15

Henry se encontró con otro montón de problemas cuando llegó a casa. Aisling, que creía que sus padres no se separarían y que su mundo perfecto no sufriría ninguna interferencia, había decidido de pronto creer que Henry había salvado a un elfo, aunque seguramente sólo estaba metiendo cizaña.

—Nos preocupa ese asunto de los elfos —dijo su padre de repente después de la cena.

—¿Qué asunto de elfos? —Henry se quedó mirando a sus padres.

¡Aisling se lo había contado! ¡La muy bruja se lo había contado! A Henry no se le había ocurrido que su hermana lo tomara en serio, ni se había preocupado por la manera en que se lo había dicho. Probablemente ella no lo había creído ni por asomo, pero se lo había explicado a sus padres de todas formas.

—No hay mucho que decir. —Henry se encogió de hombros.

—Bueno, yo no lo creo así —afirmó su padre con una sonrisa—. Me refiero a que no entiendo cómo un chico sensato como tú empieza a creer en los elfos de repente. —La sonrisa desapareció—. Pero he hecho averiguaciones y sé unas cuantas cosas del señor Fogarty. Francamente, deja mucho que desear. Cree en los elfos, ¿verdad? Y en invasiones de hombrecillos verdes, y en que un complot judío secreto gobierna el mundo.

—Él nunca ha dicho que los judíos… —Henry intentó aclarar las cosas, pero su padre no lo escuchaba.

—Existe una palabra para eso —dijo el señor Atherton—. No sé si la conocerás, Henry. Se llama paranoia, y es un tipo de locura.

Henry conocía muy bien la palabra «paranoia». Incluso sabía que el señor Fogarty la padecía casi todo el tiempo. Era una de sus características más interesantes. Pero eso no significaba que el viejo fuese una especie de Hannibal Lecter, por ejemplo, que cortaba a la gente en pedacitos y se la comía. Decía muchas tonterías y era un pelmazo impresionante, pero a Henry le caía bien.

—Papá, yo…

—El caso es, amiguito —lo interrumpió su padre muy serio—, que el hecho de que el señor Fogarty crea en los platillos volantes no significa que tú también tengas que creer en ellos. Y porque sea antisemita…

—Papá, no es antisemita.

La verdad es que los suizos no le gustaban mucho, por lo que Henry sabía, pero ios suizos no eran judíos, ¿verdad? A Henry le parecía que casi todos eran protestantes.

—… no tienes por qué odiar a los judíos. Y aunque él crea en los elfos, tú no te vas a pasar el tiempo persiguiendo rayos de luna.

—Papá, lo del elfo lo dije para fastidiar a Aisling.

—Ya me parecía a mí —intervino su madre—. Pero da igual, ésa no es la cuestión, ¿no? El señor Fogarty no puede considerarse un… —dudó— amigo adecuado para ti, ¿no crees, Henry?

—Mamá, sólo limpio su casa —respondió Henry intentando salvar la situación.

—A tu hermana le parece que hay algo más —dijo su madre.

—Mamá, Aisling no sabe nada del señor Fogarty. Y aunque lo supiera, ella no es precisamente…

—Pero has de reconocer que tiene algo de razón —lo interrumpió su madre.

—¿Razón sobre qué? —preguntó Henry.

Martha Atherton dio un respingo.

—Un hombre de mediana edad… Un joven influenciable. No eres un niño, Henry.

—En primer lugar, el señor Fogarty no es un hombre de mediana edad. Es un viejo. Es muy viejo; debe de tener setenta y cinco años, tal vez ochenta o más. El sexo ya no le importa.

—¿Quién ha hablado de sexo? —preguntó su madre—. Yo no he mencionado el sexo.

Era una de sus trampas, pero Henry no iba a dejar que se saliese con la suya.

—Es lo que querías decir, ¿verdad, mamá? Te preocupa que el señor Fogarty y yo seamos… seamos… —No fue capaz de terminar la frase.

—Admite que existe esa posibilidad. Tienes que…

—No existe esa posibilidad, mamá. No me atraen los viejos. ¡Me gustan las chicas! —Esta vez fue Henry quien la interrumpió.

—¿Sabías que tu maravilloso señor Fogarty tiene antecedentes penales? —le preguntó su madre fríamente.

* * *

Ya en su habitación, mucho después del enfrentamiento, Henry contempló la figura del cerdo volador y se preguntó qué le había sucedido a su vida. Giró el resorte, y el cerdo despegó con suavidad batiendo las alas de cartón. A Henry le parecía que lo había construido en otra época de su existencia, cuando era niño. Pero ya no tenía nada de niño, sino que en ese preciso instante se sentía más viejo que el señor Fogarty, a quien le habían prohibido que volviese a ver.

¿Antecedentes penales? Su madre no quiso contarle nada más, ni siquiera cómo se había enterado, pero su padre parecía avergonzado, así que Henry supuso que aquel detallito sería parte de las «averiguaciones» que él había hecho. Henry no se lo creyó. Su padre confundía las cosas, igual que su madre. No era posible que el señor Fogarty tuviese antecedentes penales; por Dios bendito, tenía casi ochenta años, o tal vez más. ¿Qué antecedentes penales iba a tener una persona de ochenta años? ¿Acaso había aplastado a alguien con la libreta de pensionista?

Sus padres no quisieron escucharlo. Ninguno de los dos. Tampoco lo logró cuando probó el viejo truco de enfrentarlos uno contra otro. En lo tocante a Fogarty se mantenían hombro con hombro, dejando a un lado todas sus diferencias. Henry no volvería a verlo.

El chico se tumbó en la cama, con las zapatillas de deporte puestas, y volvió a repasar la conversación que había tenido con el señor Fogarty.

* * *

—¿Y dónde podemos conseguirlas? —preguntó Henry refiriéndose a las piezas de la máquina de Hieronymus.

—Tendrás que robarlas en el colegio —respondió Fogarty.

Henry parpadeó y dijo algo bastante estúpido.

—Está cerrado por las vacaciones de verano.

—Así es más fácil birlarlas, ¿no crees? —refunfuñó Fogarty.

—¡No pienso robar cosas del colegio! —protestó Henry—. ¡De ninguna manera!

—Bueno, pues yo no puedo hacerlo —repuso Fogarty—. Apenas soy capaz de ir hasta el final de la calle, y mucho menos de saltar una tapia. Tendrás que hacerlo, Henry. Pyrgus te ayudará. ¿Verdad, Pyrgus?

—Sí —respondió Pyrgus inmediatamente.

—¿Está usted loco? —le preguntó Henry a Fogarty—. ¿Qué ocurrirá si me atrapan?

Fogarty le lanzó una mirada fulminante.

—¿Sabes cuántos robos se descubren en este distrito? El diez por ciento. ¡El diez por ciento! Uno de cada diez. ¿Entiendes lo que significa? Y de ésos, la mitad no se castigan por falta de pruebas o por alguna chorrada legal. Además, sólo atrapan a los estúpidos. Con un poco de planificación y otro poco de sentido común saldrás de allí en menos que canta un gallo. ¡Es un colegio vacío! ¡No te estoy pidiendo que robes las joyas de la Corona!

—No pienso hacerlo —reiteró Henry.

—Quieres que Pyrgus regrese, ¿verdad?

—Sí —respondió Henry, enfadado—. Quiero que Pyrgus regrese. Pero no quiero robar cosas en mi colegio, ni en ningún otro sitio.

—Te diré lo que vamos a hacer —afirmó Fogarty—. Las devolveremos después. Así no será un robo, sino un préstamo. Como eres tan remilgado, lo consideraremos un préstamo a corto plazo.

A Henry le molestó que lo llamase remilgado, pero prefirió no contestar.

—¿Qué significa que las devolveremos? Pyrgus se habrá ido, y usted no puede llegar ni al final de la calle. Entonces, soy yo el que tendré que devolverlas. Y eso me obliga a entrar en el colegio dos veces. No pienso hacerlo.

—¿Y si encuentro a alguien que devuelva las cosas? ¿Lo harías?

—¿A quién? —preguntó Henry—. ¿A quién va a encontrar que lo haga?

—Tengo mis contactos —explicó Fogarty.

—¡Pues entonces que vayan a robar sus contactos! —le dijo Henry de mal humor.

—No hay tiempo. Pyrgus tiene cosas que hacer —rezongó—. En fin, ya veo que no tienes ningún reparo en aceptar las cosas, siempre que no tengas que participar.

—Lo que me da reparo es robar: entrar en un sitio por la fuerza y robar cosas. Claro que sí. No pienso hacerlo.

—Henry, ¿te importaría al menos mostrarme dónde está tu colegio? Yo iré y buscaré las cosas que necesitamos —se ofreció Pyrgus.

Henry lo miró, asombrado.

—¡No puedes ir por ahí robando cosas!

—Sí puedo —afirmó Pyrgus—. No me gusta hacerlo, pero alguien ha intentado matarme, mi padre tiene problemas y hay una fábrica que hace pegamento con gatos ahogados. Si para acabar con todo eso tengo que robar algunas cosas, lo haré. Y con más motivo si el señor Fogarty puede arreglárselas para devolverlas.

Henry abrió y cerró la boca varias veces, pero no dijo nada. Fue Fogarty el que habló.

—No saldrá bien, Pyrgus.

—¿Por qué no?

—Porque no sabes qué estamos buscando.

—Puede darme una lista. —Pyrgus frunció el entrecejo.

—Claro que puedo —dijo Fogarty—, pero no la entenderás. ¿Sabes cómo es un transistor?

—Hágame un dibujo —respondió Pyrgus tras unos instantes.

—No se me da bien dibujar. Además, necesitamos un montón de piezas. Le puedo dar una lista a Henry porque él va al colegio, recibe clases en el laboratorio, sabe dónde están las piezas y cómo son. Tiene que ser Henry.

Pyrgus lanzó una mirada de súplica a Henry.

—¿Podrías al menos acompañarme y señalarme las piezas, Henry? Yo me encargaré de robarlas. Y si nos capturan, diré que te he obligado a ayudarme.

—Muy bien, lo haré. Conseguiré lo que hace falta. Haga una lista —dijo Henry con un suspiro.

—¡Así se habla! —exclamó Fogarty con entusiasmo.

—No es necesario que me acompañes, Pyrgus —indicó Henry—. No tiene sentido que nos capturen a los dos.

—Iré —declaró Pyrgus con firmeza.

—¿Cuándo quiere que lo haga? —le preguntó Henry al señor Fogarty.

—Mañana por la mañana —respondió el señor Fogarty enseguida—. Mañana es domingo, y no habrá nadie por allí.

* * *

Al día siguiente era domingo, pero Henry estaba tumbado sobre la cama, lleno de frustración, y no se le ocurría cómo podría hacerlo. El plan consistía en ir a casa del señor Fogarty por la mañana temprano para recoger la lista y a Pyrgus. Luego el elfo y él tenían que ir al colegio, entrar en el edificio si no había nadie a la vista, y llevarle las piezas necesarias a Fogarty, como si fuesen dos personajes de Oliver Twist. Después los tres pasarían el resto del día montando la extraña máquina de Fogarty. La disculpa era muy sencilla: el señor Fogarty quería que Henry hiciese un día de trabajo extra.

Pero la disculpa ya no servía, pues a Henry le habían prohibido que viese al anciano.

Y lo que era aún peor: al día siguiente iban a hacer una comida familiar en el campo. Como su madre tenía una aventura, las preocupaciones habían sacado a su padre de sus casillas y su hermana estaba enamorada de un caballo, lo que había que hacer era una comida familiar para fingir que todo era normal y que estaban encantados. Henry cerró los ojos. La comida campestre no le permitiría escabullirse a casa del señor Fogarty sin que sus padres se enterasen. Se suponía que tenía que estar con ellos, espantando las moscas de la comida. Le daba la impresión de que aquella salida era sólo un pretexto para vigilarlo.

Pero ¿qué podía hacer?

Al cabo de un rato, se levantó y se quitó las zapatillas deportivas, fue hasta la puerta de la habitación y se dedicó a escuchar. La casa estaba tranquila. Una hora antes había oído a sus padres que se retiraban a sus dormitorios separados, y con un poco de suerte tal vez estuvieran dormidos. Pero, aunque no fuera así, no era probable que volviesen a bajar. Hacía un rato que había oído llegar a Aisling (siempre daba un portazo), y supuso que también ella estaría en la cama.

Henry abrió la puerta. El descansillo estaba oscuro, salvo por la tenue luz de una bombilla de bajo voltaje que había en la pared para poder ir al cuarto de baño de noche sin caer por la escalera. Cruzó el descansillo en calcetines y se asomó a la barandilla. En el piso de abajo las luces estaban apagadas, pero se veía bastante bien gracias al resplandor de la luna, que se colaba a través de las cortinas. Echó un vistazo a su alrededor. Había un rayo de luz bajo la puerta de la habitación de invitados. Seguramente su padre estaba leyendo, pero, una vez se acostaba, nunca se levantaba hasta el día siguiente. En los dormitorios de su madre y de Aisling las luces estaban apagadas. Henry bajó la escalera de puntillas.

En la sala había un teléfono y una extensión en la cocina. Henry se decidió por el de la sala porque estaba mucho más lejos de la escalera. Tenía dos números del señor Fogarty, el del teléfono de su casa y el de su móvil. No se podía llamar al teléfono de la casa durante el día porque el anciano se empeñaba en no contestar, pero Henry no creía que tuviese el móvil conectado a aquella hora de la noche, así que marcó el número de la casa. Al quinto timbrazo oyó la voz ronca de Fogarty.

—Señor Fogarty… —empezó Henry en voz baja, hasta que se dio cuenta de que le hablaba un contestador.

—… en Sudamérica —decía el mensaje del contestador—. No deje ningún mensaje porque no regresaré este año.

Tras un chasquido, Henry no oyó nada más.

Colgó, marcó el número del móvil del señor Fogarty, y suplicó que no lo hubiese apagado. Hubo una pausa, y luego un tono de llamada. Henry esperó, nervioso. Si Fogarty no contestaba, la llamada sería desviada a su servicio de contestador, pero el anciano no lo comprobaría hasta el día siguiente, y entonces sería demasiado tarde.

—Espero que haya un buen motivo —gruñó la voz de Fogarty—. Estoy en la cama.

Henry echó un vistazo por encima del hombro. No se oía ningún ruido en la casa.

—Soy yo, señor Fogarty —susurró—. Siento haberlo sacado de la cama, pero…

—¿Quién diablos es? No le oigo.

—Soy Henry —respondió Henry elevando la voz un poquito y procurando hablar con claridad.

—Bueno, ¿de quién se trata, de la CÍA o del FBI? ¿No saben qué hora es aquí?

—Soy Henry —repitió Henry en un tono más alto.

—¿Henry? ¿Eres tú, Henry? —preguntó Fogarty—. ¿Qué te pasa?

—Mis padres no quieren que trabaje más para usted. Eso significa que yo…

—No te oigo, Henry. Estás cuchicheando. No soporto a la gente que cuchichea. Suelen ser unos retorcidos.

«Al diablo con todo», pensó Henry.

—Mis padres no quieren que trabaje más para usted, señor Fogarty —dijo en un tono bastante alto para que Fogarty lo oyese.

—Ya me lo esperaba —gruñó el anciano.

Henry se preguntó por qué, pero se limitó a decir:

—¿Se acuerda del trabajo de mañana? ¿El que tenemos que hacer Pyrgus y yo?

—Sí —respondió Fogarty inmediatamente.

—He pensado que podemos ir temprano, por la mañana muy temprano, ¿vale? Si lo hacemos así, estaré de regreso en casa antes de que nadie se despierte. De ese modo no se enterarán. Pyrgus y usted tendrán que hacer la máquina sin mí.

—Sí, me parece bien.

—El caso es —siguió Henry— que he de estar de vuelta a las ocho. Tengo que ir a su casa y luego al co… al sitio en el que hay que hacer el trabajo. Para salir de aquí necesito una media hora, y tiene que ser antes de las cinco, por si acaso. —Tomó aliento antes de continuar—: Los autobuses no circulan tan temprano.

Henry no veía la forma de hacerlo, pero al menos estaba demostrando interés.

Se quedó sorprendido cuando el señor Fogarty dijo:

—Vete al final de la calle a las cinco menos cuarto. Te recogerán.

—¿Me recogerán? —repitió Henry.

—Con un coche —aclaró Fogarty.

—Usted no tiene coche —repuso Henry.

—Yo no voy a ir a recogerte —explicó Fogarty.