Una mujer regordeta, de mediana edad, con uniforme de sirvienta, se dirigió a Henry:
—Se pondrá bien, pobrecilla. Los médicos la atienden. Pero semejante impresión… —Frunció los labios un instante, con una expresión de pena en los ojos, y luego volvió a fijarse en Henry—. No lo he visto antes, joven, y no sé cómo se llama.
—Me llamo Henry —respondió Henry en tono sombrío.
Lo que había ocurrido también le había afectado. Era la primera vez que veía un cadáver y los destrozos de la cara del emperador parecían propios de una película de terror, con la salvedad de que en las películas no se olía nada.
—¡Oh, como el duque de Borgoña! —comentó la mujer, y esbozó una sonrisita de conspiradora—. Aunque no creo que pertenezca usted al bando de la noche, ¿o sí?
—No —se apresuró a decir Henry, que no tenía la menor idea sobre lo que estaba hablando la mujer.
—Soy el ama Umber —se presentó la mujer—. ¿Se quedará en el palacio, señor Henry?
De repente, todo se había complicado mucho más de lo que el chico esperaba en principio. Tomó aliento y respondió:
—Supongo que sí.
—Lo acompañaré a una de las habitaciones de invitados. Me alegro de que esté aquí. Blue necesitará tener amigos a su alrededor en un momento así.
La habitación de invitados era suntuosa, cien mil veces mejor que su dormitorio de casa, aunque no vio ninguna cama.
—Siento que no sea como lo que está usted acostumbrado —dijo el ama Umber, nerviosa, mirando a Henry de arriba abajo—. ¿Viene usted del campo?
Henry asintió, pues le pareció mejor no decir de dónde procedía realmente.
—Bien, pues encontrará ropa limpia en el armario, más a tono con el palacio; revuelva hasta que encuentre algo de su talla, y si tiene alguna dificultad llámeme. Hay ropa interior en los cajones.
Le dedicó una sonrisa maternal y se fue, cerrando la puerta al salir.
Henry enseguida averiguó la razón de que no hubiese cama en el cuarto: no era una habitación, sino una suite, con un dormitorio aparte de la sala principal, y un baño con una bañera incrustada en el suelo, que era una reproducción en miniatura (una miniatura grande) de la que había utilizado Blue. En el borde de la bañera había cacharros de loza y, tras examinarlos, descubrió que contenían aceites aromáticos. Regresó al dormitorio y encontró el armario del que le había hablado el ama Umber. Como ella había dicho, estaba lleno de ropa de varios tamaños. Henry escogió un chaleco verde y unos pantalones que le sentaban bastante bien, y dio con unos flexibles zapatos verdes que combinaban estupendamente. Cuando se contempló en el espejo del armario, tuvo la escalofriante sensación de que se parecía un poco a Pyrgus, aunque la ropa que llevaba no tenía nada que ver con la del muchacho. Tal vez quería decir que él encajaba en aquel lugar, lo cual no era malo.
Abrió otra puerta que había en la habitación, suponiendo que sería un segundo armario empotrado, pero se encontró con un pequeño estudio sin ventanas, que se iluminó misteriosamente al abrirse la puerta. Había un escritorio y una silla, y las paredes estaban llenas de libros. Henry pensó que quizá podría averiguar muchas cosas del mundo de Pyrgus si se tomaba su tiempo. Pero seguramente se enteraría de muchas más si exploraba el palacio.
Henry volvió a la salita, abrió la puerta que daba al pasillo y salió.
—¡Ah, está usted aquí! —exclamó el ama Umber, dándole un susto a Henry. Parecía como si hubiese estado esperándolo en el pasillo—. Estoy segura de que querrá comer. Si me acompaña, le servirán algo en las cocinas. —Lo miró con gesto aprobatorio—. El verde le sienta bien.
—Gracias —dijo Henry.
Las cocinas del palacio eran un lugar tan adecuado como cualquier otro para empezar. Además, contra todo pronóstico, tenía ganas de comer.
* * *
El calor de las cocinas, generado por dos enormes fogones, se elevó ante Henry como un muro. Cuanto entró, le dio la impresión de que se introducía en una película de época, del tiempo de Dickens o incluso anterior. Todo tenía aspecto anticuado, desde las restregadas mesas de pino hasta las tajadas de carne que colgaban de ganchos suspendidos del techo. Supuso que el lugar sería un hervidero de actividad a las horas de las comidas. En ese momento deambulaban por allí veinte o treinta personas, que charlaban y bebían mientras esperaban que empezase el ajetreo.
El ama Umber lo condujo hasta una mujer gorda con uniforme de cocinera, que cortaba verduras en una olla gigantesca.
—Ésta es la cocinera jefe Lattice Brown —susurró—. Sé bueno con ella si no quieres que te envenene. —Sonrió para que Henry supiese que se trataba de una broma, y luego dijo en voz alta—: ¿Puedes darle algo de comer a un muchacho hambriento, Lattice? Es amigo de la princesa Blue.
Lattice dejó el cuchillo y se limpió las manos en un paño. Todos sus movimientos eran muy parsimoniosos. Miró a Henry, sorprendida.
—Así que amigo de la princesa Blue. ¿Y este amigo tiene nombre?
Henry abrió la boca para responder, pero el ama Umber se le adelantó.
—Se llama Henry, Lattice, como el duque de Borgoña. Y es un leal partidario del bando de la luz, pero no del bando de la noche, ¿verdad?
—El duque de Borgoña no se llama Henry —observó la cocinera.
—Sí, claro que sí. Henry Lucina —afirmó el ama Umber frunciendo el entrecejo.
—No, no se llama así. Se llama Hamearis. Tú no te llamas Hamearis, ¿verdad? —La pregunta iba dirigida a Henry.
—No, señora, Henry.
—¿Has oído eso, querida Lanta? ¡Señora! —Lattice Brown sonrió encantada—. ¡Qué joven tan encantador! Déjamelo a mí, y verá lo que es comer bien. No me extrañaría que un par de mozas de la cocina quisieran acompañarlo, ¡un muchacho tan guapo!
Le guiñó el ojo a Henry, que se puso colorado.
Poco después Henry estaba sentado ante una mesa de pino comiendo cucharadas de guiso que le habían servido en un cuenco, con un grueso pedazo de pan crujiente en un plato.
—Es para mojar —le había dicho la cocinera Lattice.
Se sintió muy aliviado de que no lo acompañase ninguna moza, y tras unas cuantas miradas de curiosidad, el resto del personal volvió a sus tareas, que consistían principalmente en cotillear. Henry escuchaba con la cabeza baja. Como era de esperar, el principal tema de conversación era el asesinato del emperador.
—No tenía cabeza…
—¿Cómo, nada de nada?
—Es lo que me contó Bert, que es guardia. Sólo quedaba un muñón de cuello, pero no había sangre. El Guardián afirma que fue un rayo cortante, que es lo único que cicatriza al cercenar.
—No es eso lo que a mí me han contado. No le han cortado la cabeza, sino que más bien se la han roto a golpes. Debe de ser alguna nueva arma de los partidarios de la noche.
—¡Ay, no me extraña nada que fuesen los de la noche; esa maldita panda no para de fastidiar!
—No ha sido el bando de la noche. Sabes que no han sido ellos.
—¿Quién va a gobernar el reino? Eso es lo que quiero saber. El emperador ha muerto, el príncipe heredero ha desaparecido…
—Tal vez sea el fin de la Casa de Iris.
Las palabras procedían de un tipo tristón que tenía la vista clavada en una copa de cerámica. La cocinera Lattice y dos mujeres se volvieron hacia él.
—Ten cuidado con lo que dices, Luigi.
—La Casa de Iris satisface vuestros salarios, y también los nuestros.
—Está el príncipe Comma…
—¡Vaya zorrito!
—¡Qué modales son ésos, niña! —exclamó Lattice—. Aunque sea un zorrito, es hijo del emperador.
—¡Claro, y si tú tuvieras una madre como ésa…!
—¡Chist! —La cocinera Lattice miró a su alrededor como si le preocupase que alguien pudiese oírlos.
—¿Por qué tengo que callarme? Todo el mundo conoce la verdad. No me extraña que el pobre Comma sea como es. La sangre tira, lo digo yo.
Una mujer a la que todos llamaban Nell dijo:
—De todas formas, no puede convertirse en emperador. Es demasiado joven.
—El príncipe Pyrgus aparecerá —afirmó Lattice, convencida—. Pero si no aparece, le tocará a Comma. El Guardián será regente hasta que el príncipe sea mayor de edad. Es así como se hace. Pero Pyrgus aparecerá, no olvidéis que os lo he dicho.
—¿Qué le ha pasado al príncipe Pyrgus? —preguntó Henry.
No le apetecía mucho llamar la atención, pero si quería enterarse de algo, no le quedaba más remedio que preguntar.
—Nadie lo sabe —respondió Lattice—. Lo enviaron lejos por medio de uno de esos absurdos portales y no ha regresado. Y si ha regresado, no saben adonde ha ido. A mí nunca me pareció bien. Jamás me iría a un mundo extraño, lleno de idiotas, gigantes y gente con caspa. La gente de allí tiene seis dedos y la piel azul brillante, ¿no lo sabías?
—No —comentó Henry.
—Me lo contó Larry —afirmó Lattice, sin explicar quién era Larry.
—El que ha matado al emperador no tenía la piel azul —aseguró Nell, y adoptó una expresión engreída—. Mi Tom me lo ha dicho porque estaba allí.
—Si estaba allí, ¿por qué no lo impidió? —le preguntó Luigi con amargura.
—Pues porque no estaba allí en el momento en que pasó —precisó Nell—. Cuando sucedió, no había ningún guardia, pero Tom fue el primero en entrar. O uno de los primeros, que es lo mismo. Dijo que el viejo era igual que tú y yo: cinco dedos, piel normal, sin caspa, pero calvo.
Henry sintió una opresión repentina en el pecho.
—¿Significa eso que fue alguien de… —cómo diablos lo había llamado Pyrgus—, del Mundo Análogo el que mató al emperador?
—¿No lo sabías? Un tipo que se llama Fuego, o Fogueo, o algo parecido. El emperador fue al otro mundo a buscar al príncipe Pyrgus y se trajo a ese individuo con él por algún motivo. La cocinera Lattice tiene razón: del otro mundo no se puede esperar nada bueno. Son más de fiar los demonios, te lo digo yo.
—No era Fuego, sino Fogata; bueno, en realidad Fogary —aclaró Luigi—. Tenía un arma terrible. No me preguntéis en qué estaban pensando para dejarlo entrar allí por las buenas.
—El emperador era demasiado confiado, demasiado bueno.
—Ya no volverá a confiar en nadie; que descanse en paz.
—¡Descanse en paz! —repitieron todos, y luego se quedaron callados.
—¿Fogary o Fogarty? —preguntó Henry al cabo de un rato.
—Eso es —respondió Luigi—. Fogarty. El que asesinó al emperador. Su nombre es Fogarty. Lo han llevado a los calabozos del palacio.
—¿Y dónde están los calabozos? —preguntó Henry con tono inocente.
* * *
La última vez que Henry se había sentido tan asustado había sido cuando Fogarty le había mandado robar en el colegio. Pero en ese momento era mucho peor. Le latía el corazón con tanta fuerza que sonaba como un tambor militar. Sentía que las piernas le flaqueaban y le faltaba el aire, a pesar de que respiraba profundamente, mientras se esforzaba en descender por los empinados escalones que conducían a los calabozos del palacio.
Cuando llegó al final, se llevó una sorpresa. Esperaba encontrar un recinto anticuado como la cocina: oscuro, celdas con muros de piedra, prisioneros con grilletes, y paredes llenas de humedad. Pero resultó ser muy distinto. La escalera finalizaba en una luminosa zona de recepción donde había incluso una alfombra de color azul pálido. Henry vio las puertas de algunas celdas en el pasillo que estaban al otro lado de la entrada, y una de ellas se hallaba abierta. La celda vacía tenía literas, una mesa y sillas, y se parecía a las cárceles modernas que había visto en las series policíacas de la televisión.
Un robusto guardia abandonó su lugar tras una mesa y se dirigió al mostrador para recibirlo.
—¿Puedo hacer algo por ti? —le preguntó.
Henry rezó en silencio e inspiró profundamente, aunque no tanto como necesitaba.
—¿Está aquí un prisionero que se llama Fogarty?
—¿Y si está qué pasa?
«No me va a asustar», pensó Henry. En realidad el hombre no parecía desconfiado, sino que era su forma de comportarse. Para trabajar como guardia de prisiones había que ser un poco rarito. El truco consistía, según Henry, en aparentar seguridad.
—Un prisionero del Mundo Análogo. El hombre acusado… El que mató al emperador.
El guardia lo miró de arriba abajo, pero el tono confiado de Henry dio resultado.
—Pues sí, está aquí. ¿Eres pariente o algo así? —A Henry le dio un vuelco el corazón, y el guardia se rió a carcajadas—: Pariente, ¿eh? Has venido a visitar a tu querido abuelito, ¿verdad?
Henry sonrió débilmente.
—No, pero tengo que hablar con el prisionero. —Aquélla era la parte más difícil—. Son órdenes de la princesa Holly Blue.
—¿Tienes un pase? —le preguntó el guardia.
Henry se quedó mirándolo.
—No —respondió al fin.
De pronto un felpudo de lana marrón, que había sido arrojado sin ningún cuidado a un extremo del mostrador, se movió, y Henry dio un salto.
—No puedo dejarte ver a un prisionero sin un pase —le informó el guardia—. Ni aunque vinieses de parte del propio emperador, que en paz descanse.
Henry decidió intentarlo por el lado de la compasión.
—Verá, soy nuevo aquí. Nadie me había dicho que necesitaba un pase. ¿No puede hacer una excepción?
—Me costaría algo más que mi trabajo —contestó el guardia en tono razonable—. ¿Por qué no vas a pedirle un pase a la princesa?
Buena pregunta. Vio el lanoso felpudo por el rabillo del ojo y le pareció que se deslizaba hacia él por el mostrador.
—Lo cierto es —le explicó al guardia— que la princesa Blue se encuentra mal en este momento, por la impresión. Vio a su padre y… bueno, ya me entiende. Así que no se la puede molestar. Puede comprobarlo si quiere.
Henry giró la cabeza para mirar fijamente el felpudo, que dejó de moverse. Dos brillantes ojillos castaños lo observaron bajo el lanoso tejido.
El guardia miró a Henry, mientras se mordía el labio inferior.
—La norma es que no te deje entrar sin un pase —dijo, dudoso.
—Sí, lo entiendo —respondió Henry—. Pero puedo firmar un impreso en el que asumo la responsabilidad, y cuando la princesa Blue se sienta un poco mejor, le traeré el pase. Es un asunto muy urgente.
El felpudo de ojos castaños se deslizó desde el mostrador al suelo. Henry miró inquieto cómo se acercaba hacia él, aunque el guardia no le prestaba la menor atención.
—Tal vez si me dijeras de qué se trata… —insinuó el guardia con aire pensativo—. Me gustaría ayudar a la princesa, pero al mismo tiempo…
Hizo una mueca con los labios y se encogió de hombros.
Henry contaba con aquella reacción.
—La princesa desea conocer el motivo por el cual ese hombre asesinó a su padre. Por si hay más conspiraciones.
—Eres un poquito joven para interrogar a un prisionero sobre ese tipo de cosas, ¿no te parece?
También había previsto aquella pregunta.
—La princesa piensa que el asesino podría sentirse menos agobiado con alguien de mi edad.
Henry esperó, pues sabía que era malo hablar más de la cuenta cuando se está probando suerte. La criatura lanuda (tenía que ser un animal de alguna especie) había llegado hasta sus pies y husmeaba sus tobillos.
El guardia se inclinó sobre el mostrador y miró al felpudo.
—¿Que te parece? —le preguntó.
—Una sarta de mentiras —respondió la criatura—. El chico no se enteraría de la verdad ni aunque le mordiera en el trasero.
* * *
Henry luchó con furia, pero los guardias estaban muy acostumbrados a tratar a prisioneros difíciles y a esquivar las patadas. Lo llevaron medio a rastras por el pasillo y lo sujetaron, mientras uno de ellos abría la puerta de una celda del fondo.
—No sé por qué montas semejante alboroto —dijo uno—. ¿No querías ver al viejo bobo que mató a nuestro emperador? Pues ahora tienes la oportunidad.
Lo arrojaron al interior de la celda y cerraron la puerta de golpe. Henry se levantó y se abalanzó hacia ella, pero la llave giró antes de que llegase.
—Ahorra fuerzas —le dijo una voz familiar.
Henry se dio la vuelta. El señor Fogarty estaba sentado en la litera de arriba, con los pies colgando.
—Esos tipejos saben hacer cerraduras. Desde que me metieron aquí, he estado intentando abrirla. —Bajó de la litera—. No esperaba verte, Henry. —Lo husmeó y lo miró de arriba abajo—. Y mucho menos vestido de duende.
—Señor Fogarty, ¿qué ha pasado? ¿Qué…?
—Hace buen tiempo para esta época del año —comentó Fogarty llevándose un dedo a los labios.
Fue hacia la litera y sacó un cuaderno y un lápiz de debajo del colchón. Escribió algo y le pasó el cuaderno a Henry.
«Puede haber micrófonos ocultos —decía—. Es mejor escribir las cosas importantes y comernos el papel después. Mientras tanto, charlemos un poco».
Henry refunfuñó para sus adentros, pero tomó el lápiz. Tras pensar unos momentos, escribió: «¿Qué le pasó a Pyrgus?».
—¿Por qué te han encerrado? —le preguntó Fogarty en voz alta, mientras recuperaba el lápiz para escribir: «El muy bribón utilizó el portal sin que yo lo comprobase».
—Una especie de felpudo testificó contra mí —respondió Henry.
Luego tomó el cuaderno y fue al fondo del asunto: «¿Por qué mató al emperador?».
«No sé si lo maté».
—¿Cómo que no lo sabe? —explotó Henry—. ¿Está aquí por asesinato y no sabe si…?
—¡Cállate! —siseó Fogarty, y mirando a su alrededor, asustado, le lanzó el cuaderno a Henry.
—No pienso escribir —exclamó Henry, furioso—. Esto es muy importante. Tengo que saber qué pasó. Las notas no sirven.
Tal como estaban las cosas no conseguirían entenderse ni con una novela entera.
—Muy bien —asintió Fogarty—, pero baja la voz. Si nos sentamos en la litera uno al lado del otro, podremos hablar en susurros.
Se sentó y le indicó a Henry un lugar junto a él.
Henry refunfuñó en alto, pero se sentó obedientemente. Cualquier cosa era mejor que pasarse notitas.
—¿Mató al emperador? —le preguntó sin rodeos, aunque en tono tranquilo.
—No —respondió Fogarty con un susurro.
—¿No le disparó con su escopeta?
—No.
—¿Y quién lo hizo?
—Un demonio —respondió Fogarty.
Henry sintió ganas de estrangularlo. Lo último que necesitaba en ese momento era tener que aguantar las chifladuras del viejo.
—Señor Fogarty —aseguró con paciencia—, no existen esas cosas…
—Escucha, Henry —lo interrumpió Fogarty con un apremiante murmullo—, sé que crees que estoy pirado, pero será mejor que te metas en la cabezota que a lo largo y a lo ancho del mundo hay más cosas que las que te enseñan en el colegio. No creías en los elfos, ¿verdad? Hasta que capturaste uno y lo metiste en un tarro de mermelada. ¿A que tampoco creías que se podía abrir un agujero en el espacio para entrar en un universo diferente? ¿Dónde crees que estamos, en Blackpool? ¿Sabes a qué me dedicaba antes de ser atracador de bancos?
Henry lo miró sin comprender, y tras unos instantes movió negativamente la cabeza.
—No.
—Era físico de partículas —afirmó Fogarty—, y condenadamente bueno, además. ¿Crees que soy idiota?
Henry dijo que no con la cabeza otra vez, más rápido.
—No, pero…
—¿Sabes por qué dejé de ser físico de partículas?
—No, pero…
—Porque me pagaban siete de los grandes al año. ¡Siete mil libras! Incluso en aquella época era una miseria. Se ganaba más vendiendo jabón en escamas y no hacía falta ningún título, y mucho menos un doctorado.
Henry lo miró, asombrado.
—¿Es usted doctor en Física? —le preguntó, incrédulo.
Pero el señor Fogarty estaba lanzado.
—Así que hice lo que haría cualquier hombre sensato y me dediqué a atracar bancos. Pero nunca me olvidé de la física. Hay montones de realidades alternativas (hasta el viejo loco de Einstein lo sabía), y una de ellas es la realidad a la que la gente llama «infierno», un lugar lleno de demonios con sus ovnis. Pyrgus se encuentra allí, pobre chiquillo.
Henry, que iba a decir algo, cambió de idea y le preguntó:
—¿Pyrgus está en el infierno?
—Baja la voz —siseó Fogarty—. Sí, Pyrgus está en el infierno.
—¿Y usted cómo lo sabe? ¿Cómo puede saber una cosa así?
—Se lo he sonsacado al demonio —respondió Fogarty.
La conversación era cada vez más demencial. Pero había algo en la convicción absoluta del señor Fogarty que también convenció a Henry, quien sólo fue capaz de repetir:
—¿Al demonio?
—Escucha —susurró Fogarty—. ¡Cierra el pico, presta atención y escúchame! Los demonios y los extraterrestres de los ovnis son lo mismo. Antiguamente, se les llamaba demonios, y ahora son extraterrestres, pero siguen con sus viejos trucos. No sé cómo Pyrgus llegó hasta allí, pero sé que está en el mundo alienígena. Ahora bien, si te empeñas en ser anticuado, diremos que está en el infierno. Lo sé porque en el palacio hay un demonio. A que no lo sabías, ¿eh? Ni lo sabe nadie más.
—¿Y usted cómo lo sabe? —preguntó Henry con desconfianza.
—Porque se apoderó de mí. A los demonios se les da muy bien lo de apoderarse de la gente —explicó Fogarty—. Hace muchos años que se dedican a eso. Lee los informes sobre ovnis: un día en que estás distraído pensando en tus asuntos, se te para el coche, entonces aterriza un platillo volante y un bichejo con una cabezota te agarra por la oreja. Cuando reaccionas, estás tan confundido que no sabes dónde te encuentras. Así es como lo hacen los demonios. Si les miras a los ojos estás acabado: te arrinconan el cerebro y asumen el control de tu cuerpo. Los buenos te dirigen incluso los pensamientos.
—¿Qué pasó? —preguntó Henry, atraído a pesar de su buen criterio.
—No me lo esperaba, ¿sabes? —dijo Fogarty con amargura—. Atravesó la pared y no pude dejar de mirarle a los ojos. Después se produjo un duelo de voluntades. Me arrastró hasta los aposentos del emperador. No sé por qué no había medidas de seguridad. Lo sentía dentro de la cabeza, y todo el rato me decía que tenía que matar al emperador. Eso no era difícil, pues yo tenía mi escopeta. Pero, naturalmente, me resistí. Sin embargo, cuando entré donde estaban Tithonus y el emperador, ganó él. Intenté sacármelo de la cabeza, pero no fui capaz.
—¿Quiere eso decir que aún lo tiene dentro? —preguntó Henry, horrorizado.
—No seas idiota —le espetó Fogarty—. Después se me despejó la mente un poquito, y fue cuando me enteré de que Pyrgus estaba en el infierno.
—No lo entiendo —comentó Henry.
—Cuando un demonio se apodera de ti, se establece una especie de camino en el que se circula en ambas direcciones: el demonio se te mete en la cabeza, pero si te esfuerzas puedes conseguir entrar tú en la suya. Hasta determinado punto, claro. Así que yo me hice con algunos de sus recuerdos. A Pyrgus lo llevaron ante el demonio principal, un personaje que se llama Beleth. Lo que no sé es qué más pasó.
—Muy bien —dijo Henry, precavido—. ¿Y qué le sucedió a usted después?
Aún no estaba muy convencido de la historia del demonio, pero tampoco dejaba de creérsela del todo. Fogarty había dado en el blanco con el comentario sobre el elfo en el tarro de cristal. Tal vez existían los demonios y conducían platillos volantes.
—Cuando recobré el conocimiento, vi que le había disparado al emperador a corta distancia, y que la mitad de su cabeza había desaparecido. Entonces el demonio se desvaneció. Él ya había llevado a cabo su trabajo… Me había obligado a disparar, había obligado a mi cuerpo a que lo hiciera, y después me abandonó para que pagase yo el pato. Por eso estoy aquí.
—No se preocupe —le dijo Henry—. Cuando le cuente a la princesa Blue lo que ha pasado, lo sacará de aquí. —Le pedía al cielo que fuese verdad.
—Mejor que sea rápido —observó Fogarty—. Tienen previsto colgarme por la mañana.