14

Aisling llegó a casa el viernes por la noche con un montón de cosas que contar sobre un poni llamado Chester y un estúpido instructor que se llamaba Damien Middlefíeld. Se asombró mucho cuando sus padres no quisieron escucharla y la llevaron al salón para explicarle, por primera vez, que la vida no era un camino de rosas. Henry se quedó en la cocina esperando pacientemente; se tomó un yogur y dos pastelillos de chocolate y nueces, pero cuando se hizo tarde se fue a la cama. A la mañana siguiente, encontró a Aisling absorta en su mundo.

—Es muy grande —le contó, entusiasmada—, pero muy bueno. Y por muy altas que coloquen las vallas, prueba a dar el salto; siempre lo intenta. ¡Ojalá pudiera meterlo en la maleta y traérmelo a casa! —Estaba hablando de Chester, el caballo maravilloso—. ¿Crees que papá y mamá me dejarán tener un poni? Bueno, hay sitio, aunque tendríamos que deshacernos de la pérgola. Es posible que Chester esté en venta, y si papá comprara el campo del doctor Henderson, tendríamos pasto de sobra y yo podría…

—¿Qué te han dicho? —le preguntó Henry.

Estaban solos en casa. Su madre se había ido de compras y su padre se había marchado a la oficina, a pesar de que era sábado. Los dos habían insistido en que no volverían hasta la tarde. A Henry le parecía una maniobra para dejar que Aisling y él hablasen del asunto.

—Bueno, la verdad es que no les he consultado lo de Chester — respondió Aisling—. Me refiero a que sólo lo dejé caer, pero…

—¡Oh, vamos, Aisling! —dijo Henry, cansado—. Tenemos que hablar en serio alguna vez.

—¿Hablar de qué?

—De lo que pasa entre papá y mamá.

—¿Y qué pasa entre papá y mamá? —preguntó Aisling, radiante.

Henry la habría estrangulado de buena gana.

—¿No te han dicho que mamá tiene un lío con la secretaria de papá? —le dijo descarnadamente.

—¡Ah, es eso! —repuso Aisling—. No significa nada. Mamá no es homosexual.

—¿Mamá no es homosexual? —repitió Henry.

—No —respondió Aisling con desdén, y echó un vistazo a su alrededor, como si buscase una vía de escape—. ¿No tienes que ir a trabajar a casa de ese viejo bobo, Fogarty o como se llame?

Henry pasó por alto la pregunta.

—¿Te dijeron que se van a separar? ¿Que papá se marcha a otro sitio y que nosotros nos quedamos aquí con mamá?

—No durará mucho —afirmó Aisling, muy segura.

—¿El qué?

—Eso de que mamá y papá se separen. Lo de mamá no es serio, es como una menopausia anticipada o algo así, y no es lo mismo que si hubiese otro hombre. Está en una edad en que a las mujeres les gusta experimentar. Eres un chico y no puedes entenderlo. Cuando se acabe, papá volverá. Ni siquiera llegarán a separarse. Han dicho que tardarán bastante porque papá tiene que buscar piso, y mamá romperá con Anaïs antes de que lo encuentre.

Henry nunca había creído que su hermana fuese un cerebrito, pero aquello era de pena.

—¿Y crees que papá la perdonará… y todos tan contentos?

—¿Y qué tiene que perdonarle? No se trata de otro hombre.

Henry renunció. Aisling no solía ser muy razonable, y en ese momento resultaba totalmente absurda. La gente asimilaba ese tipo de noticias como podía. Evidentemente, Aisling prefería pensar que todo iba a salir bien y que nada cambiaría. Y si cambiaba, tardaría mucho. Así que podía volver a concentrarse en las cosas importantes de la vida, como por ejemplo convencer a su padre de que le comprase un poni.

—Vale —dijo Henry.

—¿Vale qué? —preguntó Aisling con suspicacia.

—Vale, no ha pasado nada.

Se levantó y se puso la chaqueta.

—¿Adonde vas?

—A trabajar a casa de ese viejo bobo de Fogarty —respondió Henry.

—¡Tal vez si estuvieses un poquito más en casa, no habría ocurrido nada de esto! —explotó Aisling enfadándose de pronto.

Henry la miró boquiabierto. Acababa de pasar una semana en su maldito Poni Club, vivía en casa como en un hotel, y se atrevía a decirle a él que debería haber estado más en casa. Sin darle tiempo a pensar una respuesta adecuada, resentida e hiriente, Aisling continuó:

—¿Y qué me dices de ese horrible individuo, Fogarty? Me refiero a que es un viejo que vive solo, sin haberse casado. ¿Qué pasa con un tipo así que quiere que un chico vaya a su casa dos o tres veces por semana? ¿Estás seguro de que mamá es la única homosexual de la familia, Henry?

—¡Cállate! —gritó Henry, y agarrándola por los brazos, la sacudió hasta que la cabeza de la niña se movió como si fuera una muñeca de trapo—. ¡Tú… cállate… de una vez!

Pero en el fondo sabía que su hermana no hablaba con él ni acerca de él. Gritaba para aplacar sus propios miedos y trataba de culpar a alguien de lo que sucedía entre sus padres.

—De acuerdo —lo desafió Aisling—. ¿Qué haces en su casa?

El pensamiento que le vino a la cabeza («rescatamos elfos») le pareció tan ridículo que estuvo a punto de sonreír. Hizo un enorme esfuerzo para controlar la voz y hablar en tono tranquilo y razonable.

—Le limpio la casa, y a veces el cobertizo. Todo está un poco abandonado. Debe de tener ochenta años.

Pero el talante de Aisling no era tranquilo ni razonable.

—¿Y eso es lo único que haces? —le preguntó a la cara—. ¿Sólo limpiar?

—No, en realidad no. No sólo limpio.

La expresión de Aisling reflejaba un triunfo absoluto, y continuó mirándolo y esperó que siguiese.

«¡Qué demonios! De todas formas no me va a creer», pensó Henry. Había una especie de justicia poética en el hecho de contarle la verdad. Henry ladeó un poco la cabeza y al fin sonrió.

—De hecho, hemos salvado una mariposa, un pequeño elfo con alas que se llama Pyrgus.

Antes de que Aisling reaccionase, Henry se encaminó a la puerta.

Cuando la cerró, oyó los explosivos y repentinos gritos de su hermana.

—¡Tú sí que eres una mariposa, Henry! ¡Eres un maldito, un maldito marica!

* * *

Tanto en la parte delantera de la casa del señor Fogarty como en la parte de atrás había unos cuantos metros de césped mustio. La hierba estaba gris, como si el hollín la hubiera tiznado, y casi nunca hacía falta cortarla, pues la tierra era mala y apenas se regaba. Al señor Fogarty le venía muy bien que fuera así, ya que no le gustaba trabajar en la parte delantera, donde todo el mundo lo veía. En una ocasión, Henry se ofreció a cortar la hierba, pero al señor Fogarty le pareció que era demasiado joven para manejar un cortacésped. Lo raro era que el anciano tenía una de esas máquinas, que era potentísima, pero demasiado grande para la extensión de hierba de su jardín. La guardaba en el fondo del cobertizo, engrasada, llena de combustible y envuelta en plástico.

Henry pulsó el timbre de la puerta principal y luego dio unos golpes con la aldaba. Algunas veces el señor Fogarty tardaba casi cinco minutos en llegar a la puerta, y otras veces no hacía el menor caso, así que Henry se dirigió hacia la parte de atrás y tamborileó en la ventana de la cocina. La reacción del anciano fue inmediata.

—¡Fuera! —gritó la voz del señor Fogarty desde dentro—. ¡Vamos… Lárguese!

Henry se agachó y abrió el buzón.

—Soy yo, señor Fogarty —dijo pacientemente.

A continuación se enderezó y esperó.

Poco después la puerta se abrió un poquito, y asomaron tos ojos legañosos de Fogarty.

—¿Eres tú, Henry?

—Sí, señor Fogarty.

Fogarty abrió la puerta un poco más y asomó la cabeza. Tras escudriñar los dos lados de la calle, sacó un brazo para agarrar a Henry y estirarlo hacia dentro.

—¿Dónde demonios has estado? —murmuró cerrando la puerta de golpe, y sin venir a cuento esbozó una de sus extrañas sonrisas—. Hay alguien a quien quiero que conozcas. Vamos, vamos.

Henry lo siguió hasta la salita. Como el resto de la casa, estaba llena de cajas de cartón y de pilas de libros, y se tenía que pisar con mucho cuidado para ir de un lado a otro. El señor Fogarty había pegado papel de estraza en la parte de abajo de los cristales para que los vecinos no pudiesen ver el interior, y por eso la habitación siempre estaba en penumbra. Al principio, Henry no reparó en que hubiera nadie más allí, aparte de Fogarty y de él mismo. Pero entonces se produjo un movimiento a su izquierda, y un chico pelirrojo de su misma edad se levantó de un raído sofá.

—¡Hola, Henry! —lo saludó.

—Hola… —respondió Henry, dudoso—. ¿Te conozco?

El chico tenía unas facciones francas y alegres, y una forma muy especial de vestirse que Henry jamás había visto. Su ropa era oscura y holgada, del estilo del equipamiento militar que tanto gustaba a algunos chicos, aunque con un corte y un color muy diferentes.

—Pyrgus —respondió el muchacho sonriente extendiendo la mano—. Soy Pyrgus Malvae.

Henry frunció el entrecejo y se preguntó quién era Pyrgus Malvae, hasta que tuvo un presentimiento.

—¡Pyrgus! ¡Eres tú! Pero… pero… —Henry miró al señor Fogarty, que sonreía de oreja a oreja, y luego volvió la vista hacia Pyrgus—. ¿No tienes alas?

—Ya no. —Pyrgus hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¡Y eres… grande!

—¿Te has fijado?

Henry tomó la mano que le ofrecía el chico y la estrechó. La piel resultaba de una dureza y de una rugosidad sorprendentes. Henry giró la cabeza para mirar al señor Fogarty.

—¿Cómo lo ha hecho?

—Yo no hice nada —respondió Fogarty—. Es algo que simplemente pasó.

—Ocurrió durante la noche —explicó Pyrgus—. Cuando me acosté era una cosita con alas, y me desperté normal.

—¡Caramba! —exclamó Henry.

No podía creer que el robusto muchacho que tenía delante fuese el mismo que aquella delicada criatura que se había sentado en su hombro un par de días antes.

Los ojos de Fogarty resplandecían.

—Y hay otra cosa, debes llamarlo Alteza. Le has dado la mano al príncipe Pyrgus.

—No le hagas caso —dijo Pyrgus.

En ese momento era Henry el que sonreía.

—¿Eres un príncipe? —Pyrgus no tenía aspecto de príncipe.

Pyrgus resopló entre dientes con gesto incómodo.

—La verdad es que sí. Mi padre es el Emperador Púrpura, pero todo el mundo me llama Pyrgus.

—Han pasado muchísimas cosas desde que te largaste a tu casa —le comentó Fogarty agriamente—. Pyrgus dice que es posible que los elfos de la noche estén detrás de las abducciones de los ovnis.

—Un momento… —dijo Henry, perplejo—. ¿Cómo hemos llegado a las abducciones de los ovnis? ¿Y qué son los elfos de la noche?

—El señor Fogarty me ha contado que unos pequeños seres de ojos grandes y miembros delgados se dedican a secuestrar a vuestra gente. Los elfos de la noche utilizan a criaturas así, a las que llamamos «demonios» en mi mundo —explicó Pyrgus.

«Demonios. Pyrgus era otro chalado como el señor Fogarty», pensó Henry.

—¿Y cómo son esos elfos? —preguntó con cautela.

—Es un poco difícil de explicar —respondió Pyrgus—. Son muy diferentes de los elfos de la luz.

Henry estaba empezando a marearse.

—¿Qué son los elfos de la luz?

—Los míos —le dijo Pyrgus, muy contento.

—Ahora entiendes lo importante que es que estés aquí —le indicó Fogarty a Henry.

—Pues no —reconoció Henry.

—Ya podemos mandar a Pyrgus de vuelta —aclaró Fogarty con paciencia—. Vamos a ayudarlo por su propio bien, naturalmente, pero hay otra razón, ¿verdad? Cuando regrese a su mundo, hará que su padre cierre los portales que utilizan los demonios. Y se acabará el tema de las abducciones.

—Comprendo —dijo Henry. Portales. Elfos. Abducciones de ovnis. Demonios. Se fijó en el papel de estraza pegado en las ventanas. Aquello era un manicomio parecido al que acababa de dejar en su casa—. Es importante que me quede para que podamos mandar a Pyrgus de vuelta.

—Bien —dijo Fogarty, que ya estaba impaciente—. Ahora te voy a enseñar cómo vamos a hacerlo.

* * *

—No existen los platillos volantes —le susurró Henry a Pyrgus mientras seguían al señor Fogarty hasta la cocina

—Pero el señor Fogarty me ha contado que el año pasado fueron abducidos seis millones de norteamericanos. Y los norteamericanos son personas, ¿no? —dijo Pyrgus con el entrecejo fruncido.

—Sí, claro que son personas. Pero eso no ha sucedido. Es el señor Fogarty el que lo cree.

—¿Y por qué piensa eso? —quiso saber Pyrgus, asombrado.

«Porque está loco de atar», pensó Henry.

—¿Qué estáis cuchicheando? —preguntó Fogarty con suspicacia. No soportaba que la gente cuchichease.

—Nada, señor Fogarty —respondió Henry.

Había un enorme plano sobre la mesa de la cocina. En él estaba representada una máquina que no se parecía a ninguna otra que Henry hubiera visto en su vida. Tenía dos símbolos en los que ponía «bobinas de Tesla» y daba la impresión de que se referían a algo eléctrico por el dibujo de una especie de transformador. Pero también estaban diseñadas piezas convencionales: dientes, palancas y ruedas de las que se veían en los molinos de harina Victorianos. Lo más raro de todo era el esquema de un circuito en el que figuraba el título «Máquina de Hieronymus». De un extremo salía una antena en espiral, que emitía (o absorbía) un pequeño destello centelleante junto al que el señor Fogarty había escrito «radiación elóptica» con claras letras mayúsculas. Henry lo comprobó dos veces para asegurarse, pero la máquina de Hieronymus no se conectaba por ninguna parte con el transformador.

—¿Qué es esto? —preguntó al señor Fogarty levantando la vista hacia él.

—Es un diseño para el primer portal, totalmente artificial, entre los Mundos Análogos —le explicó Fogarty con orgullo.

Henry miró a Pyrgus, y luego se concentró otra vez en el plano. Salvo los dientes y las ruedas, que entendía bastante bien, lo demás le resultaba incomprensible.

—¿Cómo funciona? —preguntó.

—Mientras tú estabas trasteando por tu casa —comenzó Fogarty, resentido—, pyrgus y yo hemos trabajado en esto. Pyrgus me contó todos los detalles que recordaba de su portal y deduje al fin que el principio básico tenía que ser el mismo que el de la máquina de Hieronymus.

—¿Qué es una máquina de Hieronymus? —le preguntó Henry.

—¿Es que no te enseñan nada en el colegio? —Fogarty lo fulminó con la mirada—. La primera la patentó Galen Hieronymus en mil novecientos cuarenta y nueve. Era un aparatito que servía para detectar el contenido de metales de las aleaciones. Si alguien te vendía un lingote de oro, podías utilizarla para saber si era de oro o no.

—Nunca había oído hablar de… ¿cómo se llama? ¿Hieronymus? Jamás lo había oído —confesó Henry, un poco fastidiado.

—Porque no tuvo éxito —le dijo Fogarty—. Había un problema: sólo una de cada cinco personas sabía utilizarla.

—¿Era demasiado complicada? —preguntó Henry.

—¡Qué va! Sólo había que ponerla en marcha, colocar una muestra junto a la bobina receptora, y descifrar el resultado con las yemas de los dedos sobre una placa de detección. Chupado.

—Entonces, ¿cuál era el problema?

—Nadie lo sabía —respondió Fogarty—. Pero un personaje que se llamaba Campbell lo averiguó. Hizo experimentos con personas que eran capaces de poner la máquina en funcionamiento. Uno fue un chico no mucho mayor que tú. Puso en marcha la máquina, la sintonizó y examinó un montón de muestras. Funcionó de maravilla. Entonces, Campbell se dio cuenta de que se había olvidado de enchufarla.

—Eso es imposible. —Repuso Henry. No sabía mucho de artefactos eléctricos, pero sí lo bastante para entender que no funcionaban sin corriente. De pronto, se le ocurrió una idea—: Tal vez captase la electricidad estática o algo parecido.

—Campbell lo comprobó —explicó Fogarty—. No era estática. Al hacer una prueba de fases, se vio que en ella no había electricidad de ningún tipo. Parecía una máquina eléctrica, funcionaba como una de ellas (con una válvula que se paraba, pues entonces se utilizaban válvulas), pero no era una máquina eléctrica. Tenía que funcionar de otra manera. Era la única posibilidad lógica. Por último, descubrieron que lo que la hacía funcionar era la fe.

—Me está tomando el pelo, ¿verdad? —comentó Henry al cabo de unos segundos.

Fogarty, que no tenía el más mínimo sentido del humor, lo miró muy serio.

—Henry —empezó—, todo el mundo sabe poner en funcionamiento un aparato eléctrico porque estamos acostumbrados a ellos. Siempre funcionan. Y lo mismo ocurrirá si construyes algo que parezca un aparato eléctrico (y lo haces bien, con todas las piezas en su sitio): funcionará. Es algo que sucede entre tu mente y el aparato. Salvo cuando, entre cinco patanes, sólo uno tiene fe.

Henry miró a Pyrgus.

—¿Tú lo entiendes?

—Desde luego —respondió Pyrgus con sinceridad—. Los magos utilizan ese principio en mi mundo.

—No importa que no lo entiendas. Es una teoría sólida —dijo Fogarty—. Esto funcionará. Lo único que nos falta es construirlo.

Henry volvió a mirar el plano.

—¿Y de dónde va a sacar las piezas?

—Tengo un montón de trozos y de piezas aquí —admitió Fogarty—, y sé dónde venden bobinas de Tesla. Pero hay uno o dos componentes de los circuitos de Hieronymus que tal vez nos den un poco la lata si tenemos prisa. Y la tenemos.

—¿Y dónde podemos conseguirlos? —preguntó Henry inocentemente.

—Tendrás que robarlos en el colegio —respondió Fogarty.