Pyrgus entró en una asfixiante oscuridad. Al principio creyó que había ido a parar a uno de los portales que daban al fondo del mar. Pero luego se dio cuenta de que estaba respirando aire y de que no había agua, aunque en el aire flotaba una sustancia sulfúrica que le agarrotaba la garganta hasta lo más hondo. Avanzó dando traspiés, con los brazos extendidos, hasta que tocó con las manos la áspera roca; a partir de entonces fue a tientas, tosiendo violentamente, en un intento desesperado por respirar aire fresco.
Aunque le pareció una eternidad, al fin llegó a un lugar en el que ya no lo asfixiaban los gases y delante de él se veía una luz tenue a lo lejos. Pyrgus caminó más despacio y se dirigió hacia la luz con cuidado. Se había lastimado una rodilla y se había hecho un rasguño en un tobillo; aquel lugar (dondequiera que estuviese) aún se hallaba demasiado oscuro, y podía matarse si caía en un hoyo subterráneo. Por eso avanzó poco a poco, sujetándose con una mano en el muro de roca y asegurando cada paso antes de darlo. Cuando se utilizaba un portal por primera vez, siempre se producía la misma incógnita: no se sabía con seguridad si funcionaría. El señor Fogarty había hecho cálculos, basándose en algo relacionado con las líneas de iones, para que Pyrgus apareciese en la capilla del palacio, pero había admitido que existía un margen de error. Y, además, Pyrgus reconocía que había sido un poquitín impaciente al utilizar el control antes de que el señor Fogarty hubiese terminado de ajustado.
La luz que tenía ante sí se hizo más clara hasta que se apreció la forma de un agujero. Cuando Pyrgus se acercó, confirmó lo que ya sabía: se encontraba en un pasadizo subterráneo, que parecía una formación natural y, seguramente, era parte de un sistema de cuevas. Al intensificarse la luz, vio que las paredes y el suelo eran de roca, y en el lugar en que se ensanchaba el pasadizo había una estalactita.
Al ver de dónde procedía la luz, comprobó que salía de una brecha, situada en la parte superior de la pared rocosa, por la que se colaba el resplandor del día. No era muy grande, pero Pyrgus estaba convencido de que podría deslizarse por ella hasta el exterior. La dificultad estaba en poder alcanzarla.
Pyrgus examinó la superficie rocosa. Era escarpada y áspera, lo cual significaba que había sitio donde sujetar las manos al trepar, pero también significaba que si se caía se mataría. Por primera vez echó de menos las alas. Contempló la brecha durante un buen rato, luego se restregó las palmas de las manos contra los pantalones para secarse el sudor y emprendió la tarea de subir por la pared.
No era tan difícil como parecía, pero Pyrgus trepaba lentamente poniendo buen cuidado en afirmar los pies antes de extender las manos. Cuando llegó al estrecho saliente de la brecha, le dolían los músculos y le costaba trabajo respirar. Se sentó en el saliente un momento para recuperarse, y luego se enfrentó a la brecha. Parecía una fisura de la roca y, vista de cerca, no había duda de que había espacio suficiente para que saliese a través de ella. Pyrgus vio el cielo al otro lado, pero nada más, así que no sabía si iba a salir al nivel del suelo o en un acantilado. Como no tenía sentido preocuparse hasta que lo averiguase, se contoneó a través de la grieta.
El muchacho se desplomó sobre una ladera rocosa e inmediatamente se dio cuenta de que se había equivocado. Era evidente que no estaba cerca del portal del palacio; en realidad, allí no había ningún palacio y ni siquiera parecía que estuviese cerca de la ciudad. Pero no era sólo eso, sino que el aire estaba viciado: conservaba indicios del sulfuro metálico que había estado a punto de ahogarlo en el subterráneo. Y al ver el cielo desde el exterior, comprobó que era de un color extraño: tenía el matiz amarillento y sucio que precede a veces a las tormentas, salvo que en aquel momento no se avecinaba ninguna tormenta ni había nubes a la vista.
Pyrgus frunció el entrecejo. Como seguía sintiendo náuseas, se preguntó si habría un volcán que arrojase gases sulfúricos cerca de allí. Pero se encontraba al aire libre, y por lo tanto los gases ya no eran su principal preocupación. Tenía que averiguar dónde estaba exactamente, y luego tomar el camino más corto de regreso al palacio. Aunque no hacía mucho tiempo que se había marchado, le asustaba pensar en lo que podía haber ocurrido. Nunca le había interesado demasiado la política, pero no era tonto. Alguien había intentado matarlo y, por lo que sabía, su padre podía ser el siguiente. El último atentado contra la vida de Pyrgus había sido un acto político, y su padre tenía que saberlo lo antes posible.
Se puso de pie y echó un vistazo a su alrededor. El paisaje era escarpado, rocoso y árido, y la única vegetación consistía en unas cuantas plantas parecidas a las leguminosas, que no reconoció. Se preguntó si la ciudad se encontraría a una distancia razonable para recorrerla andando porque, aunque conocía muy bien los alrededores, aquel paraje no le resultaba familiar.
El sol se estaba poniendo y los gases sulfúricos, o lo que fuesen, le daban un matiz violento y feroz. Si quería llegar a algún lugar conocido antes de que anocheciese, tenía que ponerse en camino. Así que echó un vistazo a lo que llevaba encima, y se alegró de haber aceptado el cuchillo que le había ofrecido el señor Fogarty. El anciano había insistido en que nunca se sabía cuándo podía hacer falta un arma; y aunque Pyrgus no había contado con acabar en medio de la nada, el señor Fogarty sabía por experiencia que su propio mundo era un lugar peligroso. El cuchillo no tenía la hoja de los halek, sino que pertenecía a la cocina del señor Fogarty, pero era mejor que nada.
Pyrgus tenía también una mochila con comida, que el señor Fogarty llamaba «saco de viaje». Estaba seguro de que no la necesitaría, pero como le gustaba la comida del Mundo Análogo, había hecho acopio de patatas fritas, tabletas de chocolate Mars y una lata de alubias cocidas. La situación podía haber sido peor. Si tenía que caminar unos kilómetros, no sería más de lo que había caminado anteriormente, y tampoco le importaba gran cosa si tenía que dormir una o dos noches a la intemperie. También lo había hecho otras veces.
Se echó la mochila al hombro y empezó a descender por la montaña.
Calculó que llevaba una hora caminando cuando le pareció que pasaba algo raro. El paisaje no había cambiado y el furioso sol aún no se había puesto. Según sus cálculos, tendría que estar anocheciendo, pero el sol no se había movido de su sitio inicial en el cielo. De hecho, cuanto más lo pensaba, más se convencía de que no se había movido en absoluto. Era imposible; por lo tanto, debía de haberse equivocado sobre el tiempo que llevaba caminando.
Pyrgus se detuvo. El paisaje que lo rodeaba parecía el mismo que cuando había salido a la superficie. Pero ¿era el mismo paisaje? ¿Estaría andando en círculos? Descartó esa idea. No podía ser tan simple. Si el sol no se había movido, significaba que no había transcurrido el tiempo, pero él se sentía un poco cansado, como suele ocurrir después de caminar durante una hora. Y si el sol no se había movido, él no podía haber caminado durante una hora. Se preguntó si los gases le habrían alterado la mente. Era un pensamiento terrible, pero ¿no estaría sufriendo alucinaciones?
Empezó a ponerse en movimiento otra vez, plenamente consciente de que ponía un pie delante del otro. Estaba caminando. ¡Pues claro que estaba caminando! Se descolgó la mochila que llevaba a la espalda, la puso en el suelo, y retrocedió media docena de pasos. La mochila seguía en su sitio y él se había alejado de ella, como tenía que ser. Volvió a recoger la mochila. Estaba caminando. ¡Claro que estaba caminando! Había andado durante una hora o más. Entonces, ¿por qué no se había movido el sol?
Continuó hacia el oeste, en la dirección que había elegido antes. ¿Qué más podía hacer? Sin embargo, el misterio lo inquietaba lo mismo que el olor a azufre, que seguía metido en sus narices, y el cielo amarillo. Pasaba algo extraño, aunque no podía imaginarse qué era exactamente.
Llegó a la cima de una colina, desde la que se veía una ciudad en ruinas.
Los antiguos edificios se elevaban en medio de la árida llanura como dientes podridos. Los muros derrumbados formaban montones de escombros, pero todavía quedaban bastantes en pie para comprobar que, en otro tiempo, había sido una bulliciosa metrópolis. Pyrgus distinguió los restos de la portada de un templo y los cimientos de las torres de piedra. Había una plaza central, con el pavimento partido y agrietado. Los antiguos caminos y las calles quedaban medio escondidos bajo la misma extraña vegetación que había visto antes. Incluso en ruinas, la ciudad resultaba impresionante. Las piedras de la muralla eran enormes: algunas debían de pesar toneladas.
Pyrgus sintió un repentino escalofrío. Nunca había oído hablar de una ciudad como aquélla en el reino de los elfos y, desde luego, no estaba cerca de su palacio. Lo cual significaba que nadie la conocía, probablemente porque estaba en un país lejano o en otro continente, cosa que explicaría la extraña vegetación. ¿A qué distancia se encontraba de su casa? Tal vez le llevase semanas, incluso meses, llegar hasta donde estuviera su padre y avisarlo de lo que pasaba.
Si es que regresaba alguna vez…
Pyrgus tenía un carácter optimista, pero en aquella situación comprendía que debía ser realista. Había caminado por un terreno tan árido que era casi un desierto, aturdido por los gases y sin la menor idea de dónde se encontraba. Llevaba comida, bastante escasa, en la mochila. Si no se excedía, podía durarle dos o tres días, pero después tendría que cazar, y hasta entonces no había visto ni una rata en aquel desolado territorio, y mucho menos algo comestible.
Es más, tampoco había visto agua, y él no llevaba. Sin agua no duraría mucho más de una semana. En esos momentos el sol rozaba el horizonte y hacía fresco, pero al mediodía del día siguiente se deshidrataría a velocidad de vértigo.
Contempló el sol: seguía en el mismo lugar, como si el tiempo se hubiera detenido.
El agua tenía que ser su principal objetivo. La necesitaba para sobrevivir porque sin ella nunca llegaría a ver a su padre, ni podría avisarlo, ni se enteraría de lo que había detrás del intento de asesinarlo, ni nunca… Interrumpió la cadena de pensamientos y se esforzó en concentrarse en el problema inmediato. Tal vez pudiese exprimir algo de líquido de aquellas curiosas plantas, pero sería como último recurso, pues no sabía si eran venenosas. Lo que necesitaba era un arroyo, un estanque o…
¡O un pozo!
¡La ciudad en ruinas debía de haber tenido suministro de agua! Los que la habían diseñado tenían que haber construido cisternas para recoger el agua de la lluvia, pero también habría pozos porque eran la única fuente segura de suministro de agua. No obstante, algunos o tal vez casi todos podían estar secos. Pero existía la posibilidad de que uno o dos tuviesen agua. Lo que tenía que hacer era encontrarlos.
Así pues, descendió por la pendiente que conducía a las ruinas. Se le ocurrió la idea de que quizá tuviese suerte y tropezase con una inscripción que le diese alguna pista sobre su paradero. Cuando encontrase el agua y supiese dónde estaba, no dudaba que encontraría el camino de regreso a casa, por muy lejos que estuviese. De alguna manera lo conseguiría.
La ciudad era más imponente de cerca que desde la distancia. En varios edificios las piedras se habían cortado y encajado como si fueran piezas de un rompecabezas. No se veía argamasa entre ellas, aunque coincidían perfectamente. Pyrgus nunca había visto nada parecido, aunque en el reino de su padre había algunos edificios enormes, entre ellos el palacio. Se preguntó por la antigüedad de aquellas ruinas: ¿tendrían mil años? ¿Diez mil?
Como quería hacer una búsqueda sistemática, empezó por la portada del templo que seguía en pie y continuó muy despacio por la vía principal que conducía a la plaza central. Solían existir dos tipos de pozos: unos eran gigantescas perforaciones que proporcionaban agua a toda la ciudad y normalmente se establecían en algún lugar cercano al centro de las urbes; otros eran los de algunas familias, sobre todo las ricas, que deseaban contar con su propio suministro de agua y tenían pozos subterráneos junto a sus casas o dentro de ellas. En este segundo tipo de pozos, sería más fácil encontrar agua, y no en las agotadas conducciones municipales.
Pyrgus avanzó lentamente fijándose en los edificios residenciales. Sin embargo, no eran tan fáciles de encontrar como había pensado puesto que, en otra época, debían de haber vivido en aquella ciudad miles de personas, cuyas casas serían las más pequeñas y peor construidas, y por lo tanto las primeras en convertirse en escombros. Lo que quedaban eran fragmentos de las enormes murallas de la ciudad, partes de templos, antiguas fábricas, observatorios y edificios similares. Y en su ruinoso estado resultaba difícil distinguir una clase de edificios de otra, sobre todo porque las únicas indicaciones eran unas cuantas losas y restos de paredes.
Pero había una zona que parecía prometedora. En ella habían desaparecido todos los edificios, y no quedaban más que piedras derrumbadas y trozos de cimientos. Fueron, precisamente, las marcas de los cimientos las que atrajeron a Pyrgus, porque parecía que correspondían a un conjunto de casitas. Había una o dos grietas oscuras que valdría la pena explorar, y aún más atrayentes resultaban dos losas resquebrajadas que tal vez, sólo tal vez, podrían ser tapaderas de pozos.
Pyrgus estaba trepando sobre los escombros para investigar cuando lo capturaron los demonios.
* * *
El mismo Pyrgus peleó como un demonio. No tuvo oportunidad de hacerse con el cuchillo que le había dado el señor Fogarty, pero la emprendió a patadas y a puñetazos. Había algo en aquellas criaturas que le producía arrebatos de repugnancia. Iban casi desnudos, y podía ver sus asquerosos cuerpos, lampiños y blancos como la tiza, y sus flacuchos miembros. Cuando lo tocaban, se le ponía la piel de gallina.
Eran más bajos de estatura que Pyrgus, pero había docenas de ellos, y de entre los escombros salían cada vez más. Nunca había visto tantos en un mismo lugar, ni había oído hablar de que apareciesen tantos a la vez. El más habilidoso mago de la noche podía convocar como máximo a tres demonios al mismo tiempo, pero nunca a docenas. Chirriaban como insectos y se precipitaban hacia él como flechas, lo agarraban de la ropa, y luego retrocedían para esquivar los puños del muchacho, que no cesaban de agitarse.
Pyrgus era consciente de que no debía mirarlos a la cara. Así que se concentró en darles patadas en las piernas, que eran quebradizas y parecían fáciles de romper. Pero los demonios lo sabían tan bien como él y ponían buen cuidado en alejarse de sus botas.
Alguien le sujetó la cabeza por atrás y se la inmovilizó como si se tratara de un torno, pues, a pesar de su tamaño, los demonios eran fuertes. Pyrgus se movió y se retorció para soltarse, pero la criatura se pegó a él. Entonces otros demonios le sujetaron la cabeza con las manos, y en un instante lo redujeron a la inmovilidad.
—¡Nooo! —protestó Pyrgus.
Dejó de luchar para concentrarse en lo que vendría a continuación. Cerró los ojos firmemente e intentó golpear a los demonios que le sujetaban la cabeza. Pero cuando le agarraron los brazos, Pyrgus supo que estaba perdido. Los dedos de los demonios se arrastraron por su cara para abrirle a la fuerza los ojos cerrados. Pyrgus hizo ademán de mirar de inmediato hacia abajo, pero las criaturas se adelantaron a su reacción y le tiraron de la cabeza hacia atrás, de modo que se quedó mirando cara a cara a un demonio. Los enormes ojos negros estaban clavados en los suyos.
«Tranquilo», le dijo una voz dentro de la mente.
Era una sensación espantosa, como si el cerebro le rezumase moho.
La parálisis comenzaba a apoderarse de sus miembros.
—Tranquilo —repitió la voz del demonio.
—Tres tristes tigres —murmuró Pyrgus—. Tres tristes tigres. Tres tristes tigres, tres tigres, tres tigres. —Se lo había enseñando—. Tithonus. A veces un trabalenguas servía para cerrar la mente y mantenerla a salvo de los hechizos de los demonios. —Tres tristes tigres. Tres tristes tigres. Tres tristes tigres, tres…
—¿Cómo te llamas? —oyó que le preguntaba la voz del demonio.
«¡No pienses en tu nombre! Hagas lo que hagas, no lo pienses». Si un demonio sabía el nombre de una persona, crecía su poder sobre ella. Pyrgus no conocía a nadie que hubiese huido de los demonios después de que éstos habían sabido su nombre. «No pienses P… P… ¡No, no lo pienses! Tres tristes tigres. Tres tristes tigres. Tres tri… No pienses…». El chico percibió cómo su nombre le rondaba la mente y esperaba el momento de colarse, deambular y entrar definitivamente en ella. «Tigres, tigres, pi, Py… No lo pienses, P, P, P… ¡No pienses, PYRGUS! ¡Maldita sea, maldita sea, maldita sea! Bueno, no pienses, Pyrgus Malvae. ¡Oh, por dos veces maldición!».
—Ven conmigo, Pyrgus Malvae —le dijo el hongo mohoso que tenía en la cabeza.
Las manos de los demonios le soltaron los brazos y la cabeza. La diabólica multitud retrocedió y el camino quedó libre. El demonio que le hablaba dentro de la mente abrió los delgados labios y mostró unos dientecillos puntiagudos. Pyrgus tardó unos instantes en darse cuenta de que estaba sonriendo. La criatura dio la vuelta y se perdió entre los escombros, y Pyrgus lo siguió como si fuera un corderillo.