El cielo se había nublado y había empezado a llover cuando Henry llegó a su calle. Se dirigió despacio hacia su casa con un aspecto deplorable. La voz del señor Fogarty le sonaba como un estribillo en la cabeza: «Tu madre. Quiere que vayas a casa. Ahora mismo. A casa ahora mismo. A casa ahora mismo. Ahora mismo, ahora mismo». Sabía muy bien por qué quería su madre que fuese a casa inmediatamente.
A pesar del frío roce de la lluvia, a Henry le ardía la cara. Lo que acababa de hacer le parecía increíble: en medio de la calle, delante de Anaïs, se había echado a llorar como un bebé. Sollozos atroces, estremecedores e incoherentes, entremezclados con llorosas disculpas, sin saber por qué tenía que disculparse.
Anaïs se había acercado a él (eso había sido lo peor de todo). Se le había aproximado, lo había abrazado por los hombros y lo había estrechado, como si fuera su madre o algo parecido. «Oh, Henry, ¿qué pasa? —le había dicho—. ¿Algo va mal?». Él había dejado que lo sostuviese. Olía bien, y era tierna y cálida. Pero en ese momento se sentía culpable, como si hubiese traicionado a su padre. «¿Quieres hablar del asunto?».
Henry no quería hablar. ¿Cómo iba a hablar a espaldas de su padre? Además, no podía hacerlo entre sollozos. Así que se había quedado allí, llorando, con la cabeza hundida en el pecho de Anaïs. Luego, para rematar las cosas y sin que pudiera remediarlo, de su nariz había salido un chorro de mocos que cayeron sobre la blanca y limpia blusa de la mujer. Y lo más terrible era que ella no se había enfadado, ni siquiera se había movido; siguió sosteniéndolo, mientras le acariciaba el pelo y le preguntaba qué sucedía, como si ella no lo supiese.
Cuando estuvo frente a su casa, reparó en que el coche de su padre estaba en la entrada.
Su madre debía de haberlo visto por la ventana porque lo esperaba en la puerta principal. Se las había arreglado para parecer nerviosa, enfadada y culpable al mismo tiempo.
—¿Dónde diablos te has metido, Henry? ¿No te dijo el señor Fogarty que vinieras a casa inmediatamente?
«He estado llorándole a tu novia, mamá». Pero, en vez de responder, Henry pasó por delante de ella, cabizbajo, chorreando agua sobre el felpudo de la entrada, donde se leía su mensaje de bienvenida. No le parecía que aquél fuera un día de bienvenidas, precisamente. Su padre salió de la cocina y le dedicó una leve sonrisa.
—Tu madre está un poco preocupada —dijo.
Henry se quitó el abrigo y lo dejó goteando en el perchero.
—Estás empapado —observó su madre—. Sube a cambiarte de ropa antes de que pesques un resfriado de muerte.
—Me parece que voy a tomar un baño —respondió con la intención de mostrarse rebelde, pues sabía que sus padres querían hacer una reunión familiar.
Se quedó callado, observando las contradictorias emociones que tensaban el rostro de su madre, y sintió una ligera punzada de culpabilidad y otra de satisfacción.
—Sí, muy bien, pero no tardes —dijo al fin su madre.
El baño había sido una mala idea. Permaneció en el agua caliente y jabonosa mientras contemplaba la lámpara y lo invadía el miedo. Lo que iba a suceder después no sería bueno y quería aplazarlo. Seguramente se divorciarían. Tal vez les pidiesen a Aisling y a él que ingresaran en una casa de acogida. No se le ocurría nada que no fuera una catástrofe. TPP: Todas las Posibilidades eran Pésimas. Cerró los ojos y deseó que existiese un lugar donde ocultarse.
Se puso unos vaqueros limpios, pero la única camisa que encontró era aquella absurda prenda de leñador que la tía Millie le había comprado por su cumpleaños. La miró con aire ausente y se la puso. Al diablo, no se trataba de un desfile de modas.
Sus padres debían de haber estado escuchando porque salieron de la cocina cuando él bajaba la escalera.
—Estamos aquí, Henry —anunció su padre—. ¿Puedes venir un momento? —Titubeó, y luego añadió con brusquedad—: Tenemos que hablar.
Henry entró en la cocina sin decir nada.
* * *
El padre de Henry se hizo cargo de la situación.
—Sería mejor que estuviese aquí tu hermana, pero creemos que es conveniente hablar lo antes posible. Ya pondremos a Aisling al corriente cuando venga el fin de semana.
«Bienvenida a casa, Aisling. Tu madre se ha fugado con mi secretaria y yo acabo de reservar un billete para Australia».
—¿Quieres sentarte, Henry? ¿Te apetece un té o cualquier otra cosa?
—No te enrolles, Tim. —Interrumpió la madre con voz cansina, y luego le dijo a Henry—: Ya sé que has hablado con tu padre.
Henry asintió y se dirigió al frigorífico: dentro había una manzana cuidadosamente cortada en un platito. El chico la probó y le supo a serrín. Luego se acercó a la mesa, se sentó y se quedó mirando a sus padres con los ojos muy abiertos. Le parecía que ya no iba a lloriquear más porque había llorado todo lo que tenía que llorar.
—Creo que lo primero que debo decir es que este asunto no tiene nada que ver contigo ni con Aisling, Henry —afirmó su madre—. Me refiero a que, aunque evidentemente os afecta, quiero que sepáis que no sois… —movió la cabeza con rigidez—, que no es culpa vuestra ni nada parecido. —Intentó terminar con una sonrisa.
Ella había estado leyendo sus libros de psicología. Cuando los padres se divorcian, a los hijos se les mete en la cabeza que la culpa es de ellos, y años después acaban por confesárselo al psiquiatra.
—No creo que sea culpa de nadie —comentó Henry.
Y se sorprendió a sí mismo, pues sonó mucho más maduro de lo que él era en realidad.
—Bueno, no. No, claro que no. Sólo quería estar segura de que vosotros… —Dejó la frase en suspenso.
Su pobre padre decidió meter baza otra vez. En realidad no estaba a la altura de su mujer, pero al fin y al cabo era un ejecutivo francamente bueno, y no un desgraciado.
—El caso es, Henry, que algo así cambia las cosas. Resulta inevitable, lo que la gente quiere… —murmuró.
—Estabas de acuerdo en que me encargase yo de esto —afirmó la madre de Henry en voz baja.
—Sólo quería tranquilizarlo… —se defendió su padre en un arranque de ira, pero lo dejó correr.
La madre de Henry tomó de nuevo la palabra.
—Tu padre me ha contado la conversación que habéis tenido esta mañana, y hemos estado hablando de la situación y hemos tratado de decidir qué se debe hacer. Él ha sido… —Parecía avergonzada y un poco celosa—, ha sido muy comprensivo. —Bajó la vista—. Seguramente más de lo que yo merezco. —Tras unos instantes volvió a mirar a Henry y dijo con un resoplido—: Hemos estado hablando casi todo el día y nos hemos dado cuenta de que esta situación no nos afecta sólo a nosotros dos. Está Aisling y estás tú. He mencionado a Aisling primero porque es más pequeña y le costará entenderlo. Tú eres mayor, así que… En fin, lo cierto es que ni tu padre ni yo podemos pensar sólo en nosotros mismos y en lo que deseamos. Nosotros, bueno, tenemos que considerar lo que sea mejor para Aisling y para ti. Y también para nosotros, por supuesto.
La mente de Henry no funcionaba. Casi siempre adivinaba lo que iban a hacer sus padres. Pero, en ese momento, no sabía si su madre intentaba prepararlo para el juicio del divorcio o para el pelotón de fusilamiento.
—Lo que quiero decirte —continuó la madre—, lo que quiero que sepas es que hemos discutido este tema desde todos los puntos de vista, y creo que antes de nada debo decir que no vamos a divorciarnos. Pensamos que no sería justo para vosotros. —Se humedeció los labios—. Pero vamos a separarnos. —Miró a Henry para calibrar su reacción, y tras unos instantes siguió—: No te preocupes; de momento no pasará nada. Tardaremos unas semanas, tal vez un mes, en organizarlo todo. Y no nos separaremos completamente. Nos reuniremos de vez en cuando, como una familia, y así la situación se parecerá más a unas largas vacaciones, ya sabes, o como si uno de nosotros hubiera hecho un viaje al extranjero o algo por el estilo. —Al fin se calló sin dejar de mirar a Henry.
—¿Quién se queda con la casa? —preguntó Henry con desgana.
Su madre intercambió una mirada con su marido, que no contestó.
—Hemos pensado que es mejor que se traslade tu padre. —Dijo, y esperó la reacción de Henry; como no hubo ninguna, continuó más convencida—: En realidad, es lógico. Él puede encontrar un sitio más cerca del trabajo. —Se esforzó en sonreír—. Ya sabes que muchas veces se quedaba a dormir en el despacho; la verdad es que así será mucho más fácil para él.
Henry la miró asombrado. Su madre se creía lo que estaba diciendo.
—Esta casa está más cerca de la escuela —continuó la madre, refiriéndose a la escuela en la que ella daba clases.
—¿Quién se queda con los hijos? —preguntó Henry.
—¡No lo digas de esa forma! —suplicó su madre—. No vamos a dividir la familia.
—¿Y cómo quieres que lo diga?
Henry se sentía paralizado en su interior, como si en realidad no le importara nada. Lo único que quería saber era qué iba a pasar.
Su madre lanzó un suspiro.
—Creemos que el trastorno será menor si Aisling y tú os quedáis aquí, conmigo. Así no tendréis que trasladaros, ni hacer nuevas amistades, ni cambiar de colegio, ni nada de eso. Todo seguiría… igual que antes. Tu padre nos visitará, vendrá con frecuencia. —Se obligó a sonreír otra vez—. Tal vez lo veas incluso más que ahora, con todo lo que ha pasado en la oficina.
«¡Qué frase tan desafortunada, mamá!», pensó Henry, pero comentó:
—¿Va a venir Anaïs?
Su madre dudó y volvió a mirar a su marido. Luego se pasó la lengua por los labios con nerviosismo.
—Con el tiempo… y naturalmente si tú y Aisling estáis de acuerdo… me gustaría que Anaïs pudiese… visitarnos, tal vez incluso quedarse alguna vez. Sólo para ver cómo nos va a todos juntos. —Como no era capaz de mirar a su hijo a los ojos, miró por la ventana y añadió—: A largo plazo, ¿quién sabe?
—¿A largo plazo Anaïs puede venir a vivir aquí? —sugirió Henry.
—Es posible —admitió su madre—. Pero sólo si tú y Aisling estáis contentos con la idea. —Lo estaba observando y seguía pendiente de sus reacciones. A continuación, dijo—: Será divertido, Henry, será como tener dos madres. —Pestañeó—. Anaïs te gusta.
Claro que le gustaba Anaïs. ¿Cómo no iba a gustarle? Pero ¿dos madres? No, gracias. Ya tenía bastantes problemas con una sola.
—¿A ti te parece bien, papá? —le preguntó a su padre.
—No me gusta —respondió él—, pero parece la solución más justa.
¿Justa? Su madre tenía una aventura, luego se quedaba con la casa y con los niños y mandaba a su marido a buscarse la vida en otro sitio, y después instalaba a su amante en casa. Si había convencido a su padre de que aquello era justo, debería dedicarse a vender coches de segunda mano.
—¿Qué opinas tú, cielo? —le preguntó su madre.
Henry se encogió de hombros. A su madre no le importaba lo que él opinaba. ¿Por qué lo metía en medio?
—Es lo que papá y tú habéis decidido.
Henry se levantó.
—¿Adonde vas? —le preguntó su madre enseguida.
Henry la miró sin verla.
—A ver a Charlie —respondió—. He quedado con la señora Severs para merendar.
Sus padres se miraron mientras Henry se dirigía a la puerta.
—No se te ocurrirá hablar de esto con Charlie, ¿verdad? —le dijo su madre.
* * *
—¿Que es qué? —le preguntó Charlie cuando se lo contó.
—Mi padre tiene una secretaria que se llama Anaïs, y mi madre tiene una aventura con ella.
—Entonces, ¿tu madre es algo así como homosexual?
Henry hizo un gesto afirmativo.
—¡Vaya! —exclamó Charlie—. ¡Qué guay!
La lluvia se había quedado en un chubasco pasajero, y se encontraban en el jardín de los Severs. La señora Severs, que tenía la idea de que los niños no crecían nunca, les preparó una merienda a base de salchichas, patatas fritas, palomitas de maíz, mermelada y un pastel de color rosa chillón, y los dejó solos para que hiciesen lo que les diese la gana. Las sobras estaban desperdigadas sobre la mesa del jardín, junto a dos botellas vacías de limonada. A Henry le había sorprendido su propio apetito. Detestaba lo que estaba pasando, pero, como ya sabía lo peor, tenía un extraño sentimiento de alivio.
—¿Te parece guay que mi madre sea lesbiana?
—Pues claro. ¿A ti no?
—Nunca se me había ocurrido pensarlo.
—A mí sí —dijo Charlie—. Me refiero al tema de los homosexuales, no a tu madre. Las chicas hablan mucho de eso en el colegio.
—¿En serio? —preguntó Henry, asombrado.
—Sí, naturalmente. —Charlie miró al cielo con cara de inocencia—. Algunas lo han… probado.
—¿Las chicas de tu colegio?
—Sí.
—¿Unas con otras?
—Pues claro, ¡de eso se trata! Se supone que es una fase que se pasa.
—¿Y tú has probado?
No, ella no podía haberlo hecho. Pero hasta aquella misma mañana tampoco lo hubiese creído de su madre.
Charlie se rió.
—No es lo mío. —Se ahuecó el cabello—. No estás disgustado, ¿verdad?
—¿Por lo de mi madre? Sí, estoy disgustado.
—Eso es de lo más anticuado, Henry.
—Me da igual —repuso Henry—. A mi padre le hace daño.
Charlie se quedó pensativa.
—Supongo que sí.
Era una chica bajita, de pelo rubio y ojos azules. Fuera del colegio, siempre la había visto con pantalones vaqueros y camisas de chico. A veces Henry pensaba que estaba chiflada, pero tenía la virtud de que se podía hablar con ella sobre cualquier tema. Y, además, tenía otra cosa buena: Charlie nunca contaba lo que le decían.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.
—¿Yo? ¿Qué puedo hacer? —contestó Henry.
—No sé —reconoció Charlie—. ¿Se van a divorciar?
—Dicen que no —respondió Henry—, pero es probable que lo hagan.
—Y ¿qué van a hacer ellos? ¿Permanecer juntos por el bien de los hijos? —Charlie puso los ojos en blanco.
—Algo parecido —asintió Henry.
Charlie le puso la mano en el brazo.
—Lo siento, Henry. Esto es muy triste para ti, ¿no?
Henry se mordió el labio y asintió de nuevo.
—Sí, sí es triste.
—Mi madre y mi padre se divorciaron —le contó Charlie.
Henry frunció el entrecejo.
—¿Volvieron a juntarse?
El señor y la señora Severs le habían parecido siempre una pareja que se llevaba bien y que no tenía nada de que preocuparse.
—Peter no es mi verdadero padre, Henry. —Charlie sonrió ligeramente.
—¿De verdad?
Charlie asintió.
—Mi madre se divorció de mi verdadero padre cuando yo tenía tres o cuatro años. Solía llegar a casa borracho y le pegaba. Ella seguía con él por el bien de los hijos; bueno, en este caso, de la hija. Una noche le rompió un brazo, y a mí me sacó de la cama y me tiró al suelo. Me salieron moretones y lloré un montón. Entonces mi madre creyó que era demasiado. Me sostuvo con su brazo sano, y nos fuimos. Luego contrató a un abogado. Dieciocho meses después conoció a Peter, y la segunda oportunidad ha sido muchísimo mejor.
Henry la miraba boquiabierto.
—No tenía ni idea.
—Ya —dijo Charlie—. Nadie lo sabe. Cuando mi madre volvió a casarse, Peter me adoptó legalmente, para que llevara su apellido, como mi madre. Peter es estupendo.
—¿Y qué ocurrió con tu verdadero padre?
—¿Que qué pasó?
—¿Lo ves alguna vez?
—No. —Charlie negó con la cabeza.
—¿Nunca?
—No.
—¿Dónde vive?
—No lo sé.
—¿No quieres verlo? —le preguntó Henry.
Charlie volvió a decir que no con la cabeza.
—Ni siquiera sé qué pinta tiene —afirmó como si fuera una especie de ventaja—. No me acuerdo de él, y mi madre quemó todas sus fotografías. Dice que era una mierda de tipo.
—Es lógico —dijo Henry muy serio.
De pronto, Charlie esbozó una espléndida sonrisa.
—En fin, el caso es que no eres el único que tiene uno de los padres que es un sinvergüenza. El mío desapareció hace mucho tiempo. Lo que importa, Henry, es que todo salga bien. Peter es tan buen padre como cualquier otro, y desde luego mejor que mi verdadero padre. Mi madre y él son felices juntos, más o menos. Nunca se sabe, tal vez a la larga lo de tus padres pueda ser bueno.
—Ahora no lo parece demasiado que digamos —confesó Henry.
Horrorizado, sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas otra vez. Volvió la cara, pero Charlie se dio cuenta.
La chica hizo exactamente lo mismo que había hecho Anaïs. Se acercó a la silla de plástico que ocupaba Henry, lo abrazó por los hombros y apoyó la cabeza de su amigo en su pecho. Charlie apenas tenía pecho, así que no era lo mismo, y Henry dejó de llorar.
—Debes de haber tenido un día de mil demonios —comentó Charlie sin soltarlo.
Una mariposa revoloteaba sin rumbo junto al seto. Henry se sobresaltó, pero luego se tranquilizó.
«Ni te lo imaginas», pensó.