Pyrgus tenía la impresión de haber visto una trampilla abierta, con escalones de piedra que descendían, pero la mente no le funcionaba bien. Notaba que la tenía agazapada en algún oscuro rincón del cráneo, donde la habían encerrado, como si se tratara de un animalito peludo metido en una jaula. Seguía viendo con los ojos y oyendo con los oídos, pero todo resultaba lejano, igual que si estuviera mirando a través del extremo inadecuado de un telescopio. Sin embargo, apenas recordaba nada: ni adonde iba, ni el palacio, ni su padre, ni su hermana, ni su nuevo amigo Henry. Parecía que sus pensamientos se arrastraban entre melaza, eran inconcretos y se alejaban de él cuando intentaba apresarlos. Su memoria estaba colapsada y le dolía la cabeza. No sabía bien dónde había estado antes de llegar allí ni quién era exactamente. Si hacía un gran esfuerzo de concentración, se acordaba de su nombre, pero poca cosa más.
Los demonios condujeron a Pyrgus por un pasadizo enlosado, cuya única luz procedía del moho verdoso que impregnaba las paredes. Había tan poca luz que el chico tropezaba continuamente, aunque los demonios no tenían ninguna dificultad al andar. Pyrgus oía cómo le barboteaban y canturreaban en los límites del cerebro. El que le había parecido un hongo mohoso se había apartado un poco, pero el joven sabía que permanecía allí junto con los demás, dispuesto a abalanzarse sobre él si hacía el menor intento de huir. Pyrgus no lo entendía. ¿Por qué iba a huir?
El pasadizo conducía a un laberinto de galerías, con pasillos y túneles que se ramificaban en todas direcciones. A Pyrgus le parecían iguales, pero los demonios no se confundían. El color de la luz cambió poco a poco; del verde moho y bilioso pasó a un matiz rosado más suave, pero no podía distinguir de dónde procedía. Al mismo tiempo la temperatura fue elevándose de forma paulatina, hasta que Pyrgus empezó a sudar, y en el aire se notaba un creciente olor a azufre que le resultaba ligeramente familiar, aunque no recordaba por qué.
Como tardaron más de una hora en salir de aquella maraña de galerías, a Pyrgus se le ocurrió una extraña idea: un ejército invasor podría vagar durante meses por aquel laberinto. ¿Lo habían construido para eso, para que sirviese de protección al lugar en el que vivían los demonios? Pyrgus no lo sabía, pero le daba igual.
Se encontraban en una cueva tan enorme que Pyrgus no podía ver el otro lado. Ante ellos, extendida sobre el suelo de la cueva, había una ciudad subterránea, dispuesta de tal forma que era como un reflejo de la ciudad en ruinas que había visto en el exterior. Pero la ciudad subterránea no estaba hecha de piedra sino de relucientes metales, y se hallaba en mucho mejor estado. Las pulidas superficies reflejaban una tenue luz rojiza, aunque las sombras envolvían el lugar. No obstante, a Pyrgus no le importaba, como tampoco le importaba el calor. En realidad, a Pyrgus ya no le importaba nada.
Los demonios lo guiaron por las sombrías calles hasta la plaza central. Entre un cúmulo de pensamientos logró evocar el mundo de los demonios: éstos secuestraban personas y las metían en barcos metálicos. Alguien se lo había contado, aunque no recordaba quién había sido. Seis millones de individuos, a los que llamaban norteamericanos, habían desaparecido. Se preguntó para qué querrían los demonios a tanta gente; tal vez les sirviesen de alimento. Y también se preguntó si un norteamericano sabría tan rico como una patata frita.
En las calles había demonios, pero ninguno lo miraba.
En medio de la plaza se erguía un enorme edificio en forma de cúpula, que expulsó una rampa metálica cuando se acercaron, y parecía tan incitante y acogedor que Pyrgus estuvo a punto de echar a correr, pero el hongo mohoso que le envolvía la mente lo detuvo y lo hizo retroceder. Entonces el cerebro de Pyrgus empezó a funcionar: iban a ver a alguien importante. Subió a la rampa, pero se olvidó de lo que acababa de pensar.
Cuando entraron en el edificio, Pyrgus se fijó en que había máquinas en las paredes. ¡Qué lugar tan extraño!
Una nueva idea le surgió en medio de la debilitante pelusa en que se le había convertido la mente: un individuo secuestrado por los demonios jamás regresaba a su propio mundo. El hongo mohoso se apoderó de la idea enseguida y la desechó. ¡Qué ocurrencia más ridícula! Los demonios sólo querían hacer amigos.
Lo llevaron hasta una amplia cámara, de techo muy alto (¿el salón del trono?, ¿la sala de control?), en la que un demonio vestido de rojo estudiaba un gran mapa extendido sobre una mesa metálica.
La criatura levantó la cabeza cuando entraron.
—Príncipe heredero Pyrgus —dijo en tono zalamero—, ¡qué amable eres al visitarnos!
* * *
A Pyrgus se le aclararon las ideas de pronto y lo comprendió todo: estaba en Hael, el mundo demoníaco. No sabía cómo había llegado hasta allí, pero era la única explicación lógica. El portal del señor Fogarty lo había enviado a ese lugar. Recordó el olor a azufre, el árido paisaje, el implacable sol abrasador e inmóvil, la luz rojiza, la ciudad metálica… Tenía que estar en Hael.
Sin dudarlo ni un instante, Pyrgus quiso abalanzarse sobre el demonio vestido de escarlata… pero no pudo mover el cuerpo.
—No te molestes, Pyrgus —le dijo el demonio—. Si evitas las agresiones, todo será más fácil para ti y más cómodo para mí.
Si no podía moverse, ¿sería capaz de hablar? Debía averiguar algunas cosas si quería tener la menor posibilidad de salir de allí.
—¿Cómo sabes mi nombre? —le preguntó Pyrgus al demonio.
Las palabras le salieron un poco distorsionadas, pero bastante claras.
El demonio escarlata lo miró con sus enormes ojos negros, pero no intentó controlar de nuevo la mente del chico.
—Nos hemos visto antes.
Pyrgus parpadeó. No recordaba haber visto nunca a aquella criatura.
—¿No te acuerdas? —le preguntó el demonio, ordenando al mismo tiempo los pensamientos del joven—. Bueno, es comprensible. Mi aspecto era bastante distinto.
Ante el asombro de Pyrgus, la criatura empezó a extenderse en todas direcciones. Creció hasta una altura superior a un metro y medio… dos metros… dos metros y medio, y siguió creciendo. Su cuerpo se salió del traje escarlata y desarrolló una masa de músculos en cadena. El cráneo se le deformó y la cara cambió. En la frente le surgieron unos cuernos de carnero, que se enroscaron para adaptarse a los lados de la cabeza.
—¿Esto no te refresca la memoria?
Incluso la voz había cambiado. El tono suave y bien modulado se había convertido en el rugido de un trueno.
Pyrgus abrió la boca y cerró los ojos como si fuera un pez. Era la criatura a la que había invocado Brimstone y que había intentado matarlo antes de que apareciesen los guardias de su padre.
—Eres… Eres…
—¡El príncipe Beleth, para servirte! —se burló el demonio.
La transformación era asombrosa.
—¿Es tu verdadero aspecto? —le preguntó Pyrgus.
—Claro que no —contestó Beleth—. Todo esto no es más que parte del espectáculo que representamos ante los idiotas como Brimstone. Se cree un maestro de las ilusiones ópticas, pero nunca se le ha ocurrido cuestionarse lo que ve.
La enorme figura empezó a encoger hasta que, vestido con el traje escarlata, alcanzó de nuevo la altura de Pyrgus. Resultaba tan terrorífica de aquel tamaño como la anterior mole con cuernos. El tal Beleth era un enemigo imponente, fuera cual fuese su forma externa.
—¡Vaya, gracias! —exclamó Beleth demostrando otra vez lo fácil que le resultaba adivinar los pensamientos de Pyrgus—. Supongo que te preguntarás cómo te has metido en semejante lío.
Pyrgus, que en efecto se lo estaba preguntando, sintió un desagradable escalofrío en la columna vertebral. ¿Cómo se iba a librar de un ser que le leía los pensamientos cuando se le estaban formando en la mente?
—No es fácil —respondió Beleth—. Así que es mejor que dejes de darle vueltas a lo de escapar y, como recompensa, satisfaré tu curiosidad sobre una o dos cosas que te preocupan. ¿Qué te parece, príncipe Pyrgus? ¿Hacemos un trato?
A Pyrgus se le había agravado el dolor de cabeza. No le gustaba nada pactar con un demonio, pero en ese momento no se le ocurría qué otra cosa podía hacer. Evidentemente, no sería capaz de escaparse, por mucho que le diera vueltas a la idea. Y, además, le picaba la curiosidad de saber cómo había llegado hasta allí y unos cuantos detalles más, por ejemplo, la razón por la que Brimstone había tenido tanto interés en sacrificarlo a aquella criatura.
—Bien —empezó Beleth—, empecemos por ver de qué manera has llegado aquí y luego te hablaré de Brimstone. Vamos a dejar lo mejor para el final, por así decirlo. Estás en este lugar porque nos introdujimos en tu portal, aunque pocos saben que podemos hacerlo.
Desde luego, Pyrgus no lo sabía. Nunca había oído hablar de una panda de demonios que se introdujeran en los portales. Se preguntó si…
—Hemos sido nosotros los que te desviamos cuando ibas a trasladarte al Mundo Análogo, aunque tuvimos ayuda, naturalmente: necesitábamos conocer las coordenadas del portal de la Casa de Iris. Resultó muy fácil capturarte esta vez: ya conocíamos las coordenadas de tu regreso, así que fue sólo cuestión de observar la señal y desviarte cuando entraste en el portal.
—Pero ¿por qué? —preguntó Pyrgus.
—Porque Brimstone no cumplió el contrato. —Le explicó Beleth con paciencia, y luego sonrió enseñando sus dientecillos de demonio—: Y he tenido que hacer el trabajo por mi cuenta.
* * *
—Sólo cuesta siete groats a la semana. —La vieja soltó una risita aguda—. No encontrará nada mejor por ese precio en ningún lugar del reino, joven. —Esbozó una sonrisa desdentada, mientras una astuta expresión le iluminaba el rostro—. Ni más independiente.
Brimstone contempló su nuevo alojamiento con disgusto. Consistía en una asquerosa habitación con una ventana de postigos. La cama se reducía a un montón de paja, llena de bichos y apilada en un rincón, y los únicos muebles eran una mesa tambaleante y una silla de madera. A partir de entonces, dormiría y comería allí…
—La comida es aparte —anunció la anciana, como si le leyese el pensamiento.
… Y sólo podría salir de noche.
—Me la quedo —le dijo Brimstone a la bruja, y le lanzó unas monedas—. Ahí tiene un mes de adelanto, y ahora vayáse al cuerno.
La vieja comprobó dos monedas con las encías y le parecieron buenas.
—Gracias, señor —le dijo con renovada expresión de astucia—. Puede estar tranquilo, señor, que nadie sabrá que está usted aquí, al menos mientras me quede aliento en el cuerpo. Garantizo la intimidad de mis inquilinos, eso sí. La garantizo de verdad. —Al llegar a la puerta dudó un instante—: Hay caldo de huesos para cenar —le informó—. Es muy nutritivo.
En cuanto la mujer cerró la puerta, Brimstone abrió un poco la contraventana. La habitación daba a una cloaca descubierta, así que la cerró otra vez. Al menos, no era probable que entrase nadie por la ventana. Se dirigid hacia la mesa, se sentó en la silla, que era horriblemente incómoda, y contó las monedas de oro que le quedaban. Podía quedarse allí bastante tiempo por siete groats a la semana, si el caldo no lo mataba, pero tenía que salir del escondrijo de vez en cuando.
Cuando saliera, confiaba en que Beleth habría dejado de buscarlo.
* * *
Pyrgus se sentía como un globo, atado a Beleth por un cordel invisible. Los demonios se postraban ante su príncipe cuando éste recorría las calles de la ciudad. Pyrgus lo seguía uno o dos pasos detrás, aunque parecía que flotaba, en vez de caminar. La mente le bullía, a pesar de que sabía que Beleth le interceptaba los pensamientos.
—Paciencia —le advirtió Beleth girando la cabeza para mirarlo—. Enseguida se aclarará todo. Puedes estar seguro de que te lo contaré porque es un plan tan maravilloso que me muero de ganas por explicárselo a alguien. Naturalmente, hasta ahora no he podido, por si se filtraba algún detalle, pero, como eres un prisionero, puedo decírtelo. ¡Es absolutamente sensacional!
Atravesaron el perímetro de la ciudad hasta que llegaron a una sombría llanura metálica. Por todas partes, hasta donde alcanzaba la vista, había tropas de demonios fuertemente armadas y acorazadas, que portaban lanzas de fuego, varitas detonadoras y lanzacohetes, y llevaban bandoleras con granadas de rayos láser y cucuruchos con hechizos biológicos. Las botas servoasistidas que calzaban les permitían dar saltos de cincuenta metros o más, y las mochilas con propulsión de helicópteros los hacían volar. Era la fuerza de combate más temible que Pyrgus había visto en su vida.
—Saluda a las tropas —ordenó Beleth.
Pyrgus observó que su brazo se movía por impulso propio hasta que hizo un torpe saludo. Cuando recuperó su posición normal, Beleth le dijo:
—Esto es lo que hay.
Pyrgus contempló atónito el numeroso ejército, e intentó encontrar una explicación.
—¿Esperas algún contratiempo? —le preguntó al demonio. Tal vez Hael sufría la amenaza de una invasión.
—Es una manera de decirlo —afirmó Beleth—. Aunque «esperar» no es la palabra correcta. Los contratiempos los provocaremos nosotros muy pronto, con una ayudita de nuestros amigos. Eso es lo que dice vuestra canción, ¿verdad? —Beleth percibió la confusión en que se hallaba sumida la mente de Pyrgus—. Bueno, tal vez sea una canción del Mundo Análogo. Sé que la he oído en alguna parte, pero da igual. Lo esencial es que un día de éstos obtendremos el fruto de décadas de planificación. Va a haber… cambios… en el reino de los elfos.
* * *
Definitivamente, Pyrgus flotaba. Al mirar hacia abajo, vio que sus pies se encontraban a casi veinte centímetros del suelo. Beleth lo llevaba como si fuera un juguete entre las filas de demonios de expresión pétrea. Se percibía un fortísimo olor a azufre, entremezclado con el intenso aroma de la cordita, y parecía que las guerras y los ejércitos fueran cuestiones especialmente demoníacas, aunque Pyrgus pensó que seguramente lo eran.
—¿Cómo te llevas con tu padre? —le preguntó Beleth.
—Muy bien —respondió Pyrgus, leal, aunque no era cierto.
—Yo me comí al mío —le contó Beleth—. Estaba viejo, débil e inútil, pero quería seguir en el poder. Así que tomé medidas. Sabía muy mal: correoso, duro, maloliente… Ya sabes cómo son los padres, pero aquí es costumbre. Creemos que es una forma de absorber la esencia. Naturalmente, se trata de pura superstición, pero al fin y al cabo… es la tradición.
Se encogió de hombros.
—¿Y te convertiste entonces en rey de Hael? —le preguntó Pyrgus.
Creía que si hacía hablar a Beleth, el demonio no tendría tiempo de leerle el pensamiento.
—Príncipe de la Oscuridad —lo corrigió Beleth—. El título es Príncipe de la Oscuridad. Aquí no hay reyes ni emperadores, de modo que el rango superior es el de príncipe. Cuando me comí a mi padre, yo era duque. Bueno, esto es lo de menos porque lo que importa es que, al convertirme en príncipe, hice unos cuantos cambios, te lo aseguro. Este lugar llevaba siglos estancado, pero yo tenía planes, príncipe heredero Pyrgus. ¿Te gustaría conocerlos?
—Pues claro que sí —respondió Pyrgus con ansiedad.
Tal vez fuera cosa de su imaginación, pero cuanto más hablaba Beleth, menor era el control que ejercía sobre Pyrgus. El chico seguía sin poder hacer nada y debía tener mucho cuidado con sus pensamientos, pero llegado el momento…
—Tenía planes para ampliar mi esfera de influencia. Es así como se dice, ¿verdad? Ya nadie habla de conquista, saqueo y pillaje, aunque viene a ser lo mismo y resulta igual de divertido. Como somos amigos, es mejor que te hable sinceramente. Tenía planes para conquistar, saquear y rapiñar el Mundo Análogo, aunque eso a ti no te afecta en realidad. En resumen, Pyrgus, había planeado convertirme en el Príncipe de la Oscuridad más grande del Universo.
Se calló, mientras lanzaba chispas por los negros ojos.
Tras unos momentos, Pyrgus probó a incitarlo para que siguiese hablando.
—¡Vaya! ¿Y cómo ibas a hacerlo?
—Los demonios siempre hemos tenido mucha relación con los elfos de la noche: una ayudita por aquí, un sacrificio por allí, un contrato de sangre de vez en cuando. Eso ya lo sabes, por supuesto. Lo que tal vez no sepas es que desde hace unos meses yo, personalmente, he negociado un tratado secreto con uno de los líderes más poderosos de la noche…
—¡Lord Hairstreak! —exclamó Pyrgus.
—¡El mismo! —reconoció Beleth—. ¡Qué inteligente eres! Serías un demonio estupendo. Como bien has dicho, lord Hairstreak. Sus ambiciones son conquistar, saquear y rapiñar todo el reino de los elfos, y yo consentí en ayudarlo. Para ser más exactos, Pyrgus, consentí en sumar mis fuerzas a las suyas cuando él lanzase un ataque contra el antiguo Gobierno de la Luz, es decir, el gobierno de tu padre. El ataque es inminente.
—¿Hairstreak va a declarar la guerra contra mi padre?
—Quizá no la declare y prefiera actuar por sorpresa. Pero no cabe duda de que va a hacer la guerra, y esos robustos individuos que te rodean lo ayudarán a ganarla.
La conversación ya no era un juego para hacer hablar a Beleth. Pyrgus estaba más rígido que un carámbano. Sabía que existían problemas con los elfos de la noche, pero nunca se le había ocurrido pensar que la situación era tan grave como para desembocar en una guerra. Y con las legiones de Beleth de parte del bando de la noche, su padre no podía ganar. Pyrgus luchó furiosamente contra el pánico que comenzaba a filtrarse en sus pensamientos.
—¿Hairstreak pretende derrocar a mi padre?
—Sí.
—¿Y convertirse en Emperador Púrpura?
—Algo por el estilo. —Beleth sonrió benévolo.
—¡Nuestro pueblo no lo consentirá! —exclamó Pyrgus, tras unos momentos de confusión.
—Tendrán que hacerlo cuando pierdan la guerra. Aunque tienes razón al sugerir que no les va a gustar. Naturalmente, Hairstreak lo sabe y por eso me pidió que te matase.
—¿Que Hairstreak te pidió que me matases? —repitió Pyrgus.
—No es nada personal —comentó Beleth—, sólo cuestión de política.
* * *
El control de Beleth había disminuido mucho. Pyrgus tenía los pies en el suelo, y la sensación de flotar había desaparecido totalmente. No obstante, siguió al príncipe de los demonios de buen grado cuando abandonaron el campo militar y regresaron a la sombría ciudad metálica. En aquellas circunstancias, la huida era inútil, aunque Pyrgus lograra escapar, y antes de poner en práctica ninguna acción tenía que enterarse de todo lo que ocurría.
Por suerte, Beleth parecía encantado de seguir hablando.
—Lo fundamental es que eres el príncipe heredero, el que heredará el trono legítimamente si algo… si le ocurriera alguna desgracia a tu padre.
—¿Te refieres a algo como morir en la guerra? —le preguntó Pyrgus, con el entrecejo fruncido.
Beleth le lanzó una mirada de sorpresa.
—¡Oh, no! Tu padre no morirá en la batalla. Eso lo convertiría en mártir. Debe morir antes de que estallen las hostilidades. Y me temo que tú también.