DAISY VOLVIÓ A CASA a las dos y media. Stella la esperaba en la puerta, tan colorada y excitada que Daisy pensó si no se habría arrimado demasiado al bar de Jim.
—Un señor quería hablar con usted —le dijo—. Ha llamado tres veces desde la una y me ha dicho que se trataba de algo muy urgente. Quería saber a qué hora estaría de vuelta. —En aquella casa nunca solía pasar nada anormal y por eso Stella estaba dispuesta a aprovechar la ocasión para distraerse y enterarse de todo lo que pudiera—. Las dos primeras veces no quiso decirme su nombre, pero a la tercera fue la vencida. Me cuadré y le dije: «¿De parte de quién, por favor?». Quería seguir sin soltar prenda, pero al fin tuvo que cantar de plano. ¡Vaya si me dijo su nombre! Lo he anotado, junto con su teléfono, en la tapa de una revista. ¿Quiere que le marque yo?
Stella había escrito en la portada de una revista: «Stan Foster, 67134, urgente». Daisy nunca había oído hablar de ningún Foster y pensó que el hombre o Stella debían haberse equivocado. Quizá no hubiese entendido bien el nombre o el señor Foster quería hablar con otra señora Harker.
—¿Estás segura del nombre?
—Me lo ha deletreado dos veces. S-T-A-N…
—Bien, gracias. Le llamaré cuando me haya cambiado.
—¿Cómo se las ha apañado para mojarse tanto? ¿También llueve en la ciudad?
—Sí. También llueve.
Estaba en su dormitorio cambiándose de vestido, cuando el teléfono sonó de nuevo. Un minuto después, Stella llamaba a la puerta.
—Es otra vez ese señor Foster. Le he dicho que ya había usted llegado. ¿He hecho bien?
—Sí; Le hablaré desde aquí —dijo cubriéndose con un albornoz. Se sentó en la cama y descolgó el teléfono—. Aquí la señora Harker.
—Daisy, pequeña, hola.
Aunque no reconoció la voz, Daisy supo quién le hablaba. Excepto su padre, nadie la llamaba «pequeña Daisy».
—Daisy, pequeña, ¿me oyes?
—Sí, papá.
No experimentaba ni satisfacción ni sorpresa; apenas el natural contento de saber que seguía vivo. Hacía casi un año que no había recibido ninguna carta; suya y ella le había escrito varias veces. La última vez que le habló fue cuando él la llamó desde Chicago para felicitarla el día de su cumpleaños, hacía ya tres años. Estaba muy borracho y además aquel día no era el de su aniversario.
—¿Qué tal estás, papá?
—Muy bien. Bueno, he tenido un poco de esto, un poco de lo otro, pero en conjunto estoy bien.
—¿Estás en la ciudad?
—Sí. Llegué anoche.
—¿Por qué no me llamaste?
—Lo hice. ¿No te lo han dicho?
—¿Quién?
—Tu madre. Pregunté por ti, pero habías salido. Reconoció mi voz y colgó de golpe.
Daisy recordó que había vuelto a casa después de dar un paseo con Frince. Su madre permanecía sentada junto al teléfono. Su aspecto era tenebroso y sus ojos brillaban endurecidos. «Se han equivocado de número —dijo—. Algún ebrio». Y el contraste de su voz, apagada y frágil como una malva, le sugirió a Daisy algo desagradable, algo que no podía terminar de situar en el espacio o el tiempo. «Debía estar muy borracho —añadió la señora Fielding—. Me ha llamado “pequeña”». Más tarde, Daisy se fue a la cama pensando no en el ebrio que había llamado «pequeña» a su madre, sino en un pequeño de verdad que ella y Jim adoptarían muy pronto y que algún día sería de ellos.
—¿Por qué no me llamaste otra vez?
—Sólo nos dejan llamar una vez.
—¿Quiénes?
Le respondió con una risita avergonzada que se rompió de pronto como una goma demasiado tensa.
—Lo cierto es que estoy en un lío. Nada grave, pero necesitaría un par de cientos de dólares. No he querido complicarte en esto y por eso di un nombre falso. Debo pensar en tu reputación y por eso siempre tengo cuidado de no mezclarte en nada… Daisy, por Dios, ayúdame.
—Siempre lo hago, ¿no?
—Sí, lo haces. Eres una buena chica, Daisy, una buena chica que quiere a su papá. Nunca olvidaré cómo…
—¿Dónde estás ahora?
—En la ciudad.
—¿En un hotel?
—No, en el despacho de un hombre llamado Piñata.
—¿Él está contigo?
—Sí.
—¿Oye lo que decimos?
—Él lo sabe todo —dijo su padre volviéndose a reír de aquella forma avergonzada—. He tenido que contárselo todo, quién soy yo y quién eres tú, pues de otra manera no me habría sacado. Se dedica a poner fianzas.
—O sea que estabas en la cárcel… ¿Por qué?
—Oh, Daisy, ¿para qué entrar ahora en esos detalles? —replicó él.
—Quiero saberlo.
—Bueno, te lo contaré. Iba a verte cuando de pronto me entraron ganas de tomar una copa. Así que me paré en un bar. Había poco trabajo y, por simple amabilidad, invité a la camarera. Se llama Nita y es una mujer joven aún, muy bonita, pero parece que no lo está pasando demasiado bien en la vida. Bueno, abreviando, de pronto se presentó su marido y comenzó a increparla porque no se quedaba bastante en casa cuidando de los hijos y todo eso. Se insultaron un poco y al final, ya harto, él empezó a sacudirla. Bueno, tú comprenderás que yo no podía quedarme allí sentado como si tal cosa…
—¿Quieres decir que te peleaste con él?
—Algo así.
—O sea que sí.
—Sí. Alguien avisó a la policía y el marido y yo terminamos en la comisaría. Nos acusaron de embriaguez y de perturbar el orden público. Nada serio, como ves. Pero les di un nombre falso para que nadie supiera que soy tu padre, por si el incidente se publicaba en los diarios. Ya os he hecho avergonzar bastante, a ti y a tu madre.
—Por favor, no pretendas ahora ser un héroe porque has dado un nombre falso con la intención de protegernos. Además, tú sabes que eso es ilegal cuando se tienen antecedentes, ¿no?
—¿De veras? —preguntó él con fingida ingenuidad—. Bueno, sea como sea ahora ya no vale la pena preocuparse. No creo que el señor Piñata se lo diga a la policía. Es todo un caballero.
Daisy podía imaginarse fácilmente el sentido que su padre daba a aquella palabra: un «caballero» era alguien dispuesto a sacarle de un apuro. Por su parte, se imaginó al tal Piñata como un viejo ojeroso que olía a cárcel y a corrupción.
—Cuando le he explicado mi situación —continuó el hombre—, el señor Piñata me ha pagado amablemente la multa. Pero no hace negocios por el gusto de hacerlos, por supuesto, de forma que no me puedo mover de su oficina hasta que tenga el dinero para pagarle. Son doscientos dólares. Me declaré culpable para acabar de una vez. No tenía sentido, venir de Los Ángeles y…
—¿Vives en Los Ángeles?
—Sí, nosotros… Me instalé allí la semana pasada. Me pareció que sería buena cosa vivir más cerca de ti, pequeña Daisy. Además, el clima de Dallas no me sentaba bien.
Era la primera vez que le oía decir que había vivido en Dallas. Su última dirección había sido Topeka, en Kansas. Pero para Daisy, Topeka, Dallas, Chicago, Toronto, Detroit, San Louis o Montreal eran solamente nombres de ciudades donde su padre había vivido y le resultaba difícil imaginárselo caminando por sus calles en busca de algo que siempre parecía hallarse a centenares de kilómetros más allá.
—Puedes conseguirme ese dinero, ¿verdad, Daisy? Le he dado a Piñata mi promesa solemne.
—Puedo.
—¿Cuándo? La verdad es que tengo un poco de prisa. Tengo que volver a Los Ángeles esta noche, alguien me espera allí, y no puedo dejar el despacho de Piñata hasta haberle pagado.
—Iré enseguida.
Imaginaba a su padre en aquel sórdido despacho, prisionero de Piñata. Todo lo que había conseguido era cambiar de prisión y de carcelero.
—¿Dónde está ese despacho?
Pudo oír cómo él consultaba a Piñata: «¿Dónde está esto?». Y la voz de Piñata, sorprendentemente joven y agradable para tratarse de la de un viejo que se pasaba la vida rondando las cárceles contestando: «En el 107 de East Opal Street, entre las manzanas ochocientos y novecientos de State Street».
Su padre le repitió la dirección.
—Sí, sé dónde es. Estaré allí en media hora.
—Ah y mi pequeña Daisy, eres una buena chica, una buena chica que quiere a su papá.
—Sí —asintió Daisy con cansancio—. Sí.
Fielding colgó el teléfono y se volvió hacia Piñata, que estaba sentado tras su mesa escribiendo a su hijo Johnny. El chico, que tenía diez años, vivía en Nueva Orleans con su madre. Piñata solamente le veía un mes al año, pero le escribía todas las semanas.
—¿Viene su hija? —preguntó sin alzar la cabeza.
—Desde luego. Ya viene para aquí. Se lo había dicho, ¿no?
—No siempre me creo las cosas que me dicen las personas como usted.
—Su observación debería ofenderme, pero me siento demasiado feliz para tomarla en consideración.
—No me sorprende. Se ha bebido casi todo mi bourbon.
—¿No ha oído lo que le decía a Daisy? Le he tratado a usted de caballero.
—¿Y qué más?
—No hay un caballero que escatime unas copas a otro caballero en apuros. Esta es una de las reglas de la sociedad civilizada.
—¿De veras?
Sin escucharle, Piñata terminaba su carta: «Sé buen chico, Johnny, y no te olvides de escribirme. Te envío cinco dólares para que puedas comprarle un buen regalo a tu madre y a tu hermanita para la fiesta de San Valentín. Tu padre que te quiere».
Puso la carta en un sobre y lo cerró. Siempre que escribía al niño, que era su único pariente, se sentía un poco angustiado. A causa de esta sensación, se ponía de mal humor y arremetía contra el primero que se presentaba. En aquella ocasión le tocaba a Fielding.
Pegó un sello para el franqueo aéreo en la carta y levantó la cabeza.
—Es usted un gandul, Foster.
—Fielding, por favor.
—Foster, Fielding, Smith… Sea cual sea su nombre, es usted un vago.
—He tenido muy mala suerte.
—Por cada gramo de mala suerte que haya tenido, estoy seguro de que le ha dado un kilo a los demás. A la señora Harker, por ejemplo.
—No es verdad. Nunca le he hecho ningún daño. Nunca le he pedido dinero si no tenía absoluta necesidad. Y no será porque ella no tenga, que está muy bien casada… Su madre ya se ocupó de eso. ¿Qué importancia tiene, pues, que a veces le pida una pequeña cantidad? Si hemos de analizarlo…
—Yo no tengo que analizar nada. Me carga usted con sus historias.
Los labios de Fielding temblaron un instante. No le importaba que le llamasen vago, pues sabía que había algo de verdad en ello. Pero nunca había pensado que pudiese resultar pesado a los demás.
—Si hubiese imaginado que tenía esa opinión de mí —le dijo con toda dignidad—, no habría probado su whisky.
—¿De veras?
—De todas formas, su whisky es de lo más ordinario. Normalmente yo no me hubiera rebajado a beber esa marca infecta a no ser por las circunstancias…
Piñata echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. Fielding, que no había tenido intención de decir algo divertido, le observó con suspicacia. Pero la carcajada era tan contagiosa que un momento después él se reía también. Dos hombres sentados en un oscuro despacho donde resonaba el batir de la lluvia. Uno de ellos, de mediana edad, llevaba la camisa rasgada y la cara manchada de sangre reseca. El otro, joven, vestido con una oscura chaqueta de ejecutivo, llevaba el cabello recién cortado. Más que Ocuparse de las finanzas de los presos, uno creería que se ocupaba de los empréstitos del Estado.
Fielding se secó los ojos húmedos con un pañuelo sucio y dijo:
—Es bueno, esto de reírse. Aclara el cerebro y ayuda a pensar como es debido. Hace un momento me sentía molesto por unas palabras sin importancia… Y a usted, ¿qué le ha hecho reír?
Piñata desvió su mirada hacia la carta encima de la mesa.
—Nada.
—Es usted caprichoso, ¿eh?
—Eso es.
—¿Qué es, español o mexicano?
—No lo sé. Mis padres no se quedaron a mi lado el tiempo suficiente para decírmelo. Quizá sea chino.
—Debe ser curioso, eso de no saber quién es uno.
—Sé quién soy. Lo que no sé es quiénes eran ellos.
—Comprendo. Esa distinción es necesaria. Yo me encuentro en el caso opuesto. Sé todo lo que hace falta saber sobre mis padres, abuelos, tíos y primos, pero creo que me he perdido entre tanta mescolanza. Mi exmujer solía decir que me faltaba personalidad. Me lo reprochaba como si la personalidad fuese algo así como un sombrero o un par de guantes que uno pierde en cualquier parte.
Fielding hizo una pausa y añadió, aguzando la mirada:
—¿Qué le ha pasado al marido de esa chica?
—¿Qué chica?
—Nita, la camarera.
—Sigue encerrado.
—Yo creo que, aunque él le pegara, ella debería haber pagado la multa.
—Quizá prefiera que esté encerrado.
—Oiga, Piñata, ¿no tendrá alguna otra botella de bourbon? Esos licores de baja calidad se disipan muy aprisa.
—Sería preferible que en lugar de beber pensara en arreglarse un poco antes de que llegue su hija. Está impresentable.
—Daisy me ha visto en peor estado.
—No lo creo. Pero, aunque así fuera, ¿por qué no le da una sorpresa? ¿Dónde tiene la corbata?
—Se me habrá perdido en cualquier parte, quizás en la comisaría.
—Bien, yo tengo una.
Piñata abrió un cajón de su mesa y sacó una corbata a rayas azules.
—Un cliente trató de colgarse con ella, así que tuve que quitársela. Tome.
—No, gracias.
—¿Porqué?
—No me gusta llevar la corbata de un muerto.
—¿Quién ha dicho que muriera? En realidad, se dedica a vender coches dos calles más allá.
—En ese caso, creo que no me importará llevarla un rato.
—El lavabo está al final del pasillo. Aquí tiene la llave.
Cinco minutos después, Fielding estaba de vuelta con la cara limpia de sangre y el cabello bien peinado. Llevaba la corbata a rayas y se había abrochado la chaqueta para disimular el desgarrón de la camisa. Ahora se le veía sereno y respetable, a pesar de que no era ni una cosa ni la otra.
—Parece que hemos mejorado —dijo Piñata mientras se preguntaba para sus adentros si sería conveniente darle un trago más de whisky, porque a juzgar por los movimientos espasmódicos de los ojos de Fielding y por el tono plañidero de su voz era evidente que los efectos del alcohol en él se desvanecían rápidamente.
—¿Qué importancia tiene para usted, Piñata, que mi hija me vea de una manera u otra?
—No pensaba en usted sino en ella.
En realidad, le estaba mintiendo. En quien pensaba era en Johnny. No le gustaría que le viese como Daisy iba a ver a su padre.
Era, principalmente, a causa de su hijo que Piñata trataba de mantenerse en buenas condiciones. Durante el verano practicaba cada día la natación y en invierno jugaba a frontón o al tenis. No fumaba, apenas bebía y las mujeres con las que salía eran todas respetables, de forma que si por un raro azar un día se tropezara con Johnny por la calle, el chico nunca tendría el menor motivo para avergonzarse de él o de sus amistades.
Pero resultaba ciertamente difícil vivir para un chico al cual solamente se ve un mes al año. A veces los días se le hacían tan largos e inútiles como tratar de llenar una jarra agujereada. Menos mal qüe su trabajo le evitaba en gran manera poder compadecerse de sí mismo. Gracias a sus actividades entraba en contacto con tanta gente que vivía en tan diferentes grados de desesperación que, comparándose con ellos, su vida le parecía envidiable; Piñata deseaba casarse de nuevo y quería hacerlo cuanto antes. Sólo temía que su exmujer aprovechase aquella ocasión para tratar de regatearle las visitas a Johnny o, incluso, para ponerles fin. Él no iba a renunciar a Johnny por más que aquellas visitas anuales le hiciesen perder tanto tiempo y le trastornaran tanto la vida con su posible nueva familia.
Fielding estaba en la ventana, mirando la calle.
—Ya tendría que estar aquí. Ha dicho que no tardaría ni media hora. ¿No ha pasado aún, verdad?
—Siéntese y tranquilícese —sugirió Piñata.
—Quisiera que dejara de llover. Me pone nervioso. ¡Y bastante me cuesta enfrentarme a Daisy!
—¿Cuánto tiempo hace que no la ha visto?
—No lo sé, la verdad. Pero hace mucho. ¿Qué debo hacer cuando aparezca? ¿Qué debo decirle? —Fielding empezó a temblar, tanto porque había bebido como por las emociones que le provocaba la visita de Daisy.
—Por teléfono le ha hablado muy bien.
—Es otra cosa. Entonces estaba desesperado, no tenía más remedio que telefonearla. Pero, oiga, Piñata, no hay ninguna razón para que yo la vea. ¿No le parece? No ganaremos nada. Dígale usted que estoy bien y que ahora tengo un trabajo serio en los Accesorios Eléctricos Harris, de la calle Figueroa. Dígale que…
—No le diré nada. Es usted quien tiene que hablarle.
—No lo haré. Hágame este favor, deje que me marche antes de que ella llegue. Usted sabe que Daisy le pagará el dinero que le debo, yo le doy mi palabra.
—No.
—¿Por qué? ¿Teme no cobrar?
—No.
—Déjeme marchar, pues —suplicó Fielding.
—Su hija confía en verle. Y le verá.
—De cualquier forma no le gustará saber las cosas que debería decirle, pese a que me parece que debería decírselas, que es mi deber. Pero ahora me he enfriado. Quiero entrar en aquel bar de delante y animarme un poco, sólo para…
—¿Qué tenía que decirle a su hija?
—Que me he vuelto a casar. Le sorprenderá saber que ahora tiene una madrastra. Por eso sería preferible que antes la fuese preparando, que le escribiese. Eso es lo que haré, escribirle.
—No. Usted se queda aquí, Fielding.
—¿Por qué? ¿Acaso sabe usted si a ella le sentará bien verme? Quizá le guste tan poco como a mí. Oiga, Piñata, antes me ha dicho que soy un vago y lo reconozco. Pero no tengo ganas de admitirlo delante de mi hija.
Desafiante, dio dos o tres pasos en dirección a la puerta y se volvió:
—Me voy. ¿Lo oye? No puede retenerme aquí. No tiene ningún derecho legal…
—¡Cállese de una vez!
Piñata sabía que había llegado el momento. Abrió un cajón de la mesa y sacó otra botella de bourbon.
—Tenga. A ver si se anima un poco.
—Vaya, debo reconocer que es usted un buen predicador —dijo Fielding, acercándose.
Se apoderó de la botella y se la llevó a la boca. Y de pronto, echó a correr hacia la puerta, con la botella abrazada contra el pecho.
Piñata no intentó detenerle. En realidad, prefería deshacerse de él. El encuentro entre la pequeña Daisy y su padre no hubiera sido divertido.
Se acercó a la ventana y miró la calle. Fielding corría ya bajo la lluvia, acera adelante, la botella siempre apretada contra el pecho. Para tratarse de un hombre tan pesado como él, corría deprisa, ligero, como si estuviera acostumbrado a hacerlo.
«Pequeña Daisy —pensó Piñata—, te espera una sorpresa».