LAS LUCES DE LA CIUDAD ardían, encaramadas a lo largo del mar y de la carretera, individualizándose a medida que el coche ascendía la colina, hasta que en lo alto, cada una de ellas aparecía resplandeciente como una estrella recién caída de la montaña. Piñata sabía que ninguna de aquellas luces le pertenecían. Su casa era oscura y nadie le esperaba allí, ni Johnny ni Mónica ni la señora Dubrinski, porque ésta, a las cuatro se marchaba para reunirse con su propia familia. Se sentía tan excluido de la vida como el mismo Camilla allá en su tumba bajo la higuera. Tan vacío como el cerebro de Camilla, tan sordo como él a los rumores del mar, tan ciego a las olas como sus ojos de muerto.
«¿De qué sirve una bella vista —había dicho el viejo— si no podemos contemplarla?».
«Bueno, la vista está aquí —pensó Piñata—. La contemplo pero no formo parte de ella. Ninguna de esas luces ha sido encendida para mí. Y si alguien me espera, debe de ser algún ebrio encerrado en la cárcel y que sólo está deseando salir para comprarse otra botella».
Daisy seguía sentada a su lado, muda e inmóvil, como si no pensara en nada o como si pensara en tantas cosas al mismo tiempo y con tanta rapidez que habían terminado por convertir la barrera del ruido en silencio. De repente, mientras la observaba, le hubiera gustado hacer algo sorprendente, inesperado, para obligarla a que se fijara en él. Pero, un instante después, la idea le pareció tan absurda que se enfadó consigo mismo. «Por Cristo, ¿qué me pasa? Debo de estar atontado. Johnny, tengo que pensar en Johnny. O en Camilla. Sí, él es más tranquilizador. Pensaré en Camilla, en el extraño que está en la tumba de Daisy».
El extraño había muerto y Daisy había soñado que la tumba era la suya. Hasta aquí todo podía explicarse. Pero el resto ya no lo era, a no ser que Daisy gozara de una percepción extrasensorial, lo cual parecía muy improbable, o de una singular habilidad para engañarse y para engañar a los demás. Esto último era lo más plausible, pero él tampoco terminaba de creerlo. A medida que la conocía mejor, se sorprendía de su esencial ingenuidad, de su inocencia, como si de una forma u otra hubiese conseguido cruzar por la vida sin tocar nada y sin que nada la tocase a ella, como un niño que se paseara por una tienda donde todos los artículos están fuera de su alcance y donde los dependientes, meros muñecos de cartón, están encerrados tras unas vitrinas. Era posible que la pequeña Daisy hubiese sido demasiado disciplinada para protestar, que fuera demasiado dócil para pedir cualquier cosa. Pero ¿era ahora cuando la pedía, por medio del sueño? ¿Pedía tal vez que quitasen los cristales de las vitrinas y que los muñecos de cartón se pusieran en movimiento?
—Ese hombre —preguntó ella por fin—, ¿cómo murió?
—Se suicidó. En la ficha dice de sui mano, «por su propia mano». Supongo que alguien pensó que si lo escribía en latín no sería tan feo.
—Se mató a sí mismo… Esto empeora las cosas.
—¿Por qué?
—Quizá yo tuve algo que ver con su muerte. Quizá soy responsable.
—¿No le parece que eso está muy cogido por los pelos? —replicó Piñata con su voz tranquila—. Usted ha sufrido una conmoción, señora Harker. Ahora es mejor que deje de preocuparse por eso y se vaya a descansar. «Y, hazme caso, tómate una píldora, emborráchate, o móntale una escena a tu marido. Haz lo que cualquier otra mujer haría en tu situación. Mónica solía llorar, pero me parece que tú no eres de ésas, pequeña Daisy. Por la cara que pones cualquiera sabe qué estarás tramando…».
—Camilla es un desconocido para usted, ¿no? —insistió él.
—Sí.
—Entonces, ¿cómo es posible que piense que tiene algo que ver con su muerte?
—¿Posible? Ya no se trata de «posibles», señor Piñata. No me era posible saber qué día murió. Pero lo sabía. Es un hecho, no una cosa inventada por una mujer demasiado imaginativa o histérica, esa clase de mujer que usted se imagina que soy. Y, además, el hecho de conocer la fecha de la muerte de Camilla cambia las cosas…
—Sí.
Piñata hubiese querido decirle que las cosas habían cambiado mucho más de lo que ella se imaginaba. Habían cambiado tanto que si ella sólo lo sospechara, echaría a correr hacia su hombre en la cumbre, Jim, o hacia su madre. Correría, desde luego. ¿Pero cuánto tiempo? ¿Y con qué prisa?
Piñata contempló su mano, sosteniendo el volante. A la luz del tablero, sus manos parecían muy oscuras. Daisy echaría a correr a toda prisa, a toda velocidad. Incluso escaparía aunque no hubiese estado casada. Esa evidencia se le clavó dolorosamente en el cerebro, como si ella, en su escapada, calzara los claveteados zapatos de un sprinter.
Y ahora volvía a hablar de Camilla, de aquel muerto que para ella era mucho más importante que Piñata, mucho más importante que él, con toda su juventud y energía. Vivo, a su lado y vehemente, no era ni siquiera un rival digno de aquel extraño que reposaba bajo una higuera, en lo alto de la cuesta. «Estoy aquí, a su lado —pensó—, a su lado en el espacio y el tiempo, pero Camilla forma parte de sus sueños». El rencor le subía por la garganta como una náusea. Comenzaba a odiar a aquel nombre. «Camilla, litera, cama pequeña…».
—Estoy segura de que tengo alguna cosa que ver. Hasta me siento culpable.
—A menudo, los sentimientos de culpabilidad se aplican a personas o cosas que no tienen nada que ver con uno mismo. Es posible, por lo tanto, que no haya ninguna relación entre usted y Camilla.
—Yo pienso que sí —parecía perversamente obsesionada, como si deseara creer lo peor de ella misma—. Es una extraña coincidencia que esos dos nombres sean mexicanos. Primero el de la chica, Juanita García, y ahora el de Camilla. Casi no conozco, o mejor dicho no conozco en absoluto, a ningún mexicano, aparte de aquellos con los que pude relacionarme cuando trabajaba en la clínica. Y no es que tenga prejuicios como mi madre, no es eso. Simplemente sucede que nunca he tenido oportunidad de frecuentarlos.
—Eso de que aún no ha tenido oportunidad de frecuentarlos significa que todavía no ha tenido ocasión de comprobar si tiene o no prejuicios. Y quizá su madre, si los tiene, no tiene el valor de admitirlos.
—¿Quiere decir que yo no soy sincera?
—No he dicho nada parecido.
—Pues lo parece. Tal vez usted piensa que yo ya sabía la fecha de la muerte de Camilla. O que conocía a ese hombre, ¿no?
—Admito que esa idea me ha pasado por la cabeza.
—Naturalmente, es más fácil desconfiar de mí que creer en lo imposible. Camilla es un desconocido para mí. ¿Por qué motivo habría de mentirle?
—No lo sé.
Había intentado encontrar una razón que obligase a Daisy a mentirle. No lo había conseguido. Él no significaba nada para ella, era evidente. A Daisy no le interesaba su aprobación o su desaprobación. No trataba de influirle, de convencerle, de seducirle o de engañarle. Para ella, él no era más que una pared contra la cual rebotan las pelotas. ¿Para qué molestarse en decir mentiras a una pared?
—Es una lástima que conociese a mi padre antes de conocerme a mí. Ya que hemos hablado de prejuicios, también usted estaba predispuesto a desconfiar de mí. Mi padre y yo no nos parecemos en nada, pese a que mi madre pretende lo contrario cuando se enfada. Incluso dice que me parezco a él físicamente. ¿Qué dice usted?
—Que no hay ninguna semejanza física.
—Y tampoco la hay en otras cosas, sean buenas o malas. Y mi padre tiene aspectos buenos, aunque supongo que no debieron manifestarse el día que usted le conoció…
—Algunos, sí. De todas formas, no suelo juzgar a los hijos por sus padres. No puedo permitírmelo.
Daisy se volvió hacia él y le miró, como esperando que Piñata siguiera con el tema. Pero él no dijo nada más. Cuantas menos cosas supiera la chica sobre él, mejor. En principio, los padres no tienen historia familiar. Los padres sirven para proteger, para procurar intimidad, para decorarlos, para esconderse tras ellos o para saltarles encima. «Tírame unas pelotas más, pequeña Daisy».
—Camilla. Supongo que descubrirá algunas cosas más sobre ese hombre —dijo ella.
—¿Qué cosas?
—Cómo murió y por qué, si tenía familia o amigos.
—¿Y luego?
—Luego, lo sabremos —aseguró Daisy.
—Supongamos que descubra esa clase de cosas que no hacen bien a nadie…
—Nos expondremos. Ahora no podemos abandonar la partida. Es impensable.
—Pues yo lo encuentro muy pensable.
—No me engaña usted, señor Piñata. Tiene tantas ganas como yo de seguir adelante. Es una persona curiosa.
Tenía razón. También él tenía ganas de seguir adelante, pero no a causa de un exceso de curiosidad.
—Ya son las cinco y cuarto. Si corremos un poco aún podremos llegar al Monitor antes de que cierren. Ya que Camilla se suicidó, debe de haber algo más aparte de su esquela.
—¿No la esperan en casa?
—Sí.
—Pues vaya a su casa y yo me ocuparé de todo este asunto.
—¿Me llamará si encuentra algo?
—¿No sería un poco imprudente? Tendría que dar explicaciones más o menos fantasiosas a su marido o a su madre. Es decir, a no ser que decidiera hablar claramente.
—Muy bien. Le telefonearé a su despacho mañana, a la misma hora de hoy.
—¿Jugando a los secretos?
—Yo juego exactamente igual a como me han enseñado a jugar. Señor Piñata, su sistema de jugar poniendo las cartas boca arriba no serviría de nada en mi casa.
«Ese sistema tampoco sirvió en mi casa —se dijo Piñata—. Mónica se fue con otro hombre».
Cuando entró en el tercer piso del Monitor-Press, la chica de la hemeroteca ya estaba a punto de cerrar.
—Ya es hora de cerrar —le dijo agitando las llaves.
—Todavía faltan cuatro minutos.
—Yo sé cómo emplearlos.
—Y yo también. Déjeme ver otra vez aquel microfilme.
—Este es otro ejemplo —dijo la chica con amargura— de lo que pasa cuando una trabaja en un diario. Siempre hay que hacerlo todo en el último minuto. Una complicación tras otra.
Siguió gruñendo mientras traía el microfilme y lo colocaba en el aparato de proyección. Pero era un gruñido amable que no iba dirigido ni a Piñata ni al periódico. Era una protesta general contra la vida, tan mal organizada, tan imprevisible.
—Me gustan las cosas bien ordenadas —expresó al encender el proyector—. Y nunca lo están.
Se hablaba de Camilla en la primera página de la edición del 3 de diciembre. El título decía: «Un suicida deja una extraña carta de despedida». Debajo aparecía el esbozo de la cabeza de un hombre enjuto, de pómulos muy altos y ojos hundidos. Pese a que su cara estaba llena de arrugas, y pese a que sus largos cabellos negros le caían sobre las orejas, su cara tenía una incongruente expresión de inocencia. El esbozo, según decía el pie, era obra del dibujante del diario, Gorham Smith, quien había sido uno de los primeros en acudir al lugar del suicidio. Era también la expresión del propio Smith la que figuraba en el texto que seguía a continuación.
«El cuerpo de un suicida que ayer descubrió un patrullero cerca de la vía férrea, ha sido identificado como el de Carlos Theodore Camilla, el cual suponemos se encontraba de paso por la ciudad. No se hallaron sobre él ni cartera ni papeles personales, pero un examen posterior de su ropa permitió descubrir la presencia de un sobre que contenía una nota escrita a lápiz y 2000 dólares en billetes grandes. A las autoridades locales les sorprendió esta elevada cantidad de dinero y también el contenido de la nota, que decía: “Con esto habrá bastante para pagar mi viaje al cielo, ratas nauseabundas. Carlos Theodore Camilla. Nacido demasiado pronto, en 1907. Muerto demasiado tarde, en 1955”.
»La nota había sido escrita en papel del Hotel Parker, pero la dirección de este establecimiento asegura que Camilla no se hospedó en él. La investigación llevada a cabo en los otros hoteles y moteles de la región tampoco ha permitido descubrir el lugar de residencia de la víctima. La policía cree que podría tratarse de un vagabundo que llegó a la ciudad en un tren de mercancías después de haber cometido algún atraco en otro lugar del Estado. Esto explicaría que Camilla, que parecía muy débil y en avanzado estado de desnutrición, llevase encima tanto dinero. Se ha entrado en contacto con los comisarios y sheriffs de toda la zona para intentar averiguar la procedencia de esos 2000 dólares. El entierro será aplazado hasta que pueda demostrarse que el dinero no procede de un robo sino que pertenece verdaderamente al difunto. Mientras, el cadáver ha quedado bajo la custodia de Roy Fondero, responsable de las pompas fúnebres.
»Según el juez de instrucción Robert Lerner, Camilla murió a causa de una herida que se hizo a sí mismo a últimas horas de la noche del jueves o a primeras horas de la mañana del viernes. El tipo de cuchillo utilizado ha sido identificado por las autoridades como una navaja, arma que suelen llevar los mexicanos y los indios del sudoeste. En el mango aparecían grabadas dos iniciales: C. C. Una docena de colillas descubiertas en el lugar de la tragedia indican que Camilla debió de pasar mucho tiempo reflexionando sobre la conveniencia de llevar a término su acto. A su lado también fue encontrada una botella de vino vacía, pero el análisis de la sangre de Camilla demostró que no había bebido.
»Los habitantes de la llamada Jungleland, la serie de barracas que hay entre las vías del ferrocarril y la carretera 101, aseguran que no saben nada del muerto. Sus huellas dactilares han sido enviadas a Washington para determinar si tenía antecedentes penales o si figuraba en los registros de las autoridades de inmigración. Se está haciendo un esfuerzo para localizar la residencia de Camilla, de su familia o de sus amigos. Camilla será enterrado en el cementerio local. La investigación del juez de instrucción, fijada para mañana por la mañana, se supone que será breve».
Fue breve. Como decía la edición del 5 de diciembre, quedó demostrado que Camilla murió a consecuencia de la cuchillada que se había infligido él mismo en un momento de desesperación. Había pocos testigos: el patrullero que descubrió el cadáver, un médico que describió la herida mortal y un patólogo que declaró que Camilla sufría una larga desnutrición y diversos desórdenes físicos. El instante de la muerte fue establecido aproximadamente sobre las dos de la mañana del 2 de diciembre.
Probablemente, pensó Piñata, Daisy haya leído esto en su momento. Las circunstancias del caso debieron haberla impresionado: un hombre enfermo, hambriento, asustado («esto tendría que pagar mi viaje al cielo»), rebelde («ratas nauseabundas»), desesperado («nacido demasiado pronto, muerto demasiado tarde»), dejaba su último mensaje al mundo y se quitaba la vida.
Piñata se preguntó si aquello de las ratas nauseabundas se referiría a alguna persona en concreto o si la frase, lo mismo que los gruñidos de la chica de la biblioteca, eran una protesta contra la vida en general.
La chica volvía a hacer tintinear las llaves. Piñata apagó la luz del proyector, le dio las gracias y se fue.
Volvió a su despacho pensando en el dinero de aquel sobre de Camilla. Estaba claro que la policía no había podido probar que el dinero procediese de un robo pues, de lo contrario, ahora Camilla no reposaría bajo su cruz de piedra. El misterio consistía en averiguar por qué una persona tan miserable había preferido desprenderse de 2000 dólares para atender los gastos de su funeral en lugar de procurarse los alimentos y la ropa que tanta falta le hacían. Los casos de personas que mueren de miseria dejando una fortuna oculta bajo el colchón no eran frecuentes, si bien de vez en cuando había alguno. ¿Acaso fue Camilla uno de esos psicópatas de la miseria? Parecía improbable. El dinero del sobre era en billetes grandes. Las cantidades que dejaban los miserables eran siempre una mescolanza de pequeños billetes y calderilla atesorada a lo largo de los años. Además, los miserables no suelen viajar. No se mueven nunca del mismo lugar, a menudo ni siquiera de su habitación, protegiendo siempre su dinero. Camilla había viajado, ¿pero desde dónde y por qué razón? ¿Había escogido esta ciudad porque era un lugar agradable para morir? ¿O había venido a ver a alguien, a encontrarse con alguna persona? ¿Podía, en este último caso, tratarse de Daisy? Mas la única relación que había entre Daisy y Camilla era el sueño que la muchacha tuvo por primera vez cuatro años más tarde.
La oficina estaba oscura y fría. Y pese a que había encendido las luces y puesto en marcha la calefacción, el local seguía siendo fúnebre y helado, como si el fantasma de Camilla se hubiese filtrado por las paredes trayendo consigo el frío eterno.
Gracias a un sueño, sin ruidos insidiosamente, Camilla había regresado. Había cambiado de opinión —el mar era demasiado rumoroso, las raíces de la higuera demasiado amenazadoras, su lecho de tierra demasiado angosto y oscuro— y quería volver al mundo. Había elegido a Daisy para que ella le ayudara. El miserable vagabundo, el cuerpo que nadie había reclamado, se reclamaba a sí mismo a través de la mente de Daisy.
«Me estoy volviendo tan simple como ella —pensó—. Tengo que mirar las cosas fríamente, tal como son en la realidad. Daisy vio el artículo del periódico. Fue doloroso para ella y reprimió sus sentimientos. Consiguió olvidarlo por espacio de cuatro años. Luego, algún incidente o alguna emoción, ha avivado de nuevo su memoria y Camilla se ha manifestado en forma de sueño: una patética criatura que, por razones desconocidas, Daisy ha identificado con ella misma.
»No hay nada más. No se trata de misticismos sino, simplemente, de una cuestión relacionada con las complejidades de la memoria».
—Es muy sencillo —dijo en voz alta.
El sonido de su propia voz le resultó reconfortante en el silencio de la helada habitación. Hacía mucho tiempo que no se escuchaba. Su voz le parecía ahora extraordinariamente profunda y agradable, como la de un viejo lleno de sabiduría. Le hubiese gustado encontrar algunas viejas consejas que se aviniesen con sus sentimientos, pero no pudo recordar ni una sola. Su cerebro parecía haberse encogido de tal forma que ya sólo quedaba sitio en él para Daisy y para aquel viejo desconocido de su sueño.
Le resbaló una gota de sudor por la oreja izquierda y le cayó en el cuello.
Se puso en pie, abrió la ventana y miró hacia la animada calle. Pocos blancos se aventuraban por Opal Street una vez caída la tarde. Esta era su calle, su zona de la ciudad, la suya y la de Camilla, y no tenía ninguna relación con la zona de Daisy. Algunos policías la llamaban el Callejón del Sebo y, cuando él se sentía tranquilo y seguro, no les reprochaba que la llamasen así. Muchas de las navajas que salían a relucir en las riñas estaban engrasadas. Quizá también lo estuviera la de Camilla.
—Bienvenido al Callejón del Sebo, Camilla —dijo en voz alta.
Pero esta vez su voz no le pareció la de un anciano lleno de sabiduría. Era una voz joven, amarga y furiosa. Era la voz del niño del orfelinato luchando por su nombre, Jesús.
«Y todos estos cardenales y ojos a la funerala y dientes rotos —le había dicho la madre superiora—. La mitad de las veces casi no parecías una criatura humana».
Cerró la ventana y contempló la imagen que le devolvía el cristal polvoriento. No se veía ningún diente roto, ni cardenales ni ojos amoratados, pero era bien cierto que casi no parecía una criatura humana.
«Naturalmente, es muy difícil hacer honor al nombre de Jesús…».