SEGUNDA PARTE
LA CIUDAD

10

EN EL TRANSCURSO de todos sus viajes, Fielding había conservado siempre una maleta costrosa, pelada, de aspecto descorazonados Era tan vieja que los cerrojos ya no funcionaban, lo cual le obligaba a cerrarla mediante una correa de las que se suelen utilizar para los perros y que había comprado en un antiguo almacén de Kansas City. Los pocos testimonios de su vida que Fielding había decidido conservar, los guardaba en su maleta. Y cuando se sentía nostálgico o culpable, o simplemente demasiado solo, le gustaba sacarlos y contemplarlos, lo mismo que haría un comerciante en bancarrota que se entretuviera haciendo inventario de los pocos artículos que le habían quedado.

Estos testimonios, aunque poco numerosos, eran tan grávidos de contenido emocional que las memorias que evocaban parecían tanto más vivas con el paso de los años. El bastón de plástico del circo de Madison Square Garden despertaba hasta tal punto su memoria que podía recordar a todos los payasos y artistas, desde el viejo elefante de aspecto cansado hasta la equilibrista de gruesas piernas.

Además del bastón, la maleta contenía:

Un sombrero verde procedente de una reunión a la cual había asistido en Newark el día de San Patricio. (¡Y menuda la juerga que pasaron allí!).

Dos fragmentos de madera petrificada, de Arizona.

Un ukelele que Fielding no sabía tocar, pero que le gustaba sostener con soltura entre sus manos mientras cantaba Harvest Moon o Springtime in the Rockies.

Una cajita de hierba y púas de puercoespín, hecha por un indio de la parte norte de Ontario.

Un manojo de pequeñas piñas doradas, atado con una cinta, que formaba parte de un regalo que había comprado para Daisy un día de Navidad. La otra parte era un reloj de pulsera que tuvo que empeñar en Chicago.

Algunos recortes de prensa que hablaban de puertos exóticos, en todos los rincones del mundo.

Un paquete de cartas, casi todas de Daisy, aligeradas de los cheques que un día contuvieron.

Una pluma que no escribía, de oro falso.

Una astilla de madera (supuestamente perteneciente al buque de guerra West Virginia, después de haber sido bombardeado en Pearl Harbour) y que consiguió de un marinero al que conoció en Brooklyn, a cambio de una botella de moscatel.

Había también alrededor de una docena de fotografías: Daisy sosteniendo su diploma escolar. Daisy y Jim durante su luna de miel. Una foto enmarcada de dos matronas de mediana edad, las dos idénticas, dueñas de una pensión de Dallas. «A Stan Fielding, con la esperanza de que no se olvidará de sus “divinas gemelas”», rezaba una leyenda cruzada sobre la foto. Una ampliación de un minero de Pensilvania que se parecía mucho a Abraham Lincoln. Recordaba su fastidio porque Lincoln ya estuviera muerto, cosa que le impedía explotar su parecido. («Imagínate cómo nos habríamos divertido, Stan, yo haciendo de Presidente y tú de secretario de Estado. Todo el mundo nos habría saludado y dado coba, nos habrían pagado todas las copas que hubiésemos querido. ¡Me pongo enfermo cuando pienso en todo el licor que hubiéramos podido beber gratis!»). Otra fotografía, en un marco de cartón, mostraba a Ada, a Fielding y a un obrero agrícola con el cual había estado trabajando cerca de Albuquerque, un chico joven de ojos negros y aire elegante al que llamaban Curly. Durante la primavera, cuando las tormentas de polvo oscurecían la llanura y hacían imposible todo trabajo, los tres solían jugar a las cartas. Entonces, Ada era una chica llena de vitalidad. Le gustaba divertirse y siempre estaba dispuesta a hacer lo que fuera. El hecho de haber tenido una hija la cambió. Durante los meses de su embarazo cayeron más lágrimas de sus ojos que lluvia del cielo.

Abstraído en sus recuerdos, Fielding fue desparramando el contenido de la maleta sobre la mesa, una gran mesa redonda puesta debajo de la gran pantalla verde que colgaba del techo.

Muriel salió de la cocina, la única otra habitación que había en el piso. Muriel era una mujer de mediana edad, bajita y regordeta, con una boca voluntariosa y unos ojos tiernos y pálidos, de color verde, como un puñado de menta con una pizca de regaliz en medio. Resopló al ver todo aquello sobre la mesa.

—¿Por qué vuelves a sacar todas esas cosas?

—Son recuerdos, querida. Recuerdos.

—Bueno yo también tengo recuerdos y no los desparramo sobre la mesa cada quince días. Parecéis un grupo muy animado —añadió inclinándose sobre el hombro de Fielding para ver mejor la fotografía de la granja.

—Lo éramos, treinta años atrás.

—No has cambiado tanto.

—No tanto como Curly —dijo con un gruñido—. Lo vi la última vez que pasé por Albuquerque y casi no lo reconocí. Ya era un viejo, con las manos retorcidas por la artritis. Ya ni podía jugar a las cartas. Y ni que decir tiene que no podía manejar el ganado. Hablamos de los viejos tiempos y me dijo que me visitaría si iba a Chicago. Pero tanto él como yo sabíamos que no iría nunca.

—Bueno, bueno, no te enfurruñes —atajó Muriel bruscamente—. Eso es lo malo, que empiezas a mirar las cosas del pasado y te enfurruñas. Mira lo que te digo, Stan Fielding. Esta vieja maleta tuya es el peor enemigo que tienes. Si fueses un poco inteligente, te irías al muelle y la lanzarías al agua con un adiós y amén.

—Nunca he dicho que fuese inteligente. En cambio, lo que sí te digo es que tengo sed. Sé una buena esposa y tráeme una cerveza. Hace calor, hoy.

—Pues no te creas que te vas a refrescar bebiendo cerveza.

Pese a su bufido, se fue a la cocina a buscarle la cerveza. Le gustaba que se hubiera referido a ella como a una buena esposa. Sólo hacía un mes que se habían casado y, a pesar de que no estuviera apasionadamente enamorada de él, el hombre tenía cualidades que admiraba. Bebido o no, era más amable que cualquier otro hombre que ella había conocido. Tenía sentido del humor, educación y todavía conservaba el pelo y los dientes. Mas, por encima de todo, le gustaba su agudeza en las réplicas. Dijeran lo que dijeran los otros, e incluso tratándose de personas instruidas e inteligentes, Stan era capaz de hacerlos callar. Muriel se sentía orgullosa de ser la mujer de un hombre que siempre tenía respuesta para todo, incluso aunque a veces estuviera, y lo estaba, equivocado. Pero estar equivocado, siempre que la cosa demostrase clase, a los ojos de Muriel era algo que estaba tan bien como tener razón.

Su facilidad de palabra había transformado a Muriel. La mujer taciturna y tímida que él había conocido en Dallas, se había convertido en una verdadera charlatana. Sabía que no podía temer nada de él, dijese lo que dijese. Fielding acogía todos los discursos, incluidos los de Muriel, con un soberano encogimiento de hombros. Delante de la palabra escrita, en cambio, su actitud era del todo diferente. Creía absolutamente en todo lo que leía, incluso cuando se trataba de contradicciones bien evidentes. Cuando recibía una carta la trataba como si fuera el mensaje de un rey, librado por vía diplomática, y demasiado precioso para abrirlo inmediatamente. Siempre se pasaba cinco minutos dándole vueltas al sobre, examinándolo una y otra vez, por arriba y por abajo, antes de decidirse a abrirlo.

Cuando volvió con la cerveza, Muriel lo encontró inclinado sobre una de las cartas, tan tenso como si fuera la primera vez que la leía.

Le había leído en voz alta casi todas las cartas de Daisy y no podía comprender que se excitara de aquella manera con las cosas que la chica le contaba: hace calor. O hace frío. Las rosas han florecido. O todavía no. He ido al dentista, al parque, a la playa, al museo, al cine. Quizás era una buena chica, esa Daisy, pensaba Muriel, pero no tenía nada interesante.

—¡Stan!

—¿Eh?

—Aquí tienes la cerveza.

—Gracias —respondió. Pero no cogió el vaso enseguida, como solía hacer. Muriel comprendió que aquella carta debía de ser una de las más desagradables. Ésas nunca las leía en voz alta. Nunca hablaba de ellas.

—Espero que no te pongas triste, Stan… No me gusta que te pongas triste porque entonces me siento muy sola. ¿Te animarás, verdad?

—Sí.

—Tú te crees que no lo sé. ¿Por qué no me enseñas las fotos del hombre que se parecía a Abraham Lincoln? Ése sí que debía ser un tipo divertido. Cuéntame eso, Stan, eso de que habrías sido secretario de Estado y que habrías llevado sombrero de copa y…

—Ya te lo he contado otras veces.

—Vuélvemelo a contar. Me gusta reír. Hace tanto calor que tengo ganas de reír.

—Yo también.

—¿Por qué no lo hacemos, pues? Nos podemos reír de muchas cosas.

—Ya lo sé.

—No te pongas triste, Stan.

—No te preocupes.

Volvió a meter la carta en el sobre. Deseó no haberla leído. Hacía mucho tiempo que había sido escrita y ya no podía hacerse nada para modificar las cosas. Y entonces tampoco hubiera podido hacerse nada. Le fastidiaba, sin embargo, no haberlo intentado, no haber telefoneado ni escrito, no haber ido a verla.

—Anda, Stan, a las penas puñaladas.

—Sí.

Bebió la cerveza. Olía a almizcle, como si hubiese sido calentada y refrescada varias veces. Se preguntó si él también olía igual, por la misma causa.

—Eres una buena mujer, Muriel.

—No salgas con ésas ahora —dijo ella con una risita entre cohibida y complacida—. Tampoco tú eres un marido tan malo.

—¿Seguro? ¿Te juegas algo?

—Sé que eres un buen chico. Estuve segura de ello desde el momento en que te vi.

—Estás equivocada. Pero que muy equivocada.

—Anda, Stan, no digas eso.

—A todos nos llega el momento de evaluar nuestra propia vida.

—¿Y por qué tenemos que hacerlo hoy, precisamente esta mañana de sábado llena de sol, cuando podemos tomar el autobús e irnos al parque? ¿Por qué no lo hacemos?

—No —dijo Fielding con cansancio—. Deja que los monos vengan a verme, si es que tienen ganas de reírse de verdad.

El temor que reflejaban los ojos de la mujer se iba convirtiendo en amargura. Parecía como si le hubieran pellizcado la boca con unas tenazas.

—O sea que al final has terminado por ponerte triste.

Él no pareció haberla oído.

—La abandoné. Huí. Hasta el lunes pasado me fui sin verla. No tenía que haberme marchado sin una explicación, sin excusarme. Soy un cobarde, un perdido, un vago. Es lo que me dijo Piñata.

—Ya me lo has dicho otras veces. ¿Por qué no lo olvidas, ahora? Si quieres mi opinión, ese hombre se pasó. Mirándolo bien, aún se podrían decir cosas peores de él.

—De forma que tú también dices que soy…

—No, te lo aseguro, no quería decir eso. Yo sólo…

—Pues deberías haberlo dicho. Es la verdad.

De repente, Muriel alzó la mano y con el puño cerrado golpeó la mesa.

—¿Por qué no cierras la maleta de una vez?

Él la miró con una expresión de afectuosa tristeza.

—No deberías gritar así, Muriel.

—¿Por qué no? Tengo muchos motivos para gritar. ¿Por qué no debo hacerlo?

—Porque las señoras no gritan. «No tiene el diablo mejor flecha para un corazón que la de una dulce voz». Recuérdalo.

—Tienes respuesta para todo, ¿verdad? Incluso si tienes que ir a sacarla de la Biblia.

—Es de Lord Byron, no de la Biblia.

—Stan, deja esa maleta, ¿me oyes? —Muriel recogió la correa que estaba en el suelo y se la tendió—. Ciérrala, ponía otra vez debajo de la cama y piensa que nadie la ha abierto. Saldrás ganando. Yo te ayudaré, ¿quieres?

—No, ya lo haré yo.

—Hazlo, pues.

—Muy bien.

Volvió a meter todo en la costrosa maleta, las fotografías, las cartas, los recortes de periódico, la madera petrificada, el bastón del circo y la caja de púas de puercoespín. De repente dijo:

—Tengo cincuenta y tres años.

—Ya lo sé. Pero nadie lo diría. Aún tienes todo el cabello. Estoy segura de que hay hombres, que todavía no han cumplido los cuarenta, que te envidiarían.

—Cincuenta y tres. Esto es todo lo que me queda. No es gran cosa, ¿verdad?

—Más o menos, todo el mundo está en el mismo caso.

—No, Muriel, no quieras consolarme. Durante mi vida me han querido consolar demasiadas veces, me han tratado con demasiada amabilidad y me han perdonado demasiadas cosas. No me merezco Una chica como Daisy. Y pensar que me marché sin decirle adiós ni ver qué aspecto tenía después de tanto tiempo… Era una chica tan bonita, con aquellos ojos azules así de grandes, tan llenos de inocencia, y aquella sonrisa tan dulce y tímida…

—Ya lo sé. Me lo has dicho. ¿Lo has guardado todo? Cerraré la maleta.

—Un padre como debe ser, se hubiera quedado al lado de su hija, incluso aunque no se entendiera con su mujer. Los hijos son nuestra única esperanza de inmortalidad.

—En éste caso puedo estar bien tranquila. Tengo dos esperanzas de inmortalidad en Texas, persiguiendo vacas.

—Cuando me muera, no moriré del todo porque una parte de mí seguirá viviendo en Daisy.

Se enjugó las lágrimas que afloraban en sus ojos. Pensar en su muerte era una cosa muy triste, mucho más triste que pensar en la muerte de los otros.

—Si eres tan perdido como dices, ¿por qué quieres que una parte de ti siga viviendo en Daisy?

—No podrías comprenderme, Muriel. Tú no eres un hombre.

—Me alegra que te des cuenta. Y me gustaría que te dieras cuenta un poco más a menudo.

Fielding suspiró. Muriel era una mujer cargada de buenas intenciones, pero la bajeza de sus miras a veces resultaba embarazosa, destructiva incluso. Cuando se encontraba pensando en cosas tan delicadas como ahora, le desconcertaba que de repente las poderosas oleadas sonoras de la voz de Muriel le hiciesen descarrilar.

Para recobrarse del topetazo, fue a abrir otra botella de cerveza mientras Muriel empujaba la maleta debajo de la cama.

—Ya está —declaró satisfecha, enjugándose las manos con el mismo gesto del cirujano que acaba de coser una herida particularmente difícil—. Ojos que no ven, corazón que no siente.

—Tas cosas no son tan sencillas.

—Pero tampoco son tan complicadas como tú las haces, Stan Fielding. Si de verdad lo fuesen, más valdría que nos tirásemos al agua. Oye, eso estaría bien. ¿Por qué no vamos a la playa y nos sentamos en la arena para ver a la gente? Siempre te dan risa, Stan.

—Hoy, no. No tengo ganas.

—¿Quieres quedarte aquí pensando?

—Quizá sea lo que me conviene, precisamente. Quizás es eso lo que siempre me ha faltado, pensar un poco. Cuando me sentía descorazonado, hacía la maleta y me marchaba. Huía. Huía de la misma manera que huí de Daisy. Y no debería haberlo hecho, Muriel. No debería haberlo hecho.

—De nada sirve lamentarlo ahora —afirmó la mujer con cierta dureza—. A todos los borrachos que he conocido les pasaba lo mismo. Venga a lamentarse de lo que habían hecho y venga a beber para consolarse de haberlo hecho. Y luego volvían a empezar como si nada hubiese pasado.

—Sí —dijo Fielding parpadeando—. Eres una buena psicóloga. Es una teoría interesante.

—Una no necesita títulos para descubrirla. Basta con tener ojos y orejas, como yo tengo. Y como las que tú tienes también. Sólo hay que usarlas —se le acercó con timidez y le puso las manos sobre los hombros—. Anda, Stan, vamos a la playa a ver a la gente. ¿Qué te parece si vamos a ese sitio donde todo el mundo hace gimnasia? ¿Podríamos tomar el autobús?

—No, Muriel. Lo siento. He de hacer otras cosas.

—¿Qué cosas?

—Volveré a San Félice a ver a Daisy.

Muriel se quedó muda un momento. Se alejó de su lado y se sentó en la cama con expresión desconcertada.

—¿Por qué, Stan?

—Tengo mis razones.

—¿Por qué no me llevas? Podría vigilar para que no te metieras en un lío como la otra vez, con la camarera.

De vuelta a Los Ángeles, la noche del lunes, le había contado su encuentro con Nita y su marido. Para quitarle importancia a la cosa, hizo que todo el lance pareciese muy cómico. Los dos se rieron mucho. Pero las risas de Muriel no fueron muy sinceras. ¿Y si el marido de la chica hubiese sido más fuerte y con más malos sentimientos? ¿Y, si como pasa a menudo, la chica hubiese decidido ponerse de parte de su marido? ¿Y si ninguno hubiese llamado a la policía? ¿Y si…?

—Stan. Déjame ir contigo.

—No,

—No tengas miedo, no te pediré que me presentes a Daisy. Es tan distinguida y todo eso que ni se me ocurriría pedírtelo. No haría falta ni que me viese. Lo único que quiero es cuidar de que no te metas en un lío.

—No tenemos dinero para el autobús.

—Podríamos pedirlo. Sé que la vieja que vive al otro lado del pasillo tiene unos ahorros. Yo le caigo simpática, Stan. Dice que me parezco a su hermana más joven, que se la llevaron el año pasado. Creo que no le importaría dejarme algún dinero, por eso del parecido. ¿Qué te parece, Stan? /

—No. No quiero que te acerques a esa vieja. Es mala.

—En ese caso podemos ir en autostop.

El tono de su voz y la vacilación con que dijo aquellas palabras le hicieron comprender a Fielding que ella nunca había usado esa forma de viajar, y que sólo pensar en ello le asustaba tanto como la idea de que él se fuera y se metiera en un lío.

—No, Muriel. Las señoras no practican el autostop.

Ella lo miró desconfiada.

—Lo que pasa es que no quieres que vaya contigo. Tienes miedo de que te impida conquistar a alguna camarera y…

—Yo no conquisto a nadie.

La voz de Fielding sonaba más dura y más segura porque mentía. Aquel día entró deliberadamente en el café con la intención de encontrarse con la chica. Eso no lo sospechaba nadie (aparte de Muriel, que sospechaba de todo), ni siquiera la propia chica. Las cosas no habían salido como él deseaba, pues el marido se presentó antes de que él hubiese tenido tiempo de asegurarse de que era la chica que realmente buscaba y pudiera hacerle unas cuantas preguntas.

—Lo único que quería era proteger a una mujer a la que estaban insultando.

—¿Cómo es que puedes proteger a los otros y no sabes protegerte a ti mismo? Puedes defender al mundo enteró, pero no sabes proteger a Stan Fielding, que lo necesita más que nadie.

—No volvamos a la carga, Muriel —se acercó a la cama y se sentó al lado de la mujer—. Apoya la cabeza en mi hombro. Y ahora escúchame. He de hacer una cosa en San Félice. No me quedaré mucho tiempo. Si todo va bien, mañana por la noche ya estaré de vuelta.

—¿Qué cosa? ¿Y por qué no habría de ir bien?

—Podría darse el caso de que Daisy y Jim se hubieran ido a pasar el fin de semana a algún sitio. Entonces yo no podré volver hasta el lunes por la noche. Pero no te preocupes, aunque pienses que no sé defenderme, puedo hacerlo.

—Claro. Cuando has bebido.

—No tengo intención de beber.

Lo había dicho centenares de veces a lo largo de su vida. Pero podía repetirlo con tal convicción que él mismo se lo creía.

—Esta vez no beberé nada, a no ser, naturalmente, que no pueda negarme; mas, en tal caso, me limitaré a beber una copa. Una sola copa, te lo repito.

Muriel apretó su cara contra el hombro de Stan Fielding. Un gesto como si tratara de imprimir a la fuerza una imagen de ella que se iría con él y le protegería mientras aquel botarate se dedicaba a proteger a los otros.

—Stan.

—Sí, querida.

—No te emborraches.

—Te he dicho que no, ¿verdad? No beberé si no es que me veo obligado a aceptar una copa.

—¿Y por qué has de verte obligado?

—Imagínate que Daisy me invita a cenar en su casa y abre una botella de champán para celebrarlo…

—¿Para celebrar qué? —la postura de Muriel le impedía ver la repentina tristeza del rostro de su marido—. ¿Qué podéis celebrar, Stan?

—Nada —dijo él—. Nada.

—¿Entonces por qué ha de abrir una botella de champán?

—No la abrirá.

—¿Pues por qué lo has dicho?

—Calla, por favor, Muriel.

—Pero…

—No habrá ninguna celebración, ni champán. Soñaba, ¿no lo ves? La gente sueña, incluso las personas como yo, que saben que es inútil.

—No hace daño soñar un poco —le dijo ella con voz suave al tiempo que le acariciaba el cuello—. Tienes que cortarte el pelo. ¿No tienes dinero para ir al peluquero?

—No.

—Espera pues, cogeré las tijeras. Cuando vivíamos en la granja siempre les cortaba el pelo a los chicos, pues no había nadie para hacerlo.

Se puso en pie y se alisó el vestido sobre las caderas.

—Cuando tuve un poco de práctica, ya nadie se quejaba…

—No, Muriel.

—Es tan sólo cuestión de un momento. Debes tener un aspecto presentable, si vas a su casa… ¿Recuerdas aquella carta que te escribió para decirte que cambiaban de dirección? Describía toda la casa. Parecía que fuese un palacio. Y no querrás ir a un sitio como ése con todas estas greñas colgándote del cuello.

—Me da igual.

—Siempre dices que te da igual cuando no es así.

Muriel fue a la cocina y volvió con las tijeras. Mientras comenzaba a cortarle el pelo, le dijo:

—Ahora que lo pienso, podrías encontrarte con tu ex.

—¿Por qué?

—No hay nada más malo que encontrarse con la propia ex cuando uno no tiene buen aspecto. Baja un poco la cabeza.

—No tengo intención de ver a mi antigua mujer.

—Os podéis encontrar por casualidad, en la calle.

—En ese caso miraría a otra parte y cambiaría de acera.

Ella había estado esperando aquella respuesta. Jadeó ruidosamente, como si hasta aquel momento hubiera contenido su respiración.

—¿De verdad mirarías a otro lado?

—Sí.

—Háblame de ella, Stan. ¿Es bonita?

—Prefiero no hablarte.

—Nunca me dices nada… Vuelve la cara un poco a la derecha… No haces como los otros hombres. No hay ningún mal en contarme cosas de ella, en decirme si es bonita.

—¿De qué serviría?

—Lo sabría. Baja la barbilla.

—¿Te gustaría saber que es bonita?

—No, desde luego. Quiero decir que preferiría que no lo fuese.

—Pues no lo es. ¿Estás contenta?

—No.

—Es fea como un pecado. Gorda, bizca, patizamba…

—No me tomes el pelo, Stan.

—Todavía te lo tomaría más si te dijera que es bonita —replicó él sobriamente.

—Pero antes debió de serlo, pues te casaste con ella.

—Tenía diecisiete años. Y cuando se tienen diecisiete años todas las chicas nos parecen bonitas.

No era verdad. No podía recordar a ninguna otra chica. Sólo a Ada, delicada, rosada, alada como una nube vespertina. Y en aquel tiempo, joven y fuerte, se había propuesto cuidar de ella toda la vida. Y en lugar de eso, fue ella la que tuvo que preocuparse de él. Ni sabía ahora en qué momento o por qué razón se habían cambiado los papeles.

—Algunas todavía te lo parecen —dijo Muriel bajando las tijeras—. ¿Sabes qué te digo? Me jugaría algo a que tu camarera es una desvergonzada cualquiera.

—Está casada y tiene seis hijos.

—El hecho de tener marido e hijos no convierte a nadie en un ángel.

—No te preocupes más, Muriel. No me voy a San Félice para ver a la camarera o a mi exmujer. Sólo voy a ver a Daisy.

—Tuviste ocasión de verla el lunes. ¿Por qué no le pones una conferencia o le escribes? Más adelante, cuando estés seguro de encontrarla en casa, puedes ir a verla.

—La quiero ver ahora, hoy.

—¿Y por qué esta prisa de pronto?

—Tengo mis razones.

—¿Tienen algo que ver con sus viejas cartas que has leído hace un rato?

—No, no tienen nada que ver.

No le dijo nada de la carta reciente que había recibido en el almacén donde trabajaba y que ahora llevaba en la cartera, plegada una y otra vez, reducida a las dimensiones de un sello de correos. No era una carta como las otras que guardaba en la maleta. No contenía dinero. No le daba noticias suyas ni preguntaba por su salud. «Querido padre. Te agradecería mucho que me dijeras si el nombre de Carlos Camilla te recuerda algo. Te ruego que me telefonees, a mi cargo, a Robles 24663. Te quiere, Daisy». A Fielding le hubiera gustado fingir que aquella nota brusca, poco amistosa y breve, nunca había llegado a sus manos. Pero esa escapatoria no era posible. ¿Cómo había podido conseguir Daisy el nombre y la dirección del almacén? Gracias a Piñata, sin duda, si bien él no recordaba haberle hablado de su trabajo. Sin embargo, aquel día no se encontraba muy bien, se sentía desazonado y no recordaba con precisión cómo habían sucedido las cosas. O quizá Piñata la había averiguado por otro conducto. Además de pagar las fianzas de los detenidos, era detective. Un detective…

«¡Dios del cielo! ¿Acaso ella le ha contratado? ¿Pero para qué? ¿Qué relación puede tener todo esto con Camilla?».

—Bueno, deja ya de preocuparte, ¿me oyes? Tengo que marcharme —dijo intentando parecer tranquilo.

Mientras se lavaba y se afeitaba en el cuarto de baño que compartían con la vieja del otro lado del pasillo, Muriel preparó la ropa interior limpia y le planchó una camisa y la corbata de rayas azules que Piñata le había prestado. Le dijo a Muriel que la compró al verla en un escaparate. Ella le creyó porque era una cosa demasiado insignificante para inventarse una mentira. Todavía no hacía el suficiente tiempo que le conocía para saber que la costumbre de mentir en cosas tan menudas era tan propia de él como la terrible franqueza con que se manifestaba en otro asuntos importantes y serios. Por ejemplo, no habría tenido ninguna necesidad de explicarle todo aquel episodio de la camarera, el incidente con el marido, la prisión y la intervención de Piñata. Y, sin embargo, se lo había contado con pelos y señales, a excepción, desde luego, de la dichosa corbata que le había dejado Piñata.

Cuando volvió del lavabo y vio que ella había elegido precisamente aquella corbata, la cogió y la guardó en el cajón de la cómoda.

—Me gusta —dijo Muriel—. Hace juego con tus ojos.

—Es demasiado vistosa. Cuando uno tiene que hacer autostop, debe adoptar el aire más serio posible, como si fuera un caballero que ha tenido una avería con su Cadillac y no puede encontrar un teléfono.

—¿Te gusta aparentar que eres alguien?

—Sí.

—¿Y de dónde sacarás el Cadillac?

—De mi imaginación. Cuando esté en la carretera pensaré en el Cadillac de tal manera que la gente lo verá.

—¿Por qué no empiezas a pensar ahora, a ver si también lo veo yo?

—Ya he empezado —se acercó a la ventana y descorrió las desgastadas cortinillas de color rosa—. ¡Ya está! ¿Qué ves?

—Coches. Hay al menos un millón de coches.

—Uno de ellos es mi Cadillac —volvió a dejar caer la cortina, se puso tieso y se ajustó un imaginario monóculo en el ojo—. Perdón, señora, ¿tendría la amabilidad de llevarme hasta la próxima gasolinera?

Muriel comenzó a reír con una entonación juvenil.

—¡Oh, Stan, qué bien lo haces! Deberías haber sido actor.

—Lamento contradecirla, señora, pero soy actor. Permita que me presente. Mi nombre es… Ah, casi olvidaba que viajo de incógnito. No puedo identificarme, pues temo la adulación desmesurada de millones de fanáticos admiradores.

—Podrías engañar a cualquiera, Stan. Hablas de verdad como un caballero.

Fielding la miró, repentinamente sobrio.

—Gracias.

—He visto claramente tu Cadillac. Rojo y negro, con la tapicería de cuero y tus iniciales en la puerta.

Muriel le tocó el brazo, tieso como una madera.

—Pero, oye, nosotros no sabríamos qué hacer con un Cadillac. Tendríamos que pagar la matrícula, el seguro, la gasolina y los lubrificantes, y además, encima tendríamos que encontrar un sitio para aparcarlo… Por mi parte, creo que no vale la pena, y no lo digo porque sí. Es lo que pienso.

—Ya lo sé, Muriel.

Se sentía abrumado por su lealtad, pero al mismo tiempo le dolía un poco porque le recordaba que no la merecía y que tendría que esforzarse mucho para hacerse digno de ella en el futuro. «¡El futuro! Cuando era más joven veía el futuro como una caja vistosa, atada con una cinta, llena de regalos». Ahora el futuro era como una pared frente a él, gris e impenetrable como un muro de plomo.

Cogió una corbata gris del cajón. Hacía juego con la pared.

—¿Puedo ir contigo, Stan?

—No, Muriel. Lo siento.

—¿Llegarás a tiempo para ir al trabajo el lunes por la noche? —Sí.

Solamente hacía una semana que trabajaba como vigilante nocturno en la casa de accesorios eléctricos de Figueroa Street. El trabajo era aburrido y pesado, pero él procuraba hacerlo más interesante imaginando que cualquiera de aquellas noches se cometería un robo. Pero él estaría allí, al pie del cañón, pensando en cómo reducir a los ladronzuelos. Les acometería de frente, les haría el golpe del conejo, o los dejaría fuera de combate con un buen gancho de izquierda. O quizá pudiera vencerlos recurriendo a una argucia que aún no se le había ocurrido. Mas después de haberlos vencido por la fuerza o por el ingenio, iría a recibir su recompensa de manos del presidente de la firma de accesorios. La recompensa lo mismo podía ser una cantidad de dinero que una participación en el negocio o una gran placa de bronce en la que figuraría su nombre y el relato de su gesta. «A Stanley Elliot Fielding, quien, por encima y más allá de su obligación, hizo frente a la agresión de siete criminales enmascarados y desesperados…».

Todo era una fantasía, él lo sabía de sobras. Pero le ayudaba a pasar el tiempo y le aliviaba de la tensión que lo dominaba cuando se encontraba solo.

Muriel le ayudó a ponerse la chaqueta.

—Ya está. Y te ves muy elegante, Stan. Nadie diría que eres un vigilante nocturno.

—Gracias.

—¿Dónde te alojarás, en San Félice?

—Aún no lo he decidido.

—Tendría que saberlo para ponerme en contacto contigo si pasara algo relacionado con tu trabajo. Supongo que podría telefonear a casa de Daisy, si se tratara de una cosa importante.

—No, no lo hagas —dijo él rápidamente—. Es posible que no vaya allí.

—Pero antes has dicho…

—¿Recuerdas a aquel individuo que te dije que pagó la multa por mí? Stevens Piñata. Tiene su despacho en East Opal Street. Si hay algo urgente; déjale un recado para mí.

Lo acompañó hasta la puerta, cogida de su brazo.

—Recuerda que me has prometido que no beberás y que te portarás bien.

—Naturalmente.

—Me gustaría ir contigo.

—Otra vez será.

La besó antes de abrir la puerta, a causa de la señora Wittenburg, la vieja que vivía al otro lado del pasillo. La señora Wittenburg tenía todo el día abierta la puerta de su habitación y se sentaba allí con las gafas sobre la nariz y el periódico sobre la falda. A veces leía en silencio; en cambio, otras se mostraba muy voluble y dirigía sus comentarios a una hermana más joven que ya hacía un año que no vivía con ella.

—Aquí los tienes, Rosemary —informó la señora Wittenburg con su fuerte acento de Nueva Inglaterra—. Él se ha mudado para salir. Pues buen viento le lleve. Me gusta que seas de mi misma opinión. ¿No viste en qué lamentable estado dejó el otro día el cuarto de baño? Toda aquella agua… Agua, agua y agua, agua por todas partes… Me sorprende, Rosemary, que hagas una observación tan vulgar. Nuestro padre se revolvería en su tumba si te oyera decir una cosa así.

—Entra y cierra la puerta —le dijo Fielding a Muriel—. Y no la vuelvas a abrir.

—Muy bien.

—Y no te preocupes por mí. Mañana por la noche, o a más tardar la noche del lunes, estaré aquí.

—Murmurar es una falta de educación —terció la señora Wittenburg.

—Ve con cuidado, Stan.

—Te lo prometo.

—¿Me quieres? —preguntó ella.

—Ya sabes que sí, Muriel.

—Murmurar —proclamó de nuevo la vieja— no solamente es una falta de educación sino que, como sé de buena tinta, será declarado ilegal en todos los estados al oeste del Mississippi. Los castigos, dicen, serán muy severos.

Fielding alzó la voz.

—Adiós, Rosemary. Buenas tardes, señora Wittenburg.

—No le hagas caso, Rosemary. Qué poca vergüenza tiene… ¡Mira que tutearte!… Pronto intentará… tiemblo nada más pensarlo…

La anciana también levantó la voz y añadió:

—La buena educación me obliga a corresponder a su saludo, señor Murmurador. Pero lo hago por obligación. Adiós.

—¡Dios mío! —exclamó Stan lanzando una carcajada. Muriel se rió también mientras la señora Wittenburg describía a Rosemary una determinada ley que pronto prohibiría, en diecisiete estados, las risas, las burlas y la fornicación.

—Ten la puerta cerrada, Muriel.

—Es una vieja señora inofensiva.

—No existe ninguna señora vieja inofensiva.

—Espera, Stan. Te dejas el cepillo de dientes.

—Compraré uno en San Félice. Adiós, querida.

—Adiós, Stan. Y buena suerte.

Cuando él hubo salido, Muriel se encerró en el piso y, en pie al lado de la ventana, lloró en silencio y con vehemencia por espacio de cinco minutos. Luego, con los ojos enrojecidos pero más tranquila, sacó de debajo de la cama la costrosa maleta de Fielding.