12

—Hay buenas noticias —anunció Grayling.

—Y malas noticias —añadió Glanville.

Brimstone los miró con el entrecejo fruncido. Le apetecía clavarlos al suelo y cortarles los pies con una sierra, pero sabía por amarga experiencia que nada podía detenerlos cuando empezaban a hablar. Era eso lo que hacía que fueran tan demoledores en los tribunales. Hombres inocentes confesaban un asesinato cuando se veían sometidos a aquella incansable actuación doble. Era una suerte que estuvieran de su parte.

—La buena noticia es que tenemos una acusación —dijo Grayling con una sonrisa.

—No cabe la menor duda —precisó Glanville.

—El chico puede ser nuestro príncipe heredero —continuó Grayling—, pero a los ojos de la ley es un delincuente común.

—Un intruso.

—Un ladrón de gatos.

—Puesto que ha robado un gato.

—O, para ser más exactos, le ha robado a usted y se ha llevado un gato.

—A la ley le disgustan esas cosas —afirmó Glanville—. Es más, la ley no las tolera. Hemos visto a la jueza…

—Sí, la hemos visto.

—Y ha dictaminado que el chico puede ser detenido y custodiado hasta que se celebre el juicio.

—Por nosotros o por nuestros empleados, que actuarán como agentes suyos en calidad de director de Brimstone y Chalkhill, la corporación perjudicada.

—Ha emitido una orden de arresto. La tengo aquí.

Glanville sacó una hoja de pergamino de su maletín y la movió en el aire.

—¿Cuánto tiempo podremos retenerlo? —preguntó Brimstone.

—¡Oh, mucho tiempo! —respondió Grayling—. Seis meses sin intervención judicial. Luego, cuando lo llevemos a juicio, podemos solicitar una prórroga de otros seis meses para preparar el caso. Un año en total. Parece suficiente.

—¡De sobra! —exclamó Brimstone frotándose las manos con una sonrisa. Aquél era uno de sus días más felices.

—La mala noticia —intervino Glanville— es que esa buena noticia es más bien teórica.

—Una información inútil. Un juicio sin datos fiables.

—¿De qué estáis hablando? —les preguntó Brimstone, enfadado. Su sonrisa se había convertido en una mueca de disgusto.

—La orden de arresto no se puede poner en práctica —explicó Glanville—. Tal como están las cosas es un pedazo de papel sin ningún valor.

—Sin ningún valor —repitió Grayling.

—¿Por qué? —gruñó Brimstone inclinándose hacia delante.

Glanville guardó el pergamino en el maletín, lo cerró de golpe y afirmó:

—El chico, o el acusado como debemos llamarlo, no se encuentra en la jurisdicción. Ha abandonado este mundo.

—¿Está muerto? —preguntó Brimstone con un espanto repentino.

No bastaba con que Pyrgus muriese. Tenía que ser sacrificado a Beleth, y debía hacerlo el mismo Brimstone. De lo contrario, no se cumplirían los términos del contrato demoníaco.

—No que yo sepa. La Casa Real, a la que como es natural acudimos para entregar la orden, asegura que ha sido trasladado.

—Al Mundo Análogo —explicó Grayling, solícito.

—Los tribunales del reino de los elfos no tienen jurisdicción en el Mundo Análogo. Mientras permanezca allí, está fuera del alcance de la ley.

—¿Estáis seguros de que se encuentra realmente allí? —preguntó Brimstone con desconfianza.

—Tenemos una declaración formal al respecto, con el sello oficial del emperador. —Glanville parecía escandalizado—. Se trata de los elfos de la luz. Jamás ponen una mentira por escrito. Creo que podemos admitir sin dudarlo que si dicen que está en el Mundo Análogo, es que está allí.

Brimstone echaba chispas por los ojos.

—Tenemos que hacerle regresar.

—¡Ah! —dijo Glanville.

—¡Ah! —repitió Grayling.

—¿Qué? —exigió Brimstone—. ¿Qué? Es fácil, ¿no? Mandamos a unos cuantos matones al Mundo Análogo para que lo traigan a rastras por el cuello. Por lo que me habéis dicho, ni siquiera es ilegal; nuestras leyes no llegan hasta allí.

—Una estrategia admirable —afirmó Glanville—, pero fallida.

—Absolutamente fallida —puntualizó Grayling—. No tenemos forma de saber dónde se encuentra, en el Mundo Análogo por supuesto.

—A diferencia de otros portales, el de la Casa de Iris es multidireccional. Pueden haberlo enviado a donde hayan querido.

—¿No podemos obligarlos a que revelen su destino? —preguntó Brimstone.

Glanville miró a Grayling, y Grayling miró a Glanville; se volvieron al mismo tiempo y miraron a su vez a Brimstone.

—Tal vez —dijo Grayling—. Pero si se resisten, nos retrasaríamos. Y sabemos que el tiempo es fundamental.

—La Casa de Iris tiene abogados excelentes —continuó Glanville bajando la vista al suelo—. Han optado por no impugnar nuestra orden porque saben que no podemos ejecutarla.

—Tengo espías en el palacio —declaró Brimstone—. Y Chalkhill también. Entre los dos averiguaremos sus coordenadas de traslado.

—Es posible —reconoció Grayling—. Pero, aunque las averiguásemos, no podríamos continuar. La Casa de Iris posee el único portal multidireccional que existe.

—Quizá no sea el único —dijo Brimstone con aire pensativo.

* * *

A pesar de la ayuda de Chalkhill, Brimstone tardó días en conseguir una cita, y tan sólo para entrevistarse con un lacayo. El representante de lord Hairstreak era un hombretón serio que se llamaba Harold Dingy. Llevaba un traje de color gris plateado y lo acompañaba un sangriento endriago. Por algún motivo, Dingy se había empeñado en que se encontrasen en el zoo.

—Me alegro de verlo —mintió Brimstone cuando le dio la mano.

—El placer es sólo suyo —respondió Dingy sin hacerle caso.

El endriago dio varias vueltas alrededor de las piernas de Brimstone antes de decir:

—Está limpio, jefe. No lleva armas, sólo los hechizos y los amuletos normales.

Se tendió a sus anchas, como si fuera un felpudo roñoso, y se dedicó a observarlos.

—¿Le ha contado el señor Chalkhill lo que quiero? —le preguntó Brimstone gritando para hacerse oír a pesar de los chillidos de los loros.

Chalkhill había presumido siempre de ser amigo de lord Hairstreak, pero Dingy no se impresionó en lo más mínimo cuando oyó mencionar su nombre.

—No —respondió.

Parecía que no le importaba el asunto.

Habían llegado a un punto difícil, y a Brimstone no le apetecía ponerse a gritar con todas sus fuerzas.

—¿Por qué no nos alejamos de esos malditos loros? —sugirió.

—Me encantan los loros —afirmó Dingy.

—Le encantan los loros —repitió un loro que estaba agarrado a la tela metálica de la jaula.

—A mí también —mintió Brimstone—, pero lo que tengo que decirle es confidencial.

—Y no quiere que nosotros lo repitamos —dijo el loro, muy ufano.

—De acuerdo —afirmó Dingy—. Hablaremos en el recinto de los reptiles.

En el habitáculo de los reptiles reinaba un calor seco que le taponaba las narices a Brimstone, pero al menos estaba tranquilo y los lagartos no podían repetir lo que uno dijera. El endriago trepó a una de las jaulas de paneles de cristal y se dedicó a mirar con fijeza a una cobra. Dingy le lanzó una mirada feroz a Brimstone y éste echó un vistazo para asegurarse de que nadie podía oírlos. Luego bajó la voz:

—Quería hablarle sobre…

—No oigo nada —lo interrumpió Dingy.

—¡Esto es confidencial! —susurró Brimstone. Le indicó a Dingy que se acercara, y cuando el hombre dio un paso adelante de mala gana, Brimstone se estiró para hablarle al oído—: Quiero hablar del portal de Black Hairstreak.

—¿Qué pasa con el portal de lord Hairstreak? —preguntó Dingy con desconfianza.

Brimstone echó otro vistazo alrededor.

—Creo que lord Hairstreak tiene un portal multidireccional —susurró.

—¿Quién se lo ha contado? —refunfuñó Dingy.

Brimstone se tocó la nariz con un dedo procurando adoptar un aire de suficiencia.

—Tengo mis fuentes de información —respondió.

En realidad, la fuente era su socio Chalkhill, que había soltado el detalle una vez que estaba borracho. El problema era que Chalkhill decía un montón de falsedades cuando estaba borracho. Brimstone deseaba ardientemente que ésa no fuera otra mentira.

—Alguien le ha tomado el pelo —afirmó Dingy.

—¿Quiere decir que no lo tiene? —preguntó Brimstone, y luego añadió con astucia—: Yo lo decía porque si tuviese un portal multidireccional, estaría dispuesto a pagar mucho dinero por utilizarlo. Muchísimo dinero.

—Es una lástima que no lo tenga —comentó Dingy.

El endriago se había apartado de la cristalera, y parecía que la entrevista se había terminado.

—Espere un minuto —se apresuró a decir Brimstone—. Cuando digo muchísimo dinero, me refiero a un millón de monedas de oro.

Brimstone tendría que hipotecar la fábrica para conseguir semejante cantidad en efectivo; pero, si no encontraba a Pyrgus, era hombre muerto; y si lo encontraba, todo el dinero del reino seria suyo.

Dingy bajó la vista sin inmutarse. El endriago le tiraba de la pernera del pantalón, como si quisiera marcharse.

—Para lord Hairstreak —continuó Brimstone—, y un cuarto de millón para usted.

—Debe necesitar con urgencia un portal multidireccional, con muchísima urgencia —observó Dingy—. ¿Puede explicarme por qué?

Brimstone sopesó los pros y los contras. Contaba con que le hiciesen esa pregunta, pero había supuesto que hablaría directamente con Black Hairstreak, y no con uno de sus secuaces. Aunque daba igual, aquel patán seguramente era más listo de lo que parecía, pues de lo contrario no trabajaría para Hairstreak, y pescaría las mentiras al vuelo. Además, el hombre contaba con el endriago que, por lo visto, era capaz de descubrir una trampa a kilómetros de distancia. Por eso los utilizaba Hairstreak. En el reino ya no se podía confiar casi en nadie.

Contra esas consideraciones estaba el hecho indiscutible del escaso aprecio que lord Hairstreak le tenía al Emperador Púrpura, lo cual significaba que se alegraría de la muerte de su hijo. Así que Brimstone decidió contar la verdad. Tenía la extraña sensación de que debía contar esa parte de la verdad, y que bastaría para despistar al endriago.

—Tengo que encontrar al príncipe heredero Pyrgus —confesó.

—¿Por qué? —preguntó Dingy con aire inocente—. ¿Se ha perdido?

—Está en el Mundo Análogo, y necesito un portal múltiple para dar con él.

—¿Y por qué quiere encontrarlo?

—Tengo que resolver un asunto con él —respondió Brimstone, muy digno.

—¿De qué tipo de asunto se trata?

«¡Oh, no tengo escapatoria!», pensó Brimstone.

—Quiero matarlo —afirmó.

—¿Qué le parece eso, jefe? —exclamó el endriago temblando de emoción—. Quiere asesinar al príncipe heredero.

Harold Dingy se adelantó muy serio y con una expresión amenazante.

—Voy a hacerle un favor, señor Brimstone. Voy a contarle una cosa que le hará ahorrar un montón de dinero. ¿Me está escuchando, señor Brimstone?

Silas dio un paso hacia atrás.

—Sí.

—Lo que voy a decirle es que no hace falta que usted mate al príncipe Pyrgus. ¿Quiere saber por qué, señor Brimstone?

—Sí —repitió Brimstone con un hilo de voz.

Ante el asombro de Silas, Dingy sonrió de oreja a oreja.

—¡Porque el príncipe Pyrgus ya está muerto!

—Como una colilla —confirmó el endriago—. Igual que si fuera una colilla.

A Brimstone se le cayó el cielo encima. Tuvo la impresión de que se ponía pálido, e hizo un esfuerzo para que le saliese la voz.

—¿Está seguro? —Brimstone tragó saliva.

—Ya ha oído al endriago —respondió Dingy, radiante.

* * *

El oro pesaba mucho, aunque se le había realizado un hechizo para que flotara. Cuando Brimstone intentó levantar la maleta, le crujió la espalda. No podía ser. Tenía que conseguir que alguien lo ayudase. Naturalmente, después lo mataría echándole algo en la sopa, o mejor aún, cortándole el cuello con un cuchillo. Ésa era la única forma de asegurarse el silencio de los demás y que nadie supiese adonde había ido Silas Brimstone.

La jugada tenía que ser rápida; mejor dicho, tenía que hacerse de inmediato. Beleth había regresado a su propia dimensión y no empezaría a buscarlo hasta que expirase el contrato. Pero entonces, él estaría muy lejos. Era el modo de hacerlo: cortar por lo sano y marcharse. ¡Pero a qué precio! La fábrica, los otros negocios, su casa, casi todos sus libros. Los libros no sólo pesaban, sino que además abultaban. Se llevaría algunos, los más importantes. Así tendría lo suficiente para empezar de nuevo, y también se llevaría su dinero, que ya era mucho.

¡A menos que Beleth lo pillase! ¡A menos que Beleth localizase su paradero!

¿Cómo había salido todo tan mal? En un determinado momento, había estado a punto de cortarle el cuello al chico, y de repente era su propia vida la que se hallaba en peligro; su vida y su alma. Beleth no se andaba con bromas porque los príncipes demoníacos no bromeaban. En cuanto el demonio lo atrapase, Brimstone era hombre muerto, y su alma, o lo que quedaba de ella, se utilizaría para insuflársela a un golem, para custodiar una estúpida tumba o para convertirla en tajadas que alimentasen a los niños pequeños de los demonios. Era horrible, espantoso, inimaginable.

Abrió la puerta de su despacho y gritó:

—¡Mozo!

No podía llevarse todo el dinero, ni siquiera con la ayuda del mozo. Tenía que abandonar demasiado: decenas de miles, cientos de miles de monedas. El dolor que sentía era casi físico. Tendría que volver a empezar donde nadie lo conociese, sin relaciones ni amigos. Bueno, la verdad era que no tenía muchos amigos, pero era una cuestión de principios. Y la idea de empezar de nuevo sin conocer a nadie le parecía una pesadilla. Tendría que vivir en una sombría callejuela de un asqueroso grupo de viviendas o en un inmundo estercolero de una aldea donde a nadie se le ocurriera buscarlo. Y cuando emprendiera otro negocio, tendría que procurar que no tuviese demasiado éxito. Después de desaparecer, no debía llamar la atención nunca, nunca, nunca más.

Un hombre estaba plantado en la puerta.

—¿Qué diablos quieres? —le preguntó Brimstone.

—Soy el mozo, señor. Usted ha pedido uno.

—Sí, es cierto —reconoció Brimstone—. ¿Puedes con eso?

Señaló el cofre de monedas de oro que estaba en el suelo, junto a la mesa.

El mozo cruzó el despacho y levantó el cofre para cargarlo sobre el hombro como si fuera una pluma.

—Esto tiene un hechizo para flotar —dijo el hombre, bastante sorprendido.

—Llévalo escaleras abajo y colócalo en mi cabriolé; es el negro que está aparcado fuera —ordenó Brimstone—. Después vuelve aquí… —esbozó una sonrisa— a recoger la propina.

Cuando el hombre se marchó, Brimstone abrió el cajón de su mesa y examinó la colección de cuchillos que guardaba en él. Todos tenían la hoja larga y muy afilada. Brimstone escogió uno de filo curvo y hoja iónica, con el que decapitaría al mozo cortándole el pescuezo. Luego esperó escondido detrás de la puerta.

Le fastidiaba bastante cortar gargantas. Era increíble la cantidad de sangre que manaba de la yugular, y además se tardaba un montón en limpiarla. Pero, como no tenía intención de regresar a su despacho, le tocaría a otro apañárselas. Aunque era una lástima; siempre le había gustado aquel despacho. ¡Qué pena no volver a verlo!

Oyó los pasos del mozo fuera y se preparó para atacarlo en cuanto entrara. Le asestaría un golpe rápido, pasaría sobre el cadáver y saldría del edificio sin que nadie se diera cuenta. Los caballos eran nuevos y el cabriolé no tenía ningún distintivo. Podría pasar por un…

El mozo hizo girar el pomo de la puerta. Cuando Brimstone alzó el cuchillo, se le ocurrió una idea repentina. ¡No tenía que marcharse! ¡No era necesario esconderse! ¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¡Lo único que tenía que hacer era quemar El Libro de Beleth! Se quedó de piedra. ¡Qué fácil! El libro lo había introducido en el mundo de Beleth, pero, si destruía el libro, el demonio no tendría forma de llegar hasta él. Así solucionaría totalmente el asunto. Si quitaba a Beleth de en medio, Brimstone podía desentenderse del contrato y olvidarse del sacrificio del chico, que se había convertido en otro problema. Y Beleth ya no se apoderaría de su alma. Él conservaría su dinero, sus negocios y sus libros. De ese modo seguiría con la misma vida de antes, y cuando las cosas se calmasen un poco, haría otros planes para enriquecerse y ser más poderoso. ¡La vida volvía a ser maravillosa!

Brimstone soltó el cuchillo cuando el mozo entró en el despacho. El hombre se sobresaltó un poco al ver a Brimstone acechando detrás de la puerta, pero reaccionó enseguida.

—El cofre está en su carruaje, señor. Comentó algo sobre una propina, señor Brimstone… —dijo.

Brimstone sonrió.

—¡Y te lo has creído! —dijo alegremente—. ¡No me voy! ¡No me voy!

Brimstone pasó ante el mozo dando brincos y corrió escalera abajo hasta el callejón que conducía de la fábrica a sus aposentos y a la buhardilla. La habitación seguía hecha un desastre, tras la última invocación tan catastrófica, pero Brimstone, sin prestar atención a los restos esparcidos, fue directamente al armario y recitó el código que desactivaba el hechizo protector del mismo. La puerta del armario se abrió de golpe ante él.

El Libro de Beleth no estaba allí.

Y cuando más tarde volvió a la fábrica, tampoco estaba su cofre con el dinero. Brimstone apenas pudo contener los gritos. ¡El condenado del mozo se había cobrado la propina por su cuenta!