A LA MAÑANA SIGUIENTE, aprovechando que Jim se había ido ya y que Stella no había llegado todavía, Daisy telefoneó al despacho de Piñata. No confiaba en que estuviera allí, pues era muy temprano, pero el hombre cogió el aparato antes de que el segundo timbrazo dejara de sonar. Su voz parecía alerta y astuta, como si las llamadas matutinas fuesen las más comprometidas.
—Soy Daisy Harker, señor Piñata.
—¡Ah! Buenos días, señora Harker —de pronto su voz sonaba más cordial de lo que hubiera cabido esperar. Al instante, Daisy obtuvo la contestación—. Si desea abandonar el asunto, me parece muy bien. No le cobraré nada. Le enviaré por correo la cantidad que me dejó de señal.
—Parece que su percepción extrasensorial deja mucho que desear esta mañana —le replicó Daisy fríamente—. Le llamaba únicamente para sugerirle que esta tarde podíamos encontrarnos en su despacho en lugar de hacerlo frente al edificio del Monitor-Press.
—¿Por qué?
Daisy afrontó la verdad sin tapujos.
—Porque es usted joven y atractivo. No quisiera que la gente que nos viera juntos lo interpretase erróneamente.
—De lo cual deduzco que no ha informado a su familia respecto a que ahora trabajo para usted.
—Exacto.
—¿Y por qué?
—Quería hacerlo, pero no tuve valor para discutirlo con Jim. El tiene razón, según su punto de vista, y yo también la tengo según el mío. Para qué discutirlo, pues.
—Puede descubrirlo. Las noticias corren muy aprisa, en esta ciudad.
—Cierto, pero cuando él lo sepa quizá ya hayamos conseguido algo, quizás usted haya solucionado…
—Señora Harker, no puedo descubrir nada si tengo que andar a escondidas de su familia y de sus amigos. De hecho, necesitaríamos su colaboración. Ese día que a usted le interesa no solamente lo vivió usted sola. Pertenece a otras muchas personas, entre otras a seiscientos cincuenta millones de chinos, por citar sólo a unas pocas.
—No comprendo qué tiene que ver la población china con todo esto.
—Pues si no lo entiende, es mejor que no hablemos más —respondió Piñata con un profundo suspiro. Intencionadamente audible para los sensibles oídos de Daisy, a quien molestó lo suyo el resignado gesto del detective—. Hasta las tres, entonces, frente al Monitor-Press, señora Harker.
—¿No es más natural que sea el cliente quien dé las órdenes?
—Si los clientes saben qué han de hacer, pueden dar órdenes. Sin intención de ofenderla, le diré que ése no es su caso. De manera que si no se le ofrece nada más, preferiría hacer las cosas a mi manera. ¿Se le ocurre alguna otra cosa?
—No.
—Entonces, nos veremos por la tarde.
—¿Pero por qué en ese lugar?
—Porque nos hará falta un poco de ayuda oficial. El Monitor sabe más cosas que nosotros sobre lo que pudo suceder el 2 de diciembre de 1955.
—Pero no deben tener periódicos tan antiguos.
—No a la venta, desde luego. Pero sí conservan un micro-filme de cada edición. Esperemos que podamos encontrar algo interesante.
Ambos llegaron a la hora convenida, Piñata porque tenía la costumbre de ser puntual y Daisy porque se trataba de un asunto muy importante para ella. Desde que por la mañana había telefoneado a Piñata, se sentía excitada e impaciente, como si casi confiara en que con sólo abrir las páginas del Monitor descubriría alguna verdad esencial. Tal vez el día z de diciembre de 1955 había ocurrido algo especial y al leerlo recordaría cuáles fueron sus reacciones del momento y ese solo dato se convertiría en una especie de percha de la cual podría colgar todo lo demás, es decir, el sombrero, el abrigo, el vestido, el jersey y, finalmente, la mujer que llevaba todas aquellas cosas.
El reloj del Ayuntamiento: daba las tres cuando Piñata apareció ante la puerta del periódico. Daisy ya estaba allí, vestida con un discreto traje de algodón gris que le iba muy holgado. Piñata se preguntó si no se habría vestido así deliberadamente, para no llamar la atención, o si aquélla era una de las últimas modas en ropa femenina. Desde que Mónica le había dejado, él ya no estaba demasiado al corriente de esas cosas.
—¿Le he hecho esperar mucho? —preguntó a Daisy.
—No, acabo de llegar.
—La hemeroteca está en el tercer piso. Podemos subir en el ascensor. ¿O quizá prefiere subir a pie?
—Me gusta caminar.
—Sí, ya lo sé.
—¿Cómo puede saberlo? —preguntó Daisy, sorprendida.
—La vi ayer por la tarde.
—¿Dónde?
—Por Laurel Street. Caminaba bajo la lluvia. Supuse que una persona que pasea bajo la lluvia debe de ser muy aficionada a caminar.
—El hecho de caminar era accidental. Quería visitar Laurel Street.
—Ya lo sé. Vivió allí. Para ser exactos, vivió desde que se casó, en junio de 1950, hasta octubre del año pasado.
Ahora, en el sentimiento de sorpresa de Daisy, se mezclaba también algo de molestia.
—¿Se ha dedicado a investigarme?
—Solamente he consultado algunas estadísticas, negro sobre blanco. Nada que tenga color de vida —Piñata parpadeó frente al sol de la tarde y se restregó los ojos—. Supongo que la casa de Laurel Street le recordaría cosas agradables.
—Por supuesto que sí.
—¿Por qué trata entonces de destruirlas?
Daisy le miró con expresión paciente y cansada, como si Piñata fuese un chico un poco obtuso al que fuera menester explicarle las cosas una y otra vez.
—Le estoy dando otra oportunidad para que cambie de opinión —le dijo el detective.
—Y yo la rehúso.
—Muy bien. Pues entremos.
Se metieron por la puerta giratoria y se encaminaron hacia la escalera, un poco separados el uno del otro, como dos extraños que por casualidad se dirigen al mismo lugar. Pero se trataba de una decisión de Daisy, no de Piñata. Eso le hizo recordar lo que le había dicho por teléfono. No quería que los viesen juntos porque él era joven y atractivo. El cumplido, suponiendo que lo fuese, le había dejado un tanto confuso. No le agradaban las referencias, buenas o malas, a su apariencia física, pues estaba convencido de que todas esas cuestiones eran, o deberían ser, poco importantes.
Durante su primera juventud Piñata había experimentado casi dolorosamente el hecho de no saber su origen racial. Esta circunstancia le impedía poder identificarse con cualquier grupo determinado. Y ahora, en su madurez, eso lo había vuelto tolerante con todas las razas. Pensaba en los hombres como si fueran sus hermanos y, de hecho, es muy posible que alguno de ellos lo fuese realmente. El apellido de Piñata, que le permitía mezclarse libremente con los hispanoamericanos y mexicanos, muy numerosos en la ciudad, no era en realidad el suyo. Se lo había puesto la superiora del orfanato de Los Angeles donde le habían abandonado.
De vez en cuando, todavía visitaba el orfanato. Ahora, la superiora era ya muy vieja, veía muy poco y estaba medio sorda, pero cuando Piñata iba a visitarla su lengua mantenía la soltura de siempre. Ella sentía al investigador más suyo que al resto de los centenares de chicos que habían pasado por el establecimiento, pues era ella quien le había encontrado en la capilla, la víspera de Navidad, y ella quien le había bautizado como Jesús Piñata. A medida que envejecía, su mente, ya no demasiado despierta ni curiosa, tendía a recorrer solamente caminos bien conocidos. Y su sendero preferido la llevaba siempre a una víspera de Navidad treinta y dos años atrás.
«Estabas allí, justo delante del altar, un paquetito húmedo que no debía de pesar ni dos kilos —le explicaba cada vez que iba a verla—. Y llorabas tan fuerte que nosotras pensamos que tus pulmones no podrían resistirlo. Entonces entró la hermana Mary Martha, blanca como una sábana, como si nunca hubiera visto a una criatura recién nacida. Te cogió en brazos y te llamó Jesusito. Dejaste de llorar en el acto, lo mismo que un alma perdida que reconoce de pronto su nombre. Por eso te llamamos Jesús. Naturalmente, se trata de un nombre al cual es difícil hacer honor —añadía con un suspiro—. ¡Ay, cómo recuerdo las peleas que tenías con los otros chicos, cuando ya eras mayorcito y se burlaban de tu nombre! Todos aquellos cardenales, ojos a la funerala y dientes rotos acabaron convirtiéndose en un verdadero problema. A veces, hasta ni parecías una persona. Jesús es un nombre muy hermoso, pero comprendí que aquello no podía ser. Pedí consejo al padre Stevens y él vino a verte. Te preguntó cómo te gustaría llamarte y tú le contestaste que Stevens. Un nombre muy bien escogido, sí señor. El padre Stevens era un gran hombre».
Al llegar a este punto, siempre sacaba el pañuelo y se sonaba. Le explicaba que tenía un principio de sinusitis por culpa del smog. «También podrías haberte cambiado el apellido de Piñata —decía luego—. Después de todo fue un nombre que elegimos porque en aquel tiempo los chicos se entretenían con un juego llamado así. Lo pusimos a votación y la hermana Mary Martha fue la única que se opuso. “Supongamos que sea un Smith, un Brown o un Anderson”, dijo. Le recordé que en nuestro barrio vivían muy pocos blancos y que, puesto que tenías que vivir entre latinos, Piñata te iría mejor que cualquier otro apellido. Y no me equivocaba… Dios mío, me parece que cada año que pasa hay más humo y más niebla. Si se tratase de la voluntad del Señor, no me quejaría. Pero mucho me temo que toda esa polución es pura perversidad humana».
«Perversidad». Esta palabra podía muy bien aplicarse a Daisy. La muchacha subía la escalera delante de él, tan aprisa que parecía estar entrenándose para una competición. La alcanzó al llegar al tercer piso.
—¿Por qué corre tanto? Tienen abierto hasta las cinco y media.
—Me gusta caminar deprisa.
—También a mí, si alguien me persigue.
La hemeroteca estaba al final de un corredor alicatado con baldosas desiguales. Corría el rumor de que en todo el edificio no habían dos baldosas iguales. Nadie se había tomado la molestia de comprobarlo, pero esto era un gancho para los turistas. Muy contentos, lo primero que hacían al pasar por allí era escribir una carta o una postal a sus amigos y parientes del Este o del Medio Geste para contarles aquella insólita maravilla.
En la pequeña habitación que servía de hemeroteca, una chica con gafas de asta permanecía sentada tras una mesa y se dedicaba a pegar recortes en un libro. Ignorando la presencia de Daisy, fijó sobre Piñata sus ojos inquisitivos.
—¿Qué desea?
—Es usted nueva aquí, ¿no? —preguntó Piñata a su vez.
—Sí. La otra chica ha tenido que marcharse. Era alérgica a la cola de pegar y se embadurnaba brazos y manos. Un desastre.
—¡Un desastre!
—Ahora intenta conseguir una indemnización. Pero no creo que las indemnizaciones laborales se apliquen a las alergias. ¿Qué quería?
—Me gustaría ver el microfilme de unos números viejos.
—¿Mes y año?
—Diciembre de 1955.
—Tenemos un microfilme para cada medio mes. ¿Qué mitad le interesa, la primera o la segunda?
—La primera.
La muchacha abrió uno de los archivos, sacó una bobina y la colocó en el aparato de proyección. Encendió el foco y mostró a Piñata la manivela que hacía mover el microfilme.
—Tiene que ir girando hasta que aparezca el día que desea consultar. Comienza el primero de diciembre y llega hasta el quince.
—Gracias.
—Coja una silla si quiere —por primera vez miró a Daisy—. O dos.
Piñata acercó una silla para Daisy. Él se quedó de pie y comenzó a manipular el proyector. Pese a que la chica había vuelto a sentarse en su mesa y parecía absorta en su trabajo, Piñata bajó la voz.
—¿Lo ve bien?
—No mucho.
—Cierre los ojos mientras busco el día. El movimiento podría marearla.
Daisy cerró los ojos hasta que Piñata habló en tono hosco.
—Bueno, aquí tiene su día, señora Harker.
Mantuvo los ojos cerrados, como si las pestañas se le hubiesen calcificado y estuviesen demasiado tiesas o pesadas para poder moverse.
—¿No lo quiere ver?
—Sí, naturalmente.
Abrió los ojos y parpadeó un momento mientras acomodaba su vista al objetivo. Los titulares no le decían nada. «La CIO y la AFL vuelven a reunirse después de haber estado separadas durante veinte años. Cerca de un cruce de vías ha sido hallado el cuerpo de un desconocido. El proyecto de Ayuda Federal Escolar ha sido aceptado. Un muchacho confiesa haber cometido una docena de robos. El mal tiempo puede obligar al cierre del aeropuerto. Setecientas personas participarán en el desfile navideño de esta noche. El pianista Gieseking, víctima de un accidente, mata a su mujer. Se prevé una nueva nevada en las zonas montañosas».
«Nieve en las montañas —pensó Daisy—. Los chicos pasando por State Street. Los jazmines muertos».
—¿Me podría leer la letra pequeña? —preguntó a Piñata.
—¿Cuál?
—La que habla de la nieve en las montañas.
—Muy bien: «Los madrugadores tuvieron ayer la gran sorpresa de ver que las montañas estaban cubiertas por una capa de nieve. Los guardabosques de La Cumbre informan de que en algunas zonas la nieve alcanza una altura de dieciocho centímetros. Se prevé que durante la noche seguirá nevando. Algunos estudiantes de las escuelas públicas y privadas no tuvieron clases para que así pudieran subir a la montaña y contemplar la nieve, algunos de ellos por primera vez en su vida. Los daños causados en la cosecha de limones…».
—Lo recuerdo. Recuerdo a los estudiantes que pasaban con los coches llenos de nieve.
—Yo también.
—¿Muy claramente?
—Sí. En realidad se convirtió en un desfile —comentó él.
—¿Y cómo es posible que los dos recordemos una cosa tan insignificante?
—Porque no se trata de un hecho corriente —observó Piñata.
—¿Tan poco corriente que tan sólo debió de ocurrir una vez, aquel año?
—Quizá. Pero no estoy seguro.
—Espere —Daisy se volvió hacia él, arrebolada por la emoción—. Solamente pudo haber nevado una vez. ¿No lo ve? Los estudiantes no hubieran tenido fiesta dos veces seguidas. Ya habían tenido oportunidad de ver la nieve. Las autoridades escolares no habrían cerrado las aulas si hubiese habido dos o tres nevadas.
Piñata se sintió sorprendido, y convencido, por la lógica de Daisy.
—De acuerdo. Pero ¿por qué eso le parece tan importante?
—Porque es la primera cosa real que recuerdo, la única cosa que separa aquel día de los otros. Si vi a los estudiantes que pasaban con los coches, es que yo debía de ir al centro, quizá para almorzar con Jim. Pero, en cambio, no puedo recordar si Jim o mi madre estuvieron conmigo. Creo, estoy casi segura, de que iba sola.
—¿Dónde estaba cuando vio a los estudiantes? ¿Caminaba por la calle?
—No. Me parece que estaba en algún local, mirando por la ventana.
—¿Un restaurante? ¿Una tienda? ¿Dónde acostumbraba a comprar, entonces?
—La comida la compraba en Fairway, y la ropa en Dewolfe.
—Ni el uno ni el otro están en State Street. Quizá sea un restaurante. ¿Dónde solía comer?
—En el Copper Kettle, una cafetería que hay en el bloque 1100.
—Supongamos que almorzaba en el Copper Kettle, sola. ¿Lo hacía a menudo, lo de comer sola?
—Cuando trabajaba, sí.
—¿Trabajaba?
—Durante una temporada trabajé como voluntaria en la clínica vecinal, un servicio de consejos a las familias. Trabajaba los miércoles y viernes por la tarde.
—El 2 de diciembre era viernes. ¿Trabajó aquella tarde?
—No recuerdo. No recuerdo si en aquel tiempo todavía trabajaba. Lo dejé porque no me entendía muy bien con los ni… con la gente.
—Ha estado a punto de decir con los niños, ¿no?
—¿Tiene alguna importancia?
—Quizá sí.
Daisy sacudió la cabeza.
—De cualquier modo, mi trabajo no tenía ninguna importancia. No estoy preparada para trabajar en cosas sociales. Más que nada hacía de monitora de los niños de las madres y de los padres que venían a la consulta, algunos voluntariamente, otros por orden del juzgado o del departamento que los ponía a prueba.
—¿Le gustaba el trabajo?
—Mucho. Me gustaba mucho. Pero no era lo bastante competente. No podía controlar a los niños. Les tenía lástima. Hacía de mi trabajo un asunto… demasiado personal. Los niños, especialmente las criaturas de las familias que se veían obligadas a acudir a la clínica, tenían que ser tratadas con mayor firmeza, con más objetividad. El hecho es que —añadió con una amarga sonrisas, si no lo hubiese dejado, me habrían echado.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Nada en especial. Pero tenía la impresión de que mis servicios eran más un estorbo que otra cosa. De forma que un día ya no volví.
—¿Después de qué, decidió dejarlo?
—Después… después de tener la impresión de que estorbaba.
—Pero debió suceder algo que le hizo tener esa impresión en un momento determinado, pues si no fuera así no habría abandonado de pronto.
—No le entiendo.
«Me entiendes perfectamente, pequeña Daisy —pensó Piñata—. Pero no te gustan los tropezones en el camino que has emprendido. Pero allá penas. Es tu camino, no el mío. Así que si encuentras baches, no me eches a mí la culpa».
—No le entiendo —repitió Daisy.
—Muy bien. Dejémoslo correr.
Pareció aliviada. Como si él le hubiese señalado un camino más llano.
—No comprendo la importancia que puede tener un detalle como ése cuando ni siquiera estoy segura de que trabajara en la clínica en aquel momento.
—Nos podemos asegurar. Tienen ficheros y no me costaría mucho conseguir la información. Charles Alston, el director, es amigo mío. Hemos tenido muchos clientes en común… En los momentos favorables, caen en sus manos; en los momentos desfavorables, en las mías.
—¿Tendría que dar a conocer mi nombre?
—Naturalmente. ¿Cómo quiere si no…?
—¿Y no se le ocurre otra forma?
—Escuche, señora Harker. Si trabajó en la Clínica ya debe saber que sus ficheros no son de dominio público. Si quiero una información, tendré que pedirla al señor Alston y él decidirá si puede o no dármela. ¿Cómo quiere que averigüe si usted trabajaba en la clínica un viernes determinado si no puedo utilizar su nombre?
—Bien, preferiría que no tuviese que utilizarlo.
Daisy arrugó una esquina de su chaqueta gris. Se puso a alisarla cuidadosamente con la mano y argumentó:
—Jim dice que no debo ponerme en evidencia. Hace mucho caso de la opinión de los demás. Y es necesario que sea así, pues de lo contrario no habría llegado donde lo ha hecho —afirmó alzando la cabeza como con un gesto defensivo.
—¿Y dónde ha llegado?
—Podríamos decir que a la cumbre. Años atrás, cuando Jim aún no era nadie, hizo muchos proyectos. Cómo viviría, la clase de casa que se haría construir, cuánto dinero ganaría e, incluso, qué clase de chica elegiría… Antes de cumplir los veinte años ya lo había planeado todo.
—¿Y le ha salido bien?
—La mayoría de las cosas, sí —dijo.
«Pero una cosa no le ha salido ni le saldrá nunca. Jim quería dos niños y dos niñas».
—Y, si me permite preguntarlo —insistió Piñata—, ¿cuáles eran sus proyectos?
—¿Los míos? Yo nunca he hecho planes. ¿Continuamos con esto del periódico? —dijo acercando de nuevo los ojos al aparato de proyección.
—Muy bien.
Piñata le dio a la manivela y los titulares de la página siguiente se hicieron visibles: «El pistolero John Kendrick, uno de los hombres más buscados por el FBI, fue capturado en Chicago. En California se produjeron accidentes mortales de carretera durante la celebración del Día del Conductor Prudente. En Chicago sigue el juicio por el asesinato de Abbott. Una mujer, en Dublín, ha celebrado el no aniversario de su nacimiento. Enormes olas han derribado algunas casas de Redondo Beach. En Sacramento, una comisión de educadores ha discutido el futuro del State Júnior College y en Georgia unos 2000 estudiantes se han rebelado contra las órdenes raciales en el juego de los bolos».
—¿Le recuerda algo?
—No.
—Bueno. Leamos las noticias locales: «Las mujeres de letras americanas van a celebrar una reunión por Navidad y el “Trinity Guild” organizará una tómbola. Ha sido aprobado el contrato de limpieza del puerto. Un mirón que espiaba a las parejas ha sido arrestado en Colina Street. Un niño de cuatro años ha sido mordido por un lebrel; el perro estará en observación durante catorce días. Una mujer llamada Juanita García, de veintitrés años, ha quedado en libertad vigilada después de haber sido acusada de dejar a sus cinco hijos encerrados en casa mientras ella se dedicaba a visitar algunas tabernas de la parte baja de la ciudad. El Consejo de la ciudad ha cursado a la Comisión de Aguas una petición referente a…».
Piñata dejó de leer. Daisy se había apartado del proyector lanzando lo que parecía un suspiro de aburrimiento. Pero Piñata no la veía aburrida sino enfadada. En sus mejillas habían asomado dos manchas rojas, como si una mano invisible y silenciosa acabara de abofetearla. Aquella reacción le sorprendió. ¿Es que tenía algún resentimiento contra el Consejo Municipal o contra la Comisión de Aguas? ¿O le asustaban los perros que podían morder, los mirones…?
—¿No quiere que sigamos? —le preguntó.
El leve movimiento de su cabeza no fue ni afirmativo ni negativo.
—No veo que pueda servir de nada. No veo en qué puede interesarme que una mujer llamada Juanita García fuese puesta en libertad provisional o no. No conozco a nadie que se llame Juanita García. ¿Cómo quiere que yo conozca a una mujer parecida?
Daisy habló con una fuerza innecesaria, como si acusase a Piñata de haber intervenido en el asunto de la señora García.
—Tal vez pudo haberla conocido a causa de su trabajo en la clínica. El periódico dice que entre las condiciones que le pusieron para dejarla en libertad figura la de tratamiento psiquiátrico. Puesto que tenía cinco hijos y esperaba el sexto y que su marido estaba de soldado destinado en Alemania, no podría permitirse el lujo de acudir a un psiquiatra particular. Así que debía de ir al de la clínica.
—Parece razonable. Pero no tiene ninguna relación conmigo, Nunca he visto a la señora García, ni en la clínica ni fuera de ella. Como le he dicho, yo me encargaba de los niños; de los hijos de los pacientes, pero no tenía ninguna relación con estos últimos.
—Entonces, quizá conocía a los de la señora García. Tenía cinco.
—¿Por qué se empeña en seguir hablando de esa mujer?
—Porque tengo la impresión de que su nombre significa algo para usted.
—Le he dicho que no, ¿verdad?
—Más de una vez, desde luego.
—¿Me acusa de que le miento?
—No precisamente a mí. Pero es posible que se mienta a sí misma sin darse cuenta. Piense en ello, señora Harker. Al ver ese nombre ha reaccionado usted de una manera excesiva.
—Es posible. Pero también es posible que usted se pase de listo.
—Podría ser.
—Lo es.
Daisy se puso en pie y se acercó a la ventana. Era un movimiento tan claro de protesta y de huida que Piñata lo interpretó como si le ordenase que la dejase a solas y en silencio. Pero él no tenía intención de hacer ninguna de las dos cosas.
—Será muy fácil investigar un poco sobre la señora García. La policía y el juzgado deben de tenerla en sus ficheros. También debe de figurar en los de la clínica.
Daisy se dio la vuelta y le miró con expresión de cansancio.
—Me gustaría poder convencerle de que nunca he oído hablar de esa mujer. Pero vivimos en un país libre y si le gusta no puedo impedirle que investigue sobre todas las personas que aparezcan en el padrón.
—Quizá tenga que hacerlo, Usted me ha dado muy poco material con el que trabajar. Los únicos hechos de que dispongo son que el 2 de diciembre de 1955 había nieve en la montaña y que usted comió en una cafetería del centro de la ciudad. Y, a propósito, ¿cómo fue hasta el centro?
—Supongo que en coche. Tenía uno.
—¿Qué clase de coche?
—Un Oldsmobile descapotable.
—En general, ¿suele ir con la capota puesta o bajada?
—Bajada. Pero no comprendo qué importancia tiene eso.
—Mientras no sepamos qué es lo importante, cualquier cosa puede serlo. No podemos saber qué clase de detalle será el que despierte su memoria. Por ejemplo, aquel viernes debía de ser un día muy frío. Quizá podría recordar que aquel día sí subió la capota. O que le costó hacer arrancar el motor.
Daisy pareció sinceramente desconcertada.
—Me parece recordar que sí. Pero quizá sea porque usted me lo ha sugerido. Dice las cosas con tanta seguridad… Como eso de la señora García. Está tan seguro de que la conozco o de que la conocía… —dijo volviendo a sentarse y comenzando de nuevo a alisar una punta de su chaqueta—. Y, si la conocía, ¿cómo la he olvidado? No hay ninguna razón para que olvide a un amigo o a un conocido y no soy lo bastante importante para tener enemigos. Pero usted parece estar tan seguro…
—Estarlo-y parecerlo son dos cosas distintas —aclaró Piñata con una sonrisa—. No, no estoy seguro, señora Harker. Veo una paja y me agarro a ella.
—Y ya no la suelta.
—No la suelto hasta que encuentro algo más sólido.
—Me agradaría ayudarle. Hago todo cuanto está en mi mano, de verdad.
—Bien, no se preocupe. Quizá sería preferible que lo dejásemos por hoy. Ya está cansada, ¿no?
—Sí, me parece que sí.
—Es mejor que vuelva a su casa, no sea que el hombre de la cumbre se enfade.
Daisy se puso en pie, furiosa.
—Lamento haberle dicho eso de mi marido. ¡Parece que a usted le divierte!
—Al contrario, me abruma. Yo también tenía mis proyectos.
«Y solamente uno de ellos me salió bien —pensó Piñata—. Un proyecto que se llama Johnny. Y ahora te ayudo a buscar tu día perdido, pequeña Daisy. Y si lo hago es porque debo arreglar los clientes de Johnny, no porque tu marido haya llegado a la cumbre».
Rebobinó el microfilme y apagó la luz del proyector.
La chica con gafas de asta acudió apresuradamente, inquieta, como si temiese que el hombre pudiese estropear el aparato o escaparse con el microfilme.
—Ya lo haré yo —dijo—. Estas cosas valen mucho dinero y son muy preciosas. Podríamos decir que es como si viésemos la historia rehacerse frente a nuestros propios ojos. ¿Ha encontrado lo que buscaba?
Piñata miró a Daisy.
—¿Lo ha encontrado? —le preguntó.
—Sí, gracias.
Piñata abrió la puerta y Daisy avanzó lentamente por el corredor, con la cabeza gacha, como si estudiase las baldosas del suelo.
—No hay dos iguales.
—¿Cómo dice?
—Me refiero a las baldosas. No hay dos iguales en todo el edificio.
—¡Ah!
—Más adelante, cuando haya solucionado este asunto, si necesita alguna otra cosa para distraerse, puede venir a comprobarlo.
Piñata quería provocarla, pues prefería su hostilidad a aquella repentina e inexplicable apatía. Pero Daisy no demostró haberle escuchado, y ni siquiera parecía darse cuenta de que él caminaba a su lado. Parecía que no estaba allí, en aquel pasillo del Monitor, sino en cualquier otro lugar. Piñata se sentía apartado, eliminado. Como si a los ojos de Daisy él se hubiera manchado ya a su despacho, o se hubiese quedado en la biblioteca examinando el microfilme.
Al llegar a la puerta de la calle, el reloj del Ayuntamiento, al otro lado de la calle, daba las cuatro. Las campanadas parecieron sacar a Daisy de su abstracción.
—Tengo que darme prisa.
—¿Por qué?
—El cementerio cierra a las cinco.
Piñata la observó con expresión irritada.
—¿Tiene intención de llevar flores a su propia tumba?
—Toda la semana, desde el lunes —dijo ella sin hacer caso de su pregunta—, he estado tratando de reunir el suficiente valor para ir allí. Anoche tuve el mismo sueño. Prince y yo subíamos por la colina. La tumba con mi nombre seguía allí. No puedo resistirlo más. Tengo que asegurarme de que esa tumba no está ahí, de que no existe realmente.
—¿Y cómo podrá comprobarlo? ¿Dando vueltas y leyendo el nombre de cada tumba?
—No hará falta. Conozco muy bien el cementerio. He ido muchas veces con Jim y con mi madre… El tiene allí a sus padres y también a una prima de su madre. Sé qué he de buscar y dónde, pues la tumba es siempre la misma en todos los sueños. La señala una cruz de piedra gris, sin pulir, como de un metro de altura. Y siempre está en el mismo sitio, al borde del acantilado, bajo la higuera de Moretón Bay. En esa zona solamente hay una higuera. Los marineros la toman como punto de referencia.
Piñata no sabía qué aspecto podía tener la higuera de Moretón Bay. Nunca había sido marinero ni había visitado el cementerio. Pero estaba dispuesto a creerla. Daisy parecía segura de lo que decía. «El lugar le es familiar —pensó—, por lo tanto eso quiere decir que ha ido a menudo allí. Su sueño no ha salido de la nada. El terreno es real y quizás hasta la propia tumba lo sea».
—Será mejor que la acompañe.
—¿Por qué? No me da miedo ir allí.
—Digamos que siento curiosidad.
Le tocó delicadamente la manga de la chaqueta, como si llevase a una loca bien adiestrada pero muy frágil, una mujer que podía derrumbarse en pedazos si se le exigía demasiado.
—Mi coche está en Piedra Street.