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DAISY NO MIRÓ CÓMO SE ALEJABA el coche y por ello no pudo enterarse de que Jim se había detenido un momento en la casita de la señora Fielding. Comenzó a sospecharlo luego, cuando su madre, muy regular en sus costumbres, apareció por la puerta trasera media hora antes de lo habitual. Llevaba a Prince atado con la correa y cuando lo soltó, éste empezó a corretear por la cocina como si lo hubiesen tenido encadenado un par de años.

Puesto que la señora Fielding vivía sola, habían considerado más prudente que Prince, infatigable ladrador, se quedase con ella. Debido a su talento para ladrar, tenía la reputación de ser un excelente perro guardián. Pero el hecho cierto es que el talento de Prince no estaba demasiado afinado. Ladraba contra las bellotas que caían sobre el tejado con el mismo entusiasmo que lo hubiera hecho contra un ladrón que se introdujera en la casa. Sin embargo, puesto que Prince no se había enfrentado nunca a esta última posibilidad, pensaban que, si llegaba el momento oportuno, se comportaría a la altura de las circunstancias y protegería a sus amos y la propiedad con feroz lealtad.

Daisy comenzó a acariciarlo. A ella le gustaba hacerlo y Prince esperaba sus caricias. En cuanto a las dos mujeres, se veían demasiado a menudo para que pensaran en hacerse cumplidos.

—Has venido más pronto —le dijo Daisy.

—¿Yo?

—Lo sabes de sobra.

—Ah, bueno, ya es hora de que comience a vivir olvidándome un poco del reloj —replicó su madre con vivacidad—. Hace una buena mañana pero he oído decir en la radio que se acerca una tormenta, así que he querido aprovechar el sol y…

—Basta, mamá.

—¿Basta de qué?

—Jim te ha ido a ver, ¿no?

—Oh, se ha parado un momento.

—¿Qué te ha dicho?

—Nada en particular.

—Eso no es una respuesta. Me gustaría que dejases de una vez de tratarme como a una niña idiota.

—Bueno, Jim piensa que quizá deberías tomar un tónico para los nervios. No es que crea que estás enferma de los nervios, pero tendrás que admitir que un reforzante nunca viene mal, ¿verdad?

—No sé.

—Telefonearé a aquel médico tan amable de la clínica y le pediré que te recete algo que tenga vitaminas, minerales y todo lo que sea. ¿O quizá convendrían más las proteínas?

—No quiero proteínas ni vitaminas ni minerales ni ninguna otra cosa.

—Me parece que esta mañana no estás de muy buen humor —dijo la señora Fielding con una sonrisilla fría—. ¿Puedo tomar un poco de café?

—Todo el que quieras.

—¿Te sirvo a ti?

—No.

—No, gracias, si no te importa. Los problemas privados no excusan la mala educación. Porque supongo que tienes problemas privados, ¿no? —añadió filtrando un poco de café.

—Jim debe de habértelo contado todo.

—Me ha contado algo sobre un ridículo sueño que has tenido. El pobre Jim estaba preocupado. Lo mejor sería que no le molestases con cosas intrascendentes. Vive muy ligado a ti, Daisy.

«Ligado». Las palabras conjuraban una imagen distinta a la que trataban de sugerir. Daisy sólo podía ver una doble momia, dos personas muertas hacía tiempo, prisioneras del mismo sudario que las enlazaba. De nuevo la muerte. Fuese su pensamiento en una o en otra dirección, la muerte la esperaba siempre en la esquina, en el primer recodo del camino, como si fuese su propia sombra precediéndola.

—No ha sido un sueño ridículo. Fía sido un sueño real y muy importante.

—A lo mejor te lo parece así porque todavía te sientes trastornada. Cuando te tranquilices lo verás con más objetividad.

—¿Cómo puede uno enfrentarse a su propia muerte con objetividad? —preguntó Daisy secamente.

—Pero tú no estás muerta. Estás viva, gozas de buena salud, y me parece que también eres feliz… Eres feliz, ¿verdad?

—No lo sé.

Prince, sensible como todos los de su raza a las atmósferas turbias, se había quedado inmóvil en el quicio de la puerta, con la cola entre las patas y acechando a ambas mujeres.

Las dos se parecían mucho y, hasta tiempo atrás, hubiera podido decirse que su carácter era semejante. Pero por las circunstancias de su vida la señora Fielding se había visto obligada a disciplinarse más. Su marido, un hombre encantador, demostró ser una persona escasamente aficionada al trabajo y poco dispuesta a subvenir a las necesidades de su familia. La señora Fielding sólo aludía a su exmarido cuando se enfadaba. En realidad, desde que se había marchado, no había vuelto a tener noticias suyas. Daisy, de vez en cuando, y siempre con el matasellos de distintas ciudades, recibía algún mensaje que invariablemente decía: «Pequeña Daisy, quisiera que me enviaras un poco de dinero. En estos momentos estoy pasando un pequeño bache, pero pronto espero hacerme con una buena cantidad…». Daisy, sin decirle nada a su madre, contestaba a todas sus cartas.

—Escucha, Daisy, dentro de diez minutos vendrá la criada —la señora Fielding nunca llamaba a Stella por su nombre, pues la mujer no le gustaba—. Todavía podemos charlar un momento a solas, como hacemos siempre.

Daisy sabía que aquella conversación a solas acabaría por convertirse en el examen exhaustivo de sus propias faltas. Que si era demasiado emotiva, que si le faltaba voluntad, que si era demasiado egoísta; toda la retahíla hasta que llegara el momento de decirle que se parecía demasiado a su padre, que todas sus debilidades no eran más que el reflejo de las de su padre.

—Siempre hemos confiado la una en la otra, pues hemos vivido muchos años las dos solas.

—Hablas como si yo nunca hubiera tenido un padre.

—Naturalmente que lo tuviste. Pero…

No valía la pena seguir adelante. Daisy conocía la cantinela: su padre no paraba mucho tiempo en casa y, cuando lo hacía, no servía para nada.

Silenciosamente, Daisy dio media vuelta y se dirigió a la habitación de al lado. Prince seguía tumbado en la puerta y no se movió cuando su ama pasó por encima de él. Gruñó sin convicción, sólo para demostrar su desaprobación por el comportamiento de Daisy y por el orden del mundo en general.

Daisy le regañó a su vez, igualmente sin ninguna convicción. Ya hacía ocho años que tenía el perro, tantos como estaba casada, y a veces pensaba que Prince era más consciente que Jim, su madre o ella misma.

El perro la siguió hasta la sala de estar y cuando ella se sentó, él también lo hizo. Le puso una pata sobre la falda y la miró gravemente con sus ojos pardos y la boca abierta, a punto de hablarle si hubiera podido, como para decirle: «Vamos, chica, anímate. El mundo no es tan malo como parece. Me tienes a mí».

Cuando la criada entró por la puerta de atrás, Prince no se movió. Algo insólito, pues el perro siempre la recibía con grandes muestras de alegría.

Stella era una chica de ciudad. No le gustaba trabajar en el campo. Pese a que Daisy le había explicado frecuente y pacientemente que de la casa al supermercado sólo había diez minutos, Stella nunca se dejó convencer. Ella sabía reconocer el campo, cuando lo era. Y el cañón era el campo y a ella no le gustaba. Le ponía nerviosa ver toda aquella naturaleza a su alrededor. Avispas y colibríes por todas partes, caracoles arrastrándose por el suelo, abejas zumbando entre los eucaliptos, pulgas que se multiplicaban en la tierra reseca y que a menudo se llevaban un buen mordisco de las piernas o de los brazos de Stella.

Ella y su marido actual vivían en un segundo piso, en la parte baja de la ciudad. Allí sólo tenían que preocuparse de las moscas. En la ciudad todo era civilizado. Nunca se veían avispas, caracoles o pájaros. Sólo personas, compradores y vendedores durante el día, borrachos y prostitutas por la noche. A veces los detenían bajo su misma ventana y, de vez en cuando, había una pelea con navajas, siempre rápida y silenciosa, entre los braceros mexicanos que se relajaban después de un día recogiendo limones o aguacates en los campos. A Stella le fascinaban estas distracciones. La hacían sentir más viva (porque todo aquello pasaba a su lado) y más virtuosa (porque aquello no le pasaba a ella. No era una prostituta ni una borracha; su único vicio era jugarse un par de dólares a los caballos, cosa que hacía en una habitación interior del Sea East Café, donde entraba cada mañana antes de ir al trabajo).

Mientras los Harker vivieron en la ciudad, Stella se mostró satisfecha con su empleo. Eran gente agradable, todo cuanto pueden serlo las personas para las que una debe trabajar, no miraban con lupa los gastos ni tenían mal carácter. Pero ella no podía sufrir el campo. El aire puro le hacía toser, el silencio la deprimía. Nunca pasaba un coche, o casi nunca. Nunca se oían radios atronando a todo volumen, nadie charlaba…

Antes de entrar en la casa, Stella había pisado tres hormigas y aplastado un caracol. Era lo menos que podía hacer en favor de la civilización. «Seguro que esas hormigas se han dado cuenta de que las pisaba», pensó mientras introducía sus ochenta kilos por la puerta de la cocina. Puesto que ni la señora Harker ni la vieja estaban allí, comenzó su tarea diaria haciéndose una jarra de café y comiéndose cinco rebanadas de pan con mermelada. Los Harker tenían una cosa buena: no sólo compraban lo mejor sino que lo compraban en abundancia.

—¡Ya está comiendo otra vez! —gruñó la señora Fielding en la sala de estar—. Empieza nada más entrar. Prácticamente, no hace otra cosa en todo el día.

—La última que tuvimos tampoco era un primer premio.

—Pero ésta es imposible. Deberías mostrarte más enérgica, Daisy, hacerle ver quién es la dueña aquí.

—Yo no estoy segura de saber quién es la dueña —manifestó Daisy con la mirada un poco perdida.

—Pues claro que lo sabes. La dueña eres tú.

—No me lo parece. Ni tengo ganas de serlo.

—Pues lo eres, lo quieras o no. Y debes ejercer tu autoridad, mostrarte decidida de una vez por todas. Si quieres que haga una cosa, o que no la haga, díselo. Esa mujer no es una vidente. Espera que tú le digas qué debe hacer, en qué debe ocuparse.

—Me parece que eso no serviría de nada con Stella.

—Pruébalo, de todos modos. Esta costumbre (y no un defecto de la personalidad como yo pensaba antes) de dejar que todo se te escape porque no quieres molestarte, porque no te quieres preocupar, es la misma que tenía tu…

—Mi padre, lo sé. No hace falta que me lo repitas siempre.

—Pues me gustaría no tener que hacerlo. No creas que me divierte haber empezado con esto. Pero cuando veo todo ese derroche innecesario, no me puedo callar.

—¿Por qué? Stella no lo hace tan mal. Lo hace todo al azar, es cierto, pero no peor de lo que puede esperarse de cualquier otra persona.

—No estoy de acuerdo —se opuso la señora Fielding arrugando la frente—. En realidad, me parece que ésta mañana no estamos de acuerdo en nada. No comprendo qué pasa. Yo me siento como siempre, o, mejor dicho, me sentía como siempre hasta que he sabido lo de ese absurdo sueño.

—No es absurdo.

—¿No? Muy bien, no quiero discutirlo —exclamó furiosa, dejando sobre la mesa la taza ya vacía. La mesa la había hecho el propio Jim, con madera de teca y pequeñas losetas de cerámica color marfil—. Yo no sé por qué ya no me hablas con franqueza, Daisy.

—Tal vez porque voy madurando.

—¿Madurando? Alejándote, diría yo.

—Es lo mismo.

—Supongo que sí, pero…

—Quizá no querías que yo creciera.

—¡Qué tontería! Pues claro que quería.

—A veces pienso que no, y que lamentas que no pueda tener hijos, porque si los tuviese se vería que ya no soy yo misma —Daisy se mordisqueó el labio inferior mientras hacía una pausa—. No, no quería decir esto. Lo siento, pero me ha salido así. No era mi intención ofenderte.

La señora Fielding se había puesto pálida y se estrujaba las manos; contraídas sobre la falda.

—No acepto tus excusas. Ha sido una observación cruel y estúpida. Pero ahora veo de qué se trata. Has vuelto a pensar en ello. Quizás hasta te has hecho ilusiones de nuevo.

—No. No me he hecho ninguna ilusión.

—¿Cuándo aceptarás lo irremediable, Daisy? Creía que ya te habías hecho a la idea. Hace cinco años que lo sabes.

—Sí.

—El especialista de Los Ángeles te lo dijo bien claro.

—Sí.

Daisy no recordaba cuánto tiempo hacía, ni el mes ni la semana en que aquello sucedió. Solamente recordaba el día, desde el comienzo, desde que de buena mañana se puso mala. Fue al sentirse enferma cuando telefoneó a una amiga que trabajaba en una clínica local. «¿Eleanor? Soy Daisy Harker. Nunca te lo imaginarías. Soy tan feliz que estoy a punto de estallar. Creo que estoy embarazada. Bueno, no estoy segura. ¿No es maravilloso? Toda la mañana estoy muy mareada, pero soy muy feliz, tú ya lo entiendes. Oye, ya sé que en la ciudad hay muchos tocólogos, pero quiero que me recomiendes al mejor de toda la región, al mejor de todos…».

Recordaba el viaje a Los Ángeles, con su madre al volante, y ella tan recogida a su lado, tan viva. Veía todas las cosas bajo una luz nueva y observaba todo cuanto la rodeaba como si mentalmente ya estuviese tomando nota de las maravillas del mundo para contárselas a su hijo. Pero, más tarde, el especialista habló claramente. «Lo lamento, señora Harker. No veo la menor muestra de embarazo en usted».

Ya no pudo escuchar nada más. Se dejó abatir entre gemidos y llantos mientras el médico terminaba de informar a su madre. Y, luego, ella se lo dijo: nunca tendría hijos.

De vuelta a casa, la señora Fielding estuvo hablando todo el rato mientras Daisy contemplaba el lúgubre paisaje (¿dónde estaban ahora las verdes colinas?), el mar de color pizarra (¿había sido azul alguna vez?), y las dunas estériles (estériles, estériles, estériles). La señora Fielding había afirmado que no por ello el mundo se acababa, si bien ella misma se había trastornado tanto que casi no era capaz de conducir. Al fin se vio obligada a detenerse a la puerta de un pequeño café que había junto al mar. Y las dos se quedaron sentadas largo rato, una frente a la otra, mirándose por encima de una mesa mugrienta. La señora Fielding seguía hablando, alzando la voz para hacerse oír por encima del rumor de las olas rompiendo en la playa y del estrépito de los platos en la cocina.

Ahora, cinco años después, aún seguía empleando alguna de aquellas mismas palabras.

—Piensa en todo lo que tienes, Daisy. Tienes seguridad y confort, buena salud y, sin duda, el mejor marido del mundo.

—Sí —dijo ella—. Sí.

Pensaba en la tumba de su sueño y en la fecha de su muerte, el día z de diciembre de 1955. Hacía cuatro años, no cinco. Y la visita al tocólogo debió de tener lugar en la primavera, no en diciembre, pues las colinas estaban verdes. No podía haber ninguna relación entre el día de la visita al médico y aquel otro que ella identificaba como el Día, con mayúscula.

—Después de todo —decía la señora Fielding—, el día menos pensado tendrás noticias de algunas de las organizaciones de adopción en las que te has apuntado. Quizá deberías haberlo hecho mucho antes, pero ahora ya no vale la pena preocuparse por eso. Tienes que mirar las cosas por su lado bueno. Un día de estos, tendrás un niño y Jim y tú lo querréis como si realmente fuera hijo vuestro. Creo que a veces ni te das cuenta de la suerte que has tenido casándote con Jim. Cuando pienso en lo que algunas mujeres han tenido que soportar al casarse…

«Se refiere a ella misma», pensó Daisy.

—Eres una chica con suerte, Daisy, con mucha suerte.

—Sí.

—Lo que te ocurre, en mi opinión, es que tienes poco trabajo. Últimamente te has ido despreocupando de todo. ¿Por qué has abandonado el curso de literatura rusa?

—No podía retener los nombres.

—¿Y el mosaico que hacías?

—No tengo talento para esas cosas.

Y como para demostrar que, al menos, alguien de la casa tenía algún talento, Stella se puso a cantar mientras empezaba a lavar los platos del desayuno.

La señora Fielding se acercó a la puerta de la cocina y la cerró con brusquedad.

—Ya es hora de que empieces algo, pero algo que te absorba de verdad. ¿Por qué no vienes a comer conmigo al Club Dramático? Ven y a lo mejor te atrae y quieres tomar parte en una de nuestras representaciones.

—Lo dudo.

—Te aseguro que no hay nada como el teatro. Sólo hace falta que te dejes guiar por el director, nada más. Después de la comida, escucharemos una conferencia muy interesante que tenemos para esta tarde. En lugar de quedarte aquí pensando todo el día en ese sueño de que alguien te mató, sería más aconsejable que salieras un poco.

De pronto, Daisy se inclinó hacia adelante, rechazó la pata del perro y se levantó.

—¿Qué has dicho?

—¿No me has oído?

—Vuelve a decirlo.

—No creo que sea necesario.

Hizo una pausa e, inquieta, ruborizándose, añadió:

—Muy bien, como quieras. Tú sabes que yo haría cualquier cosa por complacerte. Sólo te he dicho que en lugar de quedarte aquí pensando en tu pesadilla, harías bien en acompañarme a comer al club.

—Me parece que eso no es exactamente lo que dijiste.

—Pues no puedo recordarlo mejor.

—Has dicho: «Porque has soñado que alguien te mató». —Daisy hizo una breve pausa y añadió—: ¿No has dicho eso?

—Es posible —la inquietud de la señora Fielding se convirtió en algo más profundo—. ¿Por qué discutir una pequeña diferencia en las palabras?

«No es una pequeña diferencia —pensó Daisy—. Es una diferencia enorme. “He muerto” se ha convertido en “alguien me mató”».

De nuevo, Daisy comenzó a pasear arriba y abajo de la sala, seguida por los ojos llenos de reproches del perro y por la desaprobadora mirada de su madre. Veintidós pasos a un lado, veintidós al otro. Al cabo de un rato, el perro comenzó a seguirla, como si hubiese salido a pasear con ella.

«Paseaba por la playa de debajo del cementerio y, de repente, Prince desapareció colina arriba. Podía oírle aullar. Le silbé pero no vino. Me fui tras él, camino arriba. Se había sentado al pie de una tumba y la tumba llevaba mi nombre: “DAISY FIELDING HARKER. NACIDA EL 13 DE NOVIEMBRE DE 1930. MUERTA EL 2 DE DICIEMBRE DE 1955…”».