18

—¿Dónde has estado? —le preguntó su madre a Henry, muy enfadada, mientras untaba con mantequilla el pan de los bocadillos en la mesa de la cocina.

La vieja cesta para llevar la comida estaba en la encimera, llena de fruta, refrescos y lo que parecían los asquerosos huevos escoceses que tanto le gustaban a ella.

—Estábamos preocupados —dijo su padre, en tono mucho más amable.

Había cambiado el traje que normalmente llevaba para ir al trabajo por el uniforme de fin de semana: pantalones y camisa deportiva, y para completar el atuendo unos pulcros zapatos de golf. La expresión de su cara era una de las más habituales: la que le indicaba a Henry que su padre se sentía desgraciado, aunque pusiera al mal tiempo buena cara. A Henry le dio la impresión de que la comida campestre familiar le resultaba tan latosa a su padre como a él.

—Fui a dar una vuelta —respondió Henry.

Era mentira, pero, como había algo de verdad, no se sentía tan culpable. Y como también había resultado muy sencillo, era menos probable que lo descubrieran. Al menos había dejado a Pyrgus con todas las cosas a salvo en casa del señor Fogarty.

—Sabías muy bien que íbamos a ir a comer fuera —le espetó su madre—. Es tan tarde que casi no vale la pena.

—Aún no estáis listos —comentó Henry con cierta imprudencia.

—¡Porque no sabíamos dónde estabas! —le echó en cara su madre—. La verdad, Henry, es que últimamente te comportas de una forma tan rara que no sabemos qué pensar.

¿Que él se comportaba de una forma rara? Henry miró a sus padres, pero decidió que era mejor dejarlo correr.

—Sólo he estado dando un paseo… —contestó, y añadió con la perversa esperanza de que su madre se sintiese culpable—: Necesitaba tiempo para pensar.

—No ha ido a dar una vuelta. —La voz de Aisling sonó detrás de él—. Ha ido a ver al señor Fogarty, aunque le ordenasteis que no lo hiciera. Lo oí citarse con él por teléfono anoche.

Henry giró en redondo. Una sonrisa de satisfacción iluminaba el estúpido rostro de Aisling. Lo sabía desde la noche anterior, pero había esperado hasta entonces para decírselo a sus padres y ponerlo en una situación muy difícil.

—¿Es eso cierto? —le preguntó su madre.

El tono de voz sugería que costaría mucho convencerla de lo contrario.

Mientras intentaba sofocar una oleada de culpabilidad, a Henry se le ocurrió una idea horrible. ¿Había hablado de entrar a robar en el colegio cuando telefoneó por la noche? Creía que no, pero no lo recordaba con seguridad. ¿Y Aisling estaba esperando el momento oportuno para soltar esa pequeña bomba? Henry respiró hondo. Sólo había una manera de averiguarlo.

—Sí —reconoció bajando los ojos—, es cierto. —Levantó la vista y añadió con más energía—: Tenía que hacer un trabajo para él. No podía fallarle.

Clavó la mirada en Aisling. Si sabía lo que había pasado por la mañana, era el momento de que lo dijera. Henry ya oía la triunfante voz de su hermana: «¿Y sabes qué trabajo era, mamá? ¡Entrar a robar en el colegio!».

Pero si Aisling sabía algo, no lo dijo.

—¿Fallarle? —repitió su madre—. Te dijimos… Tu padre y yo, los dos, te dijimos que no volverías a trabajar para él. De inmediato. No a partir del mes que viene o de la semana próxima. Henry, es por tu propio bien. Ese hombre es una compañía muy poco recomendable para un joven de tu edad. Pero no se trata de eso. Se trata de que no podemos confiar en ti…

Henry se quedó sorprendido cuando oyó murmurar a su padre:

—Tal vez tenía obligaciones, Martha.

—De acuerdo —afirmó ella—. De acuerdo, veremos qué obligaciones eran ésas, ¿verdad? —Se volvió hacia Henry—. ¿Has acabado el trabajo que tenías que hacerle al señor Fogarty?

Henry la miró unos instantes, y luego asintió.

—Sí.

Era Henry el sincero.

—¿Y ya no tienes más obligaciones con el señor Fogarty?

Henry movió la cabeza.

—No.

Eso también era cierto. Le había dicho al señor Fogarty que no podía ayudarlo a construir el portal, pero no importaba porque, al fin y al cabo, él solamente podía proporcionarle las piezas, pues el señor Fogarty, por muy ladrón a mano armada que fuese, seguía siendo el único que hacía las cosas. Y si necesitaba ayuda, tenía a Pyrgus.

—En ese caso —empezó su madre—, ya no puedes oponerte a la petición que te hemos hecho tu padre y yo de que no debes volver a ver al señor Fogarty, ¿cierto?

—Sí, cierto —le dijo Henry a su madre.

—Entonces, ¿aceptas no volver a ver más al señor Fogarty?

—Sí —asintió Henry.

—Quiero que lo prometas. Dame tu palabra de honor.

—Te doy mi palabra de honor —repitió Henry tristemente.

—Muy bien —se apresuró a decir su madre—. Sólo nos queda decidir cuál será tu castigo.

* * *

El castigo había consistido en dos semanas sin salir de casa. La madre quería que fuese un mes, pero el padre había intercedido. No podía salir de casa sin que lo acompañasen uno de ellos o su hermana Aisling, lo cual era el colmo de la humillación, como muy bien sabía su madre.

Henry no protestó, porque en cierto modo se sentía culpable. Su consuelo era pensar que había ayudado a que Pyrgus regresase a su mundo.

Aguantó tres días sin telefonear al señor Fogarty. Su madre le había prohibido también esa forma de contacto, pero no era lo que él había prometido, sino que sólo se había comprometido a no volver a ver al anciano. No obstante, había un inconveniente: el señor Fogarty no respondía al teléfono de su casa (como siempre), y cuando Henry llamó al móvil, lo encontró apagado.

Lo intentó de nuevo al día siguiente. Sus padres ya no lo vigilaban tan de cerca. Su padre había ido a trabajar, naturalmente, y su madre enseguida se dio cuenta de que una cosa era encerrar a alguien en casa, y otra era hacer de carcelero, lo que resultaba un verdadero fastidio. Incluso Aisling abandonó el jueguecito de pisarle los talones como si fuera un orgulloso perro guardián. Henry entró en la cocina, se sirvió una rosquilla y marcó el número del móvil del señor Fogarty. Seguía apagado.

El viernes también estaba apagado, y el sábado por la mañana. A aquellas alturas Henry lo intentaba continuamente y marcaba el número siempre que podía, pero el móvil del señor Fogarty estaba siempre apagado. Henry trató de convencerse de que estaba estropeado, pero no lo consiguió. Cada vez que llamaba sin obtener respuesta, aumentaba en él la sensación de que algo iba mal. No sabía qué podía ser, pero su imaginación albergaba ciertas posibilidades muy extrañas.

El sábado por la noche estaba tan preocupado que tomó una decisión terrible: rompería su palabra de honor. Iría a ver al señor Fogarty.