LA CLÍNICA VECINAL era un viejo edificio de ladrillo situado en State Street, cerca del centro de la ciudad. Gran cantidad de clientes de Piñata habían entrado y salido a través de sus enormes puertas de roble y, con los años, el detective había llegado a conocer muy bien a su director, Charles Alston. Alston no era médico ni graduado social. Había sido uno de los directivos de una compañía de seguros y, ya retirado, dedicaba lo mejor de su tiempo y de su energía a la solución de los problemas de los demás. Con tal de conseguir que la clínica siguiera abierta, había convencido a algunos médicos y a otras personas de la necesidad de prestarle sus servicios gratuitamente, y había discutido con casi todas las autoridades locales y comarcales para que le proporcionasen subvenciones, había perseguido el periódico local hasta conseguir que le promocionase gratis, y había dictado conferencias en las asociaciones femeninas, había pronunciado discursos y proclamas en reuniones políticas y religiosas, y había penetrado al asalto en cotos tan cerrados como los clubes de los Leones, los Rotarios o los Caballeros de Colón.
Allá donde hubiera un grupo que necesitara ser instruido, allá acudía Alston a instruirlo citando estadísticas a su auditorio con la rapidez de una ametralladora. Esta rapidez de su palabra era algo esencial, pues impedía a sus oyentes examinar con atención las cifras que les daba, cosa que Alston encontraba altamente satisfactoria por el hecho de que a menudo se las inventaba. Y no sentía ningún escrúpulo al hacerlo puesto que le parecía un arma legítima que emplear en la lucha que había emprendido contra la ignorancia. «Sepan ustedes —solía gritar alzando un dedo amenazador— que una de cada siete personas que me escuchan, se verá obligada a pasar una temporada en una institución para enfermos mentales». Si la audiencia se mostraba distraída o poco propicia, aumentaba el riesgo a una de cada cinco personas. Incluso había llegado a una de cada tres. «La respuesta es prevención. Prevención. Nosotros, en la clínica, no podemos solucionar todos los problemas, pero podemos aliviarlos hasta conseguir hacerlos soportables».
El sábado al mediodía, Alston colgó el cartel de «Cerrado» en la pesada puerta de roble y dio la semana por acabada. Había sido una semana absorbente pero llena de éxitos. La Liga Democrática y la asociación de los Veteranos de las Guerras Exteriores habían contribuido a la construcción del nuevo pabellón infantil, el grupo local de albañiles y yeseros había ofrecido sus servicios y el Monitor-Press proyectaba una serie de artículos sobre la clínica y, bajo el lema Más vale prevenir, había convocado un premio para el mejor ensayo sobre el tema.
Alston acababa de echar el cerrojo por dentro, cuando alguien empezó a llamar a la puerta. Eso ocurría a menudo, cuando la clínica cerraba por la noche o al final de la semana. Uno de los sueños de Alston era pensar que un día dispondría del suficiente dinero y personal para permitirle mantener la puerta abierta todas las horas del día, como un hospital, e incluso los domingos, ya que el domingo era el peor día para las personas asustadizas.
—¡Ya he cerrado! —gritó a través de la puerta—. Si se trata de algo urgente, vaya al doctor Mercado. Su teléfono es el 53698. ¿Lo recordará?
Piñata no contestó. Permaneció en silencio y se limitó a esperar. Sabía que Alston abriría la puerta, pues era incapaz de despachar a nadie.
—Doctor Mercado, 53698, le digo. ¿Es urgente? —añadió abriendo finalmente la puerta—. ¡Ah, es usted, Steve!
—Hola, Charley. Lamento molestarle.
—¿Busca a alguno de mis clientes?
—Quería informarme de una cosa.
—Cobro a tanto la hora. ¿O sería mejor decirle que acepto donativos para el pabellón de los chicos? Me conformaré con un cheque, siempre que se le haga honor. Entre.
Piñata le siguió a su despacho, una pequeña habitación de techo alto pintada de un rosa chillón. El color rosa era idea de Alston. Decía que era un color alegre para las personas que estaban demasiado acostumbradas a contemplar los grises, azules y negros de la vida cotidiana.
—Siéntese. ¿Cómo van las cosas?
—Si le dijera que van bien, usted me atracaría.
—De cualquier forma, le atracaré. Son horas extraordinarias, así que cobro más.
A despecho de su tono de broma, Piñata sabía que hablaba seriamente.
—No tengo nada que objetar. ¿Le parece bien diez dólares? —sugirió Piñata.
—Quince harían mejor efecto en los libros.
—En los suyos, pero no en los míos.
—Bien, no discutiremos eso. Pero quisiera señalarle que una de cada cinco personas…
—Ya se lo oí contar el otro día en Kiwanis.
El rostro de Alston se iluminó.
—Fue una buena conferencia, ¿verdad? No me gusta asustar a las señoras, pero si el miedo les hace abrir el bolso, miedo les daré.
—Hoy mi miedo no vale más de diez dólares.
—Quizás otro día sea más eficaz. Al menos, lo intentaré.
—Lo creo.
—Muy bien, ¿cuál es su problema?
—Juanita García.
—¡Dios mío! —exclamó Alston con un gran suspiro—. ¿Ya la volvemos a tener aquí?
—Me temo que sí.
—¿La conoce?
—Personalmente, no.
—Pues considérese afortunado. Aquí no tenemos la costumbre de emplear la palabra «incorregible», pero nunca he estado tan a punto de usarla como en el caso de Juanita. Con ella más nos hubiera valido prevenir que curar. Si nos la hubiesen traído cuando comenzaba a dar señales de perturbación, desde pequeña… Bien, quizás entonces hubiésemos podido hacer algo por ella. O quizá no. Es difícil de decir en el caso de Juanita. Cuando al final nos hicimos cargo de ella, por orden del Tribunal de Menores, tenía dieciséis años. Ya estaba divorciada de un hombre y embarazada de seis meses de otro. Por causa de su estado nos vimos obligados a tratarla con mucha consideración. Me imagino que fue eso lo que le dio la idea.
—¿Qué idea?
Alston sacudió la cabeza con un gesto en el que se mezclaba la tristeza y la admiración.
—Encontró una manera muy sencilla pero muy eficaz y notable de atarnos las manos a todos, al Tribunal, al departamento de libertad condicional, a nuestro personal… Cada vez que se metía en un lío, nos dejaba fuera de combate mediante la más clásica simplicidad.
—¿Cómo?
—Haciéndose embarazar. Una chica delincuente es una cosa, pero una futura madre es otra —aseveró Alston lanzando otro suspiro—. Si quiere que le diga la verdad, no estamos seguros de que Juanita planeara todo eso con plena conciencia. Uno de nuestros psicólogos cree que Juanita se sirve del embarazo para sentirse importante. Aunque yo no lo aseguraría. La chica… la mujer, debería decir, pues ahora ya debe de tener veintiséis o veintisiete años, no es ninguna tonta. Pasó muy bien algunas de las pruebas, especialmente aquellas que exigen más imaginación que conocimiento de los hechos. Podía estudiar un dibujo ordinario y describirlo tan imaginativamente que parecía que estuviera mirando un Van Gogh. La expresión «personalidad psicopática» ya no se usa, pero podría aplicársele muy bien a Juanita.
—¿Cómo es físicamente?
—Muy bonita, de una belleza ya un poco ajada, muy aparente a primera vista. No sabría decirle nada de su cuerpo. Siempre la he visto preñada. Lo más trágico de todo es que las criaturas no le importaban. No se preocupaba de ellas. Cuando eran muy pequeñas, le gustaba jugar con ellas, abrazarlas como si fueran muñecas, pero en cuanto crecían un poco se desinteresaba por completo. Hace tres o cuatro años la detuvieron acusada de descuidar a sus hijos, mas como volvía a estar preñada la dejaron en libertad. Después de tener aquel hijo, el sexto, me parece, abandonó la ciudad. Nadie se preocupó de buscarla. No me sorprendería siquiera que mi propio personal hubiera ahorrado para pagarle el viaje. Juanita era un problema más que suficiente. Pero multiplicado por seis… Sólo de pensarlo se me pone la piel de gallina. ¿Y me dice que está otra vez aquí?
—Creo que sí.
—¿Y a qué se dedica? ¿O no debería hacer esta pregunta?
—Trabaja en un bar, de camarera. Si es que se trata de la misma chica.
—¿Está casada?
—Sí.
—¿Y los hijos viven con ella?
—Deben vivir, al menos algunos de ellos. Días atrás se peleó con su marido, que le acusaba de abandonarlos.
—Si no conoce a la chica, ¿de dónde ha sacado usted toda esa información? —preguntó Alston.
—Un amigo mío estaba en el bar cuando marido y mujer se pelearon.
—¿Y por eso se interesa por la prolífica Juanita, porque un amigo suyo asistió a la pelea con el marido?
—Podríamos decir que sí.
—Podríamos decir que no es verdad, ¿eh? —Alston miró a Piñata de reojo, por encima de sus gafas—. ¿Ha vuelto a meterse en un lío?
—No, que yo sepa.
—¿Entonces, qué ha venido a buscar?
Piñata vaciló. No quería contarle toda la historia a Alston, pese a que éste estuviera acostumbrado a oírlas de todos los colores.
—Me gustaría que mirase su fichero y me dijera si Juanita estuvo aquí en una fecha determinada.
■—¿Qué fecha?
—El 2 de diciembre del cincuenta y cinco, un viernes.
—Me pide una cosa muy extraña. ¿No quiere explicarme de qué se trata?
—No.
—Supongo que tendrá usted sus razones.
—No estoy demasiado seguro, pero hay una razón. Se refiere a una cliente mía. Me gustaría no tener que decirle el nombre, pero me resignaré ya que también necesito alguna información sobre ella. Es la señora de James Harker.
—Harker, Harker… ¿Daisy Harker?
—Sí.
—¿Y qué relación puede haber entre Daisy Harker y un individuo que presta fianzas?
—Es una larga e increíble historia —dijo Pinata con una sonrisa—. Y como es sábado y le pago horas extraordinarias, prefiero contársela en otra ocasión.
—¿Qué quiere saber de la señora Harker?
—Lo mismo: si trabajaba en la clínica aquel día. Y también por qué y cuándo dejó el trabajo.
—El por qué no se lo puedo decir, pues no lo sé. En aquel entonces me extrañó mucho y hoy también me extraña. Dijo que su madre estaba enferma y que la necesitaba. Pero yo conocía a su madre gracias a mis relaciones con el Club de Mujeres. Y la vieja estaba más fuerte que un caballo. Por eso estoy seguro de que no se trataba de su salud. Por lo que respecta a su trabajo, podría asegurar que a la señora Harker le gustaba mucho.
—¿Reunía condiciones?
—Todas. Buen carácter, comprensiva, de confianza. A veces tenía tendencia a excitarse un poco y a perder la cabeza en los casos urgentes, pero esto ni vale la pena mencionarlo. Los críos la adoraban. Como ocurre con otras mujeres que no tienen hijos, sabía hacer que los pequeños se sintiesen importantes y no solamente el fruto del encuentro fortuito entre un óvulo y un espermatozoide. Una chica muy agradable. Sentí que se fuera. ¿Hace tiempo que la conoce?
—No.
—Cuando la vea, salúdela de mi parte. Y dígale que nos gustaría que volviera a trabajar con nosotros, si puede.
—Lo haré.
—De hecho, si le fuese a usted posible averiguar por qué circunstancias se vio obligada a abandonarnos, quizá podría modificarlas.
—Creo que las circunstancias eran sólo cosa de Daisy. No tenían nada que ver con la clínica.
—Bien, si fuera al contrario sería interesante saberlo. Como en cualquier otra organización, a veces se producen desavenencias y malentendidos entre el personal. Y es extraño que no hayan más si tenemos en cuenta que la psicología no es una ciencia exacta y, por tanto, forzosamente deben haber diferencias de opinión en diagnósticos y tratamientos. Sobre todo en el tratamiento. ¿Qué se puede hacer, por ejemplo, con una chica como Juanita? ¿Esterilizarla? ¿Meterla en la cárcel? ¿Proceder a un tratamiento psiquiátrico? Hicimos todo lo que pudimos, pero no conseguimos nada por culpa de la propia Juanita, pues no quería admitir que estuviese enferma. Como tantos otros incorregibles, había llegado a convencerse (y, naturalmente, trataba también de convencernos a nosotros) de que todas las mujeres eran iguales y que lo único que la hacía distinta a ella era su honestidad y lo sincero de su comportamiento. Dos palabras predilectas para los que se engañan a sí mismos. Siga mi consejo, Steve. Si alguien insiste demasiado en su honestidad, desconfíe y compruebe el cajón del dinero. Y no se admire demasiado si le faltan algunos billetes.
—No creo en generalizaciones. Especialmente en ésta.
—¿Por qué?
—Porque me incluye a mí. A menudo aseguro que soy honesto. De hecho, ahora mismo lo estoy haciendo.
—Bien. Esto me coloca en la difícil posición de tener que retirar lo que he dicho o comprobar el cajón. Es una seria decisión. Déjeme meditar un momento. —Alston se inclinó hacia atrás y cerró los ojos—. Muy bien. Retiro lo dicho. Mucho me temo que este trabajo mío se inclina al cinismo. Tantas promesas rotas, tantas esperanzas vanas me inclinan a creer en la psicología de los contrarios. Quiero decir que cuando una persona me asegura que es afable, honesta y sencilla, tiendo a considerarla como un simulador complicado e irritable. Es una deformación profesional que debería evitar. Gracias por habérmela señalado, Steve.
—No le he señalado nada —respondió Piñata un poco cohibido—. Me limitaba a defenderme.
—Insisto en agradecérselo.
—Muy bien, como le parezca. Como cobra a precio de horas extraordinarias, no quiero discutirlo con usted.
—Ah, sí, con horas extraordinarias… Sigamos, pues. A las dos tengo que hablar en el Newcomers Club, un grupo normalmente manejable. Confío en sacar una buena tajada —dijo cogiendo un llavero de dentro de un cajón de su mesa—. Espere un momento. No puedo hacerle entrar en la habitación donde guardamos las fichas. No es que sean muy secretas, pero a mucha gente le gusta creer que sí lo son. ¿Quiere leer algo, mientras?
—No, gracias. Aprovecharé para pensar.
—¿Tiene mucho que pensar?
—Mucho.
—Daisy Harker —dijo Alston con naturalidad— es una chica muy bonita y, me parece, muy poco feliz. Es una mala combinación.
—¿Qué relación tiene eso conmigo?
—Supongo que ninguna.
—Pues no se haga ilusiones con su caja fuerte. Mis relaciones con la señora Harker son estrictamente profesionales. Me contrató para que le consiguiera una determinada información sobre un día determinado de su vida.
—¿Y Juanita García formaba parte de ese día?
—Posiblemente.
Posiblemente Camilla también formaba parte, pese a que hasta ahora no hubiese ningún indicio en ese sentido. Cuando Daisy le había telefoneado al despacho, el día antes por la mañana, tal como habían convenido, al ponerle al corriente de los detalles de la muerte de Camilla, ella dio muestras de sorpresa, de dolor y de curiosidad: una reacción perfectamente natural que desvaneció el último rastro de duda que Piñata hubiese podido tener respecto a su sinceridad. Daisy le dijo que había preguntado a Jim y a su madre si habían conocido a un hombre llamado Camilla y que ahora esperaba la respuesta de su padre, ya que le había escrito una carta urgente.
Alston le miraba entre suspicaz y burlón.
—No está hoy muy comunicativo, Steve.
—Me gusta pensar que soy un tipo silencioso y fuerte.
—¿Sí? Pues entonces comience a vigilarse el síndrome de Lancelot que está incubando. Acudir en socorro de damas indefensas puede resultar peligroso, especialmente si se trata de mujeres casadas. Harker tiene fama de ser un buen chico. E inteligente. Piénselo, Steve. Volveré enseguida.
Piñata lo pensó. Al diablo con el síndrome de Lancelot, él no tenía que defender a Daisy de nada. Daisy, qué nombre más cómico para una mujer hecha y derecha. «Me jugaría algo a que fue una idea de Fielding; a su mujer se le hubiera ocurrido un nombre distinguido o exótico, Celeste, Stephanie, Gwendolyn…».
Se puso en pie y comenzó a pasear por la habitación. Pensar en nombres le deprimía, ya que su propio nombre era prestado: el nombre de un cura y el apellido de un juego infantil. Durante los últimos tres años, especialmente desde que Mónica se había llevado a Johnny, Piñata había pensado mucho en sus padres, tratando, sin gran éxito, de seguir el consejo de la madre superiora: «En este mundo no sirve de nada compadecerse de uno mismo, Stevens. Tú eres fuerte porque no puedes apoyarte en nadie y a veces esto es muy conveniente, vivir sin apoyarse en nadie. Piensa en todas las metas que podrías haber conquistado y te aseguro que hoy todavía hay muchas. La cosa más esencial para un chico es tener un padre cerca del cual pueda formarse. Y tú lo has tenido, al padre Stevens… ¿Tu madre? Forzosamente debía de ser una chica que se encontró con que llevaba una cruz demasiado pesada para ella. Quizás no era más que una adolescente, una colegiala…»
O una Juanita, pensó Piñata tristemente. ¿Pero qué importancia podía tener todo eso ahora, después de más de treinta años? Tampoco podía encontrarla. No había dejado ningún rastro. Y, si la encontrara… Tal vez ni siquiera supiera cuál de los hombres de su vida había sido su padre. Eso era algo que no debía de preocuparle.
Alston entró de nuevo. Llevaba algunas fichas en la mano.
—Bien, Steve, he encontrado algo. No sé si le servirá. El 2. de diciembre de 1955, trabajó aquí por última vez. Tenía el turno de las doce a las seis y estaba destinada a la sala de juegos de los niños. Es la habitación donde los dejamos mientras sus padres o familiares son aconsejados. Allí no se practica ninguna clase de terapia, pero la señora Harker tenía que observar si se presentaba cualquier alteración en la conducta de los niños, por ejemplo un excesivo afán de destrucción o una timidez exagerada, y comunicarlo por escrito al personal especializado. A veces, la manera que tiene de jugar una criatura de tres años nos orienta mucho más que una larga conversación con los padres respecto a la causa del desequilibrio familiar. Ya puede usted ver, pues, que el trabajo de la señora Harker era importante. Y se lo tomaba en serio. He comprobado uno de sus informes y hay toda clase de detalles que otros voluntarios no habrían observado o no se hubieran molestado en consignar por escrito.
—¿Ese informe que ha comprobado es del día que nos interesa?
—Sí.
—¿Pasó alguna cosa que se saliera de lo normal o que fuera desagradable?
—Aquí cada día pasan cosas que son desagradables y se salen de lo normal —dijo Alston alegremente—. Puede estar seguro.
—Quiero decir en relación con la señora Harker. ¿Tuvo dificultades con alguno de los niños, por ejemplo?
—El informe no dice nada. La señora Harker pudo haber tenido alguna dificultad con los padres de algún niño, incluso con alguien del personal, pero esta clase de incidentes no figuran en los informes. Y dudo mucho de que ocurriera algo. La señora Harker se llevaba bien con todo el mundo. Si tenía un defecto, era precisamente éste. Se la notaba demasiado deseosa de complacer a la gente. Eso me hace suponer que ella no tenía mucha autoestima. Es lo que suele pasar con la gente que siempre sonríe.
—¿Sonreía siempre? —preguntó Piñata—. ¿Le agradaba complacer a la gente? ¿Seguro que hablamos de la misma mujer, Alston? Quizás haya dos Daisy Harker.
—¿Por qué? ¿Tanto ha cambiado?
—Le aseguro que ahora no parece en absoluto interesada en complacer a la gente.
—Eso es muy interesante. Ya me parecía que disimulaba alguna cosa. Probablemente sea una buena señal que ahora ya no lo haga. Esas risitas de mujercita de su casa no corresponden demasiado a una mujer adulta. Quizás ahora haya madurado, una cosa que todos deberíamos intentar hacer. Madurar no es un punto de destino, como pueda serlo Hong Kong, Londres, París o el cielo. Es un proceso ininterrumpido, como un camino que se recorre. No hay ninguna ciudad que lleve ese nombre. Ahora que caigo, quizá podría utilizar esta idea para el banquete de esta noche… No, no creo que resultara. Sería algo poco serio.
Mejor será que me limite a las estadísticas. Por desgracia, a la gente le impresionan más las estadísticas que las ideas.
—¿Especialmente las suyas?
—Puedo tenerlas muy impresionantes —contestó Alston con una sonrisa—. Pero volvamos a nuestras ovejas. Confieso que esa posible relación entre la señora Harker y Juanita me hace sentir un poco curioso.
—No estoy seguro de que haya ninguna relación.
—Entonces debe tratarse de una coincidencia —Alston dio unos golpecitos con los dedos en el borde la ficha que tenía en la mano—. El 2 de diciembre de 1955, un viernes, fue la última vez que vimos a la señora Harker por aquí. También fue la última vez que tuvimos noticias de Juanita.
—¿Qué clase de noticias?
—El viernes por la mañana tenía que venir a hablar con la señora Huxley, una de nuestras graduadas sociales. No se trataba de una sesión terapéutica sino de una discusión de finanzas para decidir qué podía hacerse con los hijos de Juanita, pues los chicos habían dejado la guardería y vivían con la madre de Juanita, la señora Rosario. A ninguno de nosotros nos parecía que ésta fuera la solución ideal. La señora Rosario es una mujer respetable, pero está obsesionada por la religión y la señora Huxley quería tratar de convencer a Juanita de que sus hijos estarían mejor en un hogar adoptivo.
»Sea como sea —siguió Alston—, a primeras horas del viernes Juanita telefoneó a la señora Huxley para decirle que no podría acudir a la cita porque no se encontraba bien. La cosa no tenía nada de particular ya que le quedaban pocos días para dar a luz. La señora Huxley le explicó que el asunto de los niños era urgente y quedaron en verse por la tarde. Juanita se mostró muy dócil, e incluso amable. Eso ya nos debería haber hecho desconfiar. Naturalmente, por la tarde no se presentó. Creyendo que el niño podía haberse presentado prematuramente, al día siguiente telefoneé a la señora Rosario. Estaba indignada. Juanita se había ido de la ciudad llevándose a sus hijos y la señora Rosario me dijo que yo tenía la culpa.
—¿Por qué usted?
—Porque yo —dijo Alston con una mueca— tengo mal de ojo.
—No me había fijado.
—Si piensa que la creencia en el mal de ojo ha pasado, permítame que le diga que se equivoca. Como tantos otros miembros de su raza, la señora Rosario todavía vive en un lejano pasado, médicamente hablando: los hospitales son esos lugares donde la gente muere, la psiquiatría es contraria a la religión, la enfermedad es causada por el mal de ojo y no por los gérmenes. Si la acusaran de creer en estas cosas, probablemente lo negaría. Pero no impidió que el primer hijo de Juanita viera la luz en la cocina de una partera vieja y que cuando la chica fue enviada para que la tratasen psiquiátricamente, la señora Rosario demostrase que era tan difícil de dominar como su propia hija. Son pocos los médicos y psiquiatras que han intentado llenar ese abismo cultural. Tienden a ignorar a las personas como la señora Rosario, que para ellos no son más que ignorantes, perversas y obstinadas cuando, en realidad, lo único que hacen es reaccionar de acuerdo con sus normas culturales. Y esas normas no han cambiado tanto como creemos. Se necesitaría mucho tiempo, muchos esfuerzos y una gran dosis de buena voluntad para cambiarlas. Pero ésta es la conferencia número veintisiete y nunca da demasiado resultado en lo que al dinero se refiere… Por otra parte, supongo que no dará un sentido personal a todas estas observaciones sobre su raza.
—¿Por qué habría de dárselo? —repuso Piñata encogiéndose de hombros—; Ni siquiera sé cuál es exactamente mi raza.
—Pero se lo figura, ¿no?
—Ya lo sé, a menudo he pensado en ello. No acaba de…
—La señora Rosario es un tema más importante que yo.
—Muy bien. Como le he dicho, cuando la telefoneé estaba indignada. La noche antes había asistido a una misa especial para rezar por unas almas perdidas, incluyendo entre ellas, supongo, la de Juanita. Muchas veces me pregunto cómo se las apañan los curas para tratar con personas como la señora Rosario, con personas que creen con el mismo fervor en la virgen María que en el mal de ojo. Debe de ser todo un problema. En fin, para volver a lo que decíamos, de vuelta a casa descubrió que Juanita se había ido con su maleta y sus cinco hijos. No imagino ninguna razón que obligase a mentir a la señora Rosario, pero entonces me pareció que su historia no era demasiado convincente. Contando aquello se libraba de tener que contestar a las preguntas de la policía y de la gente de la comisión de libertad condicional. Si estaba en la iglesia cuando Juanita se marchó de casa, era evidente que no podía saber nada. Es una mujer muy complicada, la señora Rosario. Desaprueba a Juanita y desconfía de ella, e incluso parece que la odie. Pero tiene un instinto maternal muy poderoso.
Alston se inclinó para atrás y estudió el techo de color rosa.
—Bueno, ya lo sabe. Ése es el final de Juanita. O lo que entonces suponíamos era el final. Al cabo de un año o poco más, dimos el caso por terminado y archivamos su ficha. La última entrada es del mes de noviembre de 1956. García, licenciado ya del ejército, entabló demanda de divorcio acusándola de abandono. No tengo la menor idea de cuántos críos son suyos. Quizá ninguno. De cualquier modo, no pidió que le fueran confiados. Ella no le exigió ninguna pensión por alimentos para sí misma o los hijos, pues ni siquiera se presentó al juicio. Aunque lo más fácil es que tuviera noticias. A despecho de las desavenencias que hay entre ellas, la mayoría de las familias mexicanas del sudoeste suelen hacer frente común cuando se trata de encararse con los blancos. Y para ellos la ley siempre es «blanca». No dudo en absoluto de que de una forma u otra Juanita siguió estando en contacto con algunos de sus familiares y éstos la mantenían al corriente. Son, sin duda, ellos mismos los que deben de haberle dicho que ya podía volver sin peligro. Porque supongo que usted tiene la certeza de que ha vuelto.
—Una certeza razonable —dijo Piñata.
—¿Se ha vuelto a casar?
—Sí, con un italiano llamado Donelli. Supongo que no es mal chico, pero Juanita debe de hacérselas ver de todos los colores…
—¿Y cómo sabe todo eso?
—La vi en el juzgado, después de la pelea en el bar. Mi cliente también estaba implicado. Donelli no pudo reunir el dinero necesario para pagar la multa, así que sigue en la cárcel. Podría ser que Juanita prefiriese tenerlo allí.
—¿En qué bar trabaja ella?
—En el Velada, en Lower State.
Alston asintió.
—Ya trabajaba antes, a temporadas. La dueña es una amiga de su madre, una mujer que se llama Brewster. Pero la señora Brewster y el Velada no son desconocidos para las autoridades, pese a que el local nunca haya sido clausurado. Me parece que sigue una buena pista, Steve. Si averigua que la chica es realmente Juanita, dígamelo. ¿Lo hará? Me siento un poco responsable de ella. Si se metiera en un lío, me gustaría ayudarla.
—¿Cómo haré para ponerme en contacto con usted?
—Hacia media tarde estaré en casa. Telefonéeme. Pero sigo confiando en que se trata de una confusión y que Juanita vive felizmente y sin preocupaciones en alguna isla del Pacífico.
Alston se puso en pie y cerró la ventana para indicar que, en cuanto a él, la entrevista había terminado.
—Un momento —le pidió Piñata.
—Hable deprisa. No quiero hacer esperar a la gente del Newcomers Club.
—Si supieran que tiene intención de desollarlos, estoy seguro de que no les importaría esperar.
—¡Ah, sí! Ya que habla de dinero…
—Aquí lo tiene —dijo Piñata alargándole un billete de diez dólares—. ¿Ha oído hablar de un tal Camilla?
—Me parece que no. No es un nombre corriente y creo que lo recordaría si lo hubiese oído pronunciar. ¿Qué le pasa?
—Se suicidó hace cuatro años. Roy Fondero se encargó del entierro.
—Conozco a Fondero. Es un buen amigo mío. Un buen hombre, recto y tieso como un muerto. Y no es un chiste.
—¿Podría hacerme un favor?
—¿Cuál?
—Telefonéele y dígale que quisiera hacerle unas cuantas preguntas sobre Camilla.
—Eso es fácil —Alston descolgó el teléfono y marcó un número—. El señor Fondero, por favor… ¿Cuándo volverá? Soy Charles Alston… Gracias. Volveré a llamar más tarde —colgó el aparato—. Ha salido. Miraré de prepararle una cita con él. ¿Cuándo le vendría mejor?
—Tan pronto como sea posible.
—Intentaré arreglarlo para hoy, pues.
—Gracias, Charley. Y ahora otra pregunta y me voy. ¿La señora Harker conocía a Juanita?
—En la clínica casi todo el mundo la conocía, si no de nombre, de vista al menos. ¿Pero por qué me lo pregunta? ¿Por qué no se lo pregunta usted a la señora Harker? —Se inclinó sobre la mesa y entrecerró los ojos—. Dígame, ¿le ocurre alguna cosa?
—Creo que no.
—He oído decir que ella y Harker tienen intención de adoptar un niño. ¿Hay alguna relación entre eso y su misteriosa visita de hoy?
—Una relación muy lejana. Me gustaría podérsela explicar, Charley, pero algunas cosas son confidenciales. Lo único que puedo hacer es asegurarle que la cosa no tiene importancia para nadie, a excepción, claro, de la señora Harker. No hay ni vidas, ni dinero, ni progenitura por en medio.
Piñata estaba equivocado. Las tres cosas estaban en juego. Mas no tenía la suficiente imaginación, o las suficientes ganas, para verlo.