EL PRIMER COCHE que paró le llevó hasta Ventura. El segundo, conducido por un mecánico que reparaba juke box[1], le dejó en San Félice, en la esquina de State Street y la carretera 101. Desde allí al café Velada sólo había cuatro pasos. El café se hallaba encajonado entre una tienda de empeños (lo compraban todo y vendían cualquier cosa) y un hotel para transeúntes (habitaciones con baño, dos dólares día) que, modestamente, se llamaba Ritz. Fielding se registró allí y le dieron una habitación en el segundo piso. Había conocido centenares de habitaciones parecidas, pero ésta le gustaba más que ninguna, en parte porque se sentía excitado y en parte porque a través de la sucia ventana podía ver el océano, resplandeciente bajo el sol, y algunas barcas de pesca amarradas en el muelle. Se veían tan quietas y llenas de paz que sintió la tentación de ir a pedir trabajo. Pero enseguida recordó que se mareaba incluso a bordo del ferry de Staten Island. Además, ahora tenía a Muriel. Era un hombre casado, con responsabilidades, y no podía irse en una barca cuando la mujer le esperaba en casa. Debería haberse embarcado cuando era más joven, pensó. Ahora ya podría ser capitán. Capitán Fielding sonaba muy bien.
—Tendría que haberlo hecho —dijo en voz alta y, a modo de compensación, ya que no podía embarcarse, se lavó la cara, se peinó (el mecánico de los juke-box llevaba un coche descapotable y habían viajado con la capota bajada) y se acercó al café Velada. Allí uno podía beber a cualquier hora siempre que tuviese dinero para hacerlo y, a veces, el local permanecía tan animado a media mañana como por la noche. Y algunas veces hasta incluso más, porque el olor a sebo rancio que llenaba el local hacía más agudo el malestar de los bebedores y los empujaba a adormecer sus sentidos tan pronto como les era posible. El encargado del Ritz y el dueño de la casa de préstamos se quejaban a menudo al departamento de higiene a causa del olor que venía del café, pero la señora Brewster, la dueña del Velada, se defendía con uñas y dientes, por no decir también con su lengua. Era una mujer muy flaca que llevaba un delantal muy grande que le servía para todo. Para limpiar las mesas, para matar moscas, para enjugarse la cara, para coger las sartenes ardiendo, para sonarse y para expulsar a los chicos que entraban a vender periódicos, para recoger sus magras propinas y para secarse las manos. El delantal se había convertido en la verdadera expresión de su personalidad. Cuando por la noche se lo quitaba, al cerrar para irse a casa, se sentía perdida, como si le hubiesen amputado una parte vital de su cuerpo.
Fielding aspiró el desagradable olor y vio el delantal sucio. Pero eso no le molestaba. Él todavía iba más sucio y olía peor. Se sentó junto a una ventana de delante. La camarera, Nita, no se veía por ahí y nadie parecía interesado en preguntarle qué quería tomar. Un muchacho mexicano, que parecía tener unos quince años, barría las colillas que alfombraban el suelo. Trabajaba con mucho interés, como si fuese nuevo en aquel trabajo, o como si confiase en encontrar algo más que colillas entre la suciedad.
—¿Dónde está la camarera? —le preguntó.
El niño alzó la cabeza. Tenía los ojos gruesos y negros, como ciruelas pasas que se hubiesen dejado hinchar en agua caliente.
—¿Cuál?
—Nita.
—Se debe de estar pintando, supongo. Le gusta pintarse.
—¿Cómo te llamas?
—Chico.
—Dile a la señora de detrás del mostrador que quiero jamón y una botella de cerveza.
—No puedo hacerlo, señor. Las camareras se enfadan, creen que voy detrás de sus propinas.
—¿Cuántos años tienes, Chico?
—Veintiuno.
—No digas mentiras.
El muchacho se puso colorado.
—Tengo veintiuno —insistió. Y volvió a su trabajo.
Pasaron cinco minutos. La otra camarera, que servía las mesas del fondo, miró dos veces hacia Fielding, pero no se le acercó. La señora Brewster, que estaba limpiando las parrillas con su delantal, tampoco le hizo caso.
Al fin apareció Juanita, toda empolvada y con los labios recién pintados. Se había sombreado tan generosamente los ojos que parecía un minero saliendo del pozo tras un año de trabajo. Le saludó con un movimiento de caderas que parecía más bien el contoneo de una yegua moviendo la cola en señal de interés o reconocimiento.
—¿Ha vuelto, pues? —le preguntó sin sonreír.
—¿Le sorprende?
—¿Por qué me habría de sorprender? No me sorprende nada. ¿Qué quiere?
—Jamón y una botella de cerveza Western.
Juanita repitió el encargo a la señora Brewster. La vieja no se dio por enterada. Fielding se preguntó si Juanita recordaría que él era el hombre que había intervenido en la pelea o si no trataba de evitarle para librarse de nuevos conflictos.
—Hay un servicio que es un asco, aquí —dijo.
—Y la comida también es un asco. ¿Por qué viene?
—Oh, sólo quería ver cómo andaban las cosas después del escándalo del lunes pasado.
—A mí me van bien. Joe todavía está a la sombra. Lo condenaron a treinta días.
—Sí que lo siento…
Juanita se puso una mano en jarras, medio provocativa, medio agresiva.
—Eso de compadecerse de la gente le costará caro un día. Lo mismo que eso de meterse donde no le llaman y liarse a puñetazos con Joe.
—Había bebido un poco.
—Bueno, sólo le quería avisar. Deje que los otros se las apañen como puedan. Mucha gente se las arregla muy bien, yo incluida. Pero espere un momento. Le meteré un poco de prisa a la vieja. Hoy tiene un mal día.
—No tengo prisa, déjelo. ¿Por qué no se sienta un poco?
—¿Para qué? —preguntó Juanita, recelosa.
—Descansará los pies.
—¿O sea que ahora se compadece de mis pies? ¡Es usted un caradura!
—Me lo han dicho más de una vez.
—Bueno, no es asunto mío —murmuró sentándose con un innecesario contoneo—. ¿Tiene un cigarrillo?
—No.
—Entonces fumaré uno de los míos. No tiene sentido que me los gaste cuando puedo pedir uno.
—Es usted una chica inteligente.
—¿Yo, inteligente? Nadie piensa como usted, en eso. Tendría que oír a mi vieja. Se pone hasta enferma de decirme lo estúpida que soy. Pero no lo tendré que oír mucho tiempo más. De momento, mientras Joe está en la cárcel, vivo con ella porque me vigila a los peques. Cuando dejen en libertad a Joe quizá nos volvamos a ir. Siempre he odiado esta ciudad donde nunca me han tratado bien. Pero no se compadezca de mí. Puedo resistir todo lo que me echen.
—¿Todo lo que le echen quienes? ¿A quién se refiere?
—A nadie en especial. A la ciudad.
—¿Dónde vivían antes?
—En Los Ángeles.
—¿Y por qué volvieron?
—Joe se quedó sin trabajo. No era culpa suya ni nada parecido. El sobrino del amo se había hecho lo bastante mayor para trabajar y entonces le dieron el pasaporte a Joe para que el chico pudiera entrar en la casa. O sea que me dije: ¿por qué no volvemos a casa una temporada? Tal vez las cosas sean diferentes, quizá la ciudad ha cambiado, pensaba yo. ¿Pero cómo puede cambiar esta ciudad? Debía de estar tonta. La única cosa que podría cambiarla son los rusos y, por lo que a mí respecta, poco me preocuparía si tirasen una lluvia de bombas y mataran a todo el mundo —encendió el cigarrillo y lanzó el humo hacia el hombre, como si le desafiase a contradecirla—. ¿Qué le parece?
—No había pensado en eso.
—Joe sí que lo ha pensado. Joe dice que cuando hablo de está manera tendrían que lavarme la boca con jabón. Y yo le contesto: «Oye, moreno, pruébalo y verás cómo te hinco los dientes» —dijo sonriendo, no porque le divirtiese, sino como si quisiera mostrar que tenía dientes suficientes para llevar a cabo su amenaza—. Joe es un idealista. Me jugaría cualquier cosa a que cuando lo pusieron a la sombra hizo ondear su bandera. Algunos morenos son así. Incluso bajo las botas de los policías sería capaz de abrir la boca y cantar Dios bendiga a América.
Fielding comenzó a reír, si bien se reprimió al instante al darse cuenta de que Juanita no había pretendido decir algo divertido. Se limitaba a presentarle su personal imagen del mundo, un lugar donde la gente le pisotea a uno; una situación ante la cual solamente hay una manera lógica de reaccionar y que no consiste precisamente en ponerse a cantar Dios bendiga a América.
Detrás del mostrador, la señora Brewster comenzaba a moverse y daba los últimos toques al bocadillo de jamón, que incluía un poco de adobo y cinco patatas chips. Juanita se acercó a buscarlo. Fielding podía oír cómo las dos mujeres hablaban.
—¿Desde cuándo te pago para que te sientes con los clientes?
—Es un amigo.
—Desde cuándo, ¿desde hace cinco minutos?
—Mostrarse amable con los clientes —replicó Juanita— es bueno para los negocios. Se hace más dinero. Y a usted le gusta el dinero, ¿no?
La señora Brewster lanzó una carcajada, como si le hubiesen hecho cosquillas en algún lugar vulnerable. Luego borró su risa con una punta del delantal, dejó caer el bocadillo sobre el plato y abrió una botella de cerveza.
Juanita volvió a la mesa y se sentó otra vez frente a Fielding. Aquel intercambio de palabras con la señora Brewster le había mejorado el humor.
—¿No le decía que es terrible? Pero yo sé manejarla. Sólo necesito hablarle de dinero y se echa a reír. Siempre me he entendido bien con esta clase de gente —añadió con repentino orgullo—. Quizá tendría que haber sido médico o enfermera. ¿Qué tal el bocadillo?
—No está mal.
—Debe de tener mucha hambre. Yo tengo un estómago a prueba de bomba, pero no comería aquí aunque me pagaran.
—Tiene suerte de que la vieja no sepa leer el movimiento de los labios.
Fielding terminó el bocadillo, apartó el plato y cogió la cerveza.
—Así que su madre cuida de los pequeños cuando usted trabaja…
—Pues claro.
—Parece muy joven para tener hijos.
—No me haga reír —dijo halagada—. Tengo seis.
—¿Se burla de mí?
—No, se lo aseguro. Tengo seis.
—¡Pero si usted misma parece una niña!
—Comencé muy joven —aclaró Juanita sin faltar a la verdad—. No me gustaba ir a la escuela, así que la dejé y me casé.
—Seis hijos. ¡Qué me cuelguen!
Era evidente que a Juanita le divertía su incredulidad. Plegó el brazo y se palpó el estómago con la mano.
—Y no me he desfigurado. Muchas chicas se deforman enseguida, se abandonan. Pero yo no.
—Ni hace falta que me lo diga. Seis. ¡Si no puedo creerlo! —Fielding siguió sacudiendo la cabeza como si de verdad no lo creyese, cuando lo sabía desde el lunes anterior, el día de la pelea—. ¿Cuántos chicos?
—El mayor y el pequeño son niños. Las otras son nenas.
—Apostaría cualquier cosa a que todos son muy listos.
—Lo son. Supongo que los hay peores.
En su voz se distinguió una nota de aburrimiento, como si los hijos no fuesen lo bastante interesantes y sólo los hiciera importantes el hecho de que ella los hubiese tenido.
—¿No tiene una foto?
—¿Para qué?
—Mucha gente lleva fotos de su familia…
—¿Y a quién quiere que se las enseñe? ¿A quién le puede interesar ver una foto de mis hijos?
—A mí, por ejemplo.
—¿Por qué?
No podía creer que un desconocido se interesase sinceramente por sus hijos. Lo miró recelosa y, por un momento, Fielding pensó que había perdido su confianza. Pero reaccionó con naturalidad:
—¿Pero qué le pasa? ¿Es que tienen dos cabezas, sus hijos?
—No, señor Foster, no tienen dos cabezas.
—¿Cómo sabe mi nombre?
Esta vez su sorpresa era auténtica y ella reaccionó igual que había reaccionado ante su fingida incredulidad cuando le dijo que tenía seis hijos, o sea, con una mirada complacida. Por lo que parecía, a Juanita le gustaba sorprender a la gente.
—¿Cómo se las ha apañado para saber mi nombre? —insistió él.
—Puedo leer. Lo decía el periódico, al hablar de la pelea. Joe nunca había salido en el diario, así que recorté la noticia por si quería guardarla. Decía que Joe Donelli y Sam Foster se habían peleado por una mujer en un café de la ciudad.
—Bien —dijo Fielding sonriente—. Ahora sabe mi nombre y yo sé el suyo. Juanita García le ha sido presentada a Sam Foster.
Ella se levantó a medias y, bruscamente, volvió a sentarse resoplando ruidosamente.
—¿García? ¿Por qué me llama García? No es mi apellido.
—Pero lo era, ¿no?
—He tenido más de uno. Ahora es Donelli y basta, ¿entiende? Y mi nombre es Nita y no Juanita. Me llamo Nita Donelli, ¿entendido?
Fielding asintió.
—Naturalmente.
—¿De dónde ha sacado eso de Juanita?
—Pensaba que era el mismo nombre. Hay una vieja canción que habla de una chica que se llama así, Nita, Juanita.
—¿Ah, sí?
—Sí. Yo había supuesto…
—Tú, Chico —le hizo una seña al jovencito y éste se acercó arrastrando la escoba delante de él—. ¿Has oído alguna vez una canción que se llama Nita, Juanita?
—No.
Juanita se dio la vuelta y miró de nuevo a Fielding. Había apretado fuertemente los dientes y su boca se había reducido a la mitad.
—Cántemela. A ver cómo suena.
—¿Aquí? ¿Ahora?
—Claro. ¿Por qué no?
—No recuerdo toda la letra. Además, no sé cantar. Tengo una voz como…
—Pruebe.
Insistía de forma discreta. Ninguno de los clientes había reparado en la escena y soló la señora Brewster les observaba con sus ojillos brillantes.
—O tal vez esa canción no existe, ¿no?
—Sí que existe. Es muy vieja y usted no la puede recordar.
—Recuérdemela, pues.
Fielding sudaba por culpa del calor, la cerveza y también por culpa de algo que no quería pensar que fuera miedo.
—¿Pero a qué tanta insistencia?
—Me gustan la música y las canciones. Me gustan las viejas canciones.
La señora Brewster salió de detrás del mostrador moviendo el delantal de un lado a otro, como si limpiase el local de invisibles telarañas. Juanita la vio acercarse y volvió la cara hacia la pared.
—¿Qué pasa? —preguntó la señora Brewster a Fielding.
—Nada… Yo… es decir, ella quiere que le cante una canción.
—¿Y qué tiene de malo, un poco de música? —se defendió la camarera.
—No se trata de la música. Es que yo no sé cantar.
—Es un poco tonta, esta chica. Pero yo sé cómo manejarla —dijo mientras pasaba su mano flaca y huesuda sobre el hombro de Juanita—. Déjalo tranquilo, ¿eh? ¿Me oyes?
—Váyase —le espetó Juanita.
—Si no le dejas tranquilo, llamaré a tu madre y le diré que te has vuelto a meter en un lío por culpa de tu mala cabeza. Y también le escribiré a Joe. Le diré: «Querido Joe, más vale que vengas a buscar a tu mujer para que la encierren». Muy bien. ¿Lo dejarás tranquilo, ahora?
—Yo sólo quería oír una canción.
—¿Qué canción?
—Nita, Juanita. Dice que es una canción pero yo no la he oído nunca y tengo la impresión de que me miente. Creo que es un espía del departamento de libertad condicional.
—No miente —intervino la señora Brewster en favor de Fielding.
—Me parece que sí.
—Huelo a un policía desde un kilómetro lejos. Y también conozco la canción. La cantaba cuando era jovencita. Tenía muy buena voz, antes de respirar este aire enrarecido de aquí. ¿Me crees ahora?
—No.
—Está bien, la cantaremos los dos. ¿Qué le parece, señor? Fielding se aclaró la garganta.
—Yo no sé…
—Empezaré yo. Usted me sigue.
—Pero…
—Vamos. Uno, dos, tres, empecemos:
Suavemente, sobre la fuente
donde atardece, cae la luna del sur;
lejos, encima de la montaña,
desaparece el día ya.
En el esplendor de los ojos oscuros
la cálida luz se enamora,
y las miradas tiernas
se dicen su cariñoso adiós…
Juanita tenía la cara vuelta aún hacia la pared. La señora Brewster dijo:
—No escuchas…
—Sí.
—¿No ves bonita, toda esa tristeza? Ahora viene el coro y sale tu nombre.
Fielding se unió al coro con voz blanda y desentonada:
Nita, Juanita,
pregunta a tu alma si nos deberíamos separar,
Nita, Juanita,
reclínate en mi corazón.
Juanita había vuelto la cabeza lentamente para mirar a los dos cantantes. La boca se le empezó a mover un poco, como si ella también cantase en silencio. En aquel momento parecía de nuevo una niña. Una niña que deseara desesperadamente formar parte de una canción que no conocía, formar parte de una armonía que jamás había sentido.
Al terminar el estribillo, la señora Brewster se sonó con el delantal, pensando en su hermosa voz perdida en medio del aire enrarecido.
—Ese trozo en el que está mi nombre es el que más me gusta —dijo Juanita.
La señora Brewster le dio unas palmaditas en el hombro.
—Naturalmente. Es el mejor.
—«Reclínate en mi corazón…». Si alguien me dijera una cosa así, me moriría de sorpresa.
—Esas cosas no suelen decirse en la vida real. ¿Estás mejor, ahora?
—Sí, estoy bien. También antes lo estaba. Sólo quería oír la canción y asegurarme de que no me decía mentiras.
—Es un poco tontita, esta chica —declaró la vieja a Fielding—. Pero es fácil de manejar cuando una sabe hacerlo.
—No es que creyera de verdad que mentía —contestó Juanita cuando la señora Brewster se hubo marchado—. Pero he de comprobar las cosas. Siempre las compruebo. Es curioso que personas como ella crean que los demás somos tontos.
Fielding asintió con una cabezada.
—Sí que lo es. Ya me había dado cuenta.
—¿Supongo que no le ha creído?
—En absoluto.
—Ya lo he visto. Usted es amable y comprensivo. Estoy segura de que le gustan los perros.
—Es verdad, me gustan.
El temor había abandonado a Fielding, y le había dejado en la garganta un nudo de piedad. No podía tragárselo ni expulsarlo. Fielding no acostumbraba a compadecerse de nadie, a no ser de sí mismo, y aquel sentimiento no le gustaba. Le parecía que lo inmovilizaba. Tenía ganas de levantarse, escabullirse y olvidarse de aquella chica tan triste y tan extraña, olvidarse de todos juntos, de Daisy, de Jim, de Ada, de Camilla. Camilla estaba muerto. Jim y Daisy tenían su propia vida. Y Ada también… «¿Qué narices hago aquí? Es peligroso. Puedo levantar una tempestad y encontrarme en medio. Más vale que me vaya, ahora que todavía estoy a tiempo».
La chica lo miraba con expresión grave.
—¿Qué clase de perros le gustan más?
—Los que duermen.
—Yo tenía un fox terrier, pero se comió uno de los crucifijos de mi madre y tuve que deshacerme de él.
—Es una lástima.
—Dentro de un cuarto de hora termino el trabajo. Podríamos ir a ver una película.
A Fielding era la última de las cosas que se le hubiera ocurrido hacer.
—Eso estaría bien —dijo sin ningunas ganas de ir al cine.
—Primero he de ir a casa a cambiarme de vestido. Vivo a tres manzanas de aquí. Me podría esperar.
—Mejor sería que la acompañase. Hace un buen día para pasear.
Juanita pareció ponerse tensa de nuevo.
—¿Quién le ha dicho que iría caminando?
—Suponía… Si sólo vive a tres bloques de aquí…
—Creí que quería decir que no soy de la clase de chicas que pueden tener un coche.
—Nada de eso, mujer.
—Mejor, porque no es la verdad. Tengo un coche. Pero no lo saco cuando vengo a trabajar. No me gusta dejarlo al sol y ver cómo todos esos negros se apoyan encima y le rascan la pintura.
Fielding se preguntó si aquel coche y los «negros» que se apoyaban en él y arañaban la pintura existían en algún otro lugar que no fuese en la imaginación de Juanita. Confiaba en que fuesen reales y no símbolos de cosas oscuras y poco agradables que le habían pasado a la chica, al sol o fuera del sol.
—Me preocupo mucho de la pintura.
—Estoy seguro de que sí.
—Ahora es mejor que pague. Son ochenta y cinco centavos.
Le dio un dólar y ella fue al mostrador a buscar el cambio.
—¿Cómo te sientes, chica? —le preguntó la señora Brewster.
—Muy bien.
—Cuando salgas, vete a casa con tu madre y descansa un rato. Lo harás, ¿eh?
—Me voy al cine.
—¿Con él?
Las dos se volvieron y miraron a Fielding. El hombre no sabía qué podían querer e insinuó una sonrisa. Ni la una ni la otra se la devolvieron.
—Es un buen hombre —aseguró Juanita—. Es lo bastante viejo para ser mi padre.
—Sí, eso nosotras ya lo sabemos. ¿Pero lo sabrá él?
—Sólo vamos al cine.
—Parece un borracho. Con todas esas venas asomándole a la nariz y las mejillas y esa forma de temblar…
—Sólo ha bebido una cerveza.
—¿Imagínate que uno de los amigos de Joe te ve con él y…?
—Joe no conoce a nadie aquí.
La señora Brewster comenzó a abanicarse con su delantal.
—Hace demasiado calor para discutirlo. Pero ves con cuidado, chica. Tu madre y yo somos amigas y no queremos que vuelvas a desbocarte. Recuerda que eres una mujer casada respetablemente, que tienes marido e hijos.
Juanita se lo había oído decir tantas veces que habría podido recitar el disco al derecho y al revés y hasta en castellano. Escuchaba sin interés, mirando el reloj de pared, apoyando primero todo el peso del cuerpo sobre un pie, después sobre el otro.
—¿Me has oído?
—Sí.
—Hazme caso, pues.
—Naturalmente —contesto Juanita volviendo la mirada hacia Fielding y componiendo una expresión divertida, como si le dijera: «¿Qué le parece lo que me dice esta vieja?». Y sin volverse hacia ella, le preguntó—: ¿Me puedo ir ya?
—Todavía no son las dos.
—¿Y no puedo irme un poco antes, aunque sólo sea por una vez?
—Muy bien, pero no te lo tomes como costumbre. Ésta no es la forma de dirigir un negocio. Tendría que ir a que me vieran la cabeza. Seguro que me encuentran un tornillo flojo.
Juanita se fue hacia la mesa de Fielding.
—Aquí tiene el cambio.
—Quédeselo.
—Gracias. La vieja dice que me puedo ir. ¿Quiere que vuelva y le hable de dinero para hacerla reír? Sería divertido…
—¿No quiere ver cómo se ríe?
—No.
Por alguna razón que ignoraba, Juanita se dio cuenta de que en realidad tampoco deseaba oír la risa de su patrona. Caminó rápidamente hacia la puerta, sin volverse para ver si la señora Brewster la miraba o si Fielding la seguía.
Ya estaba fuera.
Eso era lo que más le gustaba. Salir y sentirse libre, caminar deprisa, ir de un sitio al otro, sin hallarse en ningún lugar determinado ni encontrarse con una persona determinada. Cosas que, a sus ojos, venían a ser lo mismo, pues las personas eran como los lugares, como las casas. La ataban a una y la obligaban a vivir con ellas. Le hubiera gustado ser un tren. Un gran tren resplandeciente que nunca tuviera necesidad de pararse para cargar combustible o para dejar que la gente subiera o bajara. Un tren que solamente corriera, silbando con estridencia, asustando a la gente…
Esos eran los grandes momentos de su vida, cuando se encontraba entre lugares.
Ella era un tren. ¡Piiiiiit!