Blue sintió ganas de matar a su padre.
—¡Estaba preocupadísimo, jovencita!
—Pues la verdad, padre, no veo por qué.
—¿Ah, no? ¿Sabes qué hora es?
El emperador tenía parte de razón, pues estaba amaneciendo. Pero, aun así, no hacía falta que le hablase en aquel tono delante de los criados.
—Siento que sea tan tarde, padre, pero estaba en una misión importante.
—¡Como si estuvieras visitando al mismísimo Sumo Sacerdote de Coridón! —le espetó el emperador—. ¿No crees que ya tengo bastantes preocupaciones con la desaparición de tu hermano para que tú también te esfumes?
—En realidad, era algo relacionado con Pyrgus…
—No me importa. Me da lo mismo lo que pensabas hacer. Estoy harto de todo ese asunto del Servicio Secreto. Estoy harto de que andes por ahí a hurtadillas haciéndote la espía. Eres una princesa del reino, no un mugriento empleado de base del Servicio de Espionaje Imperial.
—Padre —dijo Holly Blue con paciencia—, no quiero hablar de esto delante de otras personas, pero los libros que he traído contienen información importante. Pueden darnos alguna pista sobre el paradero de Pyrgus.
La joven observó a su padre. El emperador le había confiscado los libros que había encontrado en casa de Brimstone nada más llegar al palacio; para ser más exactos, en cuanto Blue reconoció que los había robado. Pero ella había tenido tiempo de echar un vistazo al diario mágico de Brimstone. No cabía duda de que ese hombre había intentado matar a Pyrgus en lo que formaba parte de una horrenda operación demoníaca. También se demostraba que el socio de Brimstone, Chalkhill, era el que había capturado a Pyrgus. ¿Qué se traían entre manos Chalkhill y Brimstone? ¿Estaban detrás del sabotaje del portal? ¿Sabían dónde estaba su hermano? Al parecer, Brimstone había desaparecido, así que Blue quería hacerle una visitita a Chalkhill y sacarle la verdad a toda costa.
Al emperador se le ensombreció el semblante.
—Esos libros han sido robados, jovencita. Los has robado tú. Jamás pensé que llegaría el día en que una hija mía se convertiría en una vulgar ladrona. Mi Guardián, Tithonus, los devolverá mañana por la mañana. Mientras tanto, te sugiero que vayas a tu habitación, te quites esa ridícula ropa y te metas en la cama.
¿Cómo podía un padre ser tan estúpido, tan desesperante, tan… tan…?
—Padre, no debes devolverlos. Pueden servirnos para encontrar a Pyrgus…
—Creo que es mejor que dejes que busquen a Pyrgus personas que saben lo que hacen. —Replicó su padre con frialdad, aunque su tono se suavizó un poco cuando añadió—: Sé que estás preocupada por tu hermano, Blue, pero mientras tú te dedicabas a tu absurda travesura, Tithonus y yo hemos comprobado que ha regresado al reino sano y salvo. Encontrarlo es sólo cuestión de tiempo.
Así que aún no lo habían encontrado. ¡Lo sabía! ¡Lo sabía!
—Padre, yo…
—Ni una palabra más —ordenó su padre—. Ni una palabra más. He tenido un día y una noche muy largos, y demasiadas preocupaciones, y debería decir que las he tenido en gran parte por tu culpa. Vete a tu habitación.
—Pero padre, yo…
—Nada de «peros» —exclamó su padre y se giró de espaldas, dando por concluida la conversación; luego se volvió de nuevo y, como nunca había podido soportarlo, le dijo—: ¿Qué significa esa moda tan extravagante que llevas? ¿No te das cuenta de que pareces un chico?
—Padre…
—¡Ni una palabra más! —gritó su padre, y se marchó sin mirarla.
Si lo hubiera hecho, habría percibido el gesto rebelde del labio inferior de Blue cuando se retiró a su habitación.
* * *
Chalkhill debía de ser riquísimo, pues disponía de un hechizo que garantizaba el buen tiempo en su finca. Las nubes dejaban paso a un gran claro que cubría kilómetros de Wildmoor Broads, y cuando Blue se acercó a la verja de la entrada, comprobó que la temperatura había subido tanto que casi era subtropical. Le sorprendió encontrar las verjas abiertas.
Kitterick también estaba asombrado.
—Entra en mi salón… —murmuró.
Era el día siguiente a la riña con su padre, a última hora de la mañana. Blue le había pedido a madame Cardui que permitiera que Kitterich la acompañase de nuevo, y ambos iban en un ouklo de palacio de incógnito, perfecto para los Broads porque los transportaba sobre la espinosa vegetación que cubría el suelo. Circulaban tranquilamente por la principal avenida de acceso de la casa de Chalkhill, y se paraban de vez en cuando para admirar el cuidadísimo césped y los parterres que olían a jazmín. Cuando vieron la mansión, la atención de Blue se concentró en un enorme parterre lleno de rosas blancas y de color rosa que formaban el nombre «Jasper» con llamativas y ondeantes letras.
—Debe de ser su nombre de pila —murmuró Blue con una expresión de disgusto ante aquella vulgaridad.
—Me parece que sí, Serenidad —confirmó Kitterick.
—Tiene que dejar de llamarme «Serenidad», Kitterick —le ordenó Blue—. Es importante que Chalkhill no conozca mi identidad.
—Por supuesto, Serenidad —asintió Kitterick—. ¿Cómo debo llamaros?
Blue llevaba la ropa que, según su padre, hacía que pareciese un chico.
—Sluce. Llámeme Sluce —dijo al cabo de unos instantes.
—¿Sluce, Serenidad? —Kitterick arrugó la nariz con disgusto—. Suena un poco… a mercader, ¿no creéis?
—Es que se supone que somos mercaderes —afirmó Blue. El pretexto para ir allí era ofrecer a Chalkhill una nueva crema antiarrugas que hacía retroceder el proceso de envejecimiento y dejaba la piel suave como la de un niño. Según madame Cardui era el tipo de tontería que induciría a Chalkhill a recibirlos—. ¿Lo tenemos todo dispuesto? —le preguntó Blue a Kitterick.
—Naturalmente… señor Sluce —confirmó el enano de color naranja con un sonoro resoplido—. Nos pondremos en marcha con un silbido.
Kitterick le dio unas palmaditas a su maletín y levantó los ojos, con aire misterioso, hacia el cielo.
El ouklo llegó al patio que estaba ante la casa y descendió como una pluma sobre la avenida de grava. Blue y Kitterick se apearon con delicadeza. Había varios jardineros trabajando ante las ventanas, pero no prestaron atención a los visitantes.
La mansión era una mezcla de estilos: la parte central tenía el aspecto de un discreto palacete y habría resultado aceptable si no se hubiera edificado nada más, pero alguien la había prolongado con dos enormes alas barrocas y le había añadido torres góticas, decoradas con un material cristalino que lanzaba destellos bajo el sol. Además, se había añadido un piso, construido sin la menor duda en los últimos años, que se agazapaba sobre la parte superior como si fuera un monstruoso envoltorio. Las superficies exteriores que no relucían habían sido pintadas de color rosa, y un delicado tono azul cielo perfilaba las ventanas, cuyos cristales habían sido rociados con un hechizo líquido que creaba una imagen de querubines que bailaban.
—Es un poco… sorprendente para mi gusto —observó Kitterick.
Blue lo hizo callar.
—Seguramente aún es mejor por dentro.
Kitterick se estremeció.
Dos gigantescas mantícoras de cristal de roca protegían la escalera de la entrada. Les habían aplicado un hechizo, igual que a las ventanas, que les permitió volverse y mirar a Blue y a Kitterick cuando se acercaron. Blue, nerviosa, evitó encontrarse con ellas, pero no hicieron el menor ademán de interceptarles el camino. La joven agitó la campanilla de la puerta principal, pintada de reluciente color rosa, y le respondió el fugaz toque de una orquesta fantasma desde las profundidades del interior de la casa. Chalkhill había gastado una extraordinaria cantidad de dinero en hechizos y cosas absurdas.
Blue y Kitterick esperaron. Tras ellos, las mantícoras de cristal regresaron trabajosamente a sus posiciones.
La puerta se abrió de golpe, y Blue se quedó perpleja. Ante ella apareció una especie de visión que lucía abundantes tirabuzones castaños y profundos y conmovedores ojos negros: era un chico alto, moreno y atractivo. En realidad, era el hombre más atractivo que Blue había visto en su vida. Llevaba un uniforme convencional de mayordomo, pero con pantalones cortos, que combinaba con calcetines tobilleras y flexibles zapatos puntiagudos de color verde.
—¿Qué desean? —No parecía muy contento de verlos.
Blue apartó los ojos de las piernas del hombre.
—Soy Sluce Ragetus —dijo con descaro—, y éste es el señor Kitterick. Queremos ver al señor Chalkhill.
Blue suponía que iba a preguntarles por el carácter de su visita y tenía preparada la historia sobre la crema para las arrugas, pero el hombre se limitó a decir:
—No pueden pasar. —Miró a Kitterick de arriba abajo, y comentó—: Desentona con los muebles.
Blue se quedó boquiabierta cuando la puerta se cerró.
—¿Sluce Ragetus? —exclamó Kitterick—. No me extraña que no nos dejase entrar.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Blue sin saber qué hacer.
—Creo, Seré… señor Sluce, que es mejor que demos la vuelta y vayamos por la parte de atrás. Madame Cardui comentó algo sobre la piscina del señor Chalkhill. Tal vez esté bañándose o disfrutando de su sol mágico.
—¿Y cree que nos dejarán… llegar hasta allí?
—No veo a nadie que pueda impedirlo —respondió Kitterick.
Lo cual era increíble, pero cierto. Tras su experiencia en casa de Brimstone, Blue esperaba encontrar fuertes medidas de seguridad en la mansión de Chalkhill, pero hasta el momento no había visto ninguna. El mayordomo que les había impedido entrar no era un guardia armado.
Un parterre de campanillas y dedaleras les dedicó una tierna canción cuando rodearon la casa. El sendero serpenteaba a través de un bosquecillo en forma de corazón y cruzaba un campo de criquet con argollas de color rosa luminoso. Cuando llegaron a la piscina se encontraron ante un espectáculo impresionante.
Al principio, Blue creyó que se trataba de un hechizo, pero al acercarse se dio cuenta de que la piscina era de verdad. Aunque estaba acostumbrada a la riqueza, aquella extravagancia la dejó atónita. La piscina se había construido a partir de una pieza de amatista, la más grande que había visto en su vida, y tenía los bordes de oro; un mecanismo, que generaba burbujas, la llenaba de agua espumosa.
A Blue le costó trabajo apartar la vista de la piscina para fijarla en la pintarrajeada figura que estaba reclinada en una tumbona llena de cojines. Aunque la criatura se encontraba casi desnuda, tardó unos momentos en saber si se trataba de un hombre o de una mujer. Era rolliza y estaba más maquillada que madame Cardui. El reducido bañador era una mezcla de lame dorado y plumas de avestruz.
—¿Qué diablos es eso? —preguntó Blue entre dientes.
—Eso es el señor Chalkhill —explicó Kitterick.
Ambos retrocedieron de forma que no los viesen desde la piscina.
—¿Y ahora qué? —susurró Blue.
—Creo —dijo Kitterick, a quien siempre se le ocurría algo— que debemos acercarnos lisa y llanamente. Al fin y al cabo, somos honrados mercaderes, vendedores ambulantes, y tenemos algo que ofrecer. Por tanto, es normal que… seamos un poquito agresivos.
—¿Y no cree que le parecerá raro que nos hayamos escabullido hasta aquí?
—Ésa es precisamente la cuestión, señor Sluce. No nos hemos escabullido, sino que venimos sin ningún disimulo.
—¿Y después qué? —preguntó Blue, enfadada consigo misma por ser tan susceptible.
Se había sentido mucho más segura al enfrentarse a las trampas de Brimstone, que eran mil veces más peligrosas que aquella situación.
—Después —dijo Kitterick con paciencia—, mostramos nuestra mercancía, entramos en conversación con el señor Chalkhill y esperamos a que él…
Se calló cuando una pesada mano se posó sobre su hombro.
Sin ser un gigante, el hombre era mucho más alto que Kitterick. Blue se fijó en sus armónicos rasgos y en la barbilla picada de viruela. Llevaba el uniforme verde botella de capitán de guardias jurados, y de su cinturón colgaba una terrorífica porra. Los miró con el entrecejo fruncido.
—¿Qué hacéis rondando por aquí? —les preguntó.
—Soy Sluce Ragetus —respondió Blue automáticamente tragando saliva—. Hemos venido a ver al… señor Chalkhill. Asuntos de negocios —añadió sin gran convicción.
Los ojos negros del capitán Pratellus la atravesaron, luego se fijaron en Kitterick y volvieron a posarse en ella.
—¿Tenéis autorización del señor Chalkhill para visitarlo?
—Pues no —respondió Blue—, pero…
—¿Tenéis documentos de identificación?
—Bueno, la verdad es que… —comenzó a decir Blue.
Kitterick se volvió y mordió la mano que reposaba en su hombro.
* * *
—¿Está muerto? —preguntó Blue mientras miraba el cuerpo postrado.
Kitterick negó con la cabeza.
—No, pero permanecerá varias horas en coma, y cuando despierte tendrá un buen dolor de cabeza, temblores, algo de cojera, visión borrosa, problemas de audición, tics en la cara, náuseas, pérdida de apetito, alucinaciones ocasionales, flatulencia y debilidad en la espalda. Tardará unos añitos en superar las alteraciones nerviosas, siempre que descanse, naturalmente.
—¿Y qué vamos a hacer con él?
—Os agradecería que me ayudarais a arrastrarlo hasta esos arbustos. No creo que lo echen de menos hasta dentro de una hora o así, y entonces ya habremos finalizado con el asunto del señor Chalkhill. Para bien o para mal.
A Blue le latía el corazón con fuerza cuando entraron en el patio que rodeaba la piscina. Chalkhill los vio enseguida.
—¡Vaya, una visita! —exclamó—. ¡Qué sorpresa! ¡Qué misterio! —Se quitó las gafas de sol y miró a Blue—. Un joven, ¡qué placer! —Sus ojos se fijaron en Kitterick—. Y un hombrecillo de color naranja. —Se levantó con dificultad de la tumbona—. Estaba a punto de entrar en casa. ¿Me acompañáis? Creo que el exceso de sol es destructivo para la piel. —Dudó un momento y miró a Blue—. A menos que prefiráis estar fuera.
—No, gracias —respondió Blue inmediatamente.
—Muy bien —afirmó Chalkhill, y se ciñó un albornoz—. Entremos, y Raúl nos preparará té helado con mucho azúcar. —Sonrió, y sus dientes centellearon y relucieron—. Luego me diréis quiénes sois y a qué debo el placer de vuestra compañía.
Blue miró a Kitterick, que parecía enfrascado contemplándose las uñas, y se sintió un poco sola. Siguieron a Chalkhill hasta una habitación en la que destacaba un piano de color rosa y varias sillas musicales de color blanco hueso.
—Señor Chalkhill —empezó Blue—, soy Sluce Ragetus y éste es el señor Kitterick. Representamos a los productos Panjandrum, la conocida marca de cosméticos. La razón de nuestra visita es que nuestros magos han creado una nueva crema de efectos sorprendentes, basada en los taquiones naturales que generan una acción capaz de hacer retroceder el tiempo de forma permanente.
Blue soltó un profundo suspiro y desplegó su falso puesto de ventas.
Chalkhill escuchaba embelesado, temblando de placer y dando grititos de emoción mientras Blue describía los beneficios de la crema imaginaria. La princesa tenía dos tarros de muestra, llenos de sebo, por si el hombre quería ver el milagro, pero no quiso.
—¿Esta crema es sólo para la cara? —preguntó Chalkhill.
—¡Oh, no! —respondió Blue alegremente cuando Raúl entró con una bandeja en la que traía té helado.
El mayordomo depositó la bandeja en una mesita frente a Chalkhill, y los dos hombres intercambiaron miradas.
—Vamos a ver —dijo Chalkhill cuando Raúl se marchó—. No serás una mentirosilla redomada.
—¿Cómo dice? —preguntó Blue parpadeando.
Chalkhill se transformó ante sus ojos: era el mismo hombre con el ridículo bañador y el mullido albornoz, pero parecía más firme y más alto, y en sus ojos había un destello frío como el acero.
—Tú no eres… ¿Cómo era el nombre…? ¿Sluce Ragetus? Ni siquiera eres un chico, por muy guapo que parezcas. Si no me equivoco, eres Su Alteza Serenísima Holly Blue Iris, princesa real, y estás haciendo una de tus famosas excursiones por los barrios bajos. ¡Oh, no te hagas la sorprendida! Tal vez yo no reconociese a tu solitario hermano, pero todo el mundo sabe que te gusta mezclarte con la chusma disfrazada con atuendos absurdos. ¿Creíste en serio que tus súbditos eran tan estúpidos que no te reconocerían? —Chalkhill alzó la vista hacia el techo y sonrió de oreja a oreja—. Cielo, eres el hazmerreír de ciertos barrios. —La sonrisa desapareció de pronto, y un cuchillo halek surgió entre los pliegues del albornoz—. Dígale a su enano que no se mueva, Serenidad. Sé muy bien lo que significa la mordedura de un trinio tóxico. Ah, y si por casualidad cree que dudaría en utilizar esto, le diré que tiene el filo reforzado. Me costó un dineral, pero la garantía de los halek es que nunca fallan. Se puede decir que es el arma definitiva.
Kitterick parecía dispuesto a arriesgarse, pero se sentó con cautela cuando Blue le dirigió una mirada de advertencia.
—Señor Chalkhill… —empezó la joven.
—¿Y ahora qué? —le preguntó Chalkhill—. ¿Intentará convencerme de que estoy equivocado? ¡Oh, no, Serenidad, ese juego se acabó! Al fin y al cabo, es un alivio dejar a un lado esta pose.
—¿Pose? —repitió Blue.
—La historia del tonto con más dinero que sentido común. Tengo una adivinanza para usted, princesa Holly Blue: si el dinero dura poco en manos del tonto, ¿cómo logró conseguirlo? Ha visto mi casa. Tendría que estar ciega para no darse cuenta del dinero que ha costado. ¿De dónde cree que lo he sacado?
Chalkhill clavó sus penetrantes ojos azules en la joven.
Blue decidió dejar de fingir.
—Me han contado que envenenó usted a su tía —le dijo fríamente.
Chalkhill sonrió, pero sus dientes ya no lanzaban destellos.
—¡Ah, pobre Matilda! Era como una madre para mí. Pero tendría que haber visto a mi madre. Es cierto que envenené a mi tía, como se dice por ahí, pero ése no es el origen de mi riqueza. Sólo me dejó una pequeña propiedad. Lo demás me lo ha proporcionado lord Hairstreak.
—¡Hairstreak! —murmuró Blue, y sintió un repentino escalofrío en la columna vertebral—. ¿Por qué le ha dado Black Hairstreak tanto dinero?
—Porque soy algo que usted nunca llegará a ser, a pesar de sus chapuzas de aficionada —afirmó Chalkhill con orgullo—. Soy el agente secreto más valioso de lord Hairstreak.
Fue Kitterick el que rompió el silencio que siguió a la respuesta de Chalkhill.
—Eso es agua pasada, por eso nos lo ha contado.
—Yo diría que no, trinio —comentó Chalkhill—. Y os contaré más cosas. —Dirigió la atención hacia Blue—. Ya ve, Serenidad, siempre presumí de tener una amistad profunda y duradera con lord Hairstreak y, por supuesto, nadie me creía. Era la tapadera perfecta. La gente prefería reírse a averiguar la verdad.
—¿Una tapadera para qué? —le preguntó Blue con desprecio—. ¿Sus intereses en la fábrica de pegamento?
Chalkhill la miró realmente sorprendido.
—¿Y es usted la que me lo pregunta? Suponía que había venido aquí en busca de su querido hermanito desaparecido.
—¿Qué sabe usted de Pyrgus? —inquirió Blue tras unos instantes.
—¿Qué sé? ¿Qué sé? Vamos a ver… —Alzó la vista como si lo distrajesen divertidos pensamientos—. Sé que es el siguiente en la línea de sucesión al trono. Sé que si alguien quisiera derrocar al Emperador Púrpura y, por decirlo de alguna manera, sustituirlo, sería más sencillo si el heredero fuese también eliminado. Sé…
—¿Tiene intención de derrocar a mi padre?
—Yo no, Alteza Serenísima, sino lord Hairstreak.
Blue lo miró, incapaz de articular palabra. Todo empezaba a tener un horrible sentido: las negociaciones que se habían enrarecido, la amenaza de guerra, la desaparición de Pyrgus…
Pero Chalkhill seguía hablando:
—Parece sorprendida. Me alegro. No tiene ni idea del cuidado que hemos tenido en ocultar lo que estaba pasando. ¿Sabe que nuestro primer plan era que el imbécil de mi socio matase a su hermano? El pobre de Brimstone, siempre jugando con sus demonios. Cree que los controla, pero hace años que lo traen en danza, sobre todo los que están a sueldo de lord Hairstreak. De todas formas, fui yo el que envió a unos matones para que persiguiesen al príncipe Pyrgus en Seething Lane. ¿Conoce la zona, por casualidad?
—Sí —respondió Blue en tono glacial, sin dar más explicaciones.
—Entonces sabrá que al llegar al final de la calle sólo se halla la fábrica. Astuto, ¿eh? Obligué a Pyrgus a que entrase en nuestro territorio. Él, por su cuenta, robó unos gatitos de hacer pegamento, pero eso fue algo secundario. Cuando estuvo dentro de la fábrica, sólo fue cuestión de tiempo que nuestros guardias lo capturasen y lo llevasen a mi presencia.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó Kitterick, pero Chalkhill no le hizo caso.
—Yo, a mi vez, se lo envié a Brimstone. Lord Hairstreak había sobornado a un demonio amigo suyo para que pidiese un sacrificio humano. La idea era que Brimstone matase a Pyrgus durante uno de sus repugnantes rituales, y luego nosotros… nosotros, bueno, en realidad yo… denunciaría a Brimstone. ¡Habría sido un juicio espectacular! Desviaría la atención de todo el mundo de lo que íbamos a hacer. —Chalkhill extendió las manos con tristeza y lanzó un suspiro, parodiando su anterior personalidad—. Pero Brimstone lo lió todo. Me temo que al pobre se le ha pasado la fecha de caducidad. Aparecieron unos guardias de vuestro padre en escena y le entró el pánico.
El rostro de Blue no expresaba nada, pero por dentro estaba helada. Había sido ella la que había enviado a los guardias a buscar a Pyrgus, pero hasta ese instante no se había enterado de que su hermano se había salvado por un pelo. Era típico de Pyrgus no hablar de los líos en que se metía. Blue se esforzó por dominar una oleada de pánico y dijo:
—¿Así que fueron ustedes los que sabotearon el portal y envenenaron a mi hermano?
—No sé nada del veneno —respondió Chalkhill encogiéndose de hombros—, pero es cierto que saboteamos el portal. ¿Teníamos alguna otra opción? Ahora que lo hemos quitado de en medio, podemos seguir con el asunto más importante, que es el asesinato de vuestro padre.
—¿Y no se le ha ocurrido pensar que lo avisaremos? —le preguntó Blue.
Chalkhill se levantó y sonrió.
—Me decepciona, querida. A estas alturas debería haberse dado cuenta de que no está en disposición de avisar a nadie. Naturalmente, mataré al trinio. —Chalkhill se estremeció—. Detesto a los enanos, son demasiado pequeños. Pero mi plan es mantenerla a salvo, princesa, al menos durante un tiempo…
Blue se puso colorada, pero sin darle tiempo a responder, se le adelantó Kitterick, que dijo en tono tranquilo:
—No se acercará a mí, ni siquiera con un cuchillo halek.
—Seguramente tienes razón —reconoció Chalkhill—, pero da la casualidad de que no pienso intentarlo. —Alzó la voz—. ¡Raúl, ahora! —En la habitación entraron cinco guardias fortachones, armados con flexibles espadas de obsidiana y varitas detonadoras—. Puedes envenenar a uno, trinio, pero los otros te sacarán las tripas sin darte tiempo a hincar los dientes.
Blue miró primero a Kitterick y luego a Chalkhill.
—¿Ha oído alguna vez el silbido del señor Kitterick, señor Chalkhill? —le preguntó sin darle mucha importancia.
Chalkhill pestañeó.
—¿Un silbido? —Parecía confuso.
—Llame a los nuestros con su silbido, señor Kitterick —ordenó Blue.
Sin molestarse en fruncir los labios, Kitterick emitió un penetrante silbido que sonó como si saliese de la ranura de su cabeza. Inmediatamente, un tropel de robustos comandos de palacio penetró por la ventana, mientras otros procedentes de la claraboya bajaban por cuerdas, en medio de una lluvia de cristales rotos. Iban armados con granadas explosivas y lanzacohetes ligeros.
—¿De verdad se creyó que iba a venir sola? —le preguntó Blue con suavidad.
Chalkhill soltó el cuchillo que, a pesar de la garantía de los halek, se hizo añicos al caer al suelo.