5

LA PLACA QUE HABÍA en la puerta, al final del largo y oscuro corredor, decía: STEVENS PIÑATA, FIANZAS E INVESTIGACIONES. PASEN. La puerta estaba entreabierta y Daisy pudo ver a un hombre joven, de cabellos negros y facciones enérgicas sentado detrás de una mesa, manipulando la cinta de una máquina de escribir. Cuando él advirtió su presencia, se puso en pie rápidamente y le sonrió un poco confuso. A ella no le gustó su sonrisa. Parecía como si le hubiera sorprendido en falta.

—¿La señora Harker?

—Sí.

—Soy Stevens Piñata. Siéntese. Déme su impermeable, está mojado…

Daisy no hizo ningún gesto para sentarse o quitarse el impermeable rosa que llevaba.

—¿Dónde está mi padre?

—Hace un momento que se ha marchado. Tenía un compromiso en Los Ángeles y no podía esperar.

—¿No podía esperar unos pocos minutos, después de tantos años?

—Era un compromiso importante. Me ha dicho que le dijese que sentía tener que marcharse y que muy pronto se pondría en contacto con usted.

La mentira salió con fluidez. Sin duda, todo el mundo se la hubiera tragado. Mas no Daisy.

—No quería verme. Quería sólo el dinero, ¿no es cierto?

—No es tan sencillo, señora Harker. Ha perdido la serenidad. Se avergonzaba tanto de…

—Le haré un talón.

Con la brusca impaciencia de una mujer de negocios que no puede permitirse perder el tiempo con exhibiciones emocionales, Daisy sacó un talonario de su bolso.

—¿Cuánto es?

—Doscientos treinta. La multa eran doscientos, yo cobro el diez por ciento en concepto de honorarios. El resto es la comisión del dos por ciento.

—Comprendo.

Inclinada sobre la mesa, rehusando la silla que él le ofrecía, Daisy rellenó el cheque.

—¿Es esto?

—Perfectamente, gracias —dijo Piñata guardándose el talón en el bolsillo—. Lamento que las cosas se hayan presentado así, señora Harker.

—¿Por qué? Yo no lamento nada. Soy tan cobarde como él o quizá más todavía. Me alegro de que se haya ido. Tengo tan pocas ganas de verle como él a mí. Aunque sólo sea por una vez, ha hecho lo que debía. ¿Por qué ha de lamentarlo usted, señor Piñata?

—Pensé que su marcha la decepcionaría.

—¿Decepcionarme? ¡Oh, en absoluto!

Pero, bruscamente, se dejó caer sobre la silla, como si hubiera perdido el equilibrio o su peso fuera demasiado para sus fuerzas.

«La pequeña Daisy —pensó Piñata—, ahora se echará a llorar».

A causa de sus ocupaciones, Piñata había visto demasiados llantos, tanto verdaderos como fingidos, como para no reconocer las señales previas, señales que eran evidentes en Daisy por el parpadeo rápido de sus ojos y por el movimiento nervioso de sus manos, abriéndose y cerrándose. Deseando evitar unas lágrimas que eran inevitables, trató de pensar algo que pudiera animarla y al mismo tiempo no demostrar demasiada simpatía. Un exceso de simpatía siempre resultaba negativo en estos casos.

Pasaron dos minutos, luego tres, y comenzó a darse cuenta de que se había equivocado. Lo inevitable no se produciría. Cuando al fin la muchacha habló, le cogió por sorpresa. Sus palabras no tenían nada que ver con un padre que se hubiera evaporado.

—¿Qué clase de cosas investiga usted, señor Piñata?

—No gran cosa en realidad —expresó con franqueza.

—¿Por qué?

—En una ciudad tan insignificante como ésta, mis servicios raramente son necesarios… La gente que necesita un detective suele: buscarlo en Los Ángeles. Apenas si hago alguna cosilla u otra para los abogados.

—¿Y cuáles son sus títulos?

—¿Qué título necesitaría para solucionar su problema?

—No he dicho que hubiese ningún problema ni que fuese mío.

—La gente no suele hacerme esa clase de preguntas si no la anima una segunda intención.

Daisy se mordisqueó un instante el labio inferior, vacilando.

—Existe un problema. Pero solamente es mío en parte. Se relaciona con algún otro.

—¿Con su padre?

—No. Él no tiene nada que ver.

—¿El marido? ¿Un amigo? ¿La suegra?

—No lo sé todavía.

—Pero le gustaría saberlo.

—Necesito saberlo.

Volvió a quedarse silenciosa, la cabeza inclinada a un lado, como si escuchara la pugna que tenía lugar en su ánimo. Piñata no la forzó a que siguiera. En realidad, no sentía ninguna curiosidad por lo que pudiera decirle. Le parecía que Daisy era solamente una mujer que llevaba a cuestas uri oscuro secreto. Un secreto que podría ser fácilmente blanqueado con un poco de lejía.

—Tengo razones para creer —dijo finalmente— que cuatro años atrás, un día determinado, me ocurrió algo muy grave. No puedo recordar de qué se trataba y quiero que usted me ayude.

—¿Que yo he de ayudarla?

—Sí.

—Lo siento, pero eso no entra en mi especialidad. Podría ayudarla a encontrar un collar perdido, una persona desaparecida, pero no puedo ayudarle a recordar un día.

—No me ha entendido bien, señor Piñata. No le pido que examine mi inconsciente como si fuera un psicoanalista. Sólo le pido su ayuda, su ayuda física. El resto lo haré yo.

Daisy trató de leer en la cara del hombre si éste mostraba algún interés. Pero Piñata miraba por la ventana con expresión distraída, como si no la escuchara.

—¿Nunca ha tratado de reconstruir un día, señor Piñata? No me refiero a un día especial, como por ejemplo Navidad o un aniversario, sino un día cualquiera. ¿No lo ha hecho nunca?

—No.

—Suponga que se ve obligado a ello. Sabe, por ejemplo, que la policía le acusa de un crimen y que usted debe probar exactamente dónde se encontraba, qué hacía, un día cualquiera de dos años atrás. El nueve de febrero, para ser exactos. ¿Recuerda algo preciso del nueve de febrero de hace dos años?

Piñata entrecerró los ojos y pensó un momento.

—No. Nada especial. Recuerdo las circunstancias generales de mi vida en aquel tiempo, dónde vivía y todo eso. Supongo que era un día de trabajo, que debía levantarme e ir al despacho como de costumbre.

—La policía quiere certezas, hechos, no suposiciones.

—En tal caso me tendría que declarar culpable —replicó Piñata con una pequeña sonrisa.

Daisy no le devolvió la sonrisa.

—¿Qué haría usted, señor Piñata? ¿Cómo encontraría los hechos?

—En primer lugar, comprobaría mis actividades. Veamos, el nueve de febrero de hace dos años debió de caer en sábado. Los sábados por la noche suelen ser días muy ajetreados, en lo que a mí se refiere, pues es cuando hay más detenciones. Comprobaría, entonces, los ficheros de la policía para ver si algún caso me ayudaba a recordar.

—¿Y si no dispusiera de ninguna clase de fichero?

En aquel momento el teléfono les interrumpió. Piñata habló durante un par de minutos, empleando prácticamente sólo monosílabos, casi todos negativos, y al final colgó.

—Todo el mundo tiene algún que otro fichero.

—Yo no lo tengo.

—¿No tiene un diario? ¿No guarda los extractos de su banco, las facturas, las matrices de los talonarios de cheques?

—No. Mi marido se ocupa de esas cosas.

—Pero usted debe tener una cuenta propia. ¿No acaba de darme un cheque?

—Casi no la uso y, desde luego, no sé dónde pueden parar las matrices de los talonarios de cuatro años atrás.

—¿No tiene una agenda donde apunta sus citas y compromisos?

—Cada año la renuevo. Hace mucho tiempo llevaba un diario.

—¿Cuánto tiempo?

—No recuerdo exactamente. Acabé perdiendo interés, pues no me sucedía nada que valiera la pena ser recordado por escrito. Nada que se saliese de lo ordinario, ni siquiera emociones.

«Ni emociones —se repitió Piñata para sus adentros—. Por eso me está pidiendo que le proporcione alguna. Se interesa por un día olvidado de igual forma que se interesaría un crío, aburrido durante las vacaciones de verano. Pero yo no estoy dispuesto a perder el tiempo con tus juegos, pequeña Daisy. Estoy demasiado ocupado».

—Quisiera ayudarla, señora Harker, pero ya le he dicho que esta clase de asuntos no entran en mi línea de trabajo. Además, si me contratara, tiraría su dinero.

—No sería la primera vez —dijo Daisy mirándole con insistencia—. Pero a usted no le preocupa si yo tiro o no el dinero. Sólo teme perder el tiempo. No me ha entendido, señor Piñata. No ha querido comprender lo importante que es este asunto para mí.

—¿Por qué es tan importante?

Daisy no se atrevía a explicarle el sueño. Temía su reacción. Podría burlarse, como Jim, o incluso mostrarse impaciente o un poco despectivo, como Adam, o tomarlo como una cuestión personal y molestarse, como había hecho su madre.

—En este momento no puedo explicárselo. Ya me mira usted con bastante desconfianza y escepticismo. Si se lo contara me tomaría por una débil mental.

«Aburrida, pero no débil mental. O quizá solamente un poco», pensó el detective.

—Sin embargo, pienso que sería preferible que me lo contase todo, señora Harker. Por lo menos, así nos entenderemos mejor. A veces me han hecho encargos extraños, pero nunca me solicitaron que encontrara un día perdido.

—No lo perdí. No es un día perdido. Sigue existiendo en alguna parte. Los días y los años no desaparecen en la nada. Siguen estando allí, ocultos, pero no perdidos.

—Entiendo —contestó Piñata mientras pensaba que, después de todo, la pequeña Daisy era más ingenua de lo que había supuesto. A su pesar, sin embargo, no podía dejar de sentirse interesado. Se preguntó si era Daisy quien le interesaba, su problema, o ambas cosas a la vez.

—Pero si no recuerda ese día, señora Harker, ¿cómo sabe que es tan importante para usted?

Era la misma pregunta que Adam le había hecho, casi idéntica. Y ella no podía ofrecerle una respuesta satisfactoria, como no pudo ofrecérsela a Adam.

—Sé que es un día importante. A veces, las personas sabemos las cosas de distintas maneras. Usted sabe que estoy aquí sentada porque puede verme y oírme. Pero hay otra forma de ver las cosas que no tiene ninguna relación con los cinco sentidos. Algunas de estas formas todavía no han sido explicadas… Quisiera que dejara de mirarme así.

—¿Cómo la miro?

—Como si de un momento a otro esperase que yo le dijera que soy Josefina Bonaparte o algo parecido. Estoy sana, señor Piñata, mentalmente sana, suponiendo que ello sea posible en un mundo tan lleno de confusión como el nuestro.

—No acabo de entenderla.

—Quiero decir —Daisy habló con exagerada finura— que la salud, la salud mental, es algo que forma parte de nuestra cultura, de nuestras convenciones sociales. De forma que, cuando se vive en una cultura insana, el hombre ha de prescindir de su racionalidad para acomodarse a ella. Pero una persona completamente racional, reconocería que aquella cultura es de locos y no querría acostumbrarse a ella. Y el hecho de no conformarse le convertiría en loco a los ojos de aquella particular sociedad.

Piñata la miró sorprendido y preocupado, como si de pronto se encontrara con que un loro al que había enseñado algunas frases sencillas, se lanzara a una disquisición técnica en torno a la fisión nuclear.

—Una jugada muy hábil, sí señora.

—¿Cómo?

—Me refiero a la habilidad con que ha cambiado de tema. Cuando la cosa se ponía demasiado peligrosa, la ha dejado a un lado. ¿Qué es lo que evita decirme, señora Harker?

«Es honrado —pensó Daisy—. No finge saber cosas que ignora ni exagera las que sabe. Apenas sabe esconder sus sentimientos. Creo que puedo confiar en él».

—He tenido un sueño —explicó al fin. Y antes de que Piñata pudiese decir que los sueños no eran asunto suyo, Daisy añadió que había estado paseando con Frince por la playa y cómo había descubierto la tumba que llevaba su nombre.

Piñata la escuchó hasta el final sin hacer ningún comentario. Luego preguntó:

—¿Ha contado ese sueño a alguna persona, señora Harker?

—A mi madre, a Jim, mi marido, y a un amigo suyo abogado, Adam Burnett.

—¿Cómo han reaccionado ellos?

Daisy sonrió levemente.

—Mi madre y Jim me recomendaron tomar vitaminas y que me olvidara del asunto.

—¿Y el abogado?

—Ha comprendido más que mi madre y mi marido que era importante para mí descubrir qué pasó. Me ha dado un consejo.

—¿Cuál?

—Me ha dicho que, ocurriera lo que ocurriese aquel día, debía tratarse de algo muy desagradable para mí y que, por lo tanto, lo mejor que yo podía hacer era no tratar de descubrirlo, que no podía ganar nada con ello y sí, en cambio, perder mucho.

—Y usted sigue decidida a querer descubrirlo.

—He de descubrirlo. Estamos a punto de adoptar un niño y quiero descubrir qué pasó antes.

—¿Qué relación tienen ambas cosas?

—Cuando él esté, ya no se tratará solamente de mi vida y de la de Jim, sino que deberemos compartirla con el pequeño. Y es preciso que me asegure de que pueda tener un hogar como es debido, que pueda vivir en una pasa segura y confortable.

—¿Y le parece que, en este momento, su hogar no es lo que debiera ser?

—Sólo trato de asegurarme de que lo sea. Imagínese usted que, de pronto, decide comprar la casa en la cual durante un tiempo ha vivido bien. Al mismo tiempo, sucede por ejemplo que está esperando a un huésped importante. Decide revisar la casa a conciencia y descubre algunos defectos importantes en la estructura. ¿Qué haría usted? ¿Consultar a un buen albañil para que arreglara esos defectos o se cruzaría de brazos y cerraría los ojos pensando que todo va bien?

—La comparación está un poco cogida por los pelos. Lo que es evidente es que usted está decidida a salirse con la suya, pese a quien pese.

—No soy una niña pidiendo un caramelo, señor Piñata.

«No —pensó él—. No es una niña sino una mujer hecha y derecha a la que le gusta sentarse sobre un barril de dinamita. No le gusta ni su vida ni su casa y teme compartirlas con un niño. Y no se le ocurre nada mejor que prender la mecha, volar la casa y esperar que los pedazos le caigan sobre la cabeza…».

El teléfono sonó de nuevo. Esta vez era la mujer de la limpieza. Le contó que había goteras en la cocina y en el dormitorio. Le recordaba que ya hacía más de un año que debía haber hecho reparar el tejado.

—Haga usted lo que pueda, a las cinco estaré en casa —respondió sin entusiasmo, antes de colgar el teléfono. Un techo nuevo costaba dinero y Johnny necesitaba una ortodoncia. «Yo no puedo permitirme poner un tejado nuevo y Daisy sí puede. Si está decidida a volar su casa, tal vez yo pueda recoger algunas vigas para la mía».

—Muy bien. La ayudaré, señora Harker. Haré todo lo que pueda, aunque no crea en lo que busca.

Daisy pareció satisfecha, pero sin demostrarlo demasiado, como si quisiera ocultar la satisfacción que sentía por lo que iba a ser su nueva distracción.

—¿Cuándo empezamos?

—Tengo trabajo para un par de días. Digamos el jueves por la tarde. —Era una mentira necesaria. Disponiendo de un par de días podría hacer alguna indagación previa sobre Daisy y al mismo tiempo ella tendría tiempo para pensárselo mejor.

—Confiaba en que podría empezar ahora mismo.

—Lo siento. Tengo otro asunto entre manos.

—Y necesita un poco de tiempo para informarse sobre mí, para enterarse de si estoy cerca o lejos del manicomio, ¿no? Bueno, creo que no tengo motivos para quejarme. En su caso, yo también me sentiría recelosa si una mujer viniera a verme para contarme las cosas que le he contado. De todas maneras, es mejor que no nos andemos con secretos. Estoy dispuesta a contestarle cualquier pregunta que quiera hacerme: edad, peso, educación, ambiente, preferencias religiosas…

—Nada de preguntas —negó Piñata, preocupado—. Empezaremos el jueves, ¿de acuerdo?

—Muy bien. ¿Quiere que venga aquí?

—Si le parece, nos encontraremos a las tres de la tarde en la puerta del Monitor-Press.

—¿No es un lugar demasiado céntrico?

—¿Es que debemos ir a escondidas?

—No. Pero preferiría ser discreta.

—Un minuto, señora Harker. Dejemos las cosas claras. ¿Tiene intención de decirle a su marido o a su familia que ha recurrido a mis servicios?

—No había pensado en eso. Ni siquiera había pensado acudir a los servicios de nadie hasta que vi su placa en la puerta. Parece una cosa de hadas.

—Oh, señora Harker —dijo Piñata tristemente.

—Lo parece. Es como si alguna fuerza extraña me hubiese guiado hasta aquí.

—Extraviado, en lugar de guiado, quizá sería la palabra más correcta.

Daisy le miró con ojos fríos y decididos.

—Está usted haciendo todo lo posible para negarme su ayuda, señor Piñata. ¿Por qué?

—Porque creo que comete un error. Usted no puede reconstruir un día, señora Harker. Al final puede verse en la necesidad de tener que reconstruir toda su vida.

—¿Y qué?

—Si comienza a sacar piedras, tal vez no le guste saber quién está abajo.

Se levantó como si fuese él quien tuviera que marcharse.

—Bueno, por supuesto, es su entierro.

—Ha equivocado usted el tiempo del verbo. Fue mi entierro.

Piñata la acompañó hasta la puerta sin despegar los labios. El largo y oscuro corredor olía a lluvia reciente y a cera vieja.

—A propósito —añadió Daisy con naturalidad, como si no hubiese estado pensando en ello—, ¿le ha dejado mi padre su dirección en Los Angeles?

—Dio una dirección a la policía cuando lo detuvieron y la apunté —se buscó en el bolsillo una caja de cerillas y se la dio a Daisy; había escrito la dirección en la caja—. El 1074 de Delaney Avenue West. En su lugar, yo no intentaría ponerme en contacto con él a través de esta dirección.

—¿Porqué?

—En Los Ángeles no hay ninguna avenida que lleve ese nombre.

—¿Está seguro?

—Sí.

—¿Por qué ha mentido mi padre?

—No leo el pensamiento, la palma de la mano o el poso del té. Apenas si leo los planos urbanos. Y en Los Ángeles no hay ninguna Delaney Avenue, ni al este ni al oeste.

Daisy le miró como si pensara que el hombre habría podido localizar la calle si hubiese puesto mayor empeño.

—Le creo, desde luego.

—No es preciso que me crea. Si quiere asegurarse, en cualquier gasolinera le prestarán un mapa de Los Ángeles. Y, puestos a actuar, también podría tratar de localizar la casa de accesorios eléctricos Harris, en la calle Figueroa. Su padre dijo que trabajaba allí.

—¿Dijo?

—Bueno, no hay ninguna razón para creer que dijera la verdad. Por mi parte he llegado a la conclusión de que se trata de un hombre que prefiere que le dejen tranquilo si no necesita ayuda.

—Se diría que no le cae simpático.

—Todo lo contrario —replicó Piñata sin faltar estrictamente a la verdad—. Pero a grandes dosis podría acabar siendo cargante.

—¿Bebe mucho?

—Bebe, pero no sé si mucho. Me ha; dicho algunas cosas que no sé si quería o no que se las dijera a usted.

—¿Qué cosas?

—Se ha vuelto a casar.

Daisy miró hacia el final del oscuro y silencioso corredor, como si viera que entre las sombras se movían formas más o menos familiares.

—Así que se ha casado. Bueno, aún no es viejo. No hay ninguna razón para que yo me sorprenda. Pero me sorprendo. No parece una cosa real.

—Estoy casi seguro de que, en cuanto a eso, decía la verdad.

—¿Quién es ella?

—No me dijo nada.

'—¿Ni siquiera su nombre?

—Supongo que se llamará señora Fielding —informó Piñata secamente.

—Yo quería decir… Es igual, dejémoslo correr. Me alegro de que se haya casado de nuevo. Y espero que ella sea una buena mujer —expresó Daisy sin parecer ni contenta ni esperanzada—. Por lo menos, ahora, habrá alguien que se haga responsable de él. Una extraña me ha quitado un peso de encima y se lo agradezco. Les deseo que tengan mucha suerte. Si tiene usted noticias suyas, hágamelo saber.

—No espero volver a verle.

—A veces mi padre hace cosas inesperadas.

«Y tú también, pequeña Daisy —pensó Piñata—. Quizá tú y tu padre tenéis más cosas en común de las que te imaginas».

Piñata la acompañó hasta el vestíbulo de la casa.

La lluvia se había filtrado por debajo de la puerta de la calle y el felpudo crujió bajo sus pies cuando Daisy salió.

Aquella noche le confió a Jim la inesperada presencia de su padre en la ciudad. Le contó que le había telefoneado desde la cárcel, el domingo por la noche, y que su madre no le había dicho nada. Al día siguiente volvió a llamarla desde el despacho de Piñata y finalmente no pudieron verse pues él se había escabullido. Le contó todos los detalles a excepción del que más le habría interesado a su marido: que había recurrido a los servicios de un detective del cual no sabía nada, salvo su nombre.

—Así que tu padre se ha vuelto a casar —dijo Jim encendiendo su pipa—. Bueno, supongo que no hay nada que decir. Para él puede ser una buena cosa. Tendrías que estar contenta.

—Lo estoy.

—Será mejor para él, sí. Tiene que tener una vida propia.

—¿Es que alguna vez no la ha tenido?

—Bueno, no te enfades —contestó Jim procurando no alterar el tono de su voz.

Siempre le irritaba un poco ver aquella mezcla de lealtad y resentimiento que Daisy experimentaba para con su padre. A él, particularmente, Fielding le importaba bien poco. Ni le preocupaba el dinero que le costaba. En realidad, lo pagaba muy a gusto, pues sabía que así lo mantenía a distancia. Lo malo es que ahora, estando en Los Angeles, quedaba solamente a un centenar de kilómetros. Pero confiaba, por la tranquilidad de Daisy, en que el hombre acabaría por cansarse de la ciudad, del humo, del tráfico, de las condiciones de vida, y se volvería al Medio Oeste o se instalaría en la costa oriental. Jim sabía mucho mejor que Daisy lo difícil que es manejar viejos lazos de familia cuando ya no unen nada y están más que desgastados por haber intentado establecerlos de nuevo.

La última vez que había visto a su suegro fue cinco años atrás, con ocasión de un viaje de negocios a Chicago. Se habían citado frente al Ayuntamiento y la velada comenzó muy bien. Fielding se esforzó en mostrarse encantador y por su parte Jim hizo todo lo posible por quedar encantado. Pero, a las diez, Fielding ya estaba borracho y no hacía más que quejarse de que la pequeña Daisy no había tenido un verdadero padre. «Quiérela mucho, ¿me oyes? Mi pobre pequeña Daisy. ¡Cuida bien de ella, condenado petimetre!».

Después, dos camareros metieron a Fielding en un taxi y Jim introdujo tres billetes de veinte dólares en el bolsillo de la arrugada camisa de su suegro.

«Bien, me he preocupado y he cuidado de ella, al menos dentro de los límites de mis posibilidades —pensaba Jim sentado frente a Daisy—. Nunca he hecho nada sin pensar antes en su bienestar. Y algunas veces se ha tratado de asuntos bien difíciles. Como el de Juanita, por ejemplo. Nunca habla de ella. Ha sellado como una tumba aquella parte de su mente que se relaciona con Juanita».

La pipa se había apagado y Jim volvió a encenderla. El chisporroteo de la cazoleta le evocó de nuevo la voz de Fielding: «¡Cuida bien de ella, condenado petimetre!».