LOS TIEMPOS DE TERROR no comenzaron en mitad de la noche, cuando el silencio y la oscuridad hacen que el terror nos parezca una cosa natural, sino una soleada y susurrante mañana de la primera semana de febrero. Las acacias, tan florecidas que parecían haber perdido las hojas, se sacudían la niebla nocturna de sus capullos con el mismo gesto que un perro peludo se sacude la lluvia, y los eucaliptos se balanceaban juguetones bajo el peso de centenares de pequeños pájaros grises, no más grandes que su muñeca, y cuyo nombre Daisy ignoraba.
Había intentado identificar a qué especie pertenecían consultando el libro de ornitología que Jim le regaló cuando se trasladaron a su nueva casa. Pero los pequeños pájaros se obstinaban en no permanecer inmóviles durante el rato que habría sido menester para identificarlos. Daisy perdió interés en aquella cuestión. Además, los pájaros no le gustaban. El contraste entre su alegre libertad cuando volaban y su terrible vulnerabilidad cuando se posaban, le recordaba demasiado a ella misma.
Más allá del arbolado cañón podía distinguir parte de las nuevas casas que se estaban construyendo. Apenas un año antes, allí sólo crecían, en la magra tierra arcillosa, desmedrados robles y habas de castor. Y ahora las colinas aparecían cubiertas de chimeneas de ladrillo y antenas de televisión, y si el paisaje reverdecía era sólo gracias a las hiedras que crecían alrededor de la nueva fábrica de hielo. Todos los ruidos que venían del otro lado del cañón llegaban a casa de Daisy, invadiéndola sin que la distancia pudiera amortiguarlos en los días calmos. El ladrido de los perros, los chillidos de los niños jugando, retazos de música, lloros de bebé, los gritos de una madre enfadada, el intermitente zumbido de una sierra eléctrica.
Le gustaban estos ruidos matinales, rumores de vida y de personas vivas. Daisy los escuchaba mientras se sentaba a la mesa para desayunar. Daisy era joven y bonita. Una mujer de cabellos negros y vestida con una bata de color azul vivo que hacía juego con sus ojos, en los cuales podía verse el débil rastro de una sonrisa. Una sonrisa que no significaba nada. Pero con significado o sin él, la sonrisa aparecía por la mañana nada más pintarse los labios y ya no se difuminaba hasta la noche, cuando se lavaba la cara. Esta sonrisa agradaba a Jim, pues para él sí tenía un significado. En su condición de marido de Daisy, la hacía feliz y por lo tanto era merecedor de un alto porcentaje de alabanzas por mantener a su esposa en aquel estado. De modo que la sonrisa, aun desprovista de todo sentido, servía a un fin: convencía a Jim de que finalmente conseguía hacer feliz a su mujer. Algo que en el pasado, muchas veces, le había parecido imposible.
Jim leía el periódico, a ratos para sí mismo, y a ratos en voz alta, cuando tropezaba con alguna noticia que le parecía podría interesar a Daisy.
—Una nueva tormenta viene de la costa de Oregón. ¡Espero que Dios la haga llegar hasta aquí! ¿Sabes que éste es el año más seco, desde el cuarenta y ocho?
—Hum…
No era ni una respuesta ni un comentario, sino un simple estímulo para que él siguiese hablando, ya que así ella se ahorraba decir algo. Generalmente, a la hora del desayuno, Jim se sentía conversador y le gustaba explicarle las cosas que había hecho el día antes o contarle planes para el futuro. Pero aquella mañana ella se sentía apagada, como si una parte de sí misma durmiera o soñara aún.
—Desde el mes de julio sólo han caído, aproximadamente catorce centímetros cúbicos de agua. Ocho meses sin llover. No comprendo cómo los árboles han resistido.
—Hum…
—Claro que ahora los más robustos ya deben de tener raíces que llegan al torrente. Lo peor es que podría haber un incendio. Espero que tengas cuidado con tus cigarrillos, Daisy. Nuestro seguro de incendios no nos cubre el coste de una casa nueva. ¿Estamos?
—¿Qué?
—Que tengas cuidado con cigarrillos y cerillas.
—Claro que sí.
—Pero lo que ahora realmente me preocupa es tu madre.
Por encima del hombro de Daisy y más allá de la ventana del comedor, Jim contemplaba la raída chimenea de ladrillos del chalecito que había hecho construir para su suegra, la señora Fielding. El chalé se alzaba a unos cincuenta metros de distancia. A veces le parecía que estaba tocando con la casa. Otras veces, se olvidaba de él por completo.
—Ya sé que estas cosas la descentran —insistió Jim—, pero podría ocurrir un accidente en cualquier momento. Imagínate que una noche tenga un ataque mientras fuma. ¿Qué pasaría? Tal vez sería mejor que le hablase…
Hacía ya nueve años, antes de que Jim y Daisy se conocieran, que la señora Fielding sufrió un ataque de apoplejía. Tras su enfermedad, vendió la tienda de ropa que tenía en Denver y se retiró a San Félice, en la costa de California. Pero Jim todavía se preocupaba, como si el ataque hubiese tenido lugar el día antes y pudiera volver a repetirse en cualquier momento. Lo cierto es que Jim siempre había llevado una vida activa y sana y que sólo pensar en la enfermedad le horrorizaba. Desde que empezara a trabajar como especulador de terrenos había conocido a muchos médicos; pero, en su presencia, se sentía incómodo. Todos ellos eran intrusos, como Casandras, tan inoportunos como un empresario de pompas fúnebres en una boda o un policía en una fiesta infantil.
—Espero que no te importe, Daisy.
—¿El qué?
—Que le hable a tu madre.
—¡Oh, no!
Satisfecho, Jim volvió a su periódico. Los huevos y el tocino que Daisy había freído para él, pues la criada no llegaba hasta las nueve, seguían intactos en el plato. En el desayuno, la comida tenía poca importancia para él. En cambio, devoraba el periódico párrafo a párrafo, engullendo hechos y figuras como si nunca tuviese bastante. Era algo congénito, desde que a los dieciséis años había dejado la escuela para integrarse en un equipo de constructores.
—Aquí hay algo interesante. Unos científicos han demostrado que las ballenas poseen un sistema sonoro que les evita colisiones y porrazos.
—Hum…
Una parte de Daisy todavía dormía y soñaba; no se le ocurría ningún comentario. Permanecía allí sentada, de cara a la ventana, escuchando a Jim y los demás ruidos de la mañana. Y en aquel instante, de forma inesperada, sin razón aparente, el terror se apoderó de ella.
El plácido latir de su corazón se convirtió en un batir arrítmico. Comenzó a respirar espasmódicamente, como una persona sometida a un gran esfuerzo. La sangre llegó hasta su rostro como impulsada por un huracán. La frente, las mejillas y las orejas se le encendieron con una fiebre repentina y, desde una fuente secreta, el sudor se filtró hacia sus manos.
Ahora sí estaba despierta.
—Jim.
—Dime.
Levantó los ojos del periódico y la miró con agrado. Aquella mañana estaba realmente hermosa, con un color tan sano como el de una chiquilla. Parecía excitada, como si se le acabara de ocurrir un proyecto importante. Lleno de indulgencia, Jim se preguntó de qué podía tratarse. Los años se habían ido ocupando con los proyectos de Daisy. Unos proyectos pronto abandonados, olvidados como viejos juguetes que se guardan en un desván. Juguetes rotos unos y apenas usados, los otros: cerámica, astrología, cultivo de begonias, prácticas de español, filosofía védica, higiene mental, tapicería, mosaicos, literatura rusa, juguetes y más juguetes con los que Daisy se entretenía un instante para abandonarlos después.
—¿Quieres algo?
—Un poco de agua.
—Voy a por ella.
Le trajo un vaso de la cocina.
—Toma.
Daisy alargó la mano pero fue incapaz de coger el vaso. Sentía cómo la parte inferior de su cuerpo se había helado, a la vez que la parte superior le quemaba febrilmente. Era como si no hubiera relación alguna entre esas dos partes. Quería beber y refrescarse la boca ardiente. Pero la mano no le respondía, como si los hilos de la comunicación entre el deseo y la voluntad hubieran sido cortados.
—¿Qué te pasa, Daisy?
—Estoy… Creo que estoy enferma.
—¿Enferma?
Jim la miró sorprendido, dolorido como el boxeador que acaba de recibir un golpe bajo.
—Pues no lo pareces. Precisamente estaba pensando que esta mañana tienes muy buen color. ¡Daisy, por Dios, no te pongas enferma!
—No lo puedo evitar.
—Bebe. Te llevaré al sofá y luego iré a buscar a tu madre.
—No —dijo Daisy con rabia—. No quiero que…
—Pues algo tenemos que hacer. Tal vez debería llamar al médico.
—No. Se me pasará enseguida.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Jim nervioso.
—Ya me ha ocurrido esto en otras ocasiones.
—¿Cuándo?
—La semana pasada. Dos veces.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No sé. Había una razón, pero ahora no recuerdo. Me siento tan ardiente…
Jim le tocó la mano con la frente. La sintió fría y húmeda.
—Me parece que no tienes fiebre. No creo que tengas nada grave, pues sigues con buen color.
Jim no reconocía el color del terror.
Daisy se inclinó hacia adelante, como si fuera a caerse de la silla. Las líneas de comunicación entre ambas partes de su cuerpo, mitad frío y mitad febril, parecía que se iban restableciendo poco a poco. Con esfuerzo y voluntad logró coger el vaso de la mesa y bebió un poco de agua. Su sabor era extraño. Y el rostro de Jim, que la miraba desde el otro lado de la mesa, se había desenfocado. Ya no era Jim sino un extraño que había acudido amablemente a ayudarla.
Ayudarla.
Pero ¿cómo había podido entrar aquel extraño? ¿Acaso ella, al verle pasar, había gritado «Auxilio»?
—Daisy, ¿estás mejor?
—Sí.
—¡Gracias a Dios! Me habías asustado.
Asustado.
—Tendrías que hacer ejercicio cada día. Te iría bien para los nervios. Y me parece que también deberías dormir más.
«Dormir. Asustar. Ayudar». Estas palabras giraban en su cerebro como los caballitos de un carrusel. Si hubiese una manera de hacerlos parar, o al menos fueran más despacio… «Eh, buen hombre, usted, el de los mandos, usted, amable desconocido, pare un poco, pare, pare, pare».
—Podía ser una buena idea que cada mañana te tomaras unas vitaminas —sugirió Jim.
—Basta. ¡Basta!
Jim se calló y los caballitos se detuvieron durante un instante. El tiempo suficiente para que saltaran de la plataforma giratoria, se lanzaran en dirección opuesta a todo galope y se perdieran desbocados entre una nube de polvo. Daisy parpadeó.
—Como quieras. Me había parecido que te podían ir bien —Jim le sonrió tímidamente, como un padre inquieto podría sonreír a un hijo malhumorado y enfermo, al que sin embargo hay que complacer por encima de todo—. Oye, ¿por qué no te quedas un rato sentada y yo hago un poco de té?
—Hay café en la cafetera.
—El té te sentaría mejor.
«No estoy trastornada, forastero. Estoy fría y tranquila. Fría».
Empezó a temblar. Pensar en aquella palabra fue como pronunciar un conjuro que materializase algo tan tangible como un bloque de hielo.
Oía a Jim moviéndose por la cocina, abriendo armarios y cajones, buscando las bolsas de té y la tetera. El reloj dorado que colgaba encima del aparador marcaba las ocho y media. Media hora más y llegaría Stella y, al cabo de un rato, aparecería la madre de Daisy, alegre y animada como cada mañana, bien dispuesta a criticar a cualquiera que no pensase como ella, y a su hija más que a nadie.
Le quedaba media hora para animarse. Muy poco tiempo para tantas cosas que hacer. «¿Qué me ha pasado? ¿Por qué? Estaba aquí sentada tranquilamente, sin pensar en nada, escuchando lo que decía Jim y los ruidos de fuera, los gritos de los chicos, el ladrido de los perros, el zumbido de la sierra, los lloros de unas criatura. Y, de repente, algo me ha despertado el terror y el pánico ha comenzado. ¿Cuál de esos ruidos ha podido provocarlo?».
Quizás el perro, pensó. Una de las familias que se habían instalado recientemente al otro lado del cañón tenía un «airedale» que aullaba cada vez que pasaban aviones. Cuando era pequeña, los aullidos del perro le evocaban la idea de la muerte. Ahora que casi tenía treinta años sabía que determinadas razas de perros aúllan y otras no, lo cual nada tiene que ver con la muerte.
«La muerte». Al ocurrírsele esta palabra supo que era la que buscaba. Las otras, que habían estado dando vueltas en su mente como caballitos, no habían hecho sino sustituirla.
—Jim.
—Voy enseguida. Ya está hirviendo el agua.
—No hace falta que hagas té.
—¿Quieres un poco de leche, pues? Te sentará bien. De ahora en adelante tienes que preocuparte más de ti misma.
«No, ahora ya es demasiado tarde —pensó—. Ni toda la leche, vitaminas, ejercicio, aire puro y horas de sueño, son antídotos contra la muerte».
Jim entró con un vaso de leche.
—Aquí tienes. Bébetela.
Daisy movió la cabeza.
—Tómala, querida —insistió él.
—No. Es demasiado tarde.
—¿Qué es eso de «demasiado tarde»? ¿Demasiado tarde para qué? ¿Qué diablos quieres decir? —estalló Jim, dejando con rudeza el vaso sobre la mesa y derramando un poco de leche sobre el mantel.
—Háblame con dulzura.
—¿Con qué dulzura quieres que te hable si me haces perder la paciencia?
—Es mejor que te vayas a tu oficina.
—No puedo dejarte aquí, en estas condiciones.
—Me encuentro bien.
—Vale, vale, estás bien. Pero me quedo. ¿Quieres decirme de una vez qué te pasa? —dijo sentándose frente a ella, obstinado.
—No puedo decírtelo.
—¿No puedes o no quieres?
Daisy se tapó los ojos con las manos. Sólo se dio cuenta de que lloraba cuando sintió las lágrimas resbalarle por entre los dedos.
—¿Qué te pasa, Daisy? ¿Has hecho algo que no quieres decirme? ¿Has roto el coche o te has quedado al descubierto en el banco?
—No.
—¿Pues qué es?
—Estoy asustada.
—¿Asustada? ¿Asustada de qué?
La palabra desagradaba a Jim. No le gustaba que las personas que amaba se asustaran o enfermaran, pues ello implicaba una duda en su capacidad para cuidar de ellas.
Daisy no replicó.
—No puedes estar asustada si previamente no hay algo que te haya asustado. ¿Qué es?
Daisy se secó los ojos con la manga de su bata.
—He tenido un sueño.
Jim la miró con una sonrisa divertida.
—¿Y lloras por un sueño? Vamos, vamos, Daisy, que ya no eres una niña.
Ella le miraba desde el otro lado de la mesa, muda y melancólica. Al ver su expresión, Jim comprendió que había dicho algo que no le había gustado. ¿Cómo tiene uno que tratar a una mujer hecha y derecha, a su propia mujer, porque haya tenido un sueño?
—Lo siento, Daisy. No quería decir…
—No hace falta que te excuses. Estás en tu derecho si quieres divertirte, sobre todo si tienes un buen motivo para ello.
—Ni tengo un motivo ni sé de qué me hablas.
—Mejor.
—Pero quiero que me lo digas. ¿De qué se trata?
—Oh, no quiero parecerte una histérica ni decir algo que te haga reír.
—¿Reír?
—¡Ya lo creo! No hay nada más cómico que la muerte, especialmente si uno tiene bien desarrollado el sentido del humor.
Daisy volvió a enjugarse los ojos, aunque ahora ya no tenía lágrimas. La cólera se las había secado de pronto.
—Será mejor que te vayas a la oficina —espetó secamente.
—¿Pero qué cuernos te pasa?
—No digas más palabrotas.
—No las diré si dejas de comportarte como una cría. ¿De acuerdo? —le dijo cogiéndola de la mano.
—Supongo que sí.
—Cuéntame el sueño, pues.
—No hay mucho que contar.
La mano de Daisy se movió bajo la de su marido, como un animalillo que intentara escapar pero que es demasiado tímido para intentar la audacia de un gesto.
—He soñado que estaba muerta.
—¿Y tan terrible es eso? La gente sueña a veces que se ha muerto.
—Pero no de esta manera. No era uno de esos malos sueños a los que tú te refieres. No era una emoción conectada con el hecho. Era el hecho mismo de la muerte.
—Ese hecho que tú dices se presentaría de una forma u otra, ¿no? ¿Cómo ha sido?
—He visto mi tumba —declaró Daisy y, pese a que negaba que el sueño tuviese algo que ver con las emociones, ahora volvía a respirar con esfuerzo y su voz se hacía más aguda—. Caminaba por la playa que hay más abajo del cementerio. Prince venía conmigo. De pronto, el perro echó a correr pendiente arriba. Podía oír cómo aullaba, pero no lo veía. Luego, cuando le silbé, no me hizo caso. Así que tuve que subir para ir en su busca…
Daisy vaciló de nuevo. Jim hizo un esfuerzo para no impacientarse. Dejando al margen el hecho de que en aquella cuesta no había ningún sendero y de que Prince nunca aullaba, el sueño podía parecer bastante real.
—En lo alto encontré a Prince. Se había sentado al pie de una tumba gris, la cabeza echada hacia atrás, y seguía aullando como un lobo. Le llamé otra vez para que viniera pero no quiso obedecerme. Me acerqué a la tumba. Era la mía. En ella estaba mi nombre. Las letras se veían claramente, pese a que parecían un poco gastadas, como si la cruz hubiese sido colocada hacía tiempo. Sí, hacía tiempo que estaba puesta.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque la lápida llevaba las fechas. «DAISY FIELDING HARKER. NACIDA EL 13 DE NOVIEMBRE DE 1930. MUERTA EL 2 DE DICIEMBRE DE 1955».
Daisy le miró y viendo que él permanecía impasible, alzó la cabeza en un gesto un poco desafiante.
—Ya lo sabes todo. Te dije que era gracioso, ¿no? Hace cuatro años que estoy muerta.
—¿De veras?
Jim esbozó una sonrisa forzada con el deseo de ocultar un repentino sentimiento de pánico, de impotencia. Y no es que el sueño le asustara. Lo que le perturbaba era la realidad que sugería, que Daisy moriría un día y que una lápida sepulcral llevaría su nombre. «Dios mío, haz que Daisy no muera».
—Yo te quiero viva a mi lado —dijo Jim, pero sus palabras, a las que había querido dar un tono de banal despreocupación, resonaron como un puñado de piedras al caer pesadamente sobre una mesa. Volvió a intentarlo otra vez—: La verdad, aun empleando un tópico, es que estás más guapa que una estrella de cine.
Los repentinos cambios de humor de Daisy siempre le inquietaban y le cogían desprevenido. Nunca había sido capaz de preverlos. Y ahora su carcajada le dejó desconcertado.
—He ido al mejor embalsamador.
Pero desconcertado o no, Jim hizo un esfuerzo por seguirle el juego.
—Lo habrás encontrado en las páginas amarillas, ¿no?
—Por supuesto. Yo lo busco todo en las páginas amarillas.
Se habían conocido gracias a las páginas amarillas de la guía telefónica y la alusión a su primer encuentro se había convertido en una broma habitual. Cuando Daisy y su madre llegaron a San Félice, procedentes de Denver, dispuestas a comprar una casa, consultaron la guía para estudiar la lista de agentes de la propiedad. Escogieron a Jim porque en aquella época Ada Fielding se hallaba interesada en la numerología y vio que el nombre de James Harker poseía el mismo número de letras que el suyo.
Durante aquella primera semana, mientras las acompañaba a visitar algunas casas, Jim se enteró de muchas cosas sobre madre e hija. Daisy se mostraba fascinada por todos los detalles de la construcción, por las tasas de interés, por las contribuciones y los impuestos, pero, finalmente, acabó eligiendo una casa sólo porque le gustaba su chimenea. La propiedad era demasiado cara, los plazos demasiado cortos, no estaba asegurada contra las termitas y el tejado tenía goteras, mas, a pesar de todo ello, Daisy se negó a mirar cualquier otra. «¡Tiene una chimenea tan bonita!», dijo. Y no hubo nada capaz de hacerla cambiar de opinión.
Jim, que era un hombre práctico, un hombre reflexivo, se quedó fascinado a su vez por lo que le pareció ser la prueba indudable del carácter sentimental e impulsivo de Daisy. Antes de que finalizara aquella primera semana, estaba enamorado. Deliberadamente y aduciendo unas excusas que, según diría posteriormente la señora Fielding, a ella no le habían engañado, fue retardando los papeles que debían formalizar la venta. Daisy no sospechó nada. Dos meses más tarde se habían casado y los tres se trasladaron no a la casa de la chimenea que tanto había deslumbrado a Daisy, sino a la residencia que el propio Jim tenía en Laurel Street. Fue Jim quien insistió para que la madre de Daisy viviera con ellos. Ya en aquel entonces tenía la vaga idea de que aquellas cualidades que amaba en Daisy podrían, en cualquier momento, convertirse en algo difícil de manejar y si aquello ocurría, la señora Fielding, tan práctica como él, podría echarle una mano. La estrategia, si no perfecta del todo, había dado buenos resultados. Más tarde, Jim había hecho construir la casa del cañón, donde ahora vivían, y el chalecito que ocupaba su suegra. La vida de los tres era tranquila y ordenada. Una vida en la que no había lugar para sueños inoportunos.
—Daisy —le dijo en voz baja—, deja de preocuparte por ese sueño.
—No puedo. Estoy segura de que tiene un sentido, pues de lo contrario no sería todo tan exacto, mi nombre, las fechas…
—No. pienses más en ello.
—Lo intentaré. Pero no puedo dejar de preguntarme qué pudo suceder ese día, el 2 de diciembre de 1955.
—Muchas cosas, seguramente. Como cada día.
—Qué me pudo suceder a mí, quiero decir —replicó Daisy, impaciente—. Es evidente que debió de ocurrirme algo. Algo importante.
—¿El qué?
—Si no fuese así, mi subconsciente no hubiera escogido esa fecha para grabarla en la tumba.
—Si tu inconsciente es tan volátil e imprevisible como tu pensamiento consciente…
—Te hablo en serio, Jim.
—Lo sé y lo siento. Pero quisiera que te olvidases de todo.
—Te he dicho que lo intentaré.
—¿Me lo prometes?
—Claro.
Era una promesa tan frágil como una pompa de jabón. Estalló antes de que el coche de Jim se perdiese de vista carretera adelante.
Daisy se puso en pie y comenzó a pasear por la habitación. Caminaba pesadamente, como si acarrease sobre sus espaldas la pesada losa de su tumba.