Aunque había estado fuera una sola noche, Henry esperaba un follón de órdago cuando le preguntaran dónde se había metido y había preparado una coartada: había ido a ver a Charlie y sus padres lo habían invitado a pasar la noche. Intentó llamar por teléfono a casa, pero la línea no funcionaba. Sonaba bastante convincente, pues ya se había quedado con los Severs muchas veces, salvo que sus padres hubiesen llamado a casa de Charlie, cosa que muy bien podían haber hecho. Si habían llamado, lo tenía claro. Y lo tenía el doble de claro porque entonces sabrían que mentía para ocultar sus correrías. Pero ¿qué podía hacer? No se le ocurría una historia mejor.
A pesar de que llegó a casa hecho un manojo de nervios, los encontró demasiado metidos en sus propios asuntos para ocuparse de él.
—¡Hola! —gritó Henry al abrir la puerta principal. Deseaba con todas sus fuerzas acabar de una vez—. Siento mucho haber pasado la noche fuera, pero el teléfono no funcionaba. Me quedé a dormir en casa de Charlie.
Henry esperó. Si habían llamado a los Severs, lo iba a saber al momento.
La cabeza de su madre asomó por la puerta de la cocina, frunciendo el entrecejo ligeramente.
—¡Oh, Henry! —Parpadeó—. Supusimos que estabas allí. ¿Podrías venir un momento?
Henry gruñó para sus adentros. Se sentía muy aliviado porque su madre se había tragado el cuento, pero se avecinaba otra de aquellas odiosas conferencias en la cocina. Rezó para que durase poco. Lo que de verdad le apetecía era meterse en la cama.
Se le encogió el corazón cuando vio que su padre también estaba en la cocina, aunque a aquellas horas tendría que estar en el trabajo. Otra campanada. Lo único bueno era que Aisling no estaba. Henry permaneció en la entrada y esperó.
—Henry —comenzó su madre; siempre era su madre la que tomaba la palabra en aquellas felices reuniones familiares—, tu padre se marcha.
—Ya lo sé. Me lo dijiste —asintió Henry, aturdido.
—No, no me refiero a dentro de unas semanas o de uno o dos meses —dijo su madre haciendo un gesto negativo—. Ha encontrado un piso. —La mujer miró a su marido, que esbozó una ligera sonrisa—. Tras hablarlo detenidamente, hemos decidido que no tiene sentido prolongar la agonía, y por eso se marcha este fin de semana. Quería decírtelo para que sepas que esto no alterará nada tu… digamos, situación. Seguirás aquí, tendrás tu habitación y tus maquetas. Y también tu colegio. Aisling y tú estaréis juntos como una familia y, como ya os dijimos el otro día, tu padre vendrá de visita a menudo, así que no hay ningún problema…
—Mitad y mitad —dijo Henry.
—¿Qué? —Su madre pestañeó.
—No creo que sea justo que estemos siempre contigo —afirmó Henry—. Quiero pasar seis meses del año con papá. —Se volvió hacia su padre—. Es lo correcto, ¿verdad? ¿Tienes sitio?
—¡Ah! Yo… pues sí. Sí, claro, es lo correcto —confirmó su padre con una expresión llena de sorpresa—. Sí, si eso es… en fin, si eso es lo que quieres.
—Eso es lo que quiero —declaró Henry—. Creo que Aisling también debería hacerlo, pero es cosa suya.
—Un momento, Henry —se apresuró a decir su madre—. Podría resultar incómodo. Piensa en el colegio y en el asunto de…
La expresión de Henry la hizo callar.
—Estoy seguro de que lo arreglarás —le dijo Henry al salir de la cocina—. Se te dan muy bien esas cosas.
* * *
El cerdo volador estaba sobre la mesa de su habitación. A primera vista le pareció más alienígena que todo lo que había visto en el reino de los elfos. Giró el resorte de cartón, y el cerdo despegó de la base batiendo las alas con fuerza.
«Los cerdos vuelan».
Henry movió la cabeza y sonrió. Lo que había pasado era increíble, sorprendente, impensable. Sacó una decorativa daga del bolsillo y la contempló mientras recordaba. Luego miró a su alrededor. En la parte superior de su armario había un estante donde guardaba sus herramientas de hacer maquetas, dentro de una caja de zapatos. Nadie tocaba esas cosas. Abrió el armario y dio un paso atrás porque cayeron unos trastos; luego se estiró para alcanzar la caja de zapatos. Cuando quitó la tapa, notó un ligero olor a pegamento, que le recordó Seething Lane.
Henry sacó el cubo del bolsillo. Tenía la impresión de que volvería a utilizarlo pronto, pero de momento debía esconderlo en un lugar seguro. Guardó el cubo y la daga en la caja, y la ocultó en el estante del armario. A pesar de todo, la vida iba a ser mejor.
«Hombre Férreo —pensó—, caballero Comendador de la Daga Gris».
Y Holly Blue le había sonreído.`