13

ERAN LAS DOS Y MEDIA cuando Piñata llegó al café Velada. Antes de salir del coche, se quitó la corbata y la chaqueta sport, se arremangó la camisa y se soltó el cuello. Había decidido ir directamente al grano y preguntar por la chica como si fuese uno de sus admiradores.

Pero no había podido suponer que la señora Brewster fuese una mujer tan suspicaz. Inmediatamente advirtió su presencia y, en voz baja, le dijo a Chico.

—Policía. ¿Te has metido en algún lío?

—No, señora Brewster.

—No me engañes.

—Le digo que no. Yo…

—Si te pregunta la edad, dile que tienes veintiuno.

—No se lo creerá. Le conozco. Quiero decir que me conoce de la Asociación de Jóvenes. Nos enseñaba a jugar a la pelota.

—Pues escóndete en la habitación de atrás hasta que se vaya.

Chico se precipitó hacia el fondo, arrastrando la escoba. Parecía una bruja asustada por otra bruja más poderosa.

Piñata se sentó ante el mostrador. La señora Brewster se le acercó, sosteniendo el delantal como un escudo protector y preguntó educadamente:

—¿Desea algo el señor?

—¿Qué tiene para comer?

—Ya no servimos comida, a esta hora.

—¿Ni siquiera un poco de sopa?

—Ya se ha terminado.

—¿Café?

—Está pasado.

—Comprendo.

—Podría hacerle café nuevo, pero tardaría mucho. Soy muy lenta.

—Chico en cambio es muy rápido. Claro que él es joven.

Los ojos de la señora Brewster centellearon.

—No tan joven. Ya tiene veintiún años.

—Yo diría que tiene dieciséis.

—Veintiuno. Es lo que dice en su certificado de nacimiento. Y es un papel como debe ser.

—En ese caso, Chico debe de tener su propio impresor.

—Chico parece más joven —replicó la señora Brewster, obstinada— porque todavía no le ha salido la barba.

Piñata ya sabía que sus planes habían fracasado, que le sería imposible conseguir cualquier información de una mujer que incluso se negaba a servirle café.

—Oiga, yo no soy policía —le dijo—. No es cosa mía si alguno de sus empleados es menor de edad. Pero Chico es amigo mío. Me gustaría hablarle un momento.

—¿Para qué?

—Quiero saber cómo sigue.

—Sigue muy bien. No se mete donde no le llaman, cosa que debería hacer todo el mundo.

Piñata miró hacia la parte de atrás del café y vio cómo Chico le espiaba a través de uno de los pequeños cuadriláteros de cristal que había en la puerta. Piñata le sonrió y el chico correspondió amistosamente.

Al verle sonreír, la señora Brewster vaciló. Intranquila, se restregó las manos en el delantal.

—¿Está en algún lío?

—No.

—¿Es verdad que lo conoce de la Asociación?

—Sí.

El bufido de la señora Brewster expresó la pobre opinión que tenía de la Asociación, pero con la punta del delantal hizo una seña a Chico y éste salió de su escondrijo arrastrando la escoba. Seguía sonriendo, pero de cerca se notaba que su sonrisa era más de preocupación que de amistad.

—Hola, Chico.

—Hola, señor Piñata.

—Hacía tiempo que no te veía.

—He tenido trabajo. Y ya sabe usted, entre una cosa y otra…

Tres hombres con mono de trabajo entraron en el café y se sentaron en el otro extremo del mostrador. La señora Brewster se acercó a ellos y, de paso, arrugó el entrecejo para indicarle a Chico que fuese prudente.

—¿Qué tal en la escuela?

Chico levantó la cabeza y se puso a examinar una mancha del techo como si le interesara mucho.

—No muy bien.

—Pero debes avanzar, ¿no?

—Eso ya pertenece al pasado. Dejé la escuela por Navidad.

—¿Por qué?

—Necesitaba encontrar un trabajo estable si quería conservar el coche en buen estado. Todos esos trabajos que uno puede hacer al salir de clase no sirven para nada. Uno no puede invitar a una chica si el coche no funciona.

—Ésa es una razón muy estúpida para dejar los estudios.

Chico se encogió de hombros.

—Usted me ha preguntado y yo le contesto. A lo mejor cuando usted era joven las chicas eran de otra manera y les gustaba pasear por el parque. Ahora, cuando uno le pide a una chica para salir, donde primero quiere ir es a un drive-in. Y uno no puede ir a uno de esos cines sin tener coche.

—Si no tienes coche.

—Eso quería decir. Si uno no tiene coche, no es nadie, no cuenta.

Durante los últimos años, Piñata había oído la misma historia más de cincuenta veces, contada por jovencitos más inteligentes y preparados que Chico. Y cada vez que la oía se sentía más deprimido.

—Eres muy joven para trabajar en un lugar como éste.

—No hay ningún mal en ello —contestó con nerviosismo—. De veras, señor Piñata. Yo no lamo las escurriduras de los vasos. Croaky lo hace. Es el chico que lava la vajilla. Es como si fuera una parte de su salario.

—¿Y qué me dices de la otra gente que trabaja aquí? Las camareras, por ejemplo. ¿Cómo te tratan?

—Bien.

—¿Quién es la rubia que está en el reservado del fondo?

—Millie. A la otra la llamamos Sunny, un diminutivo de sol, porque nunca sonríe. Dice que hacerlo no sirve para nada —a Chico le gustaba que la conversación se hubiera desviado de su persona y tenía la intención de hacer todo lo posible para que no volviera otra vez a él—. Millie es una chica muy tranquila. Era profesora de baile en una de esas academias, ya sabe, donde enseñan cosas como el cha-cha-chá, pero no le iba bien para los pies. Ya los tenía planos y con el baile se le terminaban de aplanar.

—Creí que había una camarera nueva, una tal Nita no sé qué.

—Oh, sí. Es todo un caso. Tan pronto le habla a uno como si fuera su mejor amigo («Hola, Chico, ¿verdad que hace una mañana estupenda?») como da la impresión de que acabara de caer de otro planeta. Es una chica muy protestona. Ella y la vieja —señaló discretamente a la señora Brewster— son muy amigas porque la vieja conoce a su madre. Siempre hablan.

—¿Y hoy no trabaja, Nita?

—Ya se ha marchado. Hace una hora que salió con un tipo. Han intercambiado unas palabras a propósito de una vieja canción. Pero al final la señora Brewster y ese individuo se pusieron a cantarla juntos. Una canción donde sale su nombre, Juanita. Y no es que estuvieran borrachos.

—A lo mejor es su marido, ese individuo.

—No. Está en la cárcel. Éste de hoy hizo que lo metieran.

«Dios mío, Fielding ha vuelto. Me pregunto si Daisy lo sabe…».

—Lo he reconocido enseguida —añadió Chico orgullosamente—. Tengo muy buena memoria para las caras. Quizá yo no servía para las matemáticas, pero nunca olvido una cara.

—¿Era muy viejo?

—Podía haber sido mi padre, de sobras. Incluso el padre de usted, quizás.

—Debe de ser bastante viejo, pues —confirmó Piñata con una mueca.

—Sí, ya lo sé. Me ha extrañado mucho que Nita se fuera con él.

—¿Dónde han ido?

—Al cine. Nita y la vieja han discutido. No es que se hayan peleado, pero poco ha faltado. «Vete a casa con tu madre», le decía la vieja. Pero Nita no ha querido hacerle caso y se ha ido con ese hombre. A Nita no le gusta que le digan qué tiene que hacer. Como el otro día que llovía y yo le comenté: «Mira, llueve». Una observación que no tenía nada de especial, pero se enfadó como si le hubiese dicho que llevaba los labios mal pintados o algo por el estilo. Yo creo que le falta un tornillo.

La señora Brewster se volvió bruscamente y, con voz dura y penetrante, dijo:

—¡Chico, a barrer!

—Sí, señora. He de volver al trabajo, señor Piñata. ¿Ya nos veremos en la Asociación, verdad?

—Eso espero. Me desagrada que hayas renunciado a los estudios por culpa de un coche.

—Hoy las cosas son así.

—¿Tú crees?

—Ni usted ni yo podemos cambiarlas.

—¡Chico! —gritó la señora Brewster—. ¡A barrer!

Chico empezó a darle a la escoba.

De la cabina telefónica que había en un rincón salía tal hedor que parecía indicar que por las noches servía para una clase de comunicaciones y necesidades que la compañía no había previsto. Las paredes estaban llenas de números telefónicos, iniciales j nombres y mensajes. «Winston tiene buen gusto. Winston 93446. Sally M. es frígida. No os aseguréis a medias. Recuerdos de Jersey City. La vida es una porquería. Estáis chalados, tíos. 24 T, U 4. Hola, mundo cruel, adiós».

Piñata marcó el número de Daisy. Comunicaba. Entonces llamó a casa de Charles Alston. Él mismo se puso al teléfono.

—Soy Steve Piñata, Charley.

—¿Ha habido suerte?

—Depende de a lo que usted llame suerte. He ido al Velada y Juanita ya había salido, pero no hay duda de que se trata de la misma chica.

El suspiro de Alston pudo oírse pese a los ruidos de la calle, que entraban hasta la cabina abierta.

—Mucho me lo temía. Bueno, no me queda otro remedio que avisar al departamento de libertad condicional. Me desagrada hacerlo, pero hay que proteger a la chica y a sus hijos. ¿Le parece… quiero decir si está de acuerdo en que avise a esa gente?

—Eso es cosa suya. Conoce las circunstancias mucho mejor que yo.

—Hoy tenemos cerrado, naturalmente. Pero les llamaré el lunes a primera hora.

—¿Y mientras?

—Mientras esperaremos.

—Quiere decir que esperará. Yo no lo haré. Trataré de encontrarla.

—¿Por qué?

—Ha salido con un excliente mío y quiero verla por varias razones.

—Si la encuentra, trátela con consideración. No por usted sino por ella. Espero que usted sabrá protegerse. ¿Dónde vive?

—Con su madre, creo. Empezaré por allí. ¿Dónde vive la señora Rosario?

—Cuando la conocí, vivía en una casita de Granada Street. Es fácil que siga viviendo allí, pues la casa es suya. Hace mucho tiempo que la compró. Antes trabajaba de mayordoma en la granja de los Hogginson. Cuando la señora Hogginson murió, le dejó unos centenares de dólares, como a los demás sirvientes. Y ahora que lo pienso, si Juanita se ha ido con su excliente, ¿cómo espera encontrarla en Granada Street? Puede creerme, Steve, Juanita no es de la clase de chicas que llevan hombres a casa de su madre.

—Me parece que se habrá acercado a su casa para cambiarse de vestido. Ha trabajado hasta las dos y llevaba uniforme. No creo que haya querido ir al cine vestida así.

—Puede estar seguro de eso. ¿Qué piensa hacer?

—Trataré de sacar algo de información de la señora Rosario.

La carcajada de Alston fue corta pero ruidosa.

—Le puede salir bien o le puede salir mal. Todo depende de si usted tiene o no tiene mal de ojo. A propósito, le he concertado una entrevista con Roy Fondero para las tres.

—Ya casi lo son.

—Es mejor que vaya a verle, pues. Esta noche se va a Los Ángeles a ver un partido. Y otra cosa, Steve. Dé a entender a la señora Rosario que es usted un hombre sin vicios ni debilidades. No fuma, no bebe, no blasfema ni fornica. Usted va a misa, se confiesa y respeta las fiestas de guardar. ¿No tiene por casualidad algún hermano o algún tío que sea cura?

—Podría tenerlo si conviene.

—Eso le ayudaría. Y, de paso, ¿habla usted español?

—Un poco.

—Pues no se le ocurra hablarle. A muchos hispanos que viven aquí desde hace años no les gusta que la gente se dirija a ellos en castellano, aunque a veces usen esa lengua para hablar con sus familiares y amigos.

Una docena de columnas dóricas por las que trepaban gigantescas madreselvas birmanas daban a la fachada de la casa de Fondero la apariencia de un viejo edificio del Sur. Pero esa impresión se difuminaba al ver el enorme coche fúnebre aparcado al lado de la verja. Detrás del furgón fúnebre había otro coche, uno pequeño y deportivo de color verde vivo. Lo incongruente de ambos vehículos hizo sonreír a Piñata. «La muerte y la resurrección —pensó—. Quizá los norteamericanos de hoy se la imaginen así, como un coche deportivo de colores vistosos que a lo largo de un camino de espuma los transporta a un nirvana de nylón-orlón-dacrón».

Pinata entró y dobló a la derecha.

Fondero estaba regando un plantel de marantas. Era un hombre de proporciones macizas, como si hubiera sido hecho para soportar el peso y el dolor de los demás.

—Siéntese, señor Pinata. Charles Alston me ha telefoneado para decirme que deseaba usted una información.

—En efecto.

—¿Sobre qué?

—¿Se acuerda usted de Carlos Camilla?

—¡Oh, ya lo creo que sí! —acabó de regar las marantas y dejó la regadora vacía sobre el alféizar de la ventana—. Por así decirlo, Camilla fue mi huésped durante un mes. Ya sabe usted que esta ciudad no tiene morgue oficial, pero había que guardar el cuerpo mientras se investigaba el origen del dinero que le encontraron encima. No descubrieron nada y al fin el cadáver fue enterrado.

—¿Asistió alguien al funeral?

—Un cura y mi mujer.

—¿Su mujer?

Fondero se sentó en una silla que parecía demasiado frágil para sostener su peso.

—Betty se opuso a que enterraran a Camilla sin plañideras, de manera que actuó como sustituía. Y no todo era fingido, no crea usted. Camilla, quién sabe si debido a las trágicas circunstancias de su muerte, quizá porque lo tuvimos con nosotros tanto tiempo, le preocupaba. Confiábamos en que alguien acabaría por reclamarlo. No fue así y Betty siguió negándose a admitir la idea de que Camilla no tenía a nadie que se preocupase por él. Insistió para que el dinero que le encontraron encima se destinara a comprar un monumento de calidad y no cualquier baratija para salir del paso. Pensaba que un día u otro vendría alguien a llorar a Camilla y quería que su tumba tuviera buen aspecto. Eso es lo que recuerdo de él.

«Y alguien fue a llorarlo, en efecto. Pero era una extraña, Daisy», pensó Piñata.

—¿Es usted detective, señor Piñata?

—Tengo una licencia que asilo dice.

—En tal caso quizá tenga una idea que explique por qué un hombre como Camilla disponía de 2000 dólares.

—Lo más probable es que procedieran de un atraco.

—La policía nunca pudo probarlo —dijo Fondero sacando una pitillera de oro del bolsillo—. ¿Un cigarrillo? ¿No fuma? Hace usted bien. A mí me gustaría dejar de fumar. Desde que hablan de todo eso del cáncer de los pulmones, un gracioso local ha empezado a llamar «fonderos» a los cigarrillos. Bueno, hasta cierto punto no deja de ser publicidad.

—¿De dónde le parece a usted que Camilla hubiese podido sacar ese dinero?

—Yo me inclino a creer que su procedencia era honesta. Quizá los había ahorrado. Quizás acababa de cobrar un préstamo que le había hecho a alguien tiempo atrás. Esto último es lo que me parece más lógico. Era un moribundo y él no podía ignorarlo. Por eso decidió que ya era hora de recuperar ese dinero. Quería pagarse un buen entierro. Eso explicaría su presencia en nuestra ciudad… La persona que le debía ese dinero es posible que viviera aquí. O quizá todavía vive.

—Parece plausible, si exceptuamos un detalle. Según el periódico, la policía pidió que si alguien conocía al difunto se presentase. Y no se presentó nadie.

—En persona, no. Pero cuando ya hacía una semana o cosa así que teníamos a Camilla aquí, alguien telefoneó. Se lo comuniqué a la policía y ella creyó, lo mismo que creí yo en aquel momento, que se trataba de algún maníaco religioso.

La expresión del rostro de Fondero, mientras se inclinaba hacia adelante, era una extraña combinación en la cual se mezclaban la risa y la irritación.

—Si quiere tener noticia de todos los idiotas y maniáticos que hay en la ciudad, ponga un negocio como el mío. La vigilia de Todos los Santos, llaman los bromistas. Por Navidad y por Pascua, los maniáticos de la religión. Para septiembre, son los chicos de los institutos con sus novatadas. Cualquier mes del año es bueno para los obsesos sexuales, que sugieren toda la cantidad de aberraciones que tienen lugar en mi laboratorio. Recibí esa llamada poco antes de Navidad, cuando, como le he dicho, se manifiestan los maníacos de la religión.

—¿Era un hombre o una mujer?

—Una mujer. En general siempre son mujeres.

—¿Qué clase de voz tenía?

—Normal en todos sus aspectos, por lo que recuerdo. Ni alta ni baja, relativamente educada y como perteneciente a una persona de media edad.

—¿Algún acento especial?

—No.

—¿Podía haber sido una mujer más joven, pongamos, de unos treinta años?

—Quizá sí, pero yo diría que no.

—¿Qué quería?

—Después de tanto tiempo ya no recuerdo sus palabras exactas. El caso es que me aseguró que Camilla era un buen católico y que era menester enterrarlo en tierra sagrada. Le expliqué las dificultades que había en estos casos, pues Camilla no parecía haber muerto en el seno de la iglesia. Ella insistió, pretendiendo que Camilla había reunido todos y cada uno de los requisitos necesarios para poder ser enterrado en tierra consagrada. Luego colgó bruscamente. Si dejamos de lado el hecho de que la mujer no perdió el control en ningún momento, todo indicaba que se trataba de una de esas llamadas que le he dicho. Al menos, entonces pensé que era así.

—Camilla fue enterrado en el cementerio protestante —dijo Piñata.

—Hablé con el rector de la parroquia. Pero no quiso dar su brazo a torcer.

—¿Habló del dinero, la mujer?

—No.

—¿Y de la forma en que había muerto?

—Debido a la insistencia de que Camilla era un buen católico —prosiguió Fondero con precaución—, llegué a sacar la impresión de que ella no creía que se hubiera suicidado.

—Y usted, ¿qué opina de eso?

—Los expertos dijeron que fue un suicidio.

—Me imagino que usted también debe ser un experto en ese tipo de cosas…

—Tengo experiencia, pero no soy un experto.

—¿Cuál es su opinión personal? —insistió Piñata.

Por la ventana, el hijo de Fondero había empezado a silbar desafinadamente una canción.

—Trabajo en estrecha relación con la policía y el forense. No me conviene tener una opinión contraria a la de ellos.

—Pero usted la tiene.

—No para que conste en acta.

—Muy bien. No diré nada a nadie.

Fondero fue hasta la ventana y luego volvió hasta la silla. Miró a Piñata de frente.

—¿Recuerda la nota que dejó?

—Sí. «Con esto habrá para pagar mi viaje al cielo, ratas nauseabundas. Nacido demasiado pronto, 1907. Muerto demasiado tarde, 1955» •—rememoró Piñata.

—Y todo el mundo pareció creer que era la nota que habitualmente deja un suicida. Puede que sí. Pero también podría tratarse del mensaje de un hombre que se sabe condenado, ¿no le parece?

—Supongo que sí —dijo Piñata—. Eso nunca se me había ocurrido.

—Ni a mí, hasta que examiné el cadáver. Era el de un hombre viejo, prematuramente envejecido, si aceptamos la fecha de su nacimiento, y no veo por qué tendría que mentir en esas circunstancias. Se habían producido en su cuerpo diversos procesos degenerativos: el hígado, era cirrótico, las arterias estaban muy endurecidas, tenía enfisema en los pulmones y una artritis ya muy avanzada. Esto último fue lo que más me interesó. Las manos de Camilla permanecían muy hinchadas y ya habían perdido la forma. Dudo seriamente de que fuesen capaces de sujetar un cuchillo con la fuerza necesaria para matarse. Quizá lo hizo. Lo único que digo es que yo lo dudo.

—¿Expresó sus dudas a las autoridades?

—Se lo dije al teniente Kirby. No le causó la menor impresión. Pretendió que la nota del suicida era una evidencia más formal que la opinión de un lego en la materia. Pese a que no poseo ningún título, después de veinticinco años en este negocio ya no me considero un lego. Pero Kirby tenía su parte de razón. Una opinión no es una evidencia. La policía y el forense se dieron por satisfechos con el veredicto de suicidio, y si Camilla tenía amigos que no estaban conformes, no se manifestaron. Usted es un detective. ¿Qué opina?

—Me inclinó a darle la razón a Kirby —respondió Piñata prudentemente—, si es que debemos limitarnos a los hechos. Camilla tenía un buen motivo para matarse. Escribió, si no una nota de suicida, sí una nota de adiós. Dejó dinero para los gastos de su entierro. La navaja llevaba sus iniciales. Ante todos estos hechos, no me parece que pese demasiado su opinión respecto a que las manos de Camilla eran demasiado nudosas por culpa de la artritis y que ésta le habría impedido empuñar un cuchillo. Claro que yo, por supuesto, no tengo ninguna clase de experiencia en eso de la artritis.

—Yo sí la tengo.

Fondero se inclinó hacia adelante y tendió la mano izquierda, abierta, como si fuese un espécimen de su laboratorio. Piñata advirtió algo que no había visto antes, que los nudillos de la mano de Fondero tenían doble de volumen y que los dedos se retorcían encorvados como garras.

—A veces la desesperación multiplica las fuerzas —matizó Piñata.

—Puede dar fuerza, sí, pero no restaurar los músculos atrofiados ni desligar las articulaciones. Es imposible.

Imposible; Piñata se preguntó cuántas veces se había tropezado con aquella palabra en relación con Camilla. Demasiadas veces. Quizás había sido un hombre destinado a tareas imposibles, un hombre nacido para contradecir las estadísticas y desafiar las leyes físicas. La evidencia que proporcionaban el motivo, el arma y la nota, era poderosa. Pero las articulaciones anquilosadas no podían recuperar su juego de un día para otro ni podían hacer que los músculos atrofiados se rejuvenecieran por la sola fuerza del deseo.

Fondero seguía con la mano extendida, exhibiéndola como se exhibe un monstruo en una barraca de feria;

—¿Sigue inclinado a darle la razón a Kirby, señor Piñata?

—No lo sé.

—Tampoco yo lo sé. Lo único que puedo decirle es que si Camilla pudo sujetar la navaja con su mano, me hubiera gustado que viviese el tiempo suficiente para explicarme cómo lo hizo. Quizá podría haberme dado un buen consejo.

Se metió la mano en el bolsillo. La exhibición había terminado. Había sido muy convincente.

—Kirby es un hombre muy duro —comentó el investigador.

—Lo es. Duro y seguro de sí mismo. No creía en la artritis.

—¿Las condiciones en que se encontraba Camilla podían haberle impedido escribir la nota?

—No. Estaba escrita en letras de imprenta. Es normal entre los artríticos. Es más fácil trazar la letra en mayúsculas.

—¿El examen de su cadáver no le dio idea alguna sobre sus costumbres?

—No quiero insistir en detalles médicos, pero todo indicaba que era un gran bebedor y que en alguna época de su vida había trabajado de firme.

—¿No había nada que indicase de qué clase de trabajo se trataba?

—La había, si bien algunos protésicos podrían no estar de acuerdo conmigo. Tenía esa deformación del hueso conocida con el nombre de genuvargus. Para decirlo llanamente, era patizambo. Ahora bien, uno puede ser zancajo por varias causas, pero si yo tuviese que hacer una suposición respecto a las actividades de Camilla, diría que siendo muy joven tuvo algo que ver con caballos. Podría haber trabajado en un rancho.

—Un rancho —exclamó Piñata arrugando el ceño. Alguien le había hablado recientemente de un rancho, pero no podía determinar quién ni cuándo.

Sólo lo recordó al instalarse en su coche. Alston, por teléfono, le había dicho que la señora Rosario, la madre de Juanita, había trabajado en un rancho y que había heredado el suficiente dinero para poder comprarse la casa de Granada Street.