33

Pyrgus estaba tan sofocado que apenas podía respirar. Tenía la cabeza a punto de estallar, y el sudor le caía a chorros por la cara y por el cuerpo. El azufre líquido se encontraba a menos de un par de centímetros de sus pies, y el calor era tan intenso que las suelas de sus botas echaban humo. El enigma consistía en saber si arderían antes de que la jaula diese un bandazo y lo arrojase al estanque de azufre, porque Pyrgus estaba seguro de que lo arrojaría. A pesar de las fanfarronerías de Beleth sobre la muerte lenta y gradual, la jaula había descendido en dos ocasiones casi medio metro en el último cuarto de hora. Otra caída como aquéllas y él empezaría a arder y a morir.

A través de los gases y del humo, Pyrgus pudo comprobar que Beleth había regresado. Seguramente, para contemplar el espectáculo. Al Príncipe de la Oscuridad le gustaba ver sufrir a la gente, oír los gritos y escuchar los ruegos. Pero Pyrgus estaba decidido a no darle satisfacción alguna: nada de gritos, ni de ruegos, ni de manifestaciones de dolor. Si podía, tenía la intención de tragar azufre líquido para morir más rápido. Bueno, un poco más rápido. Siempre era mejor que arder milímetro a milímetro de pies a cabeza.

—¿Crees que la jaula se va a balancear de nuevo? —gritó Beleth. Había recuperado la figura con cuernos y su voz retumbaba como un trueno lejano—. ¿Esperas una muerte más rápida? —Sonrió de oreja a oreja—. Me temo, principe heredero, que sufrirás una desilusión. Hice que la jaula bajase a más velocidad para poder presenciar tu fallecimiento antes de que yo…

Beleth se calló. Dentro de la jaula metálica, la figura de Pyrgus oscilaba como la luz de una vela en medio de un vendaval. Tan pronto se le veía el cuerpo como se convertía en un fantasma. Beleth se quedó boquiabierto. Pyrgus no estaba allí. Sí, sí estaba. No, no estaba. Sí… Pyrgus había desaparecido por completo. Primero estaba acurrucado, envuelto en gases y en humo, pero de pronto la jaula se había quedado vacía, vacía del todo.

Beleth soltó un gruñido. No se trataba de un error: Pyrgus no estaba allí. El príncipe de los demonios giró en redondo y fulminó con la mirada a sus súbditos, como si tuviesen ellos la culpa. Pero los demonios que trabajaban en la cueva de azufre parecían tan asombrados como él.

—¿Dónde está? —Beleth agarró al demonio que tenía más a mano, lo sacudió hasta que le rompió el cuello, y arrojó el cuerpo a un rincón—. ¿Dónde está el príncipe Pyrgus? —gritó.

Se le ocurrió una idea: ¡invisibilidad! ¡Tenía que ser eso! El chico se había escondido en una espiral de invisibilidad que le envolvía el cuerpo. No había huido. ¿Cómo iba a huir? Era imposible escapar de allí. ¡Pyrgus seguía dentro de la jaula! Podía sentir dolor, y arder, y ser aplastado…

Beleth se metió en el estanque de azufre. La lava derretida lamió sus pies como si fuera agua tibia. Al ir hacia la jaula su pie tropezó con algo que había debajo de la superficie y se tambaleó. Su enorme brazo se movió y chocó contra la Bomba del Juicio Final, que se cayó del soporte y empezó a rodar.

—¡Noooo! —aulló Beleth, alarmado.

Fue como si todo se ralentizase: la Bomba del Juicio Final rodaba centímetro a centímetro hacia el estanque; uno de los demonios intentó agarrarla, pero no lo logró; Beleth se abalanzó hacia ella, y tampoco pudo frenarla; suavemente, muy suavemente, la bomba se deslizó en el estanque de azufre.

El grito de Beleth reverberó en la cueva. En la superficie del estanque, explotó una burbuja como si fuese un eructo gigantesco, y sobre el azufre líquido serpentearon enormes fugas de energía elemental. De algún lugar muy profundo, surgió un retumbo que se convirtió en estruendo. Aunque Beleth corrió, no fue lo bastante rápido ni se alejó lo suficiente, de modo que el estanque de azufre produjo una inmensa explosión que le arrancó todos los miembros al demonio. En una fracción de segundo, la cueva entera se derrumbó, y enterró a todos los seres vivientes que estaban en ella.

Mucho más arriba de la cueva, la gran ciudad de metal resonó como una campana, antes de que los edificios empezaran a caerse y a hundirse.

* * *

Las dudas de Henry desaparecieron de repente. Del mismo modo la inseguridad había dejado paso a una oleada de confianza que se apoderó de él. Notó que estaba un poco más erguido, su voz parecía más fuerte, y sintió, sí, sintió claramente cómo brotaba en su interior una fuente de energía que transportaba sus palabras más allá del espacio, del tiempo y de las dimensiones extraterrestres. El Libro de Beleth temblaba en sus manos.

—¡Ven con nosotros, Pyrgus, ven! —Había un poder en la habitación—. ¡Ven, Pyrgus, ven!

Pero aquella criatura no era Pyrgus, y tampoco estaba atrapada dentro del triángulo. A través de las espirales de humo del incienso, Henry distinguió un ser que parecía salido de una pesadilla. Tenía forma humana: dos brazos, dos piernas, tronco y cabeza, pero no había nacido del seno de una mujer. Era pequeño, delgado, pálido y gris, y tenía unos enormes ojos negros y las extremidades flacuchas, como los insectos.

—¡No lo mires a los ojos! —gritó Holly Blue, con una voz que parecía llegar desde muy lejos.

Era la fotografía borrosa de un periodicucho, el dibujo de la cubierta de un libro sobre platillos volantes. Se parecía a lo que habían analizado después de los sucesos de Roswell, y que según decían sólo era un muñeco de goma. Era como los extraterrestres que viajaban en los ovnis, pero Blue creía que se trataba de un demonio. Y Henry lo había llamado con un rito mágico que se utilizaba para invocar a los demonios. El señor Fogarty tenía razón. Había tenido razón desde el principio: ¡los extraterrestres y los demonios eran la misma cosa con diferente nombre!

—¡No lo mires a los ojos!

La criatura parecía confusa. Caminaba por la habitación en zigzag, y se paraba de vez en cuando, se volvía e incluso retrocedía algunos pasos. Su boquita se abrió:

—¡Matad al emperador! —dijo en tono de mando, y añadió con una vocecilla quebrada—: ¡Vienen a por mí! ¡Todos vienen a por mí!

Henry pensó que tal vez estuviese ciego.

La criatura extendió las manos como si fuese un niño mendigando comida.

—Tenéis que matar al emperador —gimoteó—. Si no, Beleth me castigará. —Sus negros ojos ciegos pestañearon—. ¡Sal de mi cabeza, tío! ¡No soporto que estés ahí! —Giró la cabeza hacia un lado como si quisiera mirar hacia atrás—. Es el gobierno, ¿sabes? El gobierno y la CÍA. Tienen máquinas para controlar la mente.

Aquello sonaba muy familiar, sobre todo lo que se refería a la CÍA. ¿Qué podía saber un demonio del reino de los elfos sobre la CÍA? Henry reflexionó rápidamente y lo comprendió.

—¡Blue! —gritó—. ¡Éste es el demonio que se apoderó del señor Fogarty!

La criatura se volvió hacia Henry al oír el nombre.

—Lo siento, Beleth —dijo el ser en tono lastimero—. Él no va a hacer lo que le hemos ordenado. La mente del viejo era tan escurridiza que no pude apropiarme de ella. Era imposible. Tenía que luchar contra toda la CÍA.

Se tambaleó hacia Henry con los brazos extendidos. Llegó al borde del círculo protector y dejó de existir, como si alguien hubiera apagado una luz.

Del triángulo surgió un sonoro rugido. Henry se dio la vuelta; sabía que Beleth estaba allí, y las tripas se le encogieron. Había algo agazapado en el suelo.

—¡Pyrgus! —chilló Blue.

—No salgas del cír… —gritó Henry, pero era demasiado tarde. Blue atravesó la habitación corriendo.

Pyrgus estaba encorvado en el triángulo, con la cabeza enterrada entre las manos. Por algún extraño motivo salía humo de la suela de sus botas. Se quejó otra vez.

Blue se acercó a él y le rodeó el cuello con los brazos.

—¡Pyrgus! ¡Oh, Pyrgus! —Se volvió sin soltarlo—. ¡Ha funcionado, Henry! ¡Ha funcionado!

«¡Qué más da!», pensó Henry, y salió del círculo mágico. La criatura demoníaca no reapareció, y Henry fue hacia la figura que estaba en el triángulo.

—¡Mi cabeza! —se quejó Pyrgus.

Blue lo soltó y hurgó en un bolsillo.

—Puedo hacer algo para remediarlo, pobrecillo. —Sacó una jeringuilla del bolsillo, la destapó y hundió la aguja en el muslo de Pyrgus—. Ya está —dijo Blue—. Lo llevo encima desde que me enteré de que te habían envenenado. Es el antídoto. Pronto estarás bien.

Volvió a acunar a su hermano entre los brazos.

Blue tenía razón. Mientras Henry lo miraba, Pyrgus dejó de moverse adelante y atrás y apartó los brazos de la cabeza. Entonces, Blue lo soltó y se puso de pie sonriendo. Pyrgus se levantó y miró a su alrededor.

—¡Hola, Henry! ¿Qué haces aquí? —Se puso a brincar y se arrancó las botas—. ¡Maldito azufre! —siseó.

Blue se lo contó todo de un tirón.

—Pyrgus, nuestro padre ha muerto… Lo han asesinado. Ahora eres tú el Emperador Púrpura. El bando de la noche nos ha atacado y cuentan con refuerzos de los demonios. ¡Nos están invadiendo!

—¡Destruye el libro! —le ordenó Pyrgus.

Henry pensó que su amigo no había reaccionado ante la muerte de su padre, como si ya lo supiera.

—¡Destruye el libro! —repitió Pyrgus.

De pronto, Henry se dio cuenta de que hablaba con él.

—¿Qué?

—Lo que tienes en la mano es El Libro de Beleth, ¿verdad?

Henry contempló el libro que tenía en las manos.

—Sí… —respondió no muy seguro, y luego, añadió más convencido—: Sí, es cierto.

—¡Destrúyelo! —le gritó Pyrgus, y le arrancó el volumen de las manos—. ¡Fíjate! —Desgarró la asquerosa piel que recubría las tapas. Debajo se retorcieron gusanillos de luz azul que formaban una especie de circuito impreso. Pyrgus tiró el libro al suelo con rabia—. ¡Písalo! —le ordenó a Henry—. ¡Hazlo pedazos! —Henry lo miraba atónito—. ¡Por Dios, Henry! —le gritó Pyrgus—. ¡No tengo las botas puestas!

Henry venció la parálisis que lo inmovilizaba y le dio un pisotón al libro. El circuito impreso se desgarró enseguida, y Henry sintió una ligera descarga eléctrica en la punta de los dedos. Entonces recogió los pedazos del libro y los arrojó al brasero. Al caer al fuego resplandecieron, y una extraña luz verde inundó la habitación. Henry se volvió para mirar a Pyrgus. Su amigo parecía más alto, más dominante.

—Tengo que ver a Tithonus ahora mismo —dijo Pyrgus.

—Está en la sala de control —le informó Blue que miraba a su hermano con cierto temor—. Tras la muerte de nuestro padre, es el regente de Comma. Nadie sabía dónde estabas… bueno, ya me entiendes. —Se encogió de hombros—. Comma es el siguiente en la línea sucesoria, y Tithonus se ha encargado de todo, de la guerra y de todo lo demás, mientras tú no has estado aquí.

—Pero ya he vuelto —comentó Pyrgus, muy serio. Luego su expresión se suavizó un poco y esbozó una sonrisa—. Os doy las gracias a los dos. —La sonrisa desapareció—. ¡Vamos! Aún tenemos trabajo que hacer.

* * *

Los guardias se quedaron asombrados cuando Pyrgus, Henry y Blue salieron del cilindro de suspensión, pero se pusieron firmes inmediatamente.

—¡Príncipe heredero Pyrgus! —exclamó uno.

—Te diriges a tu emperador —lo corrigió Pyrgus con tranquilidad.

—¡Majestad! —reconoció el guardia.

Con Pyrgus a la cabeza, los guardias los escoltaron por el pasillo hacia la sala de control. Los guardias de la puerta se pusieron firmes al verlos llegar. A Henry le parecía que Pyrgus estaba muy seguro de sí mismo; era todo un emperador. Las puertas se abrieron de golpe y entraron.

Henry creyó ver unas esferas de cristal con figuras en movimiento en su interior, así como una enorme mesa sobre cuya superficie había algo que parecía la maqueta de un paisaje.

—Los hemos detenido definitivamente —dijo la voz de un hombre uniformado, de anchos hombros, al que Henry no reconoció—. Los demonios no volverán más.

—¡No pueden haberse detenido! —exclamó otra voz.

—Se han detenido para siempre, Tithonus —afirmó Pyrgus.

Tithonus giró en redondo, con una expresión incrédula en el rostro.

—¡Pyrgus! —Reaccionó y añadió en tono más protocolario—: Príncipe heredero. ¡Qué bien que…!

—Ya no soy el príncipe heredero —lo corrigió Pyrgus fríamente—. ¿Reconoces a tu nuevo emperador?

—Yo…, naturalmente, Pyrgus, yo… Majestad…

Pyrgus lo interrumpió volviéndose hacia uno de los hombres que vestían uniforme militar.

—General Ovard, ¿reconoces a tu nuevo emperador?

—Por supuesto, Emperador Púrpura —respondió Ovard inmediatamente.

—General Ovard, te ruego que pongas bajo arresto al Guardián Tithonus —ordenó Pyrgus.

—¡Pyrgus! —exclamó Blue.

—Como ordenéis, Emperador Púrpura —asintió Ovard con gesto inexpresivo.

Le hizo una señal a los guardias, que avanzaron y rodearon a Tithonus.

—¡Pyrgus! —farfulló Tithonus—. Majestad, ¿qué significa esto?

Pyrgus se adelantó hasta que estuvo a menos de medio metro de Tithonus.

—Eres un traidor, Guardián —le dijo sin alterarse.

—¡Pyrgus, es Tithe! —gimió Blue.

—Era necesario que adoptase el título de regente, Majestad. Habíais desaparecido, y Comma es demasiado joven. El reino sufría un ataque, y hacía falta que alguien se pusiese al mando.

Una escalofriante sonrisa bailoteó en los labios de Pyrgus.

—Beleth me lo contó todo mientras me tenía colgado en su jaula —afirmó—, incluyendo tu traición.

—¿Traición? —repitió Tithonus, y se volvió hacia el general Ovard—. ¡No puedes creer semejante cosa! —Sus ojos se posaron en los demás militares—. Creerful, Vanelke, tenéis que comprender que es una locura.

Todos lo miraron sin decir palabra.

—Lleváoslo —ordenó Pyrgus.

Los guardias arrastraron a Tithonus, que se resistía, fuera de la habitación, y estuvieron a punto de atrepollar a Comma, que entraba en el momento en el que ellos salían.

* * *

Comma miró alternativamente a Pyrgus y a Blue, luego se fijó en Henry y volvió a mirar a Pyrgus.

—¿Qué pasa? ¿Qué le van a hacer a Tithonus?

—Es un traidor —se limitó a decir Pyrgus—. Fue él quien intentó matarme y quien planeó la muerte de nuestro padre.

Los ojos de Comma parpadearon mientras miraba la puerta. Parecía culpable y asustado al mismo tiempo.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo Beleth. Cuando creyó que yo ya no podría escapar e iba a morir, me lo contó todo para hacerme sufrir —explicó Pyrgus en tono serio.

—¿Y qué te dijo de mí? —se apresuró a preguntar Comma.

—Nada, hermano —le contestó mirándolo con expresión severa—. ¿Acaso tenía que haberme dicho algo?

—No. No, claro que no. —Comma movió negativamente la cabeza con gran energía—. Yo… sólo estaba…

—¿Te estabas preguntando? —Pyrgus lo ayudó a terminar la frase.

Comma tenía pinta de conejo atrapado, pero no dijo nada. El silencio de la habitación se hizo insostenible.

—¿Por qué? —preguntó Blue para acabar con la tensión—. ¿Por qué nos ha traicionado Tithonus? Nos conoce desde que éramos pequeños. Conocía a nuestro padre desde siempre.

—Sus simpatías estaban con el bando de la noche —afirmó Pyrgus—. Creía que tenían posibilidades de vencer. —Suspiró—. Beleth le prometió que sería emperador.

—¿Tithonus? ¿Emperador?

—No te alteres tanto —le aconsejó Pyrgus—. También le prometió a Hairstreak que sería emperador, y a Silas Brimstone, y seguramente a cien más que no conocemos. Beleth les mintió a todos; era su manera de ser. Lo que de verdad quería era quedarse él con el reino de los elfos, pero Tithonus era la clave. Él era el Guardián, en el que nosotros confiábamos.

—Me cuesta creerlo —comentó Blue.

—Tithonus tenía un demonio escondido en el palacio —explicó Pyrgus—. Lo utilizaba como mensajero para que le llevase recados a Beleth. Así planearon la invasión de los demonios.

—¿Y cómo se paró la invasión de los demonios? —preguntó Henry con curiosidad.

—Tú la paraste, Henry —afirmó Pyrgus.

Henry miró a Pyrgus, luego a Blue, y por último volvió a mirar a Pyrgus.

—¿Yo?

—La paraste cuando pisoteaste El Libro de Beleth — aclaró Pyrgus—. El libro era el control principal del portal que había entre el infierno y el reino de los elfos. Cuando lo destruíste, los demás portales dejaron de funcionar.

—¿Y qué pasa con el que hay entre este mundo y el mío? —preguntó Henry, alarmado.

—No, con ése no sucede nada, sólo ha afectado a los portales que hay entre este mundo y el de los demonios —aseguró Pyrgus—. Beleth instaló el mecanismo de control hace siglos y lo ocultó en un libro para que nadie pudiese clausurarlos. Los ritos eran dispositivos psicotrónicos que se utilizaban para hacer conjuros, aunque su verdadero objetivo era mantener los portales abiertos para que los demonios entrasen sin dificultad en nuestro reino.

—¡Caramba! —exclamó Henry.

—Debe de haber sido el demonio de Tithonus el que hizo que el amigo de Henry matase a papá —observó Blue.

—¡Aaaayyyy! —gritó Henry dando un brinco.

* * *

Todos se volvieron asustados.

—¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?

—¡El señor Fogarty! —exclamó Henry—. Han pasado tantas cosas que me olvidé de él por completo. Lo dejamos en la celda, ¡a punto de que lo colgasen!

—Entonces tenemos que sacarlo de allí —dijo Pyrgus volviéndose hacia uno de los edecanes que rondaban en torno a ellos sin intervenir en la conversación—. Vete a ver.

—Sí, Majestad.

Su amigo era emperador, pensó Henry. El nuevo Emperador Púrpura.

—Fue culpa mía —le dijo Blue a Henry, apenada—. Tú querías que yo lo soltase, pero creí que era un asesino.

—Eso era lo que tenías que creer —le explicó Pyrgus—. Tal vez el señor Fogarty haya sido el autor material del asesinato, pero fue el demonio quien lo empujó a hacerlo.

—No creo que el señor Fogarty haya matado a tu padre, ni siquiera que haya sido el asesino material —repuso Henry—. Pienso más bien que se esforzó en combatir al demonio.

Los dos hermanos se volvieron hacia Henry.

—¿Por qué dices eso, Henry? —le preguntó Pyrgus en tono grave.

—Antes de que tú… bueno, de que aparecieses en el triángulo, surgió ese demonio…

—Me olvidé de decírtelo —comentó Blue.

—Me asusté mucho al verlo —afirmó Henry—, pero el demonio estaba confuso y daba la impresión de que no veía bien. Durante un rato estuve convencido de que ese ser estaba hablando con Beleth, pues insistía en decir que no había podido obligar a alguien a que hiciera lo que le había mandado. También dijo un par de veces: «Mata al emperador». Me parece que era el demonio que Tithonus tenía escondido en el palacio el que debía obligar al señor Fogarty a matar a tu padre, y supongo que cuando intentó apoderarse de la mente de Fogarty, éste se volvió loco. Es un poquito raro… el señor Fogarty. —Henry acabó de hablar casi sin fuerzas.

—Es un hombre sabio y poderoso —anunció Pyrgus, convencido—. Tengo intención de pedirle que se quede conmigo como mi nuevo Guardián.

—Si tu amigo no mató a nuestro padre, ¿quién lo hizo? —preguntó Blue—. El demonio no estaba allí en realidad, ¿o sí?

—Apuesto por Tithonus —apuntó Henry—. El señor Fogarty no se hallaba en situación de hacerlo porque estaba luchando contra el demonio que le dominaba la mente. Cuando Tithonus vio que el señor Fogarty no iba a hacerlo, tomó la escopeta, le disparó a vuestro padre y luego le echó la culpa al señor Fogarty, que estaba demasiado perplejo para llevarle la contraria.

—Estoy seguro de que así fue —puntualizó Comma de pronto, y casi logró sonreír—. Estoy seguro de que todo fue culpa de Tithonus, sólo de Tithonus y nada más que de Tithonus.

* * *

Pyrgus estaba imponente con todos los atributos de ceremonia propios del Emperador Púrpura: la gruesa vestimenta y la impresionante corona mitrada hacían que pareciese mucho más alto de lo que era, mientras que el ornamentado y multicolor Trono del Pavo Real le daba una sorprendente dignidad. Holly Blue estaba sentada a su lado, en un trono más pequeño, vestida de blanco y con un aspecto absolutamente… Henry tragó saliva y apartó la vista. Ya había tenido bastantes problemas por comerse con los ojos a la princesa real. De todas formas, Blue le dedicó una sonrisita alentadora.

El salón del trono estaba adornado con banderas doradas, y se hallaba atestado de cortesanos vestidos con trajes preciosos. Un batallón de guardias de rostros pétreos, con uniformes de gala, formaban una columnata que recorría el centro de la estancia. Henry tenía que caminar entre ellos y la idea lo aterraba.

—¡Vamos allá! —murmuró Fogarty empujándolo por la espalda.

El anciano se había puesto algo que se parecía muchísimo a la ropa de un mago: un traje con estrellas bordadas y un sombrero puntiagudo, pero había conseguido que le resultase bastante cómodo. Llevaba una banda cruzada sobre el pecho, adornada con la insignia de Guardián.

Henry dio un traspié, recuperó el equilibrio e inició el largo camino hasta el trono. Le resultaba de lo más incómodo que los guardias lo saludasen al pasar y los cortesanos lo aplaudiesen. Se puso colorado como la grana, pero no podía evitarlo. Clavó la vista en un punto del suelo a dos metros de distancia y siguió caminando. Le pareció que el camino duraba años, pero al fin llegó a los escalones que estaban ante el trono. Se acordó entonces de una indicación que le había hecho el señor Fogarty e hizo una reverencia. Cuando se enderezó, vio a Pyrgus y a Blue que descendían por los escalones con paso majestuoso. Henry cerró los ojos, preguntándose cómo diablos se había metido en aquel lío. Cuando los volvió a abrir, Blue le dedicó una amplia sonrisa, pero fue Pyrgus el que tomó la palabra.

—¡Arrodíllate! —le ordenó con una voz que resonó en todo el salón.

Henry dobló una rodilla.

«Como los caballeros del rey Arturo», le había dicho el señor Fogarty, pero él no se sentía en absoluto como un caballero, sino más bien como un imbécil. Inclinó la cabeza otra vez para disimular su vergüenza.

Un silencio absoluto dominó la estancia.

—Que se enteren todos los aquí presentes —declamó Pyrgus con aquella admirable voz de tono oficial que había adoptado— que como agradecimiento por sus valientes y generosos servicios al reino de los elfos y al Emperador Púrpura, a este ciudadano del Mundo Análogo, Henry Atherton, se le concede en esta ceremonia el nobilísimo y meritorio título de Caballero Comendador de la Daga Gris, la orden de caballería más antigua de nuestro reino, y desde ahora se le conocerá entre nosotros por su nombre de elfo ¡Hombre Férreo!

Un lacayo le entregó un cojín morado con una daga gris, y Pyrgus se la dio a Henry.

—Por supuesto, seguiremos llamándote Henry en privado —susurró Pyrgus.

—Gracias —murmuró Henry.

—¡Levántate, Hombre Férreo! —ordenó Pyrgus.

Mientras Henry se levantaba sonó una fanfarria de trompetas y una oleada de ovaciones.

—Y ahora —anunció Pyrgus—, tú y yo debemos ir a un lugar.

* * *

Se encontraban en un callejón que se llamaba Seething Lane, pero en esa ocasión, afortunadamente, Henry no era el centro de atención. Pyrgus estaba a su lado, vestido igual que cuando Henry lo había conocido. En torno a ellos se alineaba una compañía integrada por los soldados más fuertes que Henry había visto en su vida.

—Aquí es —dijo Pyrgus, haciendo un gesto de asentimiento—. Mi padre no quiso cerrarla por cuestiones políticas, pero el bando de la noche está al margen de la ley, así que considero que puedo hacer lo que me dé la maldita gana.

A Henry le pareció horrible la fábrica de pegamento que estaba al fondo del callejón. Estaba cubierta de mugre y eructaba humo, y resultaba el grupo de edificios más deprimente que había visto jamás. Pyrgus hizo una señal y los soldados empujaron una enorme máquina de madera con cuerdas enrolladas, que a Henry le recordó una catapulta romana. El capitán de la guardia se encargó personalmente de rebobinar la lanzadera.

—¿Han evacuado a todos los animales? —preguntó Pyrgus.

—Sí, Señor —respondió el capitán.

—¿Y a la gente?

—Sí, Señor.

Pyrgus se volvió hacia Henry.

—Hemos metido en la cárcel a uno de los propietarios, Chaikhill. Se quedará allí mucho tiempo. El otro, Brimstone, está escondido, pero acabaremos por encontrarlo, te lo prometo —afirmó con seriedad.

Henry se relamió. Lo fascinaba la gigantesca catapulta. Cuatro soldados llevaban rodando un gran pedrusco hacia la base de lanzamiento.

—¿Habéis aplicado los complementos? —preguntó Pyrgus.

—A conciencia, Señor —le aseguró el capitán.

El pedrusco estaba colocado en la base de lanzamiento y los soldados retrocedieron, jadeantes y sudorosos. El capitán terminó de rebobinar las cuerdas e inmovilizó la rueda con una cuña para que no se soltase.

—¡Listo, emperador! —gritó.

Pyrgus recorrió con la vista Seething Lane hasta llegar a la sombría fábrica.

—¡Fuego! —ordenó sin inmutarse.

El capitán retiró la cuña y retrocedió de inmediato. Henry sintió una ráfaga de aire en la cara cuando la catapulta experimentó una violenta sacudida. El enorme brazo saltó hacia delante con una fuerza increíble. Henry vio cómo el tremendo pedrusco formaba un arco sobre los tejados, y luego caía como un meteoro sobre la fábrica.

Impacto en medio del tejado del edificio principal, a un lado de la humeante chimenea, aplastó la construcción y la convirtió en astillas. Durante un segundo el silencio fue total, luego se dispararon los complementos mágicos.

Desde los lados de la catapulta surgieron cortinas de fuego que arrasaron los edificios de la fábrica, hicieron añicos las ventanas y las paredes, hundieron los tejados, y lanzaron al aire fragmentos de cantería y vigas ardiendo. El ruido fue ensordecedor y los hechizos explosivos continuaron incesantes. Henry contempló cómo se desplomaban las chimeneas, cómo se retorcían las verjas de hierro y se convertían en escoria, y cómo las máquinas derretidas quedaban al descubierto de repente al desaparecer sus tenebrosos caparazones. En unos momentos todo se había acabado. En el lugar que había ocupado la fábrica del pegamento milagroso de Chalkhill y Brimstone había un humeante terreno baldío que llevaba a Wildmoor Broads.

—Éste es el castigo por los gatitos —murmuró Pyrgus.

* * *

El señor Fogarty dijo que no tenía importancia dónde utilizara el cubo, pues de todas formas abriría el portal, aunque era mejor activarlo al aire libre. Así que decidieron despedirse en los jardines del palacio.

—Échale un vistazo a la casa —le pidió Fogarty, que llevaba un increíble traje ribeteado de armiño, que según él era el uniforme oficial de su nuevo cargo—. Me dejaré caer por allá de vez en cuando, pero quiero pasar casi todo el tiempo aquí. —Alzó la vista al cielo un momento y añadió muy serio—: Las agencias de vigilancia aún no saben cómo llegar a este mundo, así que podré estar tranquilo durante una temporada.

—Lo haré —respondió Henry refiriéndose a la casa. Tendría problemas con sus padres, pero no le importaba—. Puede confiar en mí.

Pyrgus le puso una mano en el hombro.

—Y yo también. —Miró directamente a los ojos de Henry—. Henry —le dijo—, quiero darte las gracias. Te debo la vida.

Henry se puso colorado.

—¡Oh, nada de eso! —repuso, avergonzado—. Me refiero a que yo… —se calló, sin saber qué decir. Tras unos momentos, lo que dijo fue—: Bien, supongo que es mejor que me vaya.

—¿Henry? —reclamó Blue.

Henry sacó el cubo del bolsillo mientras se volvía hacia ella. Era la primera vez que Blue le hablaba desde que él se había puesto su antigua ropa, y se preguntaba si no le hablaba porque creía que parecía idiota.

—¿Qué?

—¿Te acuerdas de que me dijiste que habías tenido la desgracia de verme desnuda?

Henry se puso aún más colorado que cuando Pyrgus le había dado las gracias, tragó saliva y asintió.

—Sí. ¿Por… porqué…?

—¿Fuiste sincero cuando afirmaste que yo era hermosa? —le preguntó Blue con una tímida sonrisa.