29

Pyrgus sintió que le desaparecían de la mente los últimos restos de la influencia del demonio, y que en su interior estallaba una furia violenta y terrible. ¿Cómo se atrevía aquella criatura a hablar con tanto aplomo del asesinato de un emperador? ¿Cómo se atrevía a amenazar al reino de los elfos? Pyrgus hubiera querido abalanzarse sobre Beleth y estrangularlo con sus propias manos, pero en vez de eso tuvo que conformarse con examinar su jaula para ver las posibilidades que tenía de escapar.

La jaula era como la que compartía la gata con sus gatitos en la fábrica de pegamento, aunque más grande, pero no era lo suficientemente amplia para que Pyrgus pudiese estar derecho. El chico se agachó tras los barrotes mientras contemplaba una escena terrorífica e infernal.

Su jaula colgaba de una cadena conectada a un mecanismo que había en el techo de la cueva, bajo la mansión metálica de Beleth. Directamente debajo de donde él estaba, un estanque de azufre derretido arrojaba un resplandor rojo. En la cueva trabajaban unos treinta seguidores de Beleth, que se protegían la piel del calor con armaduras de escamas y cuyos cuerpos, musculosos y fornidos, eran aptos para manejar el metal candente con el que estaban fabricando un monstruoso misil junto al estanque. Beleth había recuperado la temible figura con la que había aparecido en el Triángulo de Arte de Brimstone. Además, de uno de los enormes cuernos enroscados colgaba un farol.

Detrás de los laboriosos demonios, había una tarima plana, sobre la cual contingentes de tropas en miniatura formaban en orden de batalla. La tecnología de aquel lugar era muy distinta a la de la sala de control del emperador: en vez de esferas de cristal había proyectores triangulares que recreaban sobre la tarima los demonios blindados, que Pyrgus había visto en las afueras de la ciudad, a un tamaño reducido de apenas cincuenta centímetros. A simple vista, parecía un ejército de juguete, pero, si se miraban bien, desaparecía el tamaño falso y uno se encontraba sumido en medio de la acción, de forma mucho más efectiva de la que se lograba con una esfera.

—¡Agresión! —rugió Beleth, fascinado.

Las tropas se preparaban para hacer maniobras. Se habían dividido en dos bandos muy igualados, y cuando Pyrgus miró, se abalanzaron unos contra otros. Las varitas mágicas luminosas echaron chispas y sisearon, y bolas de fuego atravesaron el campo de batalla. Por todas partes explotaban misiles, pero las tropas de Beleth parecían indestructibles. Sorteaban ilesas las salpicaduras de las llamas, las explosiones y las relucientes cuchillas, sobrevivían y se lanzaban de nuevo al ataque con ciega ferocidad. Aquéllas eran las criaturas que pronto se unirían a Hairstreak para enfrentarse a las fuerzas del Emperador Púrpura. El padre de Pyrgus no tenía la más mínima posibilidad de ganar.

—La realidad será muy entretenida —dijo Beleth—, pero ya basta de jueguecitos. Quiero contarte cómo vas a morir. —El suelo tembló cuando Beleth se dirigió a un conjunto de palancas metálicas situadas junto al estanque de azufre. Levantó la vista hacia Pyrgus, que estaba prácticamente sobre su cabeza, y sonrió—. ¿Verdad que es un mecanismo fascinante? Ya sabes, todos esos artilugios mágicos para capturar relámpagos son maravillosos, y no se han de utilizar anticuadas piezas, ni engranajes, ni mandos. Es un mecanismo que se entiende perfectamente. A mí me encanta, príncipe heredero, porque produce muchas satisfacciones.

Beleth se estiró y acarició el extremo de una palanca.

La jaula donde se hallaba Pyrgus era muy incómoda. Como estaba agachado, los músculos de las piernas se le resentían y no tardaría en sufrir horribles espasmos, y además, le dolía la cabeza otra vez, mucho más que antes. Eran sólo dos problemillas más en un día verdaderamente nefasto. Ojalá pudiese decirle algo genial a Beleth, pero no se le ocurrió nada. Tampoco importaba mucho, pues el demonio seguía hablando.

—Morirás lentamente —le informó Beleth—. Muy despacio y de forma muy, pero que muy dolorosa. Esta palanca pone en funcionamiento la máquina que está encima de tu cabeza. Cuando yo la empuje, la máquina soltará la cadena y tu jaula empezará a descender. Está preparada para funcionar con gran lentitud. No creo que llegues a percibir ni siquiera que se mueve, pero te doy mi palabra de que se moverá, y lo hará hacia abajo.

Pyrgus bajó la vista. Debajo de él, hervía y burbujeaba el estanque de azufre.

—Llegará el momento —continuó Beleth—, aunque tardará bastante, en que la vida te resultará incómoda. Entonces los gases del azufre te harán toser, el calor te hará sudar, el hedor del sulfuro te llenará las narices y te llorarán los ojos.

—Un momento, Beleth… —dijo Pyrgus.

Pero Beleth no estaba dispuesto a que lo interrumpiesen y lanzó una risita.

—Las cosas irán de mal en peor. La temperatura subirá a medida que te acerques al estanque de azufre. Cuando los fluidos de tu cuerpo se evaporen, tendrás muchísima sed. Te picará la piel, y luego te saldrán ampollas. Todo sucederá muy lentamente, muy despacio, para que puedas disfrutar de cada segundo de exquisito y creciente dolor. No, por favor, no me interrumpas; estamos llegando a lo mejor. Por fin, tras muchas, muchísimas horas de tortura prolongada, llegarás al estanque de azufre. Despacio, poco a poco, tu jaula entrará en el sulfuro derretido. Se te quemarán primero los pies, empezando por las plantas. Luego, cuando la jaula se sumerja más, te arderán los tobillos y las piernas hasta las rodillas. El azufre cicatriza las hemorragias, así que permanecerás vivo y consciente mientras tu cuerpo se abrasa poco a poco, milímetro a milímetro. La cabeza y el cerebro serán lo último en desaparecer, así que podrás disfrutar del supremo horror de ver cómo el azufre fundido sube hasta tu cuello antes de que pierdas la conciencia para siempre. —Beleth soltó una risa grave y gutural mientras acariciaba el revestimiento metálico del enorme misil que los demonios construían junto al estanque—. Lo último que verás será mi Bomba del Juicio Final.

—¿Bomba del Juicio Final? —repitió Pyrgus muy a su pesar.

—El arma que me permitirá apropiarme del reino de tu padre —explicó Beleth con una sonrisa—. Esta cápsula de metal encierra el poder destructivo de un pequeño sol. La lanzaré desde uno de mis vimanas, lo que tus amigos humanos llaman con el curioso nombre de «platillos volantes». Matará a un millón de soldados de tu padre, docena arriba docena abajo. Es un verdadero ahorro de mano de obra. Destruirá vuestros palacios y arrasará la capital del reino hasta convertirla en una explosión de luz mortal. Morirás contemplándolo y sabiendo que detrás de ti irán tu familia y tus amigos.

—¿Por qué haces esto? —quiso saber Pyrgus—. Entiendo que quieras matarme, pero ¿por qué emplear una tortura tan larga y tan lenta?

Beleth sonrió, encantado.

—Son cosas de mi carácter. —Sus dedos se enroscaron en torno a la palanca—. ¡Oh, cuánto me gusta esta parte! —exclamó—. ¡Me llena de emoción!

Tiró de la palanca.

Los sudorosos demonios dejaron de trabajar momentáneamente y se volvieron para mirar la jaula de Pyrgus. Tras un rechinar de máquinas, Pyrgus notó una ligera sacudida de la jaula, que enseguida se estabilizó aunque se balanceó un poco.

—No parece que se mueva, ¿verdad? —gritó Beleth—. Pero se mueve, créeme. Es tu último viaje y durará muchísimo tiempo. Pronto te dejaré para que disfrutes de la excursión, pero antes de irme quiero proporcionarte un pequeño tormento mental para que acompañe al dolor físico. Quiero contarte cómo traicionaron a tu padre y cómo morirá. Quiero contarte qué va a pasar con el Trono del Pavo Real y con el destino de tu querida hermanita. Quiero hablarte de la traición y de la felonía, de la destrucción total y absoluta de la Casa de Iris. Quiero hablarte de nuestros planes de saqueo del reino de los elfos. Quiero…

Dentro de la jaula, Pyrgus experimentó otra punzada de dolor de cabeza: era como si la presión arterial le aumentara dentro del cráneo. Sintió náuseas y durante un momento de dicha creyó que iba a vomitar encima de Beleth. Pero las náuseas desaparecieron, aunque persistieron el dolor de cabeza y la presión arterial en el cerebro. Lo atribuyó a los nervios y puso todo su empeño en ignorarlos.

Debajo de él, Beleth hablaba sin parar, feliz y contento.

* * *

—Pero Serenidad… —protestó el guardia.

—Vete ya —le ordenó Holly Blue—. No me pasará nada.

El guardia la miró, dudoso, luego se dio la vuelta y salió de la habitación. Sus compañeros lo siguieron en perfecto orden. Blue fijó la vista en el chico que se había escondido detrás de una columna para mirarla mientras se bañaba. Era una criatura de aspecto agradable, vestida con ropa rarísima, y no parecía que tuviese el valor suficiente para arriesgarse a sufrir el castigo que se imponía en casos así.

—Y bien —dijo la chica fríamente—, ¿tienes alguna explicación que dar?

—Lo siento —se disculpó Henry con aire abatido.

Ya no estaban en el almacén. Los guardias lo habían conducido a los lujosos aposentos en los que la joven se comportaba como si estuviese en su casa y al mando.

—¿Sientes lo que has hecho o que te hayan capturado?

—Siento lo que he hecho —precisó Henry—. No quería, de verdad. —Los guardias la trataban de «Alteza» y «Serenidad», como si fuera de la familia real, tal vez una princesa. Henry se estremeció al pensarlo y enseguida se le ocurrió otra idea aún más inquietante: quizá pertenecía a la familia de Pyrgus. ¿No había dicho Pyrgus que tenía una hermana? Henry no se acordaba, pero le parecía una posibilidad terrible. Si era hermana de Pyrgus, ¿cómo podría volver a mirar a su amigo a los ojos? Ya era bastante grave espiar a una chica desconocida, pero espiar a la hermana de un amigo… Henry hizo un gran esfuerzo para reponerse—. Estaba buscando a alguien y di contigo por pura casualidad.

—¿A quién estabas buscando?

—Bueno, a nadie en concreto —respondió Henry, incómodo—. El edificio estaba vacío. —Reunió fuerzas y añadió—: No estabas en un baño privado, ya me entiendes. Me refiero a que estabas en un lugar abierto con… sin… totalmente abierto. —Terminó la frase sin convicción—. Cualquiera podría haberte visto. Fue cuestión de mala suerte. —Se dio cuenta de lo que acababa de decir y continuó—: La mala suerte no fue verte de esa forma porque eres una chica muy guapa, preciosa y todo lo demás, sin granitos ni nada por el estilo; la desgracia fue que yo te viera cuando no querías que nadie te viese. Aunque, si no querías que te viesen, creo que no deberías bañarte en un lugar abierto como ése.

—Oh, ¿así que fue culpa mía? —le preguntó Blue, cortante—. ¿Yo soy la culpable?

—No, no eres la culpable. Yo no he dicho que fuese culpa tuya. Me refería a que si te bañaras en un cuarto de baño normal, yo no habría tropezado contigo. Allí te podía ver todo el mundo.

—Es difícil porque ordené que desalojaran esa ala del palacio. Siempre lo hago cuando me baño.

Henry gimió para sus adentros. Por eso el lugar estaba desierto. La princesa se estaba bañando, y todos tenían órdenes de mantenerse bien alejados, pero él la había encontrado por casualidad. Cerró los ojos para ocultar la vergüenza que sentía. Después los volvió a abrir y le preguntó:

—¿Eres la hermana de Pyrgus?

Blue se quedó de piedra. Transcurrieron unos momentos de silencio hasta que la joven preguntó:

—¿Qué sabes de Pyrgus? ¿De dónde vienes? ¿Quién eres?

—Henry Atherton —respondió, y se lo contó todo.

* * *

Blue se acercó a la ventana con el entrecejo fruncido.

—Supongo que Pyrgus estará bien, aunque he procurado no pensar mucho en eso. Desde que supe que lo habían envenenado, llevo un antídoto contra el veneno, pero no podemos hacer nada hasta que lo encontremos.

—Lo siento —dijo Henry—. No sé lo que le ha pasado a Pyrgus; nadie me lo ha contado. Me refiero a que eres la primera persona con la que he hablado. ¿No sabes dónde está? ¿No ha regresado al palacio?

—Ha desaparecido —respondió Blue, tajante—. Y si no lo encontramos pronto, el veneno lo matará. Resulta un poco complicado…

Henry creyó que la chica iba a decir algo más, pero la puerta se abrió de golpe y entró una criada histérica.

—¡Ama Blue, debéis venir inmediatamente! ¡Ha ocurrido algo horrible!

—¿Qué pasa, Anna? ¿Qué ha ocurrido?

Pero la joven era incapaz de dar una explicación racional. Empezó a lamentarse, a balancearse y a gemir mientras se abrazaba a sí misma y lloraba acurrucada en la puerta.

—¡Es Su Majestad, Su Majestad!

—¡Vamos!

Blue tomó la mano de Henry, y ambos fueron hacia la puerta. Luego echaron a correr.

Había guardias por todas partes, dando órdenes a gritos y tropezando unos con otros. Uno de ellos intentó detenerlos cuando llegaron al pasillo.

—¡Apártate! —le ordenó Blue, furiosa, y el guardia obedeció.

En el pasillo reinaba el caos.

—¿Adonde vamos? —preguntó Henry casi sin aliento.

—A los aposentos de mi padre.

Cuando se acercaron a la puerta abierta, vieron gente arremolinada por todas partes. Un hombre alto con una capa verde se dirigió a ellos:

—Serenidad, no debéis entrar.

—¿Qué ha pasado, Tithonus? —quiso saber Blue.

—Se ha producido un incidente que ha afectado a vuestro padre.

—¿Qué tipo de accidente?

«Tithonus no ha hablado de “accidente”», pensó Henry.

El Guardián tragó saliva.

—Vuestro padre ha sido gravemente herido, princesa. Ha sufrido heridas muy graves.

El padre de la chica estaba muerto. Henry lo tenía clarísimo. Los adultos siempre comunicaban las noticias con suavidad, lo cual empeoraba las cosas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Blue.

—Un intruso. Tenía un arma…

—¿Qué le ha pasado a mi padre? —gritó Blue intentando entrar, pero Tithonus le cerró el paso con gesto conmovido.

—Serenidad, no pude hacer nada. Todo sucedió demasiado rápido. —Se fijó en Henry—. ¿Quién es este chico?

Holly Blue clavó los ojos en Tithonus con una repentina expresión de horror.

—¿Está…? ¿Se va a morir?

Tithonus cerró los ojos un instante.

—Serenidad —dijo ceremoniosamente—, es mi triste deber comunicaros que vuestro padre, el Emperador Púrpura, ha fallecido.

Blue permaneció callada unos instantes, y luego dijo:

—No te creo. Quiero verlo. ¿Está dentro?

—Serenidad, es mejor que no lo veáis. El arma… —Blue intentó abrirse paso otra vez, y Tithonus volvió a impedírselo—. Pequeña —dijo—, el arma no es como las nuestras y se disparó desde muy cerca. El rostro de vuestro padre…

Un chico, con traje morado, salió de la habitación. Estaba pálido y parecía a punto de vomitar.

—¡Comma! —gritó Blue—. ¿Qué pasa? ¿Qué…?

El chico la miró como si no entendiera nada y movió la cabeza. Parecía aturdido.

—Lo siento, Blue —dijo.

—Tithonus, ¡quiero ver a mi padre! —exigió Blue.

Había algo en su tono de voz que hizo que el hombre se apartase.

—Como queráis, Serenidad. Pero sería mejor…

Blue entró en la habitación y Henry la siguió sin dudarlo.

Lo primero que vio fue un dormitorio amplio y bien amueblado, y luego su atención se centró en el cuerpo. Parte de la cara había desaparecido, como si le hubiesen disparado de cerca con una escopeta. El olor de la sangre resultaba insoportable, y sobre la alfombra había un charco rojo.

—¡Papá, no! —gimió Blue acercándose—. ¡Papá, papá, noooo!

Henry la sostuvo cuando se desmayó.