11

Pyrgus observó cómo Henry se marchaba y sintió una sensación parecida a las náuseas. Se había trasladado al hombro del señor Fogarty, y el viejo olía un poquito mal, pero ése no era el problema. El problema era… El problema era… Bueno, no había sólo uno, sino que había tantos que no sabía por dónde empezar.

En primer lugar, no le gustaba ser pequeño e inútil. Durante toda su vida había emprendido aventuras por su cuenta, incluso cuando era un crío. Y en esos momentos ni siquiera podía hablar sin el paquete mágico que llevaba a la espalda. Ésa no era la magia que él conocía. Se trataba de su primer viaje al Mundo Análogo, y la magia que allí se practicaba era totalmente distinta a la de su mundo.

Pero eso era sólo la primera cuestión, porque seguía pensando en la fábrica de pegamento de Chalkhill y Brimstone y en los gatitos que morirían durante los días que él permaneciese lejos. También pensaba en su padre y en las negociaciones que había iniciado con los elfos de la noche. Y sobre todo, pensaba en el comentario del señor Fogarty cuando él le contó que el filtro del portal no había funcionado: «Me da la impresión de que te han saboteado».

Pyrgus compartía la misma impresión, y cuanto más lo pensaba, más se convencía, pero la pregunta era: ¿Quién lo había saboteado?

Tenía que ser alguien que quería que muriera. Pyrgus no tenía la menor duda al respecto, pues enviar a una persona a un lugar desconocido sin haberla preparado ni haberle proporcionado ningún tipo de escolta significaba meterla en dificultades. No se lo había contado ni al señor Fogarty ni a Henry, pero todos los libros de historia relataban casos de cientos, de miles de anteriores visitantes del Mundo Análogo que habían perdido la vida al cabo de una hora de llegar allí. Naturalmente, con el tiempo, los elfos aprendieron a tomar precauciones, y la mejor de todas era el filtro; pero, hasta entonces, el Mundo Análogo había sido una especie de trampa mortal. También él había estado a punto de morir en la primera hora de su llegada. Si no hubiera aparecido Henry, el gato lo habría devorado como si fuera un ratón.

Pero el problema más grave era cómo iba a regresar. Esa idea lo golpeaba igual que el oleaje contra las rocas. En ambos mundos existían portales naturales que se podían atravesar, dar media vuelta y regresar de nuevo a través de ellos. Era así de fácil, siempre que el portal no se abriese en el fondo del mar. Pero el portal modificado del palacio de su padre funcionaba de forma distinta: si bien se podía abrir en cualquier lugar del Mundo Análogo, su existencia en dicho mundo no era permanente. Surgía donde uno quería cuando entraba en acción la energía, y desaparecía tan pronto como la energía se acababa.

Pyrgus trató de ordenar sus ideas: si lo hubiesen enviado a la isla de los Mares del Sur, como su padre había planeado, la puerta habría permanecido abierta el tiempo suficiente para que sus guardianes informasen de que todo estaba en orden, y luego se habría cerrado. Después los técnicos del palacio la abrirían de nuevo todos los días a determinada hora, para cerciorarse de que no había ninguna dificultad.

—¿Qué pasa? —le preguntó Fogarty.

Pyrgus se dio cuenta de que la idea lo había sobresaltado.

—Pueden reabrir el portal —respondió.

—¿Quiénes?

—Los que me han enviado.

Pyrgus decidió ocultarle al señor Fogarty los detalles superfluos hasta que conociese mejor al anciano.

—¿Cuándo?

—No lo sé. No estoy seguro de que lo hagan. Sólo estaba pensando en lo que ocurriría si yo hubiese ido a donde tenía que ir. Cuando hubiera estado allí a salvo, ellos abrirían el portal una vez al día para comprobar mi situación.

—¿Y cómo sabrán que te encuentras bien aquí? —le preguntó Fogarty.

Pyrgus lo miró con admiración. Fogarty podía ser viejo, pero desde luego no era tonto. A estas alturas su padre debía de saber que algo había salido mal. Los sacerdotes y los magos estarían intentando averiguar qué había sucedido exactamente; también procurarían localizarlo y conseguirían que regresara. Ese pensamiento tendría que servirle de consuelo, pero por algún motivo no le servía. Pyrgus no tenía ni idea de cómo se seguía la pista de alguien que había sido trasladado a un lugar equivocado; ni siquiera sabía si tal cosa era posible.

—No podrán saberlo —dijo Pyrgus en respuesta a la pregunta del señor Fogarty—. Me refiero a que no sabrán que estoy bien, pero se enterarán de que no he llegado a la isla del Pacífico.

Todo resultaba confuso, incluso para él mismo, pero Fogarty debió de captar el meollo del asunto porque dijo:

—Tu gente se dará cuenta de que algo ha ido mal y empezarán a buscarte, ¿no?

—Sí, casi con toda seguridad.

—Entonces, ¿volverán a abrir la puerta si esperamos el tiempo que haga falta?

—No estoy seguro, supongo que sí. Depende de si pueden adivinar adonde he ido, porque yo no tendría que estar aquí.

—En efecto —comentó Fogarty secamente—. Escucha, si abriesen el portal otra vez… es decir, suponiendo que adivinen adonde has ido y abran el portal de nuevo, ¿se abriría en el mismo sitio en el que tú has aparecido?

Pyrgus pensó la respuesta. Tendrían que seguir las coordenadas, era lo único que podían hacer.

—Sí —asintió.

—Entonces será mejor que vigilemos ese círculo —murmuró Fogarty.

Luego dio la vuelta y se dirigió hacia la casa con Pyrgus sobre el hombro.

—Creí que ya lo estábamos vigilando —protestó Pyrgus.

—No podemos hacerlo las veinticuatro horas del día —explicó Fogarty—. Voy a improvisar algún sistema que hará sonar una alarma si tu portal se abre.

* * *

Henry tomó el autobús al final de la calle del señor Fogarty, se sentó en la parte delantera y se imaginó un futuro desolador. Se sentía… raro. Al separarse de Pyrgus y del señor Fogarty, todo lo sucedido le parecía irreal. Los elfos no existían, aunque acababa de tener a uno sentado en el hombro que le había hablado a través de un micrófono sujeto con gomas. ¡Ja, ja, de cabeza al loquero!

Era como si todo lo que miraba tuviese bordes negros. El asunto de Pyrgus lo había distraído, pero la realidad se le había echado encima de repente. Notaba como si el asiento del autobús estuviera colgado en el vacío, a través de la ventanilla veía manchas oscuras y oía su propia respiración. Cuando movía la cabeza, tenía la impresión de estar flotando. Y sobre todo, sudaba de miedo.

Aún no se lo creía. ¡Su madre tenía dos hijos, por favor!

Henry se encontró de pie en el pasillo del autobús. Se acercó a la puerta y esperó hasta que llegó a su parada, si es que ésa era su parada. Se sentía tan aturdido que apenas se daba cuenta de nada, pero tampoco le importaba. No podía sentirse peor de lo que estaba.

Como un idiota, bajó del autobús antes de que se detuviese, tropezó en el bordillo de la acera y tuvo que correr para mantener el equilibrio. Antes de detenerse, chocó con una mujer que en ese momento se bajaba de un taxi.

—Lo siento —se disculpó Henry—. Lo siento mucho. ¿Está usted…, se encuentra bien?

Se había puesto colorado de vergüenza, pero al menos no la había tirado al suelo.

—¿Henry? —dijo la mujer en tono de duda, y lo miró como si no creyese lo que estaba viendo.

Henry tampoco lo creía. La mujer era Anaïs Ward.

* * *

De repente, todo se volvió claro y diáfano, pero Henry, sin saber por qué, sintió mucho más miedo. Se quedó contemplándola y lo único que se le ocurrió pensar era que Anaïs Ward no podía ser lesbiana. Era demasiado femenina, demasiado guapa.

—Eres Henry, ¿verdad? —le preguntó ella.

Henry asintió. Intentaba encontrar algo que decir mientras la miraba: era más joven que su madre. En realidad, no era mucho mayor que el propio Henry.

Y ¿qué iba a decirle? ¿Acaso podía soltarle algo así como: «Aparta tus manos de mi madre»? Henry se dio cuenta de que se estaba ruborizando otra vez, y rezó en silencio para no ponerse colorado. Se le ocurrió una cosa absurda para disimular su vergüenza; respiró profundamente y dijo:

—¿Cómo estás?

Anaïs dio un vistazo a su alrededor con gesto nervioso: miró la calle, a Henry, al taxista, que esperaba que le pagase. Por fin reaccionó y respondió:

—Muy bien, Henry. —Parecía un poco apenada—. ¿Y tú qué tal?

—Muy bien —contestó Henry con un parpadeo.

Anaïs estaba increíblemente guapa. Llevaba un traje sastre, medias negras transparentes y zapatos de tacón alto. Sus ojos eran grandes, de color castaño, y el pelo largo y oscuro. Iba maquillada, pero bien maquillada, sin pasarse ni dar la nota. Olía muy bien, a perfume. A Henry le gustaba la forma de la nariz y de la boca de Anaïs, y se preguntó cuál sería su aspecto si tuviera alas de mariposa.

Si fuera mayor, se habría enamorado de una chica como Anaïs, y la invitaría al cine o algo así. Su padre también podría haberse enamorado de ella, aunque él era mayor que su madre, lo cual significaba que era muchísimo más viejo que Anaïs. Pero a los hombres mayores solían atraerles las mujeres jóvenes, y a éstas les atraían a veces los hombres maduros. Sólo que no había sucedido así.

«¿Tienes una aventura con Anaïs, papá?».

«No soy yo el que tiene una aventura con Anaïs —había dicho su padre—. Es tu madre».

Pyrgus Malvae debía de tener la misma edad que Henry, aunque costaba trabajo imaginar que era un chico corriente como Henry, que hacía lo que hacían los chicos de su mundo, pero así era. Sin embargo, había traspasado un portal y ya no era un chico corriente, sino una mariposa ajedrezada con un cuerpecillo humano; podía matarlo un gato, y no sabía cómo regresar a su casa. ¿Cómo se puede ayudar a alguien en esa situación? ¿Cómo se puede ayudar a alguien cuya esposa se ha enamorado de otra persona? ¿Y a alguien que tiene una madre a la que le gustan las mujeres?

A Henry se le nublaron los ojos y empezó a llorar.