28

Henry se quedó boquiabierto. Estaba aturdido, pero intentaba averiguar si había oído un ruido semejante al de una tela cuando se rasga o sólo se lo había imaginado, porque el entramado real se había roto. Luego comprendió que no importaba si lo había oído o no, y se esforzó por encontrarle sentido a lo que estaba viendo.

Y lo que veía era un enorme agujero en el cobertizo del señor Fogarty, aunque no parecía que lo hubiera perforado una máquina de vapor ni nada por el estilo; lo que resultaba más raro eran los bordes, junto a los cuales vio elementos del cobertizo (macetas, herramientas, estantes, el gran cortacésped…), retorcidos y aplastados como si se estuvieran derritiendo. Todo rielaba y, prescindiendo ya del ruido de rasgadura, se percibía un agudo sonido silbante que producía la impresión de que todo estaba a punto de estallar.

Henry apretó el botón verde.

El agujero se cerró inmediatamente. Durante medio segundo no se produjo ningún ruido parecido a una tela que se rasga, ni ningún otro ruido. Luego se oyó el estruendo de las macetas de barro al estrellarse contra el suelo, el de los estantes al volcar su contenido y el de las herramientas al caer. El cobertizo entero crujió como si estuviera a punto de derrumbarse, y Henry corrió hacia la puerta.

Cuando estuvo a salvo, permaneció en el jardín mirando el cobertizo con gesto culpable. ¿Qué explicación le iba a dar al señor Fogarty si se derrumbaba? Durante un momento la construcción retembló y se estremeció como si fuera a venirse abajo, pero volvió a acomodarse otra vez. Henry esperó un poco más para asegurarse de que el cobertizo no se caía, hasta que le pareció que todo iba a salir bien. No tendría que explicarle nada al señor Fogarty, salvo los desperfectos del interior.

Henry apretó de nuevo el botón rojo.

No se había producido ningún ruido de rasgaduras, sino que había sido cosa de su imaginación. Y lo que se reveló en el jardín produjo muchos menos daños que el enorme agujero del cobertizo. En realidad Henry no vio que hubiera ocasionado ningún desastre. Le pareció que se encontraba ante una especie de pasillo cuyos bordes se fundían con el resto del mundo sin derretirse como antes. Era como si alguien hubiera construido un pasillo en el jardín trasero del señor Fogarty, o algo parecido.

El suelo del pasillo estaba alfombrado, y en el techo brillaban a intervalos lujosas arañas de cristal. En las paredes había puertas y de ellas partían otros pasillos. ¡Aquél era otro mundo! ¡Tenía que ser un portal! ¡Aunque no se parecía a lo que Pyrgus le había contado, tenía que ser un portal! ¡Estaba viendo el mundo en el que vivía Pyrgus!

Henry entró en el pasillo.

Cuando miró hacia atrás, se sintió aliviado al comprobar que seguía allí el jardín del señor Fogarty. La tonalidad de la luz parecía un poco diferente, pero lo demás estaba igual que antes. No había cambiado nada ni se había roto nada. Si diera un solo paso, regresaría. Por lo tanto, no había ningún problema.

Sin embargo, no podía dejar el portal abierto. El señor Fogarty se había tomado muchas molestias con los códigos y con los mensajes secretos para ocultar aquella entrada al mundo de Pyrgus. Y aunque el anciano era un poquito raro por naturaleza, Henry comprendía que era mejor no airear el asunto del portal. Si se dejaba abierto y alguien lo encontraba, no tardarían en montar excursiones turísticas, viajes organizados y cosas por el estilo. Pyrgus jamás se lo perdonaría. Así que tenía que cerrar el portal.

Henry apretó con firmeza el botón verde. El jardín del señor Fogarty desapareció, y el chico se encontró ante la prolongación del pasillo. Soltó un profundo suspiro y apretó el botón rojo; fue un gran alivio que el portal se abriese de nuevo. Lo cerró otra vez y guardó el cubo en el bolsillo del pantalón. Luego, con creciente emoción, comenzó a explorar un mundo completamente nuevo.

* * *

Henry se encontraba en un edificio grande y lujoso, de suelos alfombrados, paredes muy pulidas, molduras decorativas, tapices, pinturas y estatuas que adornaban las esquinas. ¿Sería el palacio de Pyrgus? Tenía todas las trazas, pero había algo realmente extraño: estaba vacío.

Al principio, Henry se sintió aliviado de no tropezar con gente, pero al cabo de un rato empezó a asustarse. Recorrió pasillos desiertos y abrió puertas que daban a habitaciones en las que no había nadie. Tampoco había el menor rastro de Pyrgus ni del señor Fogarty, lo cual no era tan sorprendente teniendo en cuenta que no sabía cuánto tiempo hacía que lo habían precedido. Pero, aparte de eso, no había ni rastro de las personas que deberían estar en el palacio: sirvientes, lacayos, mayordomos, cortesanos; no había ni la más mínima señal de vida.

Era como si todos hubiesen sido… eliminados.

Henry abrió otra puerta que daba a un armario de ropa blanca. La cerró, se volvió y gritó:

—¡Hola…! —Esperó. Nada—. ¿Hola…? ¿Hola…? ¿Hay alguien?

El eco no le devolvía la voz, pues había demasiadas alfombras y cortinas que lo impedían, pero tampoco había ninguna respuesta. ¿Dónde estaba la gente? Un palacio de semejante tamaño tendría que estar repleto de personas.

Henry siguió caminando diez minutos más antes de comprender que estaba dando vueltas en círculo: pasó ante el cuadro de un unicornio que le resultaba muy conocido, pero seguía sin ver un alma. Continuó su recorrido, cada vez más nervioso.

En la confluencia de dos pasillos le pareció oír una voz lejana. Henry se paró para escuchar. Nada. Esperó. Nada. Entonces volvió a oírla: no era una voz, sino varias, y risas.

Lo embargó una oleada de alivio. Hasta ese momento no se había dado cuenta del miedo que sentía en aquel enorme palacio vacío. Pero al saber que había gente, se encontró mucho mejor. ¿Sería Pyrgus? Era difícil saberlo, aunque le pareció que la risa era demasiado aguda para pertenecer a Pyrgus, y desde luego no podía corresponder al señor Fogarty. Pero quienquiera que fuese lo ayudaría, sobre todo cuando le dijera que era amigo del príncipe Pyrgus.

Henry se dirigió hacia el lugar del que provenía el sonido. Era la primera vez en su vida que Henry veía a una chica desnuda. La joven estaba junto al borde de una enorme bañera, que se hallaba en el cruce de cuatro pasillos rodeados por columnas. Tenía el pelo de color caoba, grandes ojos castaños y facciones desenvueltas. Otras chicas, afortunadamente vestidas, le preparaban el baño y le recogían el cabello. La joven charlaba con ellas en tono familiar y animado.

Henry no podía apartar los ojos de aquel cuerpo. Sabía que no debía mirar, pero no sabía cómo evitarlo. El cuerpo de la chica era muy diferente al de un muchacho. Henry contempló los hombros, los brazos y los pies, y lo que estaba viendo lo dejó casi sin respiración. Le ardía la cara de vergüenza, y aun así no podía apartar la vista. Tenía el corazón a punto de estallar, le temblaban las manos y sintió que le fallaban las piernas.

La chica se metió en las humeantes aguas de la bañera. Parecía de la misma edad que Henry, tal vez un poco más joven. No era muy alta, pero el muchacho pensó que se movía con elegancia. En realidad pensó que se movía con una maravillosa elegancia. El agua le cubrió las pantorrillas, las rodillas y los muslos, hasta que se sumergió y dio un par de brazadas. Luego regresó hasta el borde y se tendió de espalda, de forma que sólo la cabeza le sobresalía del agua.

Henry no sabía cómo comportarse. No era un mirón, y sabía que no estaba bien que observase a la chica de aquella forma; debería dar la vuelta y marcharse, para que ella no se enterara de que un asqueroso pervertido la había visto desnuda. Eso es lo que debía hacer, pero las piernas no lo obedecían.

Tenía que hacer algo. No podía seguir allí parado sin apartar la vista. No era justo para la chica, quienquiera que fuese. Debía dejar de mirar y marcharse.

Henry gimió, y una de las chicas levantó la vista y lo vio.

* * *

—¿Cómo lo interpretas? —preguntó Apatura Iris, el Emperador Púrpura.

—En sentido estricto, Majestad —respondió Tithonus—, su Alteza Serenísima tiene derecho a dirigir un contingente de comandos de palacio. Como princesa real es comandante en jefe de las tropas. Es un título puramente honorífico, por supuesto, pero…

El Emperador Púrpura hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—No me refería a los comandos —precisó—. Para ser sincero, si se empeña en hacer esas absurdas excursiones, prefiero que vaya protegida. Te preguntaba qué piensas de la historia que nos ha contado.

—¿El supuesto intento de asesinato?

—¿Supuesto? ¿No te parece cierto?

Tithonus suspiró.

—Creo que Jasper Chalkhill no es una fuente muy fiable.

—Él hizo esas declaraciones espontáneamente —dijo Apatura—. A menos que no creas a mi hija.

—¡Oh, claro que creo a la princesa Blue, Señor! —afirmó Tithonus—. Tiene mucha imaginación, pero nunca ha sido mentirosa. Además, tenemos la corroboración del trinio. Es de Chalkhill de quien desconfío.

—¿No crees que sea agente de Hairstreak?

—Sí lo creo —respondió Tithonus—. Nuestros espías sospechaban de él desde hace algún tiempo. No se pudo demostrar nada, pero… —Se encogió de hombros, y luego continuó—: Esa idea de sustituiros como emperador… —Extendió las manos en un gesto de impotencia y movió la cabeza, dudoso.

—Pero sabemos que ha habido un atentado contra la vida de Pyrgus. Y tal vez haya tenido éxito… Aún no lo hemos encontrado.

—Es cierto, Majestad, pero también hay puntos débiles en la historia que Chalkhill le contó a Blue. Según tengo entendido, Chalkhill declaró que la razón por la que lord Hairstreak quería matar a Pyrgus era para que no hubiera ningún pretendiente legal al trono, después de que os asesinasen. Pero hay dos pretendientes al trono aun en el caso de ser asesinados tanto vos como Pyrgus.

—Comma y Blue —dijo el Emperador Púrpura, que miró pensativo a Tithonus.

—Exactamente, Señor: primero el príncipe Comma, y luego la princesa Blue. Si Pyrgus muriese, Comma se convertiría en príncipe heredero, y cuando vos murieseis, el príncipe heredero se convertiría en emperador. Si lord Hairstreak quisiera despejar de verdad el camino hacia el trono, tendría que asesinar también a Comma y a Blue, además de a Pyrgus y a vos. No hay ningún indicio al respecto, y la historia de Chalkhill no dice nada sobre planes de esa índole. Tengo firmes sospechas de que todo el asunto es pura invención.

—¿Y para qué?

Tithonus se encogió de hombros otra vez.

—Seguramente para sembrar la confusión. Vivimos tiempos difíciles. O tal vez la historia sea una fantasía de Chalkhill para hacerse pasar por un personaje importante. No dudo que sea agente de Hairstreak, pero aun así tiene una personalidad muy inestable.

—Entonces, ¿no piensas que harían falta medidas extraordinarias de seguridad?

—En este momento no —respondió Tithonus—. Al menos, hasta que interroguemos adecuadamente a Chalkhill, cosa que ya hemos empezado a hacer, como es lógico. Averiguaremos la verdad muy pronto.

Se encontraban en los aposentos del emperador, protegidos como siempre por el hechizo de silencio. Apatura fue hasta la ventana y miró hacia fuera con gesto pensativo. Tras unos instantes se volvió y dijo:

—Creo que tienes razón, Guardián. En este momento, las medidas extraordinarias de seguridad se interpretarían como signo de debilidad. Estuviste acertado al no ponerlas en vigor cuando mi hija lo exigió, y creo que es mejor no emprender acciones de ese tipo, a menos que surja algún indicio en el interrogatorio de Chalkhill.

—Gracias, Majestad —manifestó Tithonus—. Y ahora, si me disculpáis…

Lo interrumpió una fuerte llamada en la puerta.

—Di órdenes de que no nos molestasen. —La voz del emperador dejaba traslucir su irritación.

—Tal vez haya noticias sobre Pyrgus —comentó Tithonus, que descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

El señor Fogarty lo empujó violentamente. Tenía los ojos vidriosos y llevaba una escopeta de pistones.

* * *

Los guardias eran severos, pero no brutales. Descendieron varios pisos con Henry y lo encerraron en una habitación que parecía un almacén provisional. El chico enderezó una silla de madera, se sentó y miró la puerta con gesto abatido. Sentía una profunda vergüenza, pero no sólo por haber sido capturado, sino porque había hecho algo horrible y no sabía cómo arreglarlo.

No se sentía culpable por haberla encontrado. Había sido algo completamente inocente: se había limitado a ir al lugar de donde procedían las risas. No podía saber que allí había una chica bañándose. Al fin y al cabo, ¿por qué lo hacía en aquel lugar descubierto? Cuando la gente se bañaba, utilizaba el cuarto de baño y cerraba la puerta.

Pero aparte de eso, al verla debía haberse marchado. Tendría que haberse retirado inmediatamente, y no quedarse allí a mirar porque no estaba bien. Charlie le había dicho en una ocasión: «¿Te gustaría que una chica te mirase y se riese de ti mientras te duchas?». Henry no lo tenía muy claro, pero seguramente no le habría gustado; desde luego no le habría parecido correcto que se riesen de él, y mucho menos, si él hubiera tenido granitos.

Pero no le había visto ningún granito a la chica del pelo castaño.

El caso era que seguía contemplándola en su imaginación, lo cual empeoraba las cosas. Era como si hubiera hecho fotografías y las estuviese mirando a escondidas. La chica lo odiaría si le hubiera hecho fotos, pero ¿qué más daba?

Para distraerse, se levantó y caminó por la habitación. No era muy grande y había un montón de cosas almacenadas: chucherías y cajas de embalaje arrimadas contra la pared. Vio una ventana bastante alta y se preguntó qué habría fuera.

No tenía intención de escapar, pero quería saber qué había en el exterior. Arrastró una caja hasta la pared y puso un taburete encima. Tanteó el taburete y le pareció estable, así que se subió a él para mirar por la ventana. No se veía gran cosa, salvo una extensión de césped bien cuidado; entonces se agarró al alféizar de la ventana y se puso de puntillas.

—¿Qué pretendes hacer? —le preguntó una voz a su espalda.

Henry consiguió no caerse, pero por los pelos. Se volvió con torpeza braceando para no perder el equilibrio. Había entrado una chica en la habitación. Durante una fracción de segundo, Henry no la reconoció, aunque enseguida se dio cuenta de que era la chica que había visto en el baño. Estaba vestida, lo cual era un inmenso alivio, aunque daba igual porque Henry se puso rojo como la grana.

—¡Baja! —le ordenó con brusquedad—. ¡Baja de una vez!

Henry se bajó del taburete muy despacio y deseó estar muerto.