese dos cabezas —señaló Juanita tumbándose bruscamente en el sofá. Se quedó mirando el techo y añadió, como si hablara para sí misma—: A veces me gustaría que se levantara un tornado y se llevara esta casa y a mí con ella. Y caer en cualquier parte. Mejor incluso en un país extranjero.
Del dormitorio llegó de pronto el llanto de un niño. Inmediatamente siguió un coro de voces infantiles, como si aquel primer lloro hubiese sido la señal de empezar a hablar.
Juanita lanzó a la puerta una mirada furiosa, aunque no sorprendida.
—Está espiándome otra vez desde ahí dentro. Me lo podía haber imaginado.
El ruido del dormitorio iba en aumento. Fielding era apenas capaz de oír su propia voz.
—Mejor será que nos marchemos. No quiero verme metido en otra pelea.
—Aún no me he cambiado de vestido.
—El que lleva le sienta muy bien. Ande, vamos. Tengo ganas de beber una copa.
—Espere un poco.
—Cualquiera podría llamar a la policía. La última vez ya me costó doscientos dólares.
—No me gusta que me espíen.
Juanita saltó del diván y se movió rápidamente hacia el dormitorio. De paso, cogió un grueso crucifijo colgado de la pared.
—¿Qué hacéis ahí dentro? ¡Abrid! —gritó golpeando la puerta con el crucifijo.
Se hizo un repentino silencio. Uno de los niños comenzó a lloriquear.
—La abuela no quiere —dijo una voz infantil tras la puerta.
—Abriré cuando ese señor se haya marchado —respondió la señora Rosario al cabo de unos instantes.
—¡Abrirás ahora!
—Cuando ese señor se marche, ni un momento antes. No consentiré que estas criaturas vean cómo su madre sale con un hombre cuando su marido no está.
—¡Óyeme, bruja! —gritó Juanita—. ¿Sabes qué tengo en la mano? ¡Al mismo Cristo! ¿Y sabes qué haré? Lo usaré para dar golpes contra la puerta…
—¡No blasfemes en mi casa!
—Voy a darle golpes y golpes hasta hacer de ella un montón de astillas. Aunque sólo sea por una vez, esta imagen servirá para algo. ¡Para reventar la puerta! ¿Me oyes?
—Si haces algo violento, te pesará.
—¿Sí? ¿No ves que esta vez está de mi lado? Él está conmigo, no tú con él. Vamos, Jesusito —exclamó Juanita soltando una carcajada estridente.
Comenzó a golpear la puerta con el crucifijo, tan rítmicamente como si fuera un carpintero clavando clavos. Fielding seguía sentado, la cara contraída en una mueca de terror, escuchando el ruido de la madera y los lloros de los críos. De pronto, la cabeza del Cristo se rompió y salió despedida. Pasó a pocos centímetros de la cabeza de Fielding, cayó sobre la mesa y rebotó hasta el suelo.
El mismo golpe que había roto el crucifijo hundió una de las tablas de la puerta, de forma que la señora Rosario podía ver qué había pasado. La puerta se abrió al instante y los niños salieron corriendo, como un pequeño rebaño abandonando el vagón, lleno de terror y confusión.
Tras ellos, con un grito de rabia, la señora Rosario entró en la sala y recogió la cabeza del crucifijo.
—Así aprenderá a no espiarme —exclamó Juanita triunfalmente, volviéndose hacia Fielding—. Si lo hace, la próxima vez me encargaré de todos los demás trastos que llenan la casa.
—Eres mala. ¡Blasfemas!
—No me gusta que me espíen. No me gusta que me cierren las puertas.
Tres de los pequeños se habían escapado por la puerta de delante. De los otros tres, uno de ellos se había escondido tras el diván. Los otros dos permanecían cogidos de la falda de Juanita.
—Venid. Tenemos que arrodillarnos todos y pedir perdón por el pecado de vuestra madre —les dijo la señora Rosario con voz temblorosa.
—¡Reza por ti, vieja bruja! Lo necesitas más que nadie.
—Venid, niños. Para evitar a vuestra madre los tormentos del fuego eterno…
—¡Deja en paz a los niños! Si no quieren rezar, no tienen ninguna obligación de hacerlo.
—Paul, Rita, venid…
Ninguno de los dos pequeños se movió ni dijo una palabra. Parecían suspendidos en el aire, como un funámbulo a punto de caer que se preguntara qué lado era el bueno, el de Dios y la abuela, o el de Juanita. El más pequeño, Paul, fue el primero en decidirse. Ocultando su carita oscura contra la pierna de Juanita, se puso a llorar.
—No me marees más —masculló Juanita dándole un pequeño empujón y mandándolo hacia Fielding.
Fielding se encontró en la situación de un espectador de fútbol que de repente ve cómo el balón viene hacia su cabeza y no tiene otro remedio que cogerlo.
Tomó al niño en brazos y lo llevó al dormitorio para alejarlo de los gritos de las dos mujeres.
—Irás al infierno porque eres mala.
—¡Me alegro! Ya tengo parientes allí.
—No te atreverás a decir su nombre. No está en el infierno. El párroco dice que ahora está con los ángeles.
—Muy bien. Pues si él se ha podido reunir con los ángeles, yo también podré hacerlo.
—Liro, liro —canturreaba Fielding junto a la oreja del pequeño—. El gato y el violín. La vaca salta a la luna. El perrito se rió al verla pasar y el pez se escapó con la cuchara. ¿Nunca has visto una vaca que saltara a la luna?
Los oscuros ojos del niño miraban gravemente, como si la seriedad de la pregunta exigiera una respuesta igualmente seria.
—Una vez vi una vaca —dijo.
—¿Qué saltaba a la luna?
—No. La ordeñaban. La abuela nos llevó a ver un rancho muy grande donde las vacas trabajan mucho para hacer leche. Por eso yo tengo que tener cuidado de no derramarla.
—Una vez yo también trabajé en un rancho. Y puedes creer que trabajaba mucho más que cualquiera de las vacas.
—¿En el rancho de la abuela?
—No. En otro que está más lejos.
El alboroto de la sala se había interrumpido bruscamente. Juanita había desaparecido en algún lugar de la casa y la señora Rosario permanecía arrodillada frente a la pequeña urna, sosteniendo la cabeza del crucifijo en la palma de su mano izquierda. Rezaba en silencio, mas a juzgar por la expresión vindicativa de su cara, Fielding supuso que invocaba castigos y no bendiciones.
—Quiero que venga mi papá —dijo el niño.
—Pronto volverá. ¿Te gustaría que te contara las tribulaciones de Miss Muffett? Verás. Miss Muffett estaba sentada sobre una piedra, mientras comía su cuajada y su requesón. Entonces se le acercó una araña, se sentó a su lado, y Miss Muffett se marchó muy asustada. ¿A ti te asustan, las arañas?
—No.
—Muy bien. Las arañas pueden ser muy útiles.
Fielding sentía el cuello empapado de sudor. A cada momento el corazón se le disparaba con un salto, como si lo persiguieran dentro de la cavidad de su pecho. A menudo le preocupaba la posibilidad de un ataque cardíaco, pero cuando volvía a casa se tomaba un par de copas y se olvidaba de su corazón. Pero aquí no podía olvidarse. Aquí un ataque era inevitable. El resultado de aquella tarde absurda entre los golpes de un crucifijo que se rompía al desfondar una puerta, la culminación de las tristes plegarias de la mujer y del miedo de los niños, el tenso clímax del furor de Juanita y la espantada de Miss Muffett. «Y ahora, damas y caballeros, como final de fiesta, les presentamos a Stanley Fielding y su coronaria que desafía a la muerte».
—Miss Muffett —dijo mientras se escuchaba el corazón— era una niñita de verdad. ¿No lo sabías?
—¿Una niña de verdad como yo?
—Sí, como tú. Ella vivió… a ver, sí, hace unos doscientos o trescientos años. Un día su padre escribió unos versos hablando de ella y ahora a todos los niños del mundo les gusta que les hablen de Miss Muffett.
—A mí, no.
El niño sacudió la cabeza y sus negros y rizados cabellos rozaron el cuello de Fielding.
—¿Pues de qué te gustaría que te hablaran? Pero habla bajito, que no estorbemos a tu abuela.
—Hábleme del rancho.
—¿De qué rancho?
—De ése donde usted trabajó.
—Ya hace mucho tiempo.
«Señoras y caballeros, antes de que nuestra estrella consume su desafío a la muerte, les relatará momentos sobresalientes de su vida».
—Teníamos una yegua que se llamaba Winnie —siguió diciendo Fielding al niño—. Era muy vivaracha. Una yegua vivaracha ha de ser rápida e inteligente, y Winnie lo era. Sólo había que montarla y ella te escogía una vaca de un rebaño con la misma facilidad que tú coges una naranja del frutero.
—Antes de que viniese, la abuela nos ha dado una manzana. Yo he escondido la mía. ¿Quiere saber dónde?
—Mejor que no me lo digas. Yo no sé guardar secretos.
—¿Los dice?
—Sí. A veces los digo.
—Yo siempre los digo. La manzana está debajo de…
—¡Chist! —Fielding le acarició la cabeza. El niño, sin palabras, le había dicho aquello que él quería saber. Sus ojos y cabellos negros, su piel oscura, hablaban por él. Era evidente que se había cometido un error. ¿Pero quién lo había cometido y por qué?
«Dios mío, necesito una copa. Si tuviera algo que beber, podría pensar. Con una sola copa podría pensar. Pensar…».
—¿Cómo se llama? —preguntó el niño.
—Foster —dijo. Había usado tanto aquel nombre que ya no le parecía falso—. Sam Foster.
—¿Conoce a mi padre?
—No estoy seguro.
—¿Dónde está?
Era una buena pregunta, pero dentro del cerebro de Fielding aún había otra mejor. No dónde sino quién. «¿Quién es tu padre, niño?».
El chico le abrazaba tan fuerte que Fielding no podía mover la cabeza para mirar a su alrededor. Ahora sentía un olor que, al principio, demasiado excitado, no había advertido. Le costó un poco identificar que se trataba de olor a cera quemada.
Se levantó y dejó suavemente al chico en el suelo. Entonces se volvió y vio la fotografía del hombre de cabellos ensortijados que estaba detrás del cirio. El corazón le golpeó en el pecho y el ruido que hacía parecía tan fuerte como el de los golpes que
Juanita había dado contra la puerta. Unos relámpagos de luz roja le cegaron. Sintió que las piernas y los brazos se le paralizaban y notó cómo sus miembros se hinchaban hasta adquirir un volumen que doblaba el normal. «Es esto —pensó—. Damas y caballeros, es esto. Ya…».
Era una trampa.
Ahora lo veía claramente. Todo era una trampa. Una trampa que había sido escrita, ensayada y representada. Todos los diálogos, incluidos los del niño, habían sido aprendidos de memoria. Todos los gestos, incluida la rotura de la puerta, habían sido ensayados una y otra vez hasta que parecieran reales. Y todo el conjunto culminaba en ese instante en que descubrió la fotografía.
Alzó la mano hinchada y se secó el sudor que le caía sobre los ojos y le enturbiaba la visión.
Y ahora las dos estaban en la otra habitación, esperando a ver qué haría; la señora Rosario fingiendo que rezaba y Juanita fingiendo que se cambiaba de vestido para salir, y los niños fingiendo que estaban asustados. Todos estaban al acecho, escuchando, espiando, esperando que él se traicionara. E incluso el más pequeño era un espía. Esos ojos inocentes que le miraban no eran tan inocentes como pretendían y la boca angelical era la de un demonio.
«Ahora ya está entre los ángeles», había dicho la señora Rosario. Ahora él sabía de qué hablaba y una risa le subió hasta la garganta y, comprimiéndose allí, comenzó a asfixiarlo. Se aflojó la corbata pero, inmediatamente, se la apretó de nuevo. No podía permitirse que todos aquellos que le espiaban advirtieran que la fotografía le decía algo o que, simplemente, trataba de averiguar quién era el padre del niño.
De una manera vaga se daba cuenta de que no estaba pensando como debería. Pero era incapaz de limpiar su mente de aquella especie de neblina de sospechas que la oscurecía. Los hechos y la ficción se mezclaban en una especie de rara paradoja. Una chica perturbada se convertía en criminal. Su madre en una bruja intrigante. Y los hijos ya no eran niños sino adultos cuyos cuerpos habían sido encogidos.
—Ya estoy lista —dijo Juanita.
Fielding se volvió tan aprisa que perdió el equilibrio y tuvo que sujetarse a una de las esquinas de la cama.
—Es un vestido nuevo. ¿Me queda bien?
No podía hablar, pero consiguió afirmar con la cabeza. La neblina se iba disipando y ahora podía ver bien a la chica: una mujer joven, delgada y bonita, con un vestido azul y blanco de falda ancha, y un jersey rojo sobre los hombros; calzaba zapatos de piel de serpiente que tenían unos tacones tan finos como agujas.
—Vamos —dijo ella—. Vámonos ya de esta casa de fantasmas.
Fielding abandonó el dormitorio; sobre sus pies inseguros, temblando de alivio. No había sido ninguna trampa, nada había sido tramado previamente. Todo se había fraguado en su propia mente, era fruto de su temor y de su sentimiento de culpa. Todos, Juanita, su madre, los niños, todos eran inocentes. Ni siquiera sabían cómo se llamaba realmente o para qué había ido a la casa. La fotografía sobre la mesita de noche era sólo una de esas desagradables coincidencias que a veces se producen.
Y aun así…
«Necesito una copa. Dios mío, necesito un trago».
La señora Rosario se persignó y se alejó de la urna. Todavía no se había dignado aceptar la presencia de Fielding. Ni una sola vez, ni por casualidad, le había mirado. Por encima de su hombro y dirigiéndose a su hija, preguntó:
—¿Dónde vas?
—Salgo.
—Me comprarás otro crucifijo.
Juanita se humedeció un dedo y se lo pasó por las cejas.
—Lo haré. Aunque me extraña ser tan generosa.
—No lo eres —recalcó la señora Rosario con firmeza—. Pero tienes el suficiente sentido común para comprender que ésta es mi casa. Si te cierro la puerta te encontrarás en la calle.
—Prueba a tocar la cerradura y verás lo que pasa.
—Si vuelves a hacer lo que has hecho, llamaré a la policía. Te detendrán y meterán a tus hijos en el asilo infantil.
Juanita se puso muy pálida. Pero sonrió y se encogió de hombros tan expresivamente que el jersey fue a parar al suelo. Cuando Fielding lo recogió, ella se lo arrancó de las manos.
—¿Sí? Los pequeños estarán mejor allí que en esta casa de locos donde te pasas media vida arrastrándote de rodillas.
Por primera vez, la mujer miró a Fielding.
—¿Dónde se lleva a mi hija?
—No me lleva a ninguna parte —dijo Juanita—. Soy yo quien me lo llevo. Soy yo la que tiene coche.
—El coche, lo dejas en el garaje. Joe dice que eres demasiado loca para conducir y te matarías. Y no puedes morirte mientras tengas tantos pecados dentro del cuerpo.
—Queríamos ir al cine —aclaró Fielding a la señora Rosario—. Pero si usted no lo aprueba… es decir, no me gustaría que por mi culpa hubiesen discusiones familiares.
—En ese caso, más vale que se marche. Mi hija es una mujer casada. Las mujeres casadas no van al cine con desconocidos y los caballeros no les piden que les acompañen. Yo no sé quién es usted.
—Sam Foster, señora.
—Es como si no me dijera nada.
—Déjalo tranquilo —dijo Juanita—. Y no te metas en mis cosas.
—Esta es mi casa y las cosas que en ella pasan son asunto mío.
—Muy bien, pues quédate en tu maldita casa. ¡Confítatela! Después de todo no es más que una barraca inmunda.
—En momentos de dificultad os ha proporcionado un techo, a ti y a tus hijos. Si no fuese por mí, vivirías en la calle.
—Me gusta la calle.
—Sí, claro que sí, ahora que hace sol y el tiempo es bueno. Espera a que venga la noche, a que haga frío o que comience a llover. Entonces vendrás llorando.
—¿Te gustaría, verdad, que te viniese llorando? Pues muy bien, comienza a rezar para que llueva y luego ya veremos si vengo llorando.
Juanita abrió la puerta de la casa e hizo una seña a Fielding para que la precediese.
—¡A ver si vengo llorando!
—¡Gitana! —estalló la señora Rosario en un murmullo furioso—. No eres mi hija sino una gitana. Te encontré tirada en una cuneta y me compadecí de ti. ¡Gitana! En tus venas no hay ni una sola gota de mi sangre.
Juanita cerró de golpe y las vírgenes que colgaban de las paredes temblaron, pero no perdieron la sonrisa.
Los granados de Granada Street se acunaban suavemente al vaivén de la brisa.
—Nací en el hospital de San José —dijo Juanita—. Lo tienen anotado en sus libros. ¿Supongo que no se ha creído eso de que me encontró tirada en una cuneta?
—Vamos a beber unas copas.
—Sí, ¿pero se lo ha creído o no?
—¿Qué?
—Eso de que soy una gitana.
—No.
Fielding hubiese querido echar a correr y poner cuanta tierra por medio fuera posible entre él y aquella casa de locos con su crucifijo decapitado.
Juanita trotaba a su lado, cojeando a causa de sus altos tacones.
—¡No tan aprisa!
—Necesito una copa. Tengo los nervios deshechos.
—Le ha impresionado, ¿eh?
—¡Ya lo creo!
—Cuando vivía con ella, antes, no era tan terrible. Era muy religiosa, eso sí, pero la cosa no empezó a ponerse seria hasta quede dio por mandar a la gente al cielo. ¿Ha visto la vela, verdad?
—Me parece que sí.
—El coche está aquí mismo. Lo tengo en un garaje para que los críos no me arañen la pintura.
—No necesitamos el coche, Nita. Tampoco yo me puedo permitir matarme con todos los pecados que llevo a cuestas.
—Mi madre está grillada.
—Sí, pero…
—Ya le ha oído decir lo de la cuneta y todo lo demás. Todo son mentiras. En los libros del hospital de San José figuro como que nací allí.
La señora Rosario seguía tiesa ante la puerta astillada, como si quisiera ocultar la herida mortal que su casa había recibido.
—Perdone la curiosidad —dijo Piñata—. ¿El hombre de la fotografía, era el padre de Juanita?
—Hace veinte años que el nombre del padre de Juanita no ha sido pronunciado en esta casa. No malgastaría ni un poquito de cera por su alma —manifestó la señora Rosario cruzando sus manos sobre el pecho—. Es preciso que le recuerde que si le he hecho entrar ha sido para hablar del señor Foster. Pero de nadie más.
—Muy bien. ¿Dónde iba, al dejar la casa con su hija?
—No lo sé bien. Hablaban de ir al cine, pero Juanita casi nunca va. No le gusta encontrarse encerrada en lugares oscuros.
—¿Qué suele hacer, los sábados por la tarde cuando sale?
—Va de compras, se lleva a los niños a la playa o a pescar al muelle. Le gusta estar fuera de casa y hablar y bromear con los pescadores que siempre hay por allí. A veces puede ser muy feliz —dijo estudiándose las manos, como si leyera el pasado en sus líneas y lo encontrara tan inescrutable como el futuro—. A veces es la chica más feliz del mundo.
—¿Y qué hace cuando se siente desgraciada?
—Yo no la sigo. He de vigilar a sus hijos.
—Pero debe oír hablar…
—Las amigas a veces me hablan, pero sólo cuando se porta bien. No cuando hace trastadas.
—¿Bebe? Se lo pregunto porque el hombre que la acompaña siente una gran debilidad por la bebida. Si Juanita es como él, sabré dónde buscarlos.
—A veces sí bebe.
—¿En el Velada? .
—Allí nunca —contestó con dureza—. En el Velada, nunca. La señora Brewster no le permitiría beber ni siquiera un vaso de cerveza.
Descartado el Velada, pensó Piñata, aún quedaban unos veinticinco o treinta establecimientos que podían ser calificados de taberna y hasta ochenta o noventa restaurantes en los que servían licor. En muchos de esos restaurantes Juanita no podría entrar a causa de su raza. Sus propietarios se deshacían de esta clase de clientes negándoles directamente la entrada o poniendo en la puerta un cartel que reservaba el derecho de admisión. Las tabernas, en cambio, se hallaban en zonas donde la discriminación racial hubiera supuesto el fin de su negocio. Por ello parecía más lógico suponer que Juanita iría a alguno de estos lugares. A despecho de todo lo que le habían contado sobre su agresivo carácter, Piñata tenía la impresión de que la chica era demasiado tímida para alejarse de los sitios donde era bien recibida.
—Señora Rosario, hace unos cuatro años que Juanita se marchó a Los Ángeles. ¿Por qué?
—Se cansó de que la policía, la clínica y el departamento de libertad condicional la mareasen. No hacían más que hablar y hablar de lo que ella tenía que hacer, qué vestidos debía ponerse, cómo debía cuidar de sus hijos…
—¿Querían ayudarla, ño?
—Hay formas de ayudar que todavía estorban más —proclamó ella en tono burlón—. La última vez que la detuvieron no había hecho nada. Cuando una es joven, fastidia mucho no poder divertirse nunca, encontrarse siempre con media docena de criaturas detrás. Si los dejó encerrados, fue por el bien de ellos, para que no se escaparan y se hicieran daño. Pero cuando los pequeños se pusieron a llorar, los vecinos se quejaron y la policía preguntó qué habría pasado si llega a ocurrir un terremoto o un incendio. La detuvieron, pues, y pusieron a los niños en el centro de acogida. ¿A eso llama ayudar, usted? Yo, no. Si toda la ayuda se reduce a eso, preferiría valerme por mí misma; Que es precisamente lo que ella hizo cuando la dejaron en libertad. Se fue aquella misma noche. Los pequeños estaban en la cama, durmiendo, y yo le pedí a la señora López que los vigilara mientras iba a la iglesia. Cuando volví, Juanita ya se había ido con todos. —Movió la cabeza atrás y adelante, como acunando el doloroso recuerdo—. No creía que se marchara de forma tan repentina, sin marido, sin amigos y con un hijo que debía nacer un mes después.
—¿Dejó algún mensaje para usted?
—No.
—¿Y usted no sabía adónde se iba aquella noche?
—No. No supe nada más de ella hasta hace dos semanas. Los del departamento y alguien de la clínica asomaron la nariz por aquí. Pero les dije lo mismo que le digo a usted ahora.
—¿Pero es verdad todo eso? —preguntó Piñata.
La señora Rosario parpadeó y sus ojos color de oliva madura desaparecieron una fracción de segundo bajo unos párpados que parecían marchitos por falta de lágrimas.
—Cuatro años sin tener noticias y, de pronto, alguien llama a la puerta y es ella con sus seis chicos, un marido y un coche. Comienza a parlotear diciéndome lo feliz que es, que si el pequeño es muy despabilado, que si el coche es muy bonito y que si su marido es muy bien plantado… Pero en sus ojos había una luz que no me gustaba, esa mirada inquieta que es tan suya. Cuando se siente de esa forma, casi no come ni duerme. Se mueve noche y día, de un lugar al otro, sin cansarse.
«De un lugar a otro —se repitió Piñata para sus adentros—. Veinticinco tabernas, ochenta restaurantes, sesenta mil personas. Mejor que empiece a buscarla».
—Ese hombre que va con ella —inquirió la señora Rosario—, ese señor Foster, ¿es un borracho?
—Sí.
—Si los encuentra, haga que Juanita vuelva a casa.
—Lo intentaré.
—Dígale que lamento haberla tratado de gitana. No me he podido dominar la lengua. No es ninguna gitana, mi pequeña Juanita. Es tan fácil, a veces, perder el control… Después me avergüenzo y lo lamento. La encontrará, ¿vedad? Dígale que lo siento.
—Haré todo lo que pueda.
—No se entretenga. Ese hombre podría meterla en un buen lío.
Piñata no estaba seguro de quién metería en líos a quién, pero sabía que aquellos dos formaban una mala pareja. Escribió su nombre, los teléfonos de su casa y del despacho y le entregó el papel a la señora Rosario.
Ella lo sostuvo estirando el brazo para poder leerlo.
—Piñata —dijo inclinando la cabeza—. Es un nombre muy católico.
—Sí.
—Si mi hija fuera más a menudo a la iglesia, no le pasaría todo lo que le pasa.
—Seguramente —repuso Piñata, sabiendo que no le llevaría a ninguna parte discutir sobre aquella cuestión—. Si Fielding o Juanita vuelven, le agradeceré que me lo haga saber.
—¿Fielding?
—Es su verdadero nombre.
—Fielding —repitió ella en voz baja. Luego dobló lentamente el pedazo de papel y lo metió en el bolsillo de su vestido negro—. Supongo que el nombre que se pone la gente no tiene ninguna importancia. También es posible que no se llame Fielding.
—Tengo la seguridad de que es su apellido.
—Bien, no es asunto mío —dijo cruzando la habitación y abriendo la puerta—. No los encontrará. Yendo en coche, cualquiera sabe dónde están.
—Puedo intentarlo.
—Si lo hace por mí, no es necesario.
—Place un momento me ha pedido que trate de encontrarla y la haga volver.
—Estoy cansada —confesó ella con amargura—. Estoy cansada. Que vaya donde quiera.
—Pero yo tengo que cumplir con mi trabajo.
—Muy bien, pues. Buenos días, señor Piñata. Si es ése su nombre.
—No tengo otro.
—De cualquier modo, no me interesa si tiene otro o no.
Cuando hubo terminado de cruzar el umbral, la mujer cerró la puerta tan aprisa que Piñata se sintió como si lo echaran.
El porche de la casa de los López estaba vacío y el dorado hula-hoop de Querida reposaba sobre los peldaños, roto.
La señora Rosario esperó hasta que el coche hubo desaparecido. Mientras esperaba espiando detrás de las cortinas, se sintió débil y febril, como si una mano de acero le hubiese estrujado el corazón y las venas. Se tocó la cruz de plata que llevaba colgada del cuello y pidió que le diera las fuerzas y el calor que le faltaban. Pero el metal estaba tan frío como su propia piel. «Piñata. Suena a falso. Ni siquiera ha dicho que fuera auténtico, sino que no tenía ninguno más».
Se fue a la cocina y buscó la guía de teléfonos. Encontró el nombre: Stevens Piñata. Y el número era el mismo que había escrito en aquel pedazo de papel.
Se apoyó contra el fregadero, paralizada por la indecisión. Tenía órdenes de no llamar al señor Burnett a su despacho si no era absolutamente necesario y órdenes de no llamarle jamás a su casa pasara lo que pasara. ¿Pero qué derecho tenía el abogado a darle órdenes? Quizás incluso había sido el propio Burnett quien había enviado a Piñata y a Fielding para espiarla. De cualquier modo, ella no les había dicho nada. La fotografía había sido tomada treinta años antes y la imagen que aparecía en ella no se parecía en nada a la del hombre que había muerto.
Los minutos pasaban, escapándose de su pecho lo mismo que los latidos de su corazón. Había sido una lucha larga y cruel. ¡Cuántos días largos y crueles en el transcurso de su vida! Carlos, al menos, ya había escapado a aquel tormento. El párroco le había dicho que ya no era necesario encenderle más cirios. «¡Seguro que ya está en el cielo! —le dijo—. Y usted no debe convertirse en una fanática. Eso perjudica a la Iglesia. Ya hace demasiado tiempo que dura ese asunto».
Tenía razón, naturalmente. Todo aquello ya hacía demasiado que duraba.
Descolgó el teléfono.