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A MEDIODÍA, JIM LE LLAMÓ por teléfono y le pidió que fuera a la ciudad para comer juntos. Tomaron sopa, ensalada y café en State Street. El local estaba lleno y era ruidoso. A Daisy le agradó que Jim la hubiese llevado a aquel sitio, pues allí no había necesidad de conversar. Entre tanta gente que hablaba, el silencio de dos personas pasaba desapercibido.

Jim hasta tenía la impresión de que ella había estado a gusto, pues cuando se separaron delante del local le preguntó:

—¿Estás mejor ahora?

—Sí.

—¿No has tenido más cosillas con tu inconsciente?

—¡Oh, no!

—Buena chica —le dio un apretoncito en el hombro, afectuoso—. ¡Hasta la cena!

Daisy le siguió con la mirada hasta que él hubo dado vuelta a la esquina, camino del aparcamiento. Luego, se puso a caminar despacio en dirección opuesta, sin más deseo que permanecer alejada de su casa tanto tiempo como fuera posible.

Soplaba un viento de lluvia y, por encima de las montañas doradas, enormes nubes tormentosas se agrupaban como grandes plumas de humo negro. Por primera vez a lo largo del día, pensó en algo que no tenía nada que ver con ella misma. «Lluvia. Lloverá».

A medida que el viento empujaba las nubes hacia la ciudad, la gente que andaba por la calle se iba excitando ante la inminencia de la lluvia. Caminaban más deprisa y se interpelaban unos a otros, sin conocerse. «¿Qué me dice de esos nubarrones?». «Esta vez sí que va de verdad». «Esta mañana, cuando tendí la ropa, no se veía ni una sola nube». «Le hará muy bien a mis nuevas cinerarias…». Todos alzaban la cabeza hacia el cielo, como si en lugar de la lluvia esperasen una ducha de oro.

Había sido un año sin invierno. Los días calientes y soleados, que por lo general terminaban a finales de noviembre, se habían prolongado hasta Navidad y Año Nuevo. Ahora estaban en febrero y las reservas de agua bajaban de nivel. La entrada a grandes extensiones boscosas había sido prohibida a acampadores y excursionistas por temor a los posibles incendios. Los labradores habían esperado pacientemente a que las nubes aparecieran antes de comenzar la siembra, como actores que se saben su papel y aguardan a que todo esté a punto para comenzar la representación.

Las nubes llegaron con tonos grises y negros más bellos que todos los colores del espectro. De pronto, el sol quedó tapado y el aire se enfrió bruscamente.

«Voy a mojarme —se dijo Daisy—. Sería mejor que me volviera a casa». Pero sus pies siguieron marchando calle adelante, como dotados de voluntad propia, como negándose a hacer caso de una chica tímida a la que le asustaba mojarse un poco.

Tras ella, alguien pronunció su nombre.

Se detuvo y se volvió. Había reconocido la voz de Adam Burnett. Burnett era abogado y viejo amigo de Jim; ambos compartían una afición: la restauración de muebles. Adam acudía a menudo a casa de los Harker para huir de su familia de ocho personas. Pero Daisy apenas le veía, pues una vez allí los dos hombres se encerraban en el taller que Jim tenía en los bajos de la casa.

Daisy había pasado la mañana barruntando entre si iría o no a ver a Adam y ahora este encuentro inesperado la dejaba un poco confusa, con la sensación de que al haber pensado en él había conjurado su encuentro. Sin saludarle, un poco vacilante, le dijo:

—Es curioso que nos hayamos encontrado.

—No tanto, mujer. Mi despacho está dos casas más allá y siempre almuerzo en el restaurante de enfrente.

Adam tenía unos cuarenta años. Alto y de complexión robusta, se comportaba con cierta brusquedad agradable, muy profesional. Enseguida advirtió la turbación de Daisy y no supo a qué atribuirla.

—Es difícil evitarme por estos lares.

—Me había olvidado de que tienes el despacho por aquí…

—¿Sí? Pues en el momento de verte pensé que tal vez venías a visitarme.

■—No, no.

«No es posible que haya venido deliberadamente hacia aquí. Ni siquiera recordaba que tenía el despacho por esta zona, o al menos no recuerdo que lo recordase», pensó Daisy, y enseguida respondió:

—No, no iba a ninguna parte. Me paseaba. ¡Hace tan buen día!

—Hace frío —dijo Adam mirando rápidamente al cielo—. Y lloverá enseguida.

—Me gusta la lluvia.

—En estos momentos nos gusta a todos.

—Quiero decir que me gusta pasear bajo la lluvia.

La sonrisa de Adam era amistosa, pero se había fijado con una pequeña mueca de sorpresa.

—Pues bien, adelante. Un poco de ejercicio no sienta mal a nadie, y pienso que la lluvia tampoco.

Daisy no se movió.

—Si te he dicho que era curioso encontrarte es porque… bueno, porque esta mañana he pensado en ti.

—¡Ah!

—Pensaba incluso en pedirte hora para ir a verte.

—¿Para qué?

—Ha pasado una cosa, hasta cierto punto…

—¿Cómo puede pasar una cosa hasta cierto punto? O pasa o no pasa.

—No sé cómo explicarme. —Habían comenzado a caer las primeras gotas pero Daisy ni se dio cuenta—. ¿Tú crees que soy una neurótica?

—No me parece que sea el momento ni el lugar más adecuado para discutir eso —contestó Adam algo secamente—. Puede que te guste pasear bajo la lluvia. A otros no nos gusta.

—Escúchame, Adam…

—Ven conmigo al despacho —dijo echando una mirada a su reloj de pulsera—. Dispongo de veinticinco minutos, luego he de ir al juzgado.

—No quiero ir.

—Vamos, no lo pienses más.

—No. Me parece que estoy haciendo el ridículo.

—Yo siento lo mismo, aquí bajo la lluvia. Anda, vamos.

Tomaron el ascensor hasta el tercer piso. La telefonista y la secretaria de Adam aún no habían vuelto de comer y el piso estaba oscuro y silencioso. Adam encendió la luz de la sala de espera. Pasaron a su despacho y colgó su chaqueta húmeda en un perchero antiguo.

—Siéntate, Daisy. Tienes buen aspecto. ¿Cómo sigue Jim?

—Bien.

—¿Está haciendo algún otro mueble?

—No, ahora no hace más que pulir una vieja mesa de arce para el estudio.

—¿De dónde la ha sacado?

—Los antiguos propietarios de una casa que compró la dejaron allí porque era demasiado vieja. Supongo que no sabían qué hacer con ella. Tenía dos capas de pintura por abajo y muchas más por la parte de encima.

Sabía que esta clase de preguntas formaban parte de la técnica de Adam. Se trataba de hacerla hablar de cosas impersonales y sin interés y a ella le molestaba que el procedimiento diese resultado. Era como si pusiera unas gotas de aceite en las piezas rechinantes de la maquinaria y, de pronto, los engranajes comenzasen a girar de nuevo. Así pues, casi sin darse cuenta, fue contándole su sueño mientras la lluvia batía con fuerza contra la ventana. En realidad tenía la sensación de que, en lugar de estar en aquel despacho sentada frente al abogado, estaba en una playa llena de sol, paseando, llevando a Prince a su lado.

Adam se acomodó en su sillón mientras la escuchaba, sin más reacción que algún que otro parpadeo. En su fuero interno se sentía sorprendido, aunque no por el sueño sino por la manera en que Daisy lo relataba, fríamente, desprovista de toda emoción, como si en lugar de una fantasía de su mente se limitara a describirle una simple concatenación de acontecimientos naturales.

Daisy terminó su relato repitiendo las fechas que había en la tumba.

—Trece de noviembre del año 1930 y 2 de diciembre del año 1955. El día de mi nacimiento y el día de mi muerte.

El tono del relato de Daisy le fastidiaba tanto como sus mismas palabras. Dejó escapar un ligero resoplido entre sus dientes y se inclinó hacia adelante. La silla gimió bajo su peso.

—Yo no soy psicoanalista, Daisy. No interpreto los sueños.

—No te pido que lo hagas. Es un sueño tan claro que no necesita interpretación. El % de diciembre del año 1955 debió de sucederme algo tan terrible que llegó a producirme la muerte. Fui psíquicamente asesinada.

«Un asesinato psíquico —pensó Adam—. Lo último que me quedaba por oír. Y ahora sólo me faltaría que empezaran a venirme mujeres que se aburren para contarme las tonterías que han soñado…».

—¿Realmente crees en eso, Daisy?

—Sí.

—Bueno. Supón que realmente aquel día ocurrió algo catastrófico. ¿Cómo puede ser que no lo recuerdes?

—Intento recordar. Para esto quería hablar contigo. Necesito recordar, necesito reconstruir aquel día.

—En tal caso, yo no puedo ayudarte. Y, aunque pudiese, tampoco lo haría. No comprendo de qué puede servirte recordar cosas desagradables.

—¿Desagradables? Me parece que la expresión es poco afortunada.

—Si no recuerdas qué sucedió ese día —le replicó él con cierta ironía—, ¿cómo puedes saber que la expresión es poco afortunada?

—Lo sé.

—Lo sabes. Así, por las buenas, ¿no?

—Sí.

—Quisiera que todos los conocimientos fuesen tan fáciles de adquirir —respondió Adam con sorna.

En los ojos de Daisy brilló una luz fría y segura.

—No me crees, ¿verdad, Adam? Es una lástima porque yo soy una persona seria. Jim y mi madre me tratan como a una niña y yo no hago nada por impedirlo, pues es más fácil no tratar de borrar la imagen que los demás tienen de uno mismo. Pero la imagen que yo tengo de mí misma es absolutamente distinta. Me considero una mujer razonablemente inteligente; acabé los estudios universitarios cuando tenía veintiún años… Pero no hace falta hablar de esto. Es evidente que no te convencería.

Bruscamente, Daisy se puso de pie y marchó hacia la puerta.

—De todas formas, gracias por haberme escuchado.

—¿Adonde vas tan aprisa? Espera un minuto.

—¿Para qué?

—Para empezar, aún no hemos decidido nada. Además, debo admitir que tu situación me intriga. Eso de reconstruir un día de cuatro años atrás…

—¿Y bien?

—Será muy difícil.

—Lo sé.

—Supón que consigas recordarlo. ¿Qué harás entonces?

—Sabré que algo pasó.

—¿Y de qué te servirá? No por ello serás más feliz.

—No.

—¿Por qué no lo olvidas, pues? Olvida todo este asunto. No has de ganar nada intentando recordar y, al contrario, puedes perder algo. ¿No has pensado en ello?

—No. Hasta ahora, no.

—Pues piénsalo.

Adam se acercó y le abrió la puerta.

—Otra cosa, Daisy. Lo más probable es que aquel día no te sucediese nada. Los sueños nunca son lógicos. —Sabía que la palabra nunca era demasiado fuerte aplicada a aquel caso, pero la utilizó deliberadamente. A Daisy le irían bien palabras fuertes. Palabras que la sostuvieran o que le permitieran poner nuevamente a prueba su fortaleza.

—Bueno, me tengo que marchar ya. Te he entretenido demasiado rato. Me enviarás la minuta, naturalmente;

—Naturalmente que no.

—Si lo haces me sentiré más tranquila.

—Bueno, pues lo haré.

—Y gracias por el consejo, Adam.

—Todos mis clientes me dan las gracias por los consejos que les doy y después, al llegar a sus casas, hacen siempre exactamente lo contrario. ¿Tú también harás igual, Daisy?

—Creo que no —respondió ella seriamente—. Estoy contenta por haber podido hablar contigo. No puedo discutir estas cosas, estos problemas, con Jim o con mi madre. Me quieren demasiado. Se preocupan cuando me ven abandonar mi papel de feliz inocencia.

—Pero tendrías que tratar de hablar seriamente con Jim. Vosotros sois un matrimonio que se lleva bien.

—Un matrimonio que se lleva bien implica una buena parte de disimulo.

El gruñido de Adam lo mismo podía significar que estaba de acuerdo como que no lo estaba. «Antes de decidirlo me conviene pensarlo. ¿Disimulo? Sí, es posible».

La acompañó hasta el ascensor, satisfecho por haber sabido manejar la situación, contento de que ella hubiese reaccionado positivamente. De pronto advirtió que, aun conociendo a Daisy desde hacía mucho tiempo, nunca había tenido una conversación seria con ella. No dejaba de ser dramático que, incluso después de descubrir que no era feliz ni inocente ni alegre, ella se obstinara en seguir representando su papel de mujer contenta y satisfecha.

El ascensor llegó al rellano y, pese a que alguien lo reclamaba en otro piso, Adam mantuvo la puerta abierta. De repente experimentaba la desagradable impresión de que no podía dejar marchar a Daisy de aquella forma, pues después de todo no habían decidido nada y los buenos consejos que acababa de darle se disiparían como el humo en un día de viento.

—Daisy…

—Hay alguien que reclama el ascensor.

—Sólo quería decirte que siempre que te encuentres intranquila, me llames con toda libertad.

—Lo haré.

—¿Seguro?

—Adam, alguien llama el ascensor. No podemos…

—Te acompañaré abajo.

—No hace falta.

—Me gusta bajar.

Cerró las puertas y el ascensor inició lentamente el descenso. Pero en realidad no fue tan lento. Antes de que Adam pudiese decidir si convenía que le dijera alguna cosa más, la cabina ya estaba abajo y Daisy le daba nuevamente las gracias, demasiado educada y formalmente, como si agradeciese a un anfitrión la aburrida reunión que ahora abandonaba.