Era casi de día cuando Henry salió de casa; había neblina y hacía bastante frío. Llegó al final de la calle cinco minutos antes de la hora prevista, pero ya lo esperaba un viejo Ford azul con dos ruedas sobre el bordillo. Las ventanillas tenían cristales negros para que no se viera el interior, pero una de ellas se bajó cuando se acercó Henry.
—¿Eres Henry Alison?
—Atherton —corrigió Henry.
—Sí, eso es. —El hombre que estaba al volante era de la edad del señor Fogarty, aunque más bajo y con aspecto de pájaro. Tal vez se había teñido el pelo o llevaba una peluca, porque su cabello era totalmente negro, como el de los asiáticos, y no encajaba con las múltiples y finas arrugas que le surcaban el rostro. Vestía un traje gris arrugado—. Me ha enviado Alan —explicó.
—¿Alan?
—Alan Fogarty. Te llamas Henry, ¿no?
—Sí, señor… —confirmó Henry.
—Bernie —dijo el hombre a modo de presentación—. Sube.
El coche olía a polvo y a excrementos de ratón. Bernie conducía bien, sin sobrepasar el límite de velocidad, y comprobaba continuamente el espejo retrovisor.
—Lo que tienen los Ford es la fiabilidad —dijo—. Fiabilidad y piezas. Pero no te fíes nunca de los coches extranjeros porque son como las mujeres extranjeras; tienen muy buen aspecto, pero cuando algo se estropea tienes que esperar más de un mes a que lleguen las piezas. Pero el viejo Ford inglés, fabricado en Dagenham, es otra cosa porque se encuentran piezas en todas partes, desde el extremo sur del país hasta la punta de Escocia. Y, además, no hay que ir a un garaje de moda para que lo reparen. Hasta un mono amaestrado podría arreglar un Ford en la mismísima cuneta de una carretera. Alan siempre utilizó coches de esta marca en los viejos tiempos. Decía que tenía plena confianza en ellos, y me pegó el hábito. Siempre he conducido un Ford, incluso después de que nos jubilásemos. Ahora bien, reconozco que traga un montón de gasolina, pero él sólito te lleva a las gasolineras. Es casi una antigüedad, pero todavía funciona. Y haga el tiempo que haga, sea de día o de noche, nunca falla. ¿Se le puede pedir algo más? Sin embargo, el típico coche continental…
Al principio, Henry intentó meter baza en la conversación, pero enseguida se dio cuenta de que no hacía falta. Así que se arrellanó en el asiento y cerró los ojos, mientras las palabras de Bernie flotaban sobre él como si fueran humo. Estaba nervioso, pero no tanto como había creído. Tal vez tuviese algo que ver con la luz del amanecer y con las carreteras vacías. Nada parecía real.
—Has llegado —dijo Bernie cuando el coche frenó discretamente ante la casa del señor Fogarty.
El hombre permaneció en el coche mirando al frente, con las manos sobre el volante, mientras Henry bajaba del vehículo.
En esa ocasión el señor Fogarty respondió enseguida a la llamada de la puerta. Vestía un traje de sarga azul que no estaba en su mejor momento, pero que encajaba bien con la idea de que era domingo. Henry se preguntó si iría a la iglesia. Pyrgus estaba detrás del viejo, con una expresión de gran expectación en el rostro.
—¿Tienes que hacer pis o algo por el estilo? —le preguntó Fogarty.
—No —respondió Henry.
—Muy bien, chicos, marchaos. Mantened los ojos abiertos y no perdáis la calma. Después volved aquí directamente. Y buena suerte.
—¿Y cómo vamos a ir al colegio? —le preguntó Henry.
Fogarty lo miró sorprendido.
—Os llevará Bernie. Eso es lo que hará.
Henry miró a Pyrgus, y luego se volvió hacia el señor Fogarty.
—Él, bueno… Quiero decir que no sabe lo que vamos a hacer, ya me entiende… ¿Cómo vamos a explicarle que… que tiene que traernos de vuelta después?
—Pues claro que lo sabe —dijo Fogarty con impaciencia—. ¿De qué sirve tener un conductor si no está al tanto?
—Pero… pero… —protestó Henry. Miró a Pyrgus en busca de apoyo, pero no lo encontró—. ¿No le… en fin, no le parece mal?
Fogarty esbozó una sonrisa.
—¿De qué hablas, Henry? ¿Bernie? —La sonrisa desapareció—. Bernie y yo trabajábamos juntos.
—Sí, pero entonces se trataba de temas de ingeniería —repuso Henry—. Y eso es muy diferente.
—Yo no era ingeniero —explicó Fogarty mirándolo con perplejidad.
Henry le devolvió la mirada de desconcierto. El señor Fogarty podía trabajar en lo que quisiera: en cuestiones mecánicas o eléctricas. Fue lo primero que Henry observó en él; y a pesar de que era un anciano, tenía manos mágicas. Henry siempre había creído que se había dedicado a alguna especialidad de ingeniería cuando era joven.
—¿Pues a qué se dedicaba? —le preguntó Henry.
—A atracar bancos —le respondió Fogarty sin dudarlo ni un segundo.
* * *
—¿A atracar… bancos? —repitió Henry.
—Robo a mano armada —aclaró Fogarty—. Aunque ya lo sabes.
—No —dijo Henry, sorprendido—. No…
—Cumplí condena en el cincuenta y ocho, pero aparte de ese detalle, me lo pasé bien en la vida, tuve bastante dinero y no hice mucho daño a los demás.
—¿Robo a mano armada? —tartamudeó Henry—. ¿No hizo mucho daño…?
—Se trataba de bancos, Henry —puntualizó Fogarty—. Si depositas tus ahorros en un banco, y yo los robo mañana, no pierdes tu dinero. Si vas al día siguiente y te dan hasta el último penique. ¿A quién hacía daño?
—Al banco —respondió Henry.
—Los bancos tienen tanto dinero que no saben qué hacer con él, así que nunca echaron en falta las pocas libras que yo les quitaba. Y jamás herí a nadie. —Dijo Fogarty, muy serio. Sin embargo, tuvo un momento de titubeo y añadió—: Salvo a aquel guardia, pero se lo merecía, el muy creído. Pero no murió ni nada parecido. Pasó un par de semanas en el hospital y volvió al trabajo presumiendo delante de sus compañeros. —Esbozó una ligera sonrisa—. Eran buenos tiempos, Henry. Bernie era mi chófer cuando no estaba en chirona.
—¿O sea, que Bernie conducía el coche en el que usted huía? —Resultaba increíble.
—Es un gran conductor —afirmó Fogarty—. ¿Sabes qué es lo que distingue a un gran conductor, Henry?
—No —respondió Henry.
Dadas las circunstancias, pensó que era mejor que lo supiese.
—El anonimato —le explicó Fogarty—. Quiero decir, alguien que no llame la atención. Bernie conduce un coche viejo y corriente, generalmente un Ford porque son muy seguros; nunca sobrepasa el límite de velocidad, siempre indica los giros a la derecha, jamás hace un corte de mangas a otro conductor, habla despacio y es la discreción personificada. Los polis no lo detendrían por culpa de un arrebato. Claro que, si hiciera falta, podría dar un viraje y conducir a toda velocidad. A veces nos hacía dar saltos como en la película Las calles de San Francisco. Los chicos y yo nos burlábamos de él después.
—¿Qué chicos? —preguntó Henry al instante.
—Tenía una banda. —Respondió el señor Fogarty. Cuando captó la expresión de Henry, añadió—: Naturalmente, llevo años retirado. Y Bernie también, claro, aunque es más joven que yo. Pero sigue siendo el mejor para este tipo de trabajo. No dejaría que Pyrgus y tú estuvieseis en manos de ninguna otra persona.
* * *
Resultaba escalofriante recorrer la ciudad en coche un domingo tan temprano. Todas las tiendas estaban cerradas y las calles, vacías. El monólogo de Bernie, que de los coches había pasado a la manera en que los norteamericanos estropeaban el té, hacía que todo pareciese aún más irreal.
Pyrgus estaba un poco crispado, como si le doliera la cabeza, pero tal vez era porque nunca había viajado en coche. («¿Dónde están los caballos?», había preguntado al subir al vehículo). Henry sentía la tranquilidad de los zombis, pues las noticias sobre la carrera profesional del señor Fogarty le habían producido una especie de sobrecarga tal en el cerebro que estaba sumido en un sopor similar a la paz absoluta.
Llegaron al colegio un poco más tarde de lo que habían planeado, pero no mucho más. Desde la carretera no se veía el edificio, que quedaba oculto tras un muro. Las verjas de la entrada estaban cerradas.
—Dé la vuelta a la esquina —indicó Henry—. Hay un apartadero en el que se puede aparcar.
Bernie, que llevaba casi tres minutos sin decir nada, hizo lo que Henry le indicaba. Cuando el coche estuvo aparcado, Henry dijo, en tono de estar al mando de la situación:
—Vamos a saltar por el muro de atrás: es bastante bajo y hay árboles. Los chicos siempre saltan por ahí. Pero no sé cuánto tiempo tardaremos en entrar en el colegio.
—No importa —respondió Bernie—. Esperaré. ¿Tenéis la lista de Alan?
Henry dio una palmadita en su bolsillo.
—Sí.
La lista no era muy larga y, afortunadamente, las piezas eran pequeñas, así que Pyrgus y él podrían transportarlas sin gran dificultad. Había llegado el momento: se sentía como si alguien le hubiera accionado un interruptor en el estómago para despejarle el nerviosismo. Esperaba seguir así, al menos hasta que concluyese el trabajo. Pyrgus también parecía tranquilo, aunque a Henry le daba la impresión de que estaba más acostumbrado que él a ese tipo de cosas. Debía de haber tenido una vida emocionante en su propio mundo.
—No os precipitéis —les aconsejó Bernie—. La precipitación ocasiona errores. Buena suerte.
Se volvió y se quedó mirando el parabrisas, con las manos sobre el volante, exactamente igual que cuando había aparcado ante la casa del señor Fogarty, aunque en esa ocasión Henry reparó en que dejaba el motor encendido.
Henry y Pyrgus saltaron el muro con facilidad. Pasó un coche cuando se dejaron caer al otro lado, pero Henry estaba totalmente seguro de que el conductor no los había visto. Se hallaban entre los árboles que rodeaban el campo de criquet. Más allá había dos pistas de tenis y después se encontraba la parte de atrás del colegio: un laberíntico edificio Victoriano de color gris, con un revoltijo de tejados y de chimeneas que no se utilizaban desde que se había instalado la calefacción central, en los años sesenta.
—¡Vamos! —urgió Henry.
El laboratorio de física se encontraba en una inadecuada construcción de madera, de baja altura y una sola planta, aneja a la parte oeste del edificio principal. Lo habían construido en 1999, gracias a un generoso donativo de un antiguo alumno que había hecho fortuna con un negocio de salchichas. Era un módulo independiente, separado del resto de los edificios, que tenía su propia entrada y una hilera de ventanas que apenas llegaban a la altura del hombro. A Henry se le ocurrió por primera vez que, desde el punto de vista de un ladrón, era un regalo del cielo.
Aunque en realidad no era tan fácil. La parte más optimista y estúpida de su fuero interno le había hecho confiar en que podría haber una ventana abierta, o incluso una puerta, pero todo estaba cerrado con llave herméticamente, como si fuera un tambor.
—Estas ventanas son muy raras —dijo Pyrgus mientras se ponía de puntillas—. Entiendo cómo se abren las ventanas de la casa del señor Fogarty porque se suben y se bajan como las de mi mundo. Pero… —Se calló de repente.
—¿Qué pasa? —preguntó Henry.
—Es sólo un molesto dolor en los ojos; no es nada. Parece que estas ventanas se abren hacia fuera y tienen grandes cierres metálicos.
—Son ventanas antirrobo —le explicó Henry.
—No creo —dijo Pyrgus.
Echó un vistazo hasta que encontró un ladrillo semienterrado en la hierba, lo arrojó contra el cristal más próximo e hizo un agujero en él.
—¡No puedes hacer eso! —exclamó Henry.
—Ya lo he hecho —repuso Pyrgus.
—¡Tal vez lo haya oído alguien!
—Entonces tenemos que actuar con rapidez —afirmó Pyrgus.
Metió la mano a través del agujero y, a pesar de que no conocía aquel tipo de ventana, la abrió en un momento. Un minuto después, ambos estaban en un aula vacía.
Henry tenía la idea de que robar era muy difícil: eso parecía en las películas, en las que siempre capturaban a los malos. Pero aquello estaba chupado. Encontró todas las piezas de la lista del señor Fogarty e incluso descubrió en el cajón de una mesa dos bolsas de Harrods para llevarlas. Nunca hubieran imaginado que acabarían tan rápido y que podrían regresar al coche de Bernie.
En la parte del muro que daba al jardín del colegio, había un montículo de hierba que facilitaba la escalada. Henry llegó el primero arriba del montículo y trepó por el muro, pero de pronto se dejó caer hacia atrás arrastrando a Pyrgus con él.
—¿Qué pasa? —preguntó Pyrgus.
—Hay un poli hablando con Bernie.
Henry tomó impulso y echó un vistazo por encima del muro con mucho cuidado. Había un coche patrulla aparcado detrás del famoso Ford de Bernie, y un policía estaba enfrascado en plena conversación con él a través de la ventanilla del conductor. Desde aquella distancia, Henry no podía oír lo que decían, pero observó que el policía se retiraba y que Bernie le hacía un alegre gesto de saludo y se alejaba con el coche. El policía entró en el coche patrulla y arrancó.
—¿Qué sucede? —quiso saber Pyrgus.
—Bernie se ha marchado —respondió Henry.
—Y ¿cómo vamos a volver a casa del señor Fogarty con las piezas?
Henry lo pensó durante unos momentos, y luego dijo:
—Caminando.