19

Alan Fogarty se despertó sobresaltado. Una persistente luz azul inundaba su habitación, y oía un agudo zumbido. ¡Habían ido a por él!

Se dio la vuelta y buscó la escopeta debajo de la cama, hasta que se acordó, soltando una maldición, de que estaba desmontada sobre la mesa de la cocina, limpia y engrasada. Como era un anciano y estaba cansado, no la había montado de nuevo y se había ido a la cama con la idea de arreglarla a la mañana siguiente, y había pensado que no tenía ninguna importancia que durmiese una noche sin el arma a mano. Pero olvidó la ley de Murphy: si algo puede salir mal, sale mal. Habían escogido la única noche en que no disponía de un arma de fuego para ir a buscarlo.

Se enderezó. Aún no estaban en la habitación, así que tenía una oportunidad. Pero debía darse prisa, aunque correr no era lo que mejor se le daba a su edad. Era espantoso envejecer. Treinta años antes habría podido vencerlos, y hasta veinte años atrás habría salido corriendo a la calle. Pero cuando uno pasa de los ochenta, todo se vuelve lento.

Sacó los pies de la cama y los puso sobre el suelo de madera. Tenía que darse prisa, pero si iba demasiado rápido tendría dificultades porque, cuando se levantaba de repente, se mareaba. Tras unos instantes se arriesgó a ponerse de pie. Ni el menor indicio de mareo, ¡estupendo! Se dirigió al armario y sacó un bate de criquet.

Podían atravesar las paredes. No tenía sentido, pero era lo que decían todos los libros. La clave estaba en no dejarse impresionar y en adelantarse a sus movimientos. Acarició el bate de criquet y se acercó a la ventana.

¡Unas figuras avanzaban por su jardín!

Soltó la cortina y salió de la habitación. Tenía una buena oportunidad porque aún no habían entrado en la casa, lo cual era una suerte para él. Incluso se preguntó si tendría tiempo de montar la escopeta antes de que entrasen. Había una caja llena de cartuchos en el cajón de la mesa.

Llegó a la cocina enseguida. En la puerta trasera había una forma humanoide cuyo contorno aparecía distorsionado por lo deslustrado que estaba el cristal. La figura llamó a la puerta con urgencia. Fogarty se acercó y descorrió los cinco pestillos. Luego alcanzó la llave que colgaba de un gancho, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta.

Cuando la figura entró, Fogarty la golpeó con el bate de criquet.

* * *

El personaje que llevaba la capa y el chaleco de color morado no era precisamente alto, y Fogarty había visto hombres mucho más imponentes, pero se adivinaba que era el que estaba al mando en cuanto hubo cruzado la puerta en segundo lugar.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Fogarty no respondió, en parte porque el brazo que rodeaba su cuello le impedía respirar, y en parte porque se sentía un poco avergonzado. Aquellos payasos no eran extraterrestres, ni se parecían a los Hombres de Negro, ni a los del FBI. Llevaban ropas de colores muy alegres y de corte extravagante. Además, el hombre que vestía de color morado tenía algo que le resultaba familiar.

—Sin duda es un malentendido, Majestad —dijo el hombre al que Fogarty había golpeado con el bate de criquet.

El hombre tenía el brazo cubierto por una especie de manguito ajustado, blanco y rígido, que había rociado sobre él un compañero.

—¿Por qué queréis estrangular a este hombre?

La pregunta iba dirigida al soldado que rodeaba el cuello de Fogarty con su brazo. Fogarty sabía que era un soldado porque llevaba el pelo cortado al rape y una baqueta de fusil a cuestas. Parecía que todos provenían del mismo sitio, que sólo Dios sabía dónde podía estar. Y si lo que vestían era un uniforme, Fogarty nunca había visto uno igual.

—¡Un peligro para la sociedad, Señor! —exclamó el soldado intentando ponerse firme.

El brusco movimiento estuvo a punto de romperle la tráquea a Fogarty.

—¿Tú o él? —preguntó el hombre vestido de color morado—. Creo que será mejor que lo sueltes.

—¡Sí, Majestad! —afirmó el soldado.

El hombre soltó a Fogarty, retrocedió, dio un taconazo y se puso firme otra vez. Todo lo realizó en un solo movimiento.

Fogarty se frotó el cuello. Era la segunda vez que llamaban «Majestad» al hombre con las ropas de color morado. ¿Era una especie de rey? ¿Por qué le resultaba tan conocido? Fogarty parpadeó.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Es usted el padre de Pyrgus!

Fue como si hubiese soltado la bomba atómica. Todos se quedaron de piedra, con los ojos como platos y boquiabiertos. El personaje del chaleco de color morado fue el primero en reaccionar.

—Soy Apatura Iris, el Emperador Púrpura —se presentó—. ¿Qué sabe usted de mi hijo?

Así que habían ido a buscar al chico. Pyrgus siempre decía que lo harían o que al menos lo intentarían. Pero eso no le había impedido espabilarse por su cuenta; desde luego, era el hijo ideal.

—Llega demasiado tarde. Ha regresado —dijo Fogarty.

El Emperador Púrpura intercambió una mirada con el hombre delgado al que Fogarty había atacado.

—¿Regresado?

—Sí.

Paseó la vista de uno a otro. En la cocina había cinco hombres, y estaba seguro de que fuera había más.

—¿Qué? —le preguntó al Emperador Púrpura—. ¿Qué pasa?

Apatura contempló la escopeta desmontada sobre la mesa.

—¿Eso es un arma? —preguntó.

—Sí —afirmó Fogarty.

—¿Su arma?

—Sí.

—¿La puede arreglar?

Fogarty lo miró con desconfianza.

—Pues sí.

Fue hasta la mesa y se sentó sin apartar los ojos del Emperador Púrpura. Después reunió las piezas y empezó a encajarlas.

—Éste es el Guardián Tithonus —indicó el emperador señalando con la cabeza al hombre delgado.

—Siento haberle hecho eso —murmuró Fogarty con los ojos fijos en el brazo del hombre.

—Sólo es una fractura —respondió Tithonus secamente.

—Yo soy Alan Fogarty —se presentó Fogarty.

—Me temo que estamos abusando de su hospitalidad, señor Fogarty —dijo Apatura. Su voz era amable, pero su cara parecía de piedra—. Sin embargo, le agradecería que habláramos acerca de mi hijo. Por favor, cuénteme cómo lo conoció y qué ha pasado.

Fogarty se había topado con tipos como aquél un par de veces en su vida, y lo mejor era no meterse con ellos, a menos que no quedase más remedio. Pyrgus sería igual dentro de uno o dos años, y ya se veía de dónde sacaba el estilo: para la edad que tenía, era un chico duro. Por suerte, Fogarty no quería discutir con el emperador, sino todo lo contrario, puesto que Pyrgus le había caído bien, y por lo que había explicado el chico se adivinaba que asimismo a él le caía bien su padre. Naturalmente, tenían sus desavenencias, pero eran sólo cosas de la edad. No había un solo chico que a esa edad no tuviera roces con su padre. Y si no los tenía, era que algo iba mal.

—No es asunto mío, pero yo, en su lugar, reforzaría la seguridad. Creo que alguien ha intentado hacerle daño a su hijo —dijo Fogarty.

Apatura lo miró, impasible.

—Hace tiempo que llegué a esa conclusión, señor Fogarty. Desde el principio, por favor.

Fogarty respiró profundamente y le contó lo que había sucedido.

* * *

Todos lo observaban con gran atención cuando llegó a la parte del relato que trataba del regreso de Pyrgus.

—¿Cómo se le ocurrió a usted hacerlo? —le preguntó el Emperador Púrpura.

—El portal —respondió Fogarty, al que no le gustaba que lo interrumpiesen.

Uno de los hombres del emperador, que se llamaba Peacock y llevaba una chaqueta con una corona bordada del Emperador Púrpura, dijo al momento:

—El portal no funcionaba.

—No era vuestro portal —corrigió Fogarty—. Era el mío.

Fogarty percibió una repentina emoción. El Emperador Púrpura se inclinó hacia delante.

—¿Tiene usted un portal natural cerca de aquí, señor Fogarty?

Fogarty hizo un gesto negativo con la cabeza.

—He construido uno.

Se produjo un absoluto silencio, lleno de asombro. Fogarty recorrió con la vista todos los rostros.

—¿Hay algún problema al respecto? —preguntó.

El que se llamaba Tithonus, que solía estar callado, seguramente porque le dolía el brazo, dijo:

—¿He de entender que ha creado usted un portal de la nada, y no ha modificado uno que ya existía?

—Sí —afirmó Fogarty, irritado por el tono del hombre—. Ha entendido bien.

—¿Cómo pudo…? —El emperador captó la mirada de Tithonus y cambió de táctica—. Debe de ser usted un hombre de talento excepcional, señor Fogarty.

—Solía construir herramientas en mi trabajo —murmuró Fogarty con cierta calma, aunque no mucha.

De hecho, eran detonadores, ganzúas para abrir cerraduras, aparatos para interferir los sistemas de alarma, pero esta gente no tenía por qué saberlo.

—Aun así —intervino Tithonus con mucha labia—, no tenía ni idea de que en este mundo se conociese la tecnología de los portales.

—Pyrgus me explicó lo fundamental.

—Entonces, ¿ha empezado desde el principio? —le preguntó Tithonus.

—No es para tanto —precisó Fogarty—. Cuando estás a medio camino, ya no te equivocas de dirección.

—Estoy seguro de ello —afirmó Tithonus.

El que se llamaba Peacock se inclinó hacia delante, y Fogarty hubiera jurado que el hombre hacía esfuerzos para no temblar de emoción.

—¿Puedo verlo? —preguntó.

—El señor Peacock es el ingeniero jefe de nuestros portales —indicó Tithonus—. Le interesan las cuestiones técnicas.

A Fogarty le gustaba la franqueza de Peacock. De modo que abrió el cajón de la mesa y sacó una pequeña forma cúbica de aluminio pulido.

—¿Qué es eso? —le preguntó Peacock cuando Fogarty se lo ofreció.

—El portal —respondió Fogarty.

Peacock contempló el cubo mientras le daba vueltas en la mano. Al fin, levantó la vista hacia el señor Fogarty.

—Esto no es un portal.

—Claro que sí. Apriete el botón rojo. Pero hay que hacerlo fuera; si lo utiliza aquí dentro, podrían romperse algunas cosas. —Fogarty sonrió.

Peacock miró al emperador, que hizo un ligero gesto afirmativo. Al poco rato todos se hallaban en el jardín de la parte de atrás. Fogarty observó que estaba en lo cierto: había una docena de hombres merodeando entre las sombras, casi todos con aspecto militar. El emperador estaba bien preparado para los enfrentamientos. Y a Fogarty le caían bien esa clase de hombres.

—¿Dónde…? —preguntó Peacock.

—En cualquier parte, siempre que sea fuera de la casa —afirmó Fogarty encogiéndose de hombros.

Peacock apretó el botón rojo. Se produjo un sonido tremendo cuando la realidad se desgarró. A través del agujero vieron un pasillo alfombrado e iluminado por arañas de cristal. Tras unos momentos de anonadado silencio, Apatura susurró:

—¡Es el palacio!

—Ya me parecía a mí —comentó Fogarty con orgullo—. Intenté dirigirlo hacia su propio portal, que está en una especie de capilla, según me explicó Pyrgus. Aunque el palacio podría estar bastante cerca por lo que veo.

—Este portal no es como los nuestros —afirmó Peacock, con una especie de temor reverencial en la voz.

Fogarty se esforzó en mantenerse serio.

—Tal vez puedan hacerse unas cuantas mejoras —comentó, sin darle importancia.

—¿Y qué sucede si aprieto el botón de color verde? —le preguntó Peacock.

—Que se acabó.

Peacock apretó el botón verde, y el portal desapareció sin el menor ruido.

—¿Dónde está la fuente de energía? No puede haberla metido en este cubo.

Fogarty no pudo evitar una sonrisa, aunque no le importó el comentario. Al fin y al cabo, Peacock era ingeniero.

—El cubo es sólo un control. El verdadero portal obtiene la energía del planeta.

—¿De los volcanes? —quiso saber Peacock.

—Aquí no hay volcanes.

—Los nuestros son volcánicos. —Peacock no hizo caso, o tal vez ni siquiera se dio cuenta, de las miradas de advertencia que le dirigieron Tithonus y el emperador—. Todos nuestros portales son volcánicos.

—Se trata de la resonancia planetaria —le explicó Fogarty—. Un hombre que se llamaba Tesla trabajó con ella, pero murió. Y en cuanto a la electricidad reactivada, Pyrgus me dijo que ustedes la llaman «relámpago cautivo». Yo utilicé un disparador psicotrónico.

—¡Un disparador psicotrónico! ¡Vaya! —exclamó Peacock—. Nosotros acariciamos la idea de la resonancia planetaria, pero nunca se me había ocurrido utilizar un disparador psicotrónico.

—No funciona sin él, por mucha electricidad que se reactive.

—Ya lo sé —confirmó Peacock. Parecía encantado y sorprendido al mismo tiempo.

—Tal vez puedan continuar esta conversación en otro momento —les sugirió Apatura con ironía. Rechazó con un gesto las precipitadas disculpas de Peacock, y le dijo a Fogarty—: ¿Ha dicho usted que empleó este portal para enviar a Pyrgus a casa?

—¡Ah! —exclamó Fogarty, incómodo—. No exactamente…

—¿No… exactamente? —preguntó Tithonus.

—Su hijo es un chico impaciente —le comentó Fogarty al Emperador Púrpura, que asintió con amargura—. Utilizó el portal él solo la noche que lo terminé. Hace dos noches se marchó mientras yo dormía, y me dejó una nota. Me preocupé un poco cuando descubrí que se había ido porque aún no había hecho los ajustes finales, ni las comprobaciones, ni nada parecido. Pero, cuando yo mismo lo probé, funcionó perfectamente.

—¿Lo probó usted mismo?

—Sí, claro. No hubiera podido descansar tranquilo hasta saber que Pyrgus estaba bien.

—¿Y qué pasó cuando usted lo probó? —le preguntó el emperador con cautela.

—Lo mismo que usted ha visto —respondió Fogarty—. Entré en su palacio. Lo reconocí por lo que Pyrgus me había contado.

—No hay informes sobre su visita —intervino Tithonus.

—No fue exactamente una visita. Entré, eché un vistazo y volví a salir. Tengo cosas que hacer aquí. Me alegro de que su hijo esté en casa.

—Ése es el problema, señor Fogarty —dijo el Emperador Púrpura muy serio—. Mi hijo no está en casa.