31

Blue apartó las manos del médico y se sentó.

—Me encuentro perfectamente —dijo muy serena, y miró a su alrededor.

Alguien la había desvestido y la había metido en la cama. En la habitación había tres médicos de la corte y varios criados. Todos parecían preocupados.

—Serenidad —dijo el médico que estaba más cerca de ella y que había intentado que permaneciese acostada—, es nuestro deber aconsejaros que lo mejor es que sigáis en cama. Las manifestaciones de conmoción, y vos habéis sufrido una muy fuerte, son…

«Una fuerte conmoción. Así la llamaban», pensó Blue mientras el médico continuaba hablando. Una fuerte conmoción. Su padre había muerto y el mundo había cambiado. Una fuerte conmoción. Tenía el estómago revuelto y le dolían todos los músculos por culpa de la tensión. Pero lo más extraño era que notaba como si tuviera la cabeza separada del cuerpo y como si le flotase a treinta centímetros o a más de medio metro por encima de donde debería estar. Sin duda, era la consecuencia de una fuerte conmoción. Pero, mientras su cabeza se mantuviese flotando, podría afrontar las cosas.

—Caballeros, me gustaría que se fuesen —dijo en tono firme—. Deseo vestirme.

—Serenidad…

El médico, que captó la expresión del rostro de la princesa, decidió no discutir, y se marchó con sus colegas haciendo muchos aspavientos, en medio de continuos retrocesos y reverencias.

El último en salir dijo:

—Serenidad, hay una dosis de somníferos junto a la cabecera de la cama, por si la necesitáis, y un tranquilizante en el frasquito azul; si os hiciera falta, basta con dos gotitas en la lengua, y no toméis más de doce gotas cada veinticuatro horas. En el frasquito rojo hay un estimulante para contrarrestar los efectos del tranquilizante: una gotita en la lengua es suficiente. Y la vela mágica es un letárgico: si la encendéis, os olvidaréis de todo hasta que la vela se apague o se consuma. En el cajón hay más velas letárgicas. Y…

—Gracias, Argus —le dijo Blue cortésmente—. Has cumplido con tu deber de forma admirable.

—Gracias, Serenidad —repuso el médico Argus, y por fin se retiró.

—Por favor, dadme algo adecuado para que me vista.

Blue apartó las sábanas y puso los pies en el suelo. Sentía el cuerpo ligero, como la cabeza, pero le daba igual. Tenía que averiguar por qué había muerto su padre y por qué lo había matado aquella criatura del Mundo Análogo. Debía asegurarse de que se castigara al asesino, aunque suponía que Tithonus ya se habría encargado del asunto. Y Pyrgus seguía sin aparecer.

Volvió la cabeza al oír que llamaban suavemente a la puerta.

—¿Quién es?

Anna entró indecisa con algo en la mano.

—¿Os encontráis bien, ama Blue? Me han dicho que estabais despierta.

—Estoy perfectamente —respondió Blue. Anna era la única que le contaba lo que sucedía. Era algo que no se le había olvidado—. ¿Qué ocurre?

—No sé si será conveniente molestaros —comentó Anna, vacilante—, pero me parece que es urgente y sé que os gustaría manteneros al tanto de… —Su voz fue bajando de tono y le entregó una hoja de papel—. Es del joven que os espió mientras os bañabais. Al parecer se ha metido en más líos. Os envía esto gracias a uno de los guardias.

Blue tomó el papel y lo desdobló.

* * *

Beleth se marchó, pero sus demonios se quedaron en la ardiente y sulfúrica caverna, atornillando la capa metálica exterior de la Bomba del Juicio Final. De vez en cuando alzaban la vista, como si tuviesen curiosidad por saber qué hacía Pyrgus.

Pero Pyrgus no hacía nada, porque nada podía hacer. Le dolía la espalda y sobre todo las piernas de estar agachado en la jaula, pero el dolor, que había crecido de forma incesante hasta entonces, se había estabilizado y había dejado paso a un entumecimiento creciente que le permitía superar la incomodidad. No le resultaba tan fácil ignorar la presión que sufría en la cabeza, que empeoraba cada vez más y que él atribuía al estrés que le provocaba la situación.

A pesar del dolor de cabeza, la mente le funcionaba con lucidez. Se preguntó si su padre ya habría muerto y si el ejército demoníaco de Beleth los habría invadido. Y se preguntó también si su hermana habría sobrevivido. Necesitaba entrar en acción, liberarse, escapar de Hael y participar en la lucha contra las fuerzas del mal. Pero la jaula era sólida y los cierres seguros, así que estaba tan indefenso como los gatitos que había salvado en la fábrica de pegamento. Aquel rescate parecía haber sucedido mucho tiempo atrás.

Beleth tenía razón al afirmar que no se notaba el movimiento descendente de la jaula. El mecanismo, aquel mecanismo especial, como lo había llamado el príncipe de los demonios, no hacía otro ruido que algún crujido de vez en cuando. Pero al comparar la distancia que lo separaba del techo de la cueva desde que Beleth se había marchado, vio la diferencia. La jaula se caía sin remedio. Bajaba lentamente, un poco cada vez, pero bajaba. Debajo de Pyrgus, el azufre hervía y burbujeaba. Y el muchacho tenía la sensación, provocada por el estrés del momento, de que le iba a explotar la cabeza.

* * *

—¿Qué es esto? —preguntó Henry.

—Tu parte del papel —le dijo Fogarty—. Viene alguien.

Henry lo miró atónito, fijó los ojos en la bola de papel arrugado que tenía en la mano, y volvió a mirar a Fogarty.

—Tenemos que comérnoslo —le indicó Fogarty.

Henry desdobló el papel y vio que se trataba de dos pequeñas hojas rotas. En una estaba escrito con su letra: «¿Qué le pasó a Pyrgus?». Y en la otra, también con su letra, ponía: «¿Por qué mató al emperador?». Aquéllos no eran los documentos más comprometedores del mundo.

—No pienso comérmelo —dijo Henry.

Fogarty parecía decidido a discutir, pero tenía la boca llena, y ya se oía el sonido de los pasos allí mismo. Una llave chirrió en la cerradura y la puerta se abrió de golpe. Dos guardias fortachones entraron, y se situaron a los lados; tras ellos entró una figurita vestida de negro.

—¡Blue! —exclamó Henry con un alivio infinito.

—Ven conmigo —ordenó ella fríamente.

—Vamos, señor Fogarty —dijo Henry, encantado—. Ésta es la princesa Holly Blue. Ya le dije que nos sacaría de aquí.

Pero Blue permanecía seria.

—Sólo tú —le indicó a Henry—. El monstruo que mató a mi padre se queda aquí hasta que lo cuelguen. —Y atravesando a Henry con la mirada, añadió—: ¿Esto es cierto? —Tenía un pedazo de papel en la mano. Henry supuso que sería la nota que él le había enviado—. ¿Sabes dónde está Pyrgus?

Henry respiró profundamente.

—Es un poco complicado —afirmó.

—Entonces simplifícalo —le ordenó Blue en torno cortante, y esperó, sin apartar los ojos de él.

Henry repitió la historia que le había contado Fogarty sobre el demonio.

El chico percibió la creciente incredulidad de la princesa a medida que hablaba. No podía echárselo en cara, pues él mismo no acababa de creerse la historia de Fogarty. De pronto la expresión de la joven cambió.

—¿Has dicho Beleth? —le preguntó con interés.

—Pues sí —respondió Henry—. Creo que es una especie de rey de los demonios. —Henry lamentó la elección de las palabras en cuanto las pronunció; sonaban como salidas de un musical navideño—. Mira, ya sé que parece una chaladura, pero hace mucho tiempo que conozco al señor Fogarty y él jamás…

—Beleth era el demonio al que invocó Brimstone —lo interrumpió Blue—, el que estuvo a punto de matar a Pyrgus. ¿Cómo sabe Fogarty el nombre? ¿Cómo puede haber alguien que lo sepa? Pyrgus no se lo contó a nadie. Yo lo sé porque lo leí en el diario mágico de Brimstone. Pero había otro libro relacionado con Beleth… —Se calló, con el entrecejo fruncido.

—¿Significa eso que me crees? —le preguntó Henry, aliviado.

—No estoy segura —repuso Blue—. Resulta muy oportuno fingir que estás dominado por un demonio y emplearlo como excusa, si acabas de matar a una persona. Pero de todas formas…

Henry sabía a qué se refería. Si los demonios existían de verdad, y Blue parecía darlo por sentado, ¿por qué no iban a apoderarse de la gente? Se le ocurrió entonces que podía contribuir a aclarar aquel punto.

—Tú crees en los demonios, ¿verdad?

Blue parpadeó, sorprendida.

—Nadie cree en los demonios —le respondió tajante—. Están ahí. —Notó la expresión de Henry, y añadió—: Están en su propio mundo, naturalmente, pero muchas veces tratan de entrar en éste. Los partidarios de la noche colaboran mucho con ellos.

—¿Pueden apropiarse de la gente? —le preguntó Henry—. Por ejemplo, controlar las mentes.

—Pues claro que sí —respondió Blue—. Todo el mundo sabe que a los demonios no se les puede mirar a los ojos. —De pronto, comprendió adonde quería llegar Henry y se apresuró a decir—: Eso no significa que yo crea que anda un demonio suelto por aquí y que obligó al señor Fogarty a matar a mi padre.

—No, pero es posible, ¿verdad?

Se quedó absorta en sus pensamientos largo rato hasta que al fin dijo:

—Sí, es posible.

* * *

—Necesitamos más información —dijo Blue—. Tengo que echar otro vistazo a esos dos libros. —Captó la mirada de Henry, que quería decir que no había entendido nada—. No sé si él te lo contó, pero Pyrgus se entremetió en los asuntos de un brujo de la noche, que se llama Brimstone y que quiso sacrificarlo a ese demonio. Lo averigüé cuando robé el diario mágico de Brimstone y otro libro que trataba sobre Beleth. Pero a mi padre… —pestañeó, aunque siguió sin vacilaciones— no le pareció bien y devolvió los libros. Sólo pude echarles un vistazo.

—¿Y dónde están los libros ahora?

—Me parece que los tiene Tithonus —respondió Holly.

—¿Puedes pedírselos? Me refiero a que si le explicas que tal vez sean importantes…

—Supongo que sí —asintió, aunque sin demasiada seguridad—. Enviaré a un sirviente.

A los pocos minutos, el criado de Tithonus, un individuo taciturno que se llamaba Atolmis, presentó sus respetos. Llevaba uniforme de lacayo y una bolsa de lona al hombro.

—Malas noticias, Alteza Serenísima —dijo en tono protocolario.

—¿Qué pasa, Atolmis? —le preguntó Blue bruscamente.

—El Guardián me ha pedido que os sugiera que permanezcáis en vuestras habitaciones de momento, Serenidad. Él está en la sala de control. Hemos recibido informaciones que indican que el bando de la noche ha lanzado una ofensiva militar a gran escala.

Blue ya estaba pálida, pero Henry observó que palidecía aún más.

—Debo ir a la sala de control —dijo—. Tal vez pueda hacer algo.

—El Guardián preferiría que os quedarais en vuestros aposentos, Serenidad. Teme por vuestra seguridad —observó Atolmis, inexpresivo.

—¿Mi seguridad? ¿Por qué tendría que peligrar mi seguridad?

Atolmis tenía unos ojos grandes y negros que nunca pestañeaban, y los posó en Blue.

—Desde la muerte de vuestro ilustre padre, mi amo ha asumido la regencia hasta el regreso del príncipe heredero. Como regente, le corresponde la defensa del reino. He estado con él hasta hace unos momentos. Estamos… —Dudó, como si quisiese elegir las palabras con cuidado—. Tenemos ciertas dificultades para reprimir el ataque del bando de la noche.

—¡Pero no tienen fuerzas suficientes! —protestó Blue—. Mi…

Se calló. Sus contactos del Servicio de Espionaje Imperial la habían alertado sobre los ejércitos de los partidarios de la noche, pero no había querido creerlos.

—El bando de la noche cuenta con la ayuda de las fuerzas demoníacas —informó Atolmis desapasionadamente.

—¿Cómo? ¿Cómo han entrado los demonios?

En el reino de los elfos siempre había uno o dos demonios, invitados por brujos, nigromantes y gentes por el estilo, pero la irrupción de un ejército de demonios a gran escala era imposible.

—Me temo que no lo sabemos, Serenidad. Pero ya han cruzado el valle de Teetion, y se está desarrollando un feroz enfrentamiento en las llanuras de Lilk. Refuerzos de los demonios se dirigen a la vanguardia para unirse a ellos. —Atolmis inspiró ruidosamente—. Serenidad, sólo es cuestión de horas que asedien la ciudad. La seguridad de la familia real es la principal preocupación de mi amo. ¿Puedo decirle que permaneceréis en vuestras habitaciones?

—Sí, Atolmis —asintió Blue muy seria—. Puedes decírselo.

—Gracias, Serenidad —respondió Atolmis. Estaba a punto de marcharse cuando se dio la vuelta, sacó un paquete envuelto en un paño de la bolsa de lona y se lo tendió a Blue—. Los libros que habéis pedido, Serenidad.

—Parece grave —comentó Henry cuando Atolmis se marchó.

—Eso es obvio. —Refunfuñó mirándolo, y tras notar la expresión ofendida de Henry, se apresuró a añadir—: Pero no podemos hacer nada de inmediato, y ahora es más importante que nunca encontrar a Pyrgus. —Blue desató la cinta que sujetaba el paquete—. Vamos, ayúdame a examinar estos libros.