LAS VERJAS DE HIERRO eran tan pesadas que parecían estar hechas para gigantes. Las plantas trepadoras ocultaban los barrotes de tres metros con sus movedizas flores cuyas espinas más afiladas que el alambre de púas acechaban bajo las hojas. Entre la calle y la verja, una hilera de árboles sacudía las monedas de sus hojas como si fueran jugadores inquietos.
La casita gris del guarda semejaba una pequeña cárcel, con sus ventanas, y la sólida puerta de acero, firmemente cerradas. Pero la puerta y la cerradura estaban mohosas, como si el guarda ya hiciera tiempo que hubiese desaparecido en algún lugar del cementerio. Arboles centenarios que se acercaban al fin del tiempo para el que se les destinaba, sombreaban los dos lados del camino que conducía a la capilla, llenos de pájaros del paraíso de color azul y naranja, prestos a emprender el vuelo o a cantar de un momento a otro.
Contrastando con la casa del guarda, la capilla aparecía decorada con mosaicos mexicanos de vivos colores. Una música de órgano se escapaba de la nave, fuerte y viva, a través de sus puertas abiertas. Solamente se veía a una persona, el organista.
Parecía tocar para sí mismo. Quizá se hubiera celebrado un funeral y se había quedado para practicar un poco o para alejar a un persistente coro de fantasmas.
El aire parecía exudar una amenaza de oscuridad entremezclada con niebla. Daisy se abrochó la chaqueta hasta el cuello y se puso los guantes blancos. Eran unos guantes bonitos y delicados, de nailon y lino, pero en ese momento se le antojaron iguales a los que se ponían los enterradores. Se los habría quitado inmediatamente y los hubiera metido en su bolso. Pero Piñata podía observar aquel gesto y darle una interpretación. Y sus interpretaciones eran demasiado rápidas y seguras, aunque en algún caso resultasen erróneas; Pensó: «No conozco a nadie que se llame Juanita; sólo recuerdo una vieja canción que cantábamos en casa cuando yo era pequeña. “Nita, Juanita, pregunta a tu alma si nos tendremos que separar…”».
Empezó a canturrear para ella misma, inconscientemente, y Piñata, que reconocía la tonadilla, se preguntó por qué le molestaba. Era algo que tenía que ver con las palabras. «Nita, Juanita, pregunta a tu alma si nos tendremos que separar…». Claro, Nita. Nita era la camarera del café Velada, aquella a la que Fielding había «rescatado» de su marido. Podía tratarse de una coincidencia. Era lo más seguro. Si no se trataba de una coincidencia, si Nita Donelli y Juanita García eran la misma mujer, eso sólo podía significar que se había divorciado de García para casarse con Donelli. Era una clase de mujer que podía colocarse fácilmente en un lugar como el Velada. Y Fielding era de la clase de hombres que frecuentaban aquellos lugares. Parecía perfectamente natural que hubieran podido encontrarse. En cuanto a la pelea con el marido de la mujer, podía darse por sentado que Fielding no la había buscado. Cuando lo detuvieron, dijo a la policía que no conocía a Donelli de nada, que él sólo había visto cómo maltrataban a una mujer y había salido en defensa de su dignidad. Algo muy propio de Fielding cuando había bebido un poco.
Llegaron a un cruce de caminos, en la explanada que formaba la parte central del cementerio. Piñata detuvo el coche y se volvió hacia Daisy.
—¿Ha tenido noticias de su padre?
—No. Hemos de girar por allí. Vamos al otro lado.
—La camarera por la cual se peleó su padre se llamaba Nita. Posiblemente, Juanita.
—Ya lo sé. Me lo dijo cuando me telefoneó para pedirme el dinero de la multa. También me dijo que no la conocía de nada, que era una mujer de aspecto agradable que había pasado momentos difíciles. Éstas fueron sus palabras. ¿Es que usted no le creyó?
—Sí, naturalmente que sí.
—¿Entonces?
Piñata se encogió de hombros.
—Nada. He pensado que debía decírselo.
—Es un tonto —dijo Daisy. La piedad y la tristeza suavizaron el menosprecio de sus palabras—. ¡Qué tonto! ¿Es que no aprenderá nunca? ¿No se enterará nunca de que no es posible meterse en un café de mala muerte e invitar a la camarera sin que pase nada? Podían haberle herido seriamente. Incluso podían haberle matado.
—Es un hombre duro.
—¿Duro, mi padre? Ojalá lo fuese. Es como una malva.
—Por lo que he podido comprobar, algunas malvas son muy fuertes. Todo depende de la edad que tengan.
Daisy cambió de tema, señalando más allá de la ventanilla.
—La higuera está por ahí, al borde del acantilado. Ya se ve la cima. Es un ejemplar extraordinario, el más alto de todo el hemisferio, según Jim. La ha fotografiado varias veces.
Piñata dirigió el coche hacia el lugar que ella le señalaba y lo mantuvo a una marcha de diez por hora, máxima velocidad autorizada en el recinto. Le hubiese gustado terminar de una vez, mandar al diablo a la pequeña Daisy y a su higuera. La tierra bien aplanada, el verdor del césped y de las plantas contrastaban desagradablemente con los muertos enterrados debajo. Un cementerio no debería ser como un parque, pensaba, sino como un desierto de colores ocres y grises, lleno de arena y piedras, sin más vegetación que algún que otro de esos cactus que solamente viven una parte del año.
Parecía que todos los visitantes se habían marchado ya. Una mujer joven, vestida de negro, arreglaba un ramo de crestas de gallo encimá de una placa de bronce que llevaba un nombre grabado. Mientras tanto, sus dos hijos, vestidos con camisas de sport y pantalones vaqueros, jugaban al escondite entre los árboles y las tumbas. Un centenar de metros más allá, cuatro obreros rellenaban una tumba nueva. Habían retirado la lona verde que ocultaba el montón de tierra excavada, bien tapada para que desde lejos pudiera pasar por hierba, y ahora paleaban sin prisas. Un viejo de cabellos blancos, sentado allí cerca, miraba anonadado de dolor cómo la tierra caía dentro de la tumba.
—Me alegro de que haya venido —expresó Daisy de repente—. Si hubiese venido sola, habría tenido miedo o me habría sentido muy desanimada.
—¿Por qué? Ya ha estado aquí otras veces.
—Y nunca me ha afectado demasiado. Viniendo con Jim y con mi madre era como si tomase parte en una representación, en una especie de ritual que para mí no tenía ningún sentido. ¿Cómo podía tenerlo? Nunca he conocido a los padres de Jim y tampoco a la prima de mi madre. La gente no te parece que haya muerto si no la has conocido estando viva. Ni las flores ni las lágrimas ni los rezos me parecían reales del todo.
—¿Qué lágrimas?
—Mi madre llora con mucha facilidad.
—¿Por una prima tan lejana o que hace tanto tiempo que ha muerto y que usted ni siquiera ha conocido?
Daisy se inclinó hacia adelante y lanzó un suspiro de impaciencia o de ansiedad.
—Crecieron juntas, en Denver. Y, en fin, creo que no lloraba precisamente por ella sino por…, bueno, por la vida en general. Lacrimae rerum.
—¿La invitaron específicamente a alguna de esas excursiones con su marido y su madre?
—¿Por qué? No veo la relación.
—Simplemente lo preguntaba.
—Siempre me han invitado. A Jim le parece que mi deber es acompañarle y en cuanto a mi madre, ella se apoya en mí. No es que lo haga muy a menudo. Supongo que a mí más bien me place pensar que soy lo bastante fuerte para que alguien necesite reclinarse en mi hombro, especialmente mi madre.
—¿Dónde están enterrados los padres de Jim?
—Hacia el final del cementerio.
—¿Cerca de donde vamos?
—No.
—¿Su marido ha fotografiado muchas veces la higuera? —Sí.
—¿Y usted le acompañaba en esas ocasiones?
—Sí.
Se acercaban a lo alto del acantilado y el rumor de las olas que rompían abajo, en la playa, parecía el ulular del viento en un bosque lejano, aullando intermitentemente. A medida que el rumor aumentaba, la higuera se iba haciendo visible, con su forma de gran sombrilla verde, dos veces más ancha que alta. Las satinadas hojas tenían por debajo el color de la canela, como si a semejanza de la cancela de la casa del guarda, se oxidaran por el aire del mar. El tronco y las ramas más gruesas parecían figuras subhumanas, de gris mármol, entrelazadas en un estático abrazo amoroso. Bajo la higuera no había tumbas. Su vasto sistema de raíces las hubiera hecho reventar. Las sepulturas se multiplicaban en la periferia, más allá de la frondosa sombra que proyectaba. Eran de formas y volúmenes desiguales, angulosas, rectangulares, con columnas muy rústicas o muy trabajadas, grises, verdes, negras y rosadas. Pero solamente una de ellas correspondía a la del sueño de Daisy.
Piñata la vio nada más bajar del coche. Lucía una cruz de piedra gris, como de un metro de alta.
También Daisy la vio. Con una mirada terriblemente sorprendida, dijo:
—Es aquí… Es real.
Piñata no se sorprendió tanto como ella. Todo el sueño acabaría convirtiéndose en algo real. Miró hacia el lado del precipicio, como si esperase que Prince llegara corriendo de la playa para ponerse a aullar.
Daisy había bajado del coche y se apoyaba contra la tapa del motor como si buscara apoyo o calor.
—Desde aquí no puede distinguir el nombre —dijo Piñata—. Vamos a examinarla.
—Tengo miedo.
—No hay ningún motivo para que lo tenga, señora Harker. Lo más probable es que viese esta tumba en una de sus visitas al cementerio. Por un motivo u otro, le impresionó o le interesó hasta el punto de introducirla en su sueño.
—¿Por qué habría de impresionarme?
—En primer lugar, es una piedra muy bella y está bien trabajada; O quizá fuese la cruz lo que llamara su atención. Pero, en lugar de quedarnos aquí haciendo suposiciones, ¿por qué no nos acercamos y comprobamos los hechos?
—¿Hechos?
—Supongo que el hecho más importante es descubrir qué nombre figura en ella.
Por un momento, le pareció que Daisy daría media vuelta y echaría a correr. Pero en lugar de hacer eso, irguió la cabeza y se acercó al caminillo de grava que rodeaba la higuera. Avanzó hacia la cruz gris muy aprisa, como si pensara que su rapidez le permitiría llegar hasta la tumba antes de que el miedo la inmovilizara.
Casi había llegado al pie de la sepultura cuando tropezó y cayó de rodillas. Piñata se precipitó para ayudarla. Tenía el delantero de la falda lleno de manchas verdosas y pequeños pinchos de cardo se habían prendido al tejido.
—No es la mía —murmuró—. No es la mía.
En el centro de la cruz, en mitad de un rectángulo aplanado, aparecía esta inscripción:
CARLOS THEODORE CAMILLA
1907-1955
Por su reacción, Piñata dedujo que el nombre no le decía nada a Daisy. La chica parecía aliviada y un poco perpleja, como el niño que enciende la luz y descubre que el hombre del saco es solamente una chaqueta sobre una silla o una cortina agitada por el viento. Pero incluso con la luz encendida, en aquel caso, seguía habiendo un pequeño hombre del saco y ella no se había dado cuenta: el año de la muerte de Camilla. Quizá desde el lugar donde estaba no podía ver las cifras. Por sus reacciones en la hemeroteca del periódico, Piñata se dijo que posiblemente Daisy fuera un poco miope y que no lo había advertido o que no quería confesárselo.
Se puso delante de la lápida intentando tapar la inscripción a los ojos de Daisy. Pero eso de permanecer de pie justo encima de donde debería estar la cara del difunto, le hacía sentirse incómodo. Carlos Camilla. ¿Qué tipo de cara debió haber tenido? Muy morena, seguro. Era un nombre mexicano. En aquel cementerio enterraban a pocos mexicanos, en parte porque las tumbas eran demasiado caras y en parte porque la tierra no había sido consagrada por su Iglesia. Y todavía deberían ser menos los que tenían monumentos tan ostentosos.
—Me siento culpable por alegrarme de que no esté mi nombre sino el suyo. No puedo evitarlo.
—No tiene necesidad de sentirse culpable.
—Las cosas deben de haber sucedido como usted dice. Debí de ver la tumba y, por alguna razóname impresionó… Quizá por su nombre. Camilla es un nombre bonito. ¿Qué quiere decir?
—Es una litera, una cama pequeña.
—¡Oh! Ahora ya no me parece tan bonito. Es lo que ocurre cuando se conoce el significado de las palabras.
—Sí, eso ocurre a menudo.
Del mar comenzaba a alzarse un poco de bruma. Progresaba lentamente entre las tumbas y colgaba como jirones de ropa entre las ramas de la higuera. Piñata pensó que Camilla reposaba muy plácidamente, cerca de las raíces que inexorablemente iban acercándose a su lecho.
—Pronto cerrarán las puertas. Es mejor que nos marchemos.
—Sí —aprobó Daisy.
Se volvieron hacia el coche, Piñata esperó a que ella hubiese dado unos pasos antes de alejarse de la tumba, un poco avergonzado por haberle ocultado la fecha. No supo que su habilidad no había servido de nada hasta que, ya en el coche, ella le dijo:
—Camilla murió en el año 1955.
—Mucha otra gente murió también ese año.
—Me gustaría saber la fecha exacta, por pura curiosidad. En algún lugar deben de tener un registro… Detrás de la capilla está la oficina de la dirección y, un poco más allá, la casita del encargado del cementerio.
—Creía que ahora se despreocuparía de todo este asunto.
—¿Por qué? Pensándolo bien, en realidad, nada ha cambiado.
En efecto, nada había cambiado. Al menos en el cerebro de la pequeña Daisy.
La oficina de la dirección estaba cerrada, sin embargo se veía luz en la casita del encargado. A través de la ventana de la sala de estar, Piñata pudo ver a un hombre ya viejo, en mangas de camisa; que contemplaba un programa de televisión: dos vaqueros, parapetados tras unas rocas, se disparaban furiosamente. Los hombres y las rocas eran exactamente iguales a los que recordaba de su infancia.
Pulsó el timbre y el viejo se puso rápidamente en pie y, zigzagueando, como si las balas le persiguieran a él, avanzó por la habitación. Atisbo por la ventana, apagó el televisor y corrió a abrir la puerta.
—Casi nunca miro estos programas —dijo con voz entrecortada—. Mi yerno, Harold, no quiere que los vea. Dice que todos esos tiros no son buenos para mi corazón.
—¿Es usted el encargado?
—No, es Harold. Pero está en el dentista. Le ha salido un flemón.
—Quizás usted pueda informarnos de una cosa que deseamos saber.
—Puedo intentarlo. Yo me llamo Finchley. Entren y cierren la puerta. Esta niebla me afecta al pecho. Hay noches en las que apenas puedo respirar. ¿No quiere entrar su mujer? —preguntó lanzando una rápida mirada al coche.
—No.
—Debe de tener buenos pulmones.
El viejo cerró la puerta. La pequeña sala de estar permanecía caldeada en exceso. Olía a chocolate.
—¿Le interesa una tumb… un lugar de reposo determinado? Harold dice que nunca se debe hablar de tumbas, que a los clientes no les gusta, pero yo siempre me olvido. Tengo un mapa del cementerio en el que figuran todas. ¿Es eso lo que quiere?
—No, exactamente. Sé dónde está enterrado el hombre, pero quisiera más detalles sobre la fecha y circunstancias de su muerte.
—¿Dónde está enterrado?
Piñata le indicó el lugar sobre el plano. Finchley manifestó su desaprobación.
—No es un sitio muy bueno. Las mareas de primavera se van comiendo el acantilado y aquel árbol que cada día se ensancha más, atrae a los turistas y éstos no dejan crecer el césped de tanto pisarlo. La gente compra parcelas en aquella zona por la vista, pero ¿de qué sirve el panorama si no podemos contemplarlo? Yo, cuando me muera, quiero reposar en un lugar tranquilo y seguro, no debajo de un árbol y expuesto a la erosión del agua… ¿Cómo se llama?
—Carlos Camilla.
—Tendré que mirar el fichero, pero no sé si encontraré la llave.
—Inténtelo.
—No sé… Casi es hora de cerrar y tengo que hacer la cena. Con flemón o sin él, a Harold le gusta cenar a su hora, lo mismo que a mí. Todos esos muertos de fuera no me molestan. Cuando llega la hora, yo les cierro la puerta y no vuelvo a pensar en ellos hasta el día siguiente. No me impiden ni dormir ni comer…
Eructó inesperadamente, con discreción, como si a disgusto se hubiese tragado un buen bocado de temor.
—Y luego, a Harold quizá no le gustaría que yo tocara su fichero. Para él es muy importante, ya que es exactamente el mismo que tienen en la oficina de la dirección. Eso le dará a usted una idea de la opinión que el director tiene de Harold.
—Busque usted la llave y yo le ayudaré a encontrar el nombre.
El viejo pareció aliviado al ver que el peso de la decisión pasaba de sus hombros a los de Piñata.
—Bueno, eso está bien. ¿Verdad? —el anciano buscó su aprobación.
—Acabaremos en un momento. Después puede usted volver a poner la televisión y aún podrá ver el final de la película.
—No me importa confesarle que todavía no estaba seguro de cuál era el malo y cuál era el bueno. ¿Cómo me ha dicho que se llama, ése?
—Camilla.
—K-a-…
—Ca-mi-lla.
—Mejor será que me lo escriba.
Piñata le escribió el nombre en un papel. El viejo lo cogió y se fue a la habitación de al lado, corriendo como si llevase el bastón en una carrera de relevos que se celebrara en aquella frontera donde los malos intercambiaban tiros con los buenos.
Volvió casi al momento. Dejó el fichero encima de la mesa, puso de nuevo la televisión y, sentándose, se retiró del mundo.
Piñata se inclinó sobre el cajón. La ficha de Camilla contenía bien poca cosa. Lina somera descripción técnica del lugar donde estaba enterrado y el nombre del director del funeral, un tal Roy Fondero. No figuraba ningún pariente ni dirección. «NACIDO EL 3 DE ABRIL DE 1907. MUERTO EL Z DE DICIEMBRE DE 1955, POR SUI MANO».
Una coincidencia. La fecha del suicidio de Camilla era una simple coincidencia. Después de todo, las posibilidades eran de una contra 365. Cada día ocurren cosas más extrañas.
Pero Piñata no creía en las coincidencias. Y sabía que, si se lo decía a ella, Daisy tampoco lo creería. La cuestión era decidir si se lo decía o no. En este último caso, tendría que mentirle. Y podría ser que ella se diese cuenta del engaño. No se dejaba engañar fácilmente. Sus oídos pescaban muy aprisa las notas falsas y tenía los ojos más agudos de lo que antes había supuesto.
Otra idea igualmente perturbadora había comenzado a crecer en otro rincón de su cerebro. Supongamos que Daisy ya sabía cómo y cuándo había muerto Camilla. Supongamos que había inventado toda aquella patraña del sueño con la sola intención de poder interesarse abiertamente por Camilla sin necesidad de revelar las relaciones que pudo haber tenido con él. Claro que esa posibilidad parecía muy improbable. Al ver el nombre había reaccionado de una forma que daba a entender que realmente se quitaba un peso de encima al comprobar que no era el suyo. No dio muestras de emoción que expresaran una posible relación con el difunto. No dio muestras de confusión o de culpabilidad, si se exceptúa el falso sentimiento que manifestó después, cuando dijo alegrarse de que la tumba fuese la de Camilla y no la suya. En segundo lugar, no se le ocurría ninguna razón que explicase por qué Daisy se había valido de unos medios tan complicados con tal de conseguir su propósito. No. Daisy no podía ser una manipuladora sino una víctima de las circunstancias. No había planeado, no podía haber planeado toda la serie de acontecimientos que culminaron en su encuentro: la detención de su padre, la multa, su visita al despacho. Si alguien había planeado algo, ese alguien sólo podía ser el viejo Fielding. Pero tampoco esa posibilidad era digná de tenerse en cuenta. Fielding parecía incapaz de planear algo que fuese más allá de la próxima botella de licor.
«Muy bien —se dijo con irritación para sus adentros—. Nadie ha planeado nada. Daisy ha tenido un sueño y nada más».
Cerró el fichero y se volvió hacia el viejo.
—Muchas gracias, señor Finchley.
—¿Eh?
—Gracias por haberme dejado ver la ficha.
—Oh, mire usted, la bala le ha dado en mitad de la barriga. Sabía de sobras que el malo era el del sombrero negro. Sólo hay que mirar los ojos del caballo. Si el caballo tiene aspecto de astuto y malo, puede estar seguro de que su jinete también lo es. Pero se ha llevado su merecido, sí señor.
Finchley apartó sus ojos del televisor.
—Ahora cambian de programa. Deben de ser las cinco. Es mejor que se vaya usted antes de que llegue Harold y cierre las puertas. No vendrá de muy buen humor, con ese flemón que le ha salido. Harold es un hombre justo, pero no tiene piedad de nadie desde que se le murió la mujer. Y es lo que yo digo. Las mujeres han venido al mundo para eso, ¿no es verdad? Para ser compasivas.
—Me imagino que sí.
—Algún día será usted lo bastante viejo para saber que es como yo le digo.
—Buenas noches, señor Finchley.
—Váyanse antes de que vuelva Harold.
Daisy había puesto la radio y la calefacción del coche. Pero no parecía que la música le alegrara ni que la calefacción le calentase. Dijo:
—Vayámonos de una vez.
—Podía haber entrado usted en la casa.
—No quería interferir en su trabajo. ¿Ha conseguido algo?
—No mucho.
—¿No me lo dice?
—Supongo que no tengo otro remedio.
Daisy le escuchó en silencio mientras el coche avanzaba sin ruido sobre el camino de grava que había más allá de la capilla. El organista se había marchado llevándose los ecos de su música. Los pájaros del paraíso habían enmudecido. Las monedas de las hojas plateadas de los árboles se habían gastado y las buganvillas quedaban sumergidas en la niebla.
Harold, con la mano en la hinchada mejilla, observaba cómo el coche salía. Tras su paso cerró la pesada verja de hierro. El día había terminado. Era agradable volver a casa.