32

A Henry le resultó desagradable el libro desde el momento en que lo tuvo en las manos. Estaba encuadernado en cartoné y forrado con la piel de un animal, una piel suave, de color rosa y sin pelo, casi como… casi como…

Pero no podía ser la piel de un bebé, claro que no. Henry estuvo a punto de soltar el libro, aterrado, pero se contuvo al pensar en el desprecio de Blue. Sin embargo, cuanto más lo miraba, más se convencía y más se reafirmaba en la idea de que tenía que ser la piel de un bebé. Tenía el mismo tacto, producía la misma sensación, y si se miraba muy de cerca se veían incluso diminutos poros. El título estaba estampado en pan de oro: El Libro de Beleth. Henry se estremeció.

A pesar de todo, abrió el libro.

Nunca había visto nada parecido. Para empezar, el papel resultaba extraño: era más grueso que el papel normal y olía a algo raro; resultaba áspero al tacto y ligeramente poroso. No se trataba de un libro impreso, pues las palabras habían sido escritas a mano y los dibujos también eran artesanales. Se habían utilizado tintas diferentes, incluida una que se parecía sospechosamente a la sangre seca. Abrió una página en la que había toscos dibujos de un ojo, una mano, un pie, una corona, un penacho y unos cuernos largos y enroscados. En uno de los márgenes vio extraños símbolos: uno parecía una I latina inclinada hacia delante y lo habían titulado «Oblicuo». Otro, que consistía en seis líneas sombreadas con rayas, tenía al lado la palabra «Múltiple». Henry no les encontraba ningún sentido.

Cerró el libro y volvió a abrirlo por el principio. En la primera página había un símbolo hecho con tinta negra, formado por espirales y curvas que cualquiera habría confundido con garabatos, si no fuera porque había algo premeditado en ellos que le hizo pensar a Henry que no lo eran. Debajo del símbolo vio seis palabras que le pusieron los pelos de punta: «Beleth guarda las llaves del infierno».

Henry se encontró en la difícil situación de tener entre las manos un libro que lo horrorizaba y no podía sacudirse la sensación de que parecía una escena de una película de terror. Mentalmente, se imaginó al joven e inocente protagonista que tropezaba con un libraco como aquél en la cripta de un vampiro. Si lo abría, o tan sólo lo tocaba, el libro empezaría a resplandecer en cuanto el personaje le diera la espalda, y enseguida se llenaría todo de humo hasta que apareciese una figura con dientes muy largos y afiladas garras.

Henry miró a Blue, que tenía abierto sobre el regazo el otro libro que había traído Atolmis. Era mucho más pequeño que el de Henry y menos terrorífico. Se preguntó qué le parecería a la chica hacer un intercambio, pero desechó la idea porque se le antojó indigna y estúpida. Volvió a contemplar lo que tenía en las manos. Al menos aún no lanzaba destellos. Henry pasó otra hoja y se encontró con el índice. Su nerviosismo aumentó. Escrito con adornada caligrafía, indicaba lo siguiente:

Sobre los trabajos de odio y de destrucción… 5

Sobre la Mano de Gloría… 22

Sobre el espejo de Salomón y las vasijas de bronce… 30

Sobre el Sanctum Regnum y los pactos vinculantes… 36

Sobre el rito del conjuro… 39

Sobre el Almadel… 55

Sobre la magia de Arbatel… 61

Sobre el Enquiridión… 70

Sobre las siete oraciones misteriosas… 80

Sobre la gallina negra… 88

Sobre la fortaleza… 93

Sobre las vírgenes… 100

Sobre el paño de seda y las diferentes varitas… 109

Sobre el misterio de los libros… 120

A Henry le pareció espeluznante; era la clase de libro que no se debería leer jamás, y creyó que no tenía nada que ver con Pyrgus. No obstante, decidió empezar por el principio, saltándose lo que no tuviera interés. Fue a la página cinco: «Sobre los trabajos de odio y de destrucción».

Era un capítulo repugnante y, aunque se había propuesto leerlo detenidamente, acabó por hojearlo. Cuando llegó al final, tenía claro que allí no se decía nada de Beleth, y mucho menos de Pyrgus.

La Mano de Gloria que se describía en el capítulo siguiente ejerció sobre él una macabra fascinación. Para conseguir una, había que esperar a que ahorcasen a un asesino en una encrucijada de caminos, cortar la mano derecha del muerto, envolverla en una mortaja y exprimirla con fuerza hasta que no quedase ninguna gota de sangre en ella. Luego se metía en un recipiente de barro con salitre, sal, pimientos y cinamomo.

—¿Qué es el cinamomo? —le preguntó Henry a Blue, con el entrecejo fruncido.

—¡Chist! —ordenó Blue.

Dos semanas después, se sacaba la mano y se ponía al sol durante los días del perro, o se secaba en un horno de leña encendido con heléchos y verbena.

—¿Cuándo son los días del perro? —murmuró Henry.

—¡Oh, cállate! —le dijo Blue, impaciente.

Mientras la mano se secaba, había que hacer una vela con la grasa de un ahorcado, mezclada con cera virgen, excrementos de caballo y ajonjolí.

—¿Qué es ajon…?

Henry se calló y siguió leyendo el libro. Se encajaba la vela entre los dedos de la mano reseca y ya estaba lista. Si se encendía la mecha mientras alguien dormía en la casa, no se despertaría hasta que la luz se apagase.

¿Qué era todo aquello? ¿Una cura para el insomnio? Parecía demasiado complicado para tan poca cosa, aunque el libro afirmaba que, tras usarla unas cuantas veces, la Mano de Gloria cobraba vida propia y se escabullía para buscar a alguien y estrangularlo. Por las noches había que guardarla en un cajón cerrado con llave por motivos de seguridad.

Henry hojeó los dos capítulos siguientes y pasó a leer el rito del conjuro. Enseguida comprendió que ese capítulo no tenía nada que ver con las absurdas supersticiones que había leído antes. Era como un manual, paso a paso, en el que se explicaba cómo conseguir cosas del infierno. Describía máquinas que se podían montar, las precauciones que había que tomar, todos los…

Henry se detuvo en seco. Tuvo una brillante idea, la idea más brillante de su vida.

—Blue… —dijo, emocionado.

Blue cerró su libro de golpe.

—¡Esto es inútil! —exclamó, muy enfadada—. Menciona a Pyrgus, pero eso ya lo sabía. Hay una explicación rollífera sobre un ridículo pacto con Beleth, cómo intentaron matar a Pyrgus, y cómo escapó mi hermano. Pero no dice nada sobre lo que le ha pasado después ni cómo se le puede rescatar. ¡Inútil! ¡Inútil! ¡Inútil!

Golpeó el libro con sus pequeños puños en un ataque de frustración.

—Yo sé cómo podemos rescatar a Pyrgus —afirmó Henry.

* * *

Al sentir los ojos de Blue fijos en él, la confianza de Henry menguó de repente y dudó.

—¿Y bien? —le preguntó Blue, impaciente.

Tenía que decir algo, pero no podía decir lo que había estado a punto de soltar: resultaba demasiado disparatado. El problema era que no se le ocurría ninguna otra cosa.

—¿Y bien? —preguntó Blue otra vez.

Como no le quedaba más remedio que responder, dijo:

—La cosa consiste en el rito del conjuro, una especie de instrucciones generales para invocar a alguien del infierno. Al menos, creo que se trata de eso. Habla de Beleth porque éste es El Libro de Beleth, pero se puede utilizar para llamar a cualquiera. Creo que si el señor Fogarty tiene razón, y Pyrgus se encuentra realmente en el infierno, podríamos llegar a conjurarlo. —Henry vaciló, y luego añadió—: Lo sacaríamos de allí.

Blue lo miraba sin pestañear, con el rostro inexpresivo. De pronto, dijo en tono decidido:

—Vale la pena intentarlo.

* * *

Blue condujo a Henry por un tramo de estrechos escalones hasta una habitación vacía en una torre, cuya puerta se cerraba con llave.

—Si lo intentamos en mis aposentos, podrían interrumpirnos —explicó—. Pero nadie viene hasta aquí. Y en caso de que me busquen, no sabrán dónde estoy. Dime qué es lo que necesitamos e iré a buscarlo.

Henry consultó El Libro de Beleth.

—Una máquina de capturar relámpagos, pero sólo para llamar al propio Beleth, y también… ¡Oh…!

El chico se calló.

—¿Qué pasa?

—Hay que matar un animal y quitarle la piel para hacer un círculo. No sé si podré… Bueno, un momento, eso es optativo.

—Entonces, ¿qué es lo que necesitamos realmente? —le preguntó Blue con paciencia.

Henry contempló el suelo, que era de simples tablillas de madera sin alfombras ni ningún otro tipo de recubrimiento.

—Nos hace falta algo para dibujar un círculo en el suelo, y un triángulo. Supongo que la tiza nos servirá, o algo parecido. También necesitamos carbón e incienso…

—¿Qué clase de incienso?

—No lo dice. Ah, espera un momento, creo que se refiere a que hay que usar alcanfor como incienso. Alcanfor. Sí, alcanfor.

—De acuerdo.

—Y algo para quemarlo. Un quemador de incienso o un brasero, algo así.

—Muy bien.

—Y necesitamos guirnaldas de verbena…

—¿Cuántas? —Dos— indicó Henry tras consultar el libro.

—Perfecto.

—Y dos velones con sus palmatorias. Aquí dice que tienen que ser negros, pero yo me inclino por los blancos porque queremos recuperar a Pyrgus. El negro es de brujas y de demonios, ¿no crees? Es el tipo de cosas que utilizaban en las viejas películas de Hammer que ponían en la tele. —Henry se fijó en la expresión de Blue—. No sabes nada de eso, ¿verdad? Bueno, no importa; lo que te he dicho, dos velones en palmatorias. —Frunció el entrecejo—. ¿Tienes idea de lo que es el brandy de Rutania?

—Sí.

—Necesitamos una botellita, y algo que se llama hematite. ¿Has oído hablar de la hematite?

—Sanguinaria —explicó Blue—. Puedo conseguir una. ¿Nada más?

Henry volvió a consultar el libro.

—Aquí dice que hace falta una varita detonadora, pero si se sigue leyendo se ve que es para controlar al demonio. No creo que Pyrgus nos cause muchos problemas.

—Si todo funciona bien…

—¿Y eso qué significa?

—Si todo sale bien —repitió Blue—. Si tu idea da resultado. Si encontramos a Pyrgus. Si no llamamos a Beleth o a algún otro demonio por equivocación.

A Henry se le encogió el estómago de repente.

—¿Crees que podría ocurrir?

—Es posible.

—Entonces necesitamos una varita detonadora, por sí acaso.

—Bueno, por si acaso.

Blue se pasó la lengua por los labios.

—¿Y sabes dónde puedes conseguirla? —le preguntó Henry.

—No. —Blue se lo quedó mirando—. Es decir, si tuviéramos más tiempo, podría enviar a un sirviente… pero si lo vamos a hacer ahora no puede ser; tan rápido es imposible. No.

—Entonces tendremos que arreglárnoslas sin la varita detonadora —afirmó Henry, después de reflexionar un momento—. Estoy seguro de que todo saldrá bien. —Miró hacia la puerta—. Lo único que nos falta es algo que se llama… —le costó pronunciarlo—… asa fétida. ¿Hierba de asa fétida? ¿Sabes qué es?

—Naturalmente —respondió Blue—. La usamos para cocinar. Puedo conseguirla en las cocinas.

—¡Oh, no, espera! —exclamó Henry—. La hierba se quema para despedir al demonio al que se ha llamado. Nosotros no queremos despedir a Pyrgus; eso es lo único que importa.

—De todas formas, es mejor que traiga un poco —comentó Blue—, ya que no tenemos varita detonadora.

—Excelente idea. Sí, trae asa fétida. Trae montones de asa fétida.

Blue tardó sólo quince minutos en reunir todas las cosas que necesitaban, pero a Henry le parecieron los quince minutos más largos de su vida.

* * *

Henry abrió el libro y leyó las instrucciones en alto mientras Blue dibujaba con mucho esmero el círculo y el triángulo.

—¿Así? —le preguntó a Henry cuando colocó las velas.

—Un poquito más juntas, diría yo —comentó Henry.

—¿Así?

—Tienen que estar más cerca del triángulo —indicó Henry.

—Si las acerco más, las meto dentro del triángulo —le espetó Blue, con ganas de tirárselas a Henry.

—Vale —reconoció Henry.

Por fin terminaron y retrocedieron para observar su trabajo.

—¡Oh! —exclamó Henry.

—¿Oh? ¿Por qué dices «Oh»? ¿Pasa algo? ¿He hecho algo mal a pesar de tus minuciosas instrucciones? —Blue le lanzó una mirada fulminante.

—Has dibujado un círculo completo —afirmó Henry humedeciéndose los labios con la lengua.

—Sí, Henry —repuso Blue—. He dibujado un círculo completo. Me dijiste que dibujara un círculo, y dibujé un círculo. Me pareció raro, pero lo hice y ahí lo tienes.

—Es que no puedes completar el círculo hasta que estés dentro. Si no, no vale.

Durante unos momentos Blue tuvo ganas de pegarle a Henry, pero se limitó a decir:

—Te diré cómo se arregla: borro una parte del círculo con mi pañuelo, sólo es tiza. Luego nos metemos dentro del círculo, y lo vuelvo a dibujar. ¿Te parece bien así?

—Sí —se apresuró a responder Henry, aunque no tenía ni idea de si era así o no.

Apenas tardaron un minuto en introducirse en el círculo, y Blue dibujó de nuevo la línea que había borrado para que sirviese de entrada. Henry se mordió el labio.

—¿Quién va a hacerlo?

—¿La ceremonia? Tú.

—¿Y por qué yo?

—Porque tienes el libro —respondió Blue.

A Henry le parecía increíble lo que iba a hacer. Iba a practicar una especie de rito de magia negra para salvar a su amigo del infierno. Era absurdo. Y aún más absurdo era que podía salir todo mal y entonces tendrían que enfrentarse a algo desagradable, algo verdaderamente desagradable. No quería hacerlo. Pero tampoco quería rajarse, y menos delante de Blue. Lo único que debía hacer era superar el terror que lo dominaba y continuar. Henry respiró profundamente.

—De acuerdo, tú… Oh…

—Si me vuelves a decir «Oh» otra vez… —Blue cerró los ojos un momento, pero los abrió de nuevo y preguntó—. ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que va mal ahora?

—Tenemos que encender el carbón vegetal y quemar un poco de alcanfor, pero me olvidé de decirte que trajeras cerillas o un encendedor.

O yescas o lo que tuvieran por costumbre usar en aquel mundo para prender fuego. Henry se dio cuenta de que no tenía ni la más mínima idea de qué materiales utilizaban.

—Por suerte, a veces consigo pensar por mí misma —observó Blue.

Tocó el carbón con una varita del tamaño de un lápiz, surgió una llama azul y enseguida el carbón empezó a lanzar destellos rojos. Añadió el alcanfor sin decir palabra.

Henry abrió El Libro de Beleth, se puso de cara hacia el triángulo, redujo el miedo que sentía a una bolita para que no interfiriese con lo que iba a hacer, y empezó a leer en voz alta las oraciones del principio.

Cuando llegó al nombre de «Beleth», puso buen cuidado en sustituirlo por «Pyrgus». Y le pidió al cielo que funcionase.

* * *

No podía salir bien. Era totalmente absurdo. Meterse en un círculo para sacar a alguien del infierno. ¿Cómo iban a lograrlo? Ya nadie creía en ese tipo de cosas. Nadie creía en eso desde la Edad Media.

«Tampoco nadie cree en los elfos ni en los portales que conducen a otro mundo», le susurró una voz en la mente.

Henry cerró los ojos.

—Yo te invoco, Be… Pyrgus. Te invoco para que te presentes en el Triángulo de Arte, de buen grado y en una forma que me sea agradable, para que podamos…

Y continuó recitando las repetitivas instrucciones escritas en la página que tenía delante.

Al poco rato, notó que llegaba hasta él el humo que despedía el alcanfor. Blue había echado un montón en el quemador, y Henry empezaba a sentirse un poco aturdido. Al menos eso era lo que creía, que era el humo del alcanfor, porque cuando abrió los ojos, la habitación le pareció extraña: los extremos se habían difuminado, y todo lo que veía estaba retorcido y desplazado, como si se encontraran debajo del agua.

Tenía que ser el humo del alcanfor porque sentía náuseas y un zumbido en los oídos. A Henry le dio la impresión de que se inclinaba hacia un lado, pero cuando quiso cerciorarse comprobó que seguía derecho. ¿Se estaría formando una tormenta fuera? Algo retumbaba a lo lejos y sonaba exactamente igual que un trueno.

La habitación estaba llena de humo. Henry intentó hacerle señas a Blue para que no quemase más alcanfor, pero el brazo no le obedeció. El chico seguía recitando las palabras rituales del libro aunque sólo emitía sonidos con la garganta y movía los labios, pero parecía que el resto del cuerpo estaba totalmente desvinculado de lo que él estaba diciendo. Estaba a punto de desmayarse, de caerse o de quedarse ciego por culpa del alcanfor que le nublaba los ojos.

El humo del incienso giró en remolino sobre el triángulo, y se convirtió en una figura humana.