DOS DÍAS DESPUÉS, la tarde del miércoles, Jim Harker llegó a casa una hora antes de lo habitual. El coche de Daisy no estaba en el garaje y el correo seguía en el buzón. Ambas cosas significaban que Daisy había salido antes del mediodía, hora a la que llegaba el correo. Excepto el ruido del aspirador que Stella pasaba por la planta baja, mientras cantaba canciones tristes con su voz alegre, en la casa no se oía nada más.
Jim puso el correo sobre la mesa del comedor y empezó a abrir las cartas. Le sorprendió encontrar una minuta de Burnett «por servicios prestados a la señora de James Harker». Llevaba fecha del 9 de febrero y ascendía a 2,50 dólares.
La factura era sorprendente por varios motivos. Daisy había visitado al abogado sin decirle nada a él. El importe era demasiado pequeño, por debajo del mínimo que debía cobrar un abogado, y era presentado al cobro con demasiada rapidez. Prácticamente, la factura había sido enviada después de la visita de Daisy, lo cual era contrario a lo habitual en estos casos, ya que las facturas por servicios profesionales solían presentarse a final de cada mes. Tras pensarlo un poco, Jim llegó a la conclusión de que tanta precipitación sólo podía obedecer a una causa: Adam le informaba acerca de la visita de Daisy sin faltar a su código ético que le obligaba a guardar discreción sobre sus clientes.
Todavía no eran las cinco. Decidió telefonear al despacho de Adam. La secretaria le dijo que Burnett acababa de salir pero que intentaría alcanzarlo. Al cabo de unos momentos, oyó la voz del abogado.
—Hola, Jim.
—Acabo de recibir tu factura.
—Ah, sí —su voz sonaba algo turbada—. No quería enviarla, pero Daisy insistió.
—No sabía que hubiese ido a verte.
—¡Ah!
—¿Qué quería?
—Por Dios, Jim, eso te lo debe decir ella.
—Has hecho la factura a mi nombre, de modo que supongo que querías tenerme al corriente de esa visita.
—Bueno, pues sí. He pensado que sería preferible.
—Seamos claros, por favor. ¿Qué quería? ¿Hablarte del divorcio?
—¡Pero, qué va! ¿De dónde has sacado esa idea?
—Las mujeres suelen visitar a los abogados para esa clase de asuntos, ¿no es cierto?
—Pues, no siempre. Las mujeres también hacen testamento, firman contratos, cumplimentan la declaración de impuestos…
—¡No le des tantas vueltas, Adam!
—Está bien —dijo Burnett prudentemente—. El lunes por la tarde, por casualidad, me encontré con Daisy por la calle. Parecía desconcertada y deseosa de hablar, de modo que hablamos. Le di un buen consejo y me parece que lo ha seguido.
—¿Ese consejo se refería a un sueño que tuvo Daisy respecto a un día de hace cuatro años?
—Sí.
—¿Y no te habló de divorcio?
—No, desde luego. ¿Por qué te atormenta esa idea? En la actitud de Daisy no había nada que pudiese indicar intención alguna en ese sentido. Por otra parte, no podría conseguir un divorcio en California por falta de motivos.
—Tu memoria es muy corta, Adam.
—Ya hace mucho tiempo de eso —replicó el abogado rápidamente—. ¿Pero qué os pasa a ti y a Daisy? Nunca he visto una pareja más fúnebre…
—No nos pasaba nada hasta que ella tuvo ese maldito sueño, el domingo por la noche. Todo iba bien entre nosotros. Hace ocho años que estamos casados y, sinceramente, creo que este último año ha sido el mejor. Daisy se ha resignado finalmente a no tener hijos y espera con impaciencia el momento de adoptar uno. Esa era la situación cuando se presentó el sueño. Desde hace tres días no hablamos del niño que adoptaremos. Tú tienes ocho hijos y ya sabes que estas cosas requieren muchos preparativos y que son motivo de largas conversaciones. Y de pronto, esta repentina falta de interés por su parte, me desconcierta. Quizá no quiera un hijo, después de todo. Y si fuera ésta la realidad, si efectivamente hubiese cambiado de idea, no estaría bien que lo adoptáramos…
—¡Tonterías, Jim! Por supuesto que quiere un hijo.
Adam hablaba con firmeza, aunque no estaba seguro de nada. Daisy, como la mayoría de las mujeres, siempre le había desconcertado. Parecía razonable creer que quería un hijo, pero también podía darse el caso que sintiese una instintiva repugnancia a adoptar uno.
—Ese sueño la ha desconcertado, Jim. Síguele el juego.
—¿No será peor?
—No creo. En realidad, estoy convencido de que todo eso del día que murió acabará en agua de borrajas.
—¿Tú crees?
—No hay motivo para que continúe con eso. Lo que se ha propuesto es imposible.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque he intentado hacer lo mismo que ella. Esa idea de coger un día al azar y tratar de reconstruirlo, te confieso que me ha intrigado un poco. Si sólo se hubiera tratado de recordar una cita de negocios me habría bastado consultar mi agenda profesional. Pero los negocios no tienen nada que ver con las cuestiones personales. El lunes, cuando los niños ya se habían acostado, Fran y yo lo intentamos. Para asegurarnos de que dejábamos la elección del día enteramente al azar, cogimos unos calendarios viejos y señalamos un día con los ojos cerrados. Como tú sabes, Fran no sólo tiene una memoria de elefante sino que conserva toda clase de cosas: anotaciones sobre los chicos, libros escolares, invitaciones; en fin, todo lo que quieras. La verdad es que no conseguimos nada. Es una cosa que parecía fácil, mas te aseguro que no lo es. Por eso te digo que a Daisy le pasará lo mismo. Cuando se haya metido en unos cuantos callejones sin salida, verás como pierde el interés. Así que, Jim, déjala hacer. O, mejor aún, síguele el juego.
—¿Cómo?
—Haz todo lo posible por ayudarla a recordar aquel día, ya no recuerdo cuál.
—Pero si vosotros no lograsteis nada, ¿cómo quieres que lo consiga yo?
—No lo conseguirás, desde luego. Pero síguele el juego.
—Creo que no podría engañarla —repuso Jim secamente—. Tal vez, sería preferible que intentase distraerla, que me la llevase de viaje o algo por el estilo.
—Un viaje podría hacerle mucho bien.
—Esta misma semana debo ir a mirar unas tierras a Marin Country. La llevaré conmigo. San Francisco siempre le ha gustado.
Le habló aquella misma noche, después de la cena. Jim le expuso todo su plan. Comerían en Cambria Pines; luego se pararían en Carmel y tendrían tiempo de llegar para cenar en el restaurante de Amelio, en San Francisco. Verían alguna representación teatral en el Curran o en el Alcázar y finalmente irían a bailar un rato al Hungry. Daisy lo contemplaba como si le hablase de un viaje a la Luna que hubiese conseguido mandando un puñado de tapas de las cajas de cereales de arroz Krispie.
Y cuando Jim terminó de hablar, Daisy se negó en redondo. En su actitud no había ni sombra de aquella eterna vacilación que en ella era habitual.
—No puedo ir, Jim.
—¿Por qué?
—Tengo una cosa importante que hacer.
—¿Qué cosa?
—Una investigación.
—¿Investigación? —Jim repitió la palabra como si fuese anormal en sus labios—. Esta tarde te he telefoneado tres o cuatro veces. Pero estabas fuera otra vez. Esta semana has salido todas las tardes.
—Esta semana, por el momento, sólo ha tenido tres tardes.
—Aunque sea así.
—Tienes la comida a la hora y tu casa está limpia.
Aquel énfasis en «tu casa» le hizo suponer a Jim que Daisy rehusaba seguir interesándose en participar en la vida de la casa, como si de alguna forma misteriosa ya la hubiese abandonado.
—Es nuestra casa, Daisy.
—Muy bien, nuestra casa. Pero la tengo limpia, ¿no?
—Desde luego.
—Entonces, ¿por qué te molesta que salga por las tardes, cuando tú estás trabajando?
—No me molesta, me preocupa. Y me refiero no a que salgas sino a tu actitud.
—¿Qué pasa con mi actitud? —preguntó Daisy a la defensiva.
—Hace una semana no me hubieras preguntado eso. Sobre todo, no en ese tono desafiante… Daisy, ¿qué te pasa?
—Nada.
Pero sí sabía qué pasaba. O, mejor dicho, sabía que la cosa ya había pasado. Había abandonado su papel habitual. Se había cambiado de vestido y ahora hablaba de forma distinta. Y el director de escena estaba hecho un lío porque ya no sabía qué obra dirigía.
«Pobre Jim», pensó cogiéndole la mano.
—No me pasa nada —repitió.
Estaban sentados en el diván y la casa permanecía silenciosa. La lluvia había cesado. Stella había vuelto a su casa tras sobrevivir un día más en el campo y la señora Fielding estaba en un concierto con una amiga. Prince dormitaba frente a la chimenea, lugar donde solía refugiarse cada vez que hacía mal tiempo. No había fuego, pero sin duda le gustaba recordar aquellas llamas y sus chisporroteos.
—Sé honesta, Daisy —Jim apretó la mano de Daisy entre las suyas—. No soy uno de esos maridos egoístas que quieren que su mujer se preocupe solamente de ellos. ¿No te he ayudado siempre en tus afecciones?
—Sí.
—Pues bien, Daisy, dímelo. ¿Dónde has estado esta tarde?
—Paseando.
—¿Con la lluvia que caía?
—Sí.
—¿Por dónde? —insistió Jim.
—Por los alrededores de Laurel Street.
—Pero ¿por qué?
—Vivíamos allí cuando… pasó aquello —«cuando morí», había estado a punto de decir.
Jim abrió la boca como si Daisy acabara de retorcerle la mano.
—¿Y piensas que eso que pasó sigue todavía allí, como un mueble olvidado?
—En cierto sentido, sigue todavía allí, en efecto.
—En tal caso, ¿por qué no has llamado a la puerta y lo has preguntado? ¿Por qué no has pedido a los inquilinos que te dejasen subir al desván para ver si encontrabas un día perdido?
—No había nadie.
—¡Que Dios me ayude! ¿Quieres decir que intentaste realmente entrar en la casa?
—Toqué el timbre, pero no me contestó nadie.
—Menos mal. ¿Qué habrías dicho si te hubieran abierto?
—Que antes vivía allí y tenía ganas de ver otra vez la casa.
—Si conviene, te la compraré para que dejes de ponerte en evidencia —le dijo Jim fríamente—. Así podrás pasar todas las tardes en ella, registrarla de arriba abajo y remover todos los trastos que encuentres.
Ella retiró la mano. Por un momento, aquel contactó había sido como un puente tendido entre los dos. No obstante, el puente se había hundido bajo la riada de su ironía.
—No busco trastos viejos. Ni quiero ponerme en evidencia. He ido allí porque pensaba que si volvía a encontrarme en la misma situación de entonces, quizá podría recordar algo que valiese la pena.
—¿Algo que valiese la pena? ¿El dorado momento de tu muerte, tal vez? ¿No te parece que todo eso es un poco morboso? ¿Cuándo se te metió esa idea en la cabeza?
Daisy se levantó y cruzó el comedor como si quisiera escapar de sus sarcasmos. Jim comprendió que había ido demasiado lejos.
—¿Tanto te aburre nuestra vida, Daisy? ¿Piensas que estos cuatro últimos años son una muerte en vida? ¿Es éste el sentido de tu sueño? —le preguntó cambiando de tono.
—No.
—Pues yo creo que sí.
—No es tu sueño.
El perro se había despertado. Movía sus ojos de Daisy a Jim, una y otra vez, como el espectador de un partido de tenis.
—No quiero que nos enfademos. El perro se inquieta —indicó Daisy.
—¡El perro, claro! ¡Sólo nos faltaría que se nos enfadase el perro! Pues muy bien, no lo preocupemos. No tiene importancia que nosotros nos veamos reducidos a esta idiotez. No somos nada más que personas, no merecemos nada más.
Daisy acarició la cabeza del perro con gestos suaves, tranquilizadores, como si quisiera asegurarle que no sucedía nada, que sus ojos y sus orejas sólo le engañaban.
«Tendría que seguirle el juego —pensaba Jim—. Es lo que me ha aconsejado Adam. Está visto que mi forma de enfocarlo no lleva a ninguna parte».
—Bueno, has ido a Laurel Street —dijo finalmente— y te has paseado.
—Sí.
—¿Has conseguido algún resultado?
—Pelearme contigo —repuso Daisy con amargura—. Es todo cuanto he conseguido.
—¿No te has acordado de nada?
—Nada de lo que se refiera a aquel día.
—Supongo que debes darte cuenta de que la cosa es difícil. —Sí.
—Pero tienes la intención de insistir, ¿no?
—Sí.
—¿Pese a mis objeciones?
—Insistiré, si no cambias de opinión —la mano de Daisy se inmovilizó sobre la cabeza de Prince—. Recuerdo aquel invierno. Puede que esto sea sólo el comienzo. Al ver los jazmines que hay al lado de la casa recordé que aquél fue el año de la gran helada y que perdimos todos los arbustos. Es decir, creía que los habíamos perdido porque parecían muertos, pero en primavera reverdecieron de nuevo.
«Yo no. Los jazmines eran más fuertes que yo. Aquel año no hubo primavera para mí. No hubo ni hojas nuevas ni brotes», pensó.
—Pero es un principio, ¿no te parece?, eso de recordar el invierno —añadió Daisy en tono positivo.
—Supongo que sí —contestó Jim con entusiasmo—. Es muy posible.
—Incluso un día había nieve en la cima de la montaña. Aquel día un montón de estudiantes no fueron a clase y se escaparon allí. Luego presumieron por State Street con los guardabarros llenos de nieve. Estaban muy contentos. Algunos de ellos era la primera vez que veían la nieve.
—Daisy.
—La nieve de California nunca me ha parecido de verdad. No es como en Denver. Allí la nieve formaba parte de mi vida, y a veces de forma desagradable. Pero aquel día a mí también me hubiera gustado ir a ver la nieve, como los chicos, para asegurarme de que era de verdad, que no era alguna cosa que saliera de una máquina de Hollywood… Debes recordar el año de las heladas, Jim. Encargué una carga de leña para la chimenea. Pero no sabía que ocupase tanto y, cuando la trajeron, no me cabía en la leñera y tuvieron que dejarla fuera, bajo la lluvia.
Parecía ansiosa por seguir hablando, como si sintiera que convencía a Jim de la importancia de su proyecto y de la necesidad de proseguir su investigación. Jim no trató de interrumpirla de nuevo. Comprendía que Adam tenía razón: la cosa era imposible. Hasta entonces, Daisy solamente había podido recordar una imagen. Un poco de nieve en lo alto de la montaña, los estudiantes paseando por State Street y unos cuantos jazmines marchitos.