9

—¿Cuántas cosas te has creído? —preguntó el señor Fogarty.

Henry pestañeó porque se lo había creído todo.

—¿Usted piensa que no dice la verdad?

—No absolutamente —respondió Fogarty—. Todo ese rollo de encoger de tamaño y de tener alas…

—¡Pero es pequeño y tiene alas! —exclamó Henry.

—Ya lo sé —repuso Fogarty—. Aunque eso no significa que haya disminuido de estatura ni que le hayan crecido las alas. Tal vez haya sido siempre así.

Se encontraban en la desordenada sala de estar del señor Fogarty, tras dejar al elfo Pyrgus Malvae en la cocina comiendo una patata frita que era casi tan grande como él.

—¿Y para qué iba a contarnos eso si no fuese cierto?

—Para pillarnos desprevenidos —afirmó Fogarty, muy serio—. ¿Acaso hay algo más inocente que un precioso elfo pequeñito con alas de mariposa… y en peligro?

—¿Pillarnos desprevenidos cuándo? —le preguntó Henry.

Fogarty frunció los labios, se inclinó hacia delante y bajó la voz:

—En la invasión de los extraterrestres.

—¿La invasión de los extraterrestres? —repitió Henry—. ¿La invasión de los extraterrestres?

—Bueno, para empezar abandona esa actitud —le ordenó Fogarty de mal humor—. ¿Sabes cuántos norteamericanos fueron abducidos por los extraterrestres el año pasado? ¡Seis millones!

—Señor Fog…

—Y eso sólo en Norteamérica. Imagínate cuántos serán en todo el mundo. Créeme, algo pasa y este suceso puede ser parte del asunto. Ha reconocido que viene de un universo paralelo. ¿Qué crees que significa? ¿Que es un osito de peluche? ¿Te fiarías de él si fuese verde y tuviese tentáculos? ¿O si fuese como aquella cosa que salía del pecho de John Hurt en Alien?

Henry no había visto Alien, pero se imaginó que lo que salía del pecho de John Hurt debía de ser algo horrible. Abrió la boca para contestar, pero Fogarty estaba lanzado.

—No, no te fiarías, ¿verdad? Estarías en guardia. Piénsalo. Si parecieras un demonio y soltaras baba a chorros, ¿no sería mejor que tomaras la forma de algo mucho más inofensivo? Utilizarías la avanzada tecnología extraterrestre para cambiar de aspecto… Tal vez con un adaptador molecular. ¿Y en qué te transformarías? ¡En un elfo, claro! ¡Un elfo!

—¿Por qué? —preguntó Henry.

Ya había visto al señor Fogarty en aquel estado antes, y la única manera de pararlo era plantarle cara.

—¿Por qué? ¿Cómo que por qué? ¿Por qué un elfo? Porque un elfo resulta familiar… aunque bastante extraño. —El señor Fogarty entrecerró los ojos—. Cualquier niño del planeta ha visto elfos en los libros ilustrados, pero ¿cuántos han visto uno de verdad? A todo el mundo le encantan los elfos; van de puntillas sobre las campánulas, como mosquitas muertas, pero al mismo tiempo hacen una advertencia: «No te metas conmigo si quieres obtener oro cuando se desvanezca el arco iris». Has oído cómo hablaba del oro esa cosa, ¿verdad?

—Eso es cosa de duendes —dijo Henry.

El señor Fogarty detuvo su discurso.

—¿Qué es cosa de duendes?

—Lo del oro al desvanecerse el arco iris. Eso es lo que hacen los duendes irlandeses: prometen oro, pero no lo dan. Los elfos sólo hacen crecer las plantas. —Antes de que el señor Fogarty recuperase el aliento, Henry continuó—: De todos modos, si formase parte de la invasión extraterrestre, ¿para qué iba a contarnos que había disminuido de tamaño?

—¿Cómo?

—¿Por qué iba a decírnoslo? ¿Por qué no se limitó a fingir que era un elfo normal?

—Para darnos pena…

—No necesitaba darnos pena, si pensábamos que era un elfo de verdad —explicó Henry con paciencia—. Lo habríamos querido enseguida. A todo el mundo le cae bien los elfos, como ha dicho usted.

Esperó mientras el señor Fogarty reflexionaba. El viejo podía estar chalado, pero no era estúpido.

—¿Crees que puedo confiar en él? —preguntó por fin el señor Fogarty.

—¡Sí! —respondió Henry, totalmente convencido.

—¿Y crees que nosotros deberíamos ayudarlo?

—Sí —afirmó Henry, aunque menos convencido que antes a causa del «nosotros».

Él quería ayudar a Pyrgus, el elfo. En realidad él quería ayudarlo a toda costa, pero una vocecita le susurraba en su interior que tal vez no pudiese hacer gran cosa. Henry tenía otros problemas en su vida.

—De acuerdo —aceptó Fogarty encogiéndose de hombros—. Vamos allá.

* * *

—Hemos estado discutiendo —dijo Fogarty con energía—, y hemos decidido…

—¿Qué era esa cosa? —interrumpió Pyrgus.

—¿Qué cosa?

—Lo que me habéis dado para comer.

—Una patata frita —respondió Fogarty—. No estaba envenenada, si es eso lo que te preocupa.

—Ni se me ha ocurrido —repuso Pyrgus, sorprendido—. Sabía muy bien.

—Patata frita —repitió Fogarty—, con queso y cebolla.

—¿Nunca las habías probado? —le preguntó Henry.

Pyrgus negó con la cabeza.

—En mi reino no las hay.

—¿En serio? —Henry estaba asombrado. Era incapaz de imaginarse un mundo en el que uno no podía comprar una bolsa de patatas fritas—. ¿Qué tomáis para picar?

—Piñones —respondió Pyrgus—. Le gustan a todo el mundo. Supongo que también las burbujas de humo. Y las hormigas para los golosos. Y las rebanadas de hordio. Y luego está el cuerno del caos, pero eso es algo para el sexo. En Cheapside venden retináculos en el mercado.

—Oye, ese cuerno del caos… —empezó a decir Henry.

—¿No podéis hablar de eso en otra ocasión? —terció Fogarty, mirando primero a Henry y luego a Pyrgus—. Como iba diciendo, hemos estado hablando el joven Henry y yo, y hemos decidido concederte el beneficio de la duda…

—¿Qué duda? —preguntó Pyrgus.

—¿Qué duda? —repitió Henry.

Fogarty no les hizo caso.

—Creemos que tal vez seas quien dices ser, aunque lo cierto es que aún no lo has dicho, ¿verdad? Pero tenemos que hacerte unas cuantas preguntas. —Fogarty esperó y, como Pyrgus no decía nada, continuó—: ¿Dices que no es normal esa forma que has adoptado, ese rollo de los elfos (el tamaño, las alas, la delgadez)? ¿Es algo que os sucede cuando atravesáis un portal?

—A menos que haya un filtro. —Explicó Pyrgus, y añadió en tono irónico—: O que el filtro no funcione.

—Lo que voy a preguntarte ahora es importante —anunció Fogarty—, así que piénsalo bien. En todos los países del mundo, de nuestro mundo, se conocen leyendas sobre los elfos, personajillos como tú, parecidos a los insectos palo con grandes alas. En todos los países.

—¿Y cuál es la pregunta? —quiso saber Pyrgus.

—Cuando el río suena —dijo Fogarty entrecerrando los ojos—. Cuando el río suena… Se refieren a eso, ¿verdad? ¿Pretendes decirme que esas historias sobre los elfos son mera coincidencia? ¿No tienen nada que ver con vosotros?

—No, no pretendo decir tal cosa —respondió Pyrgus, desconcertado.

—Un verdadero enjambre de los tuyos, criaturas extraterrestres que no tienen nada de humanas, debe de estar pululando por los portales, sin filtros de ningún tipo.

—Señor Fogarty… —empezó Henry, que pensaba que ya habían aclarado el asunto de los extraterrestres.

—No estoy diciendo nada de eso —lo interrumpió Pyrgus—. Son pocos los que cruzan las puertas que conducen a vuestro mundo. ¿Por qué iban a hacerlo? Aquí llueve muchísimo. ¿Y a quién le apetece encoger de tamaño y que le salgan alas? ¿Crees que es divertido que lo coman a uno los gatos y que lo pongan en un tarro de mermelada? Sólo hay una puerta con filtro y resulta muy caro ponerla en funcionamiento. Mi pa… Los dueños no paran de quejarse de lo que cuesta, y por eso sólo se utiliza cuando hace mucha, mucha falta. Ahora mismo sólo hay una puerta utilizable que conduce a vuestro mundo. Créeme, no hay nadie pululando por ahí.

Fogarty tenía la misma mirada que Hodge cuando estaba a punto de abalanzarse sobre un ratón.

—Entonces, ¿de dónde salen nuestros elfos? —preguntó en tono triunfal.

—Son descendientes de Landsman y de los náufragos que comerciaban con semillas.

—¡Oh! —Fogarty se quedó boquiabierto, pero reaccionó enseguida—. De acuerdo. Respóndeme a esto: ¿cuál es tu aspecto cuando no eres un elfo?

—Guapo —respondió Pyrgus con una sonrisa.

Siguieron así durante un rato. Pyrgus respondía a las preguntas del señor Fogarty y le daba explicaciones convincentes. A la hora de comer, el señor Fogarty ya tenía suficiente confianza en Pyrgus para dejar que saliese de la cocina y para comer juntos en la desordenada salita. Henry había preparado tostadas con alubias, que era lo que solían comer el señor Fogarty y él. A Pyrgus le ofreció una alubia cocida, cortada en pedacitos, y el elfo la comió con las manos como si fuera una sandía. Cuando acabó, se limpió la boca con la manga y le hizo un gesto de aprobación a Henry, con los pulgares hacia arriba. Entonces se sentó en el hombro de Henry, y regresaron a la cocina. Henry se hizo con una silla y Pyrgus voló hasta su micrófono.

—Eso estaba aún más rico que la patata frita. ¿Qué era?

—Alubias cocidas —respondió Henry.

—Eres un cocinero estupendo, Henry —le dijo Pyrgus—. ¿Cómo has hecho esa maravillosa salsa?

—Viene en lata —confesó Henry, avergonzado.

—Mira si hay una cajita en el cajón, Henry. Tenemos que lograr que el micrófono sea portátil —intervino el señor Fogarty, y se levantó—. Déjalo, lo haré yo. Voy a buscar otro micrófono. —Revolvió en el cajón y sacó una lata oxidada en la que se había guardado tabaco allá por 1918—. Esto servirá. Ah… —Fogarty encontró, entre el lío de cables y piezas, un micrófono de cuello más pequeño aún que el que tenían conectado a los altavoces—. Así será más fácil.

Mientras Henry y Pyrgus lo observaban con curiosidad, el señor Fogarty guardó los fragmentos del altavoz en la lata y sustituyó el diminuto micrófono por el otro, aún más pequeño, extendiendo el cable al mismo tiempo.

—Ya está —dijo cuando hubo acabado—. Más o menos portátil. —Volvió a rebuscar en el cajón y encontró dos gomitas, con las que amarró el micrófono—. Muy bien, joven Pyrgus, ¿crees que puedes llevar algo de este tamaño a la espalda?

Pyrgus examinó el micrófono.

—Supongo que sí —respondió cautelosamente.

Plegó las alas, deslizó los brazos bajo las gomas y se colocó el micrófono como si fuera una mochila. Probó a desplegar las alas otra vez y se sentó con toda comodidad.

—Di algo —le ordenó Fogarty.

Tras unos momentos, Pyrgus dijo:

—¿Qué quieres que diga? —Su voz salía un poco apagada de la lata, pero perfectamente audible.

—Perfecto —comentó Fogarty con energía—. Llévate a Pyrgus y la lata, Henry. ¡Tenemos que hacer investigaciones!

Henry extendió la mano para que Pyrgus pudiese trepar por su brazo hasta el hombro.

—¿Adonde vamos, señor Fogarty?

—Al fondo del jardín —respondió Fogarty—. Antes de que encontremos la manera de enviar de vuelta a este tipo, quiero examinar el lugar donde apareció.

Henry sonrió para sí. Parecía que al fin el señor Fogarty había decidido que Pyrgus no formaba parte de la invasión extraterrestre.

* * *

Salieron juntos de la casa. Pyrgus, sentado en el hombro de Henry, se agarraba a la oreja del chico. El cable del micrófono que llevaba a la espalda colgaba hasta la pequeña lata que Henry había atado a su muñeca.

—Espero que el gato no siga allí —dijo la vocecita de Pyrgus.

—Ya le ajustaré las cuentas con una patada en el trasero —afirmó el señor Fogarty, a quien le gustaba dar a entender que no compartía la ternura de Henry hacia los animales—. Era por aquí, ¿no? —preguntó Fogarty cuando llegaron al cobertizo.

—Junto a la budleya, me parece —comentó Henry.

—En realidad, era un poquito más allá —explicó Pyrgus—. No lo sé con seguridad porque estaba aturdido. Me refiero a que no esperaba acabar aquí ni convertirme en un renacuajo con alas, así que me quedé un poco pasmado. Luego el arbusto me atrajo…

—¿El arbusto de budleya? —le preguntó Fogarty.

—Si es así como lo llamáis… Era ése —señaló Pyrgus.

—¿Qué quieres decir con que te atrajo?

—Era… No sé… Como si me apeteciese tocarlo. Por el olor o algo así. Sentí que ahí estaría seguro.

—Pues es extraño —contestó Fogarty haciendo un gesto dubitativo—. Las budleyas atraen a las mariposas.

Cuando se acercaron al arbusto, Henry se fijó en que había varias mariposas sobre él y las examinó detenidamente por si alguna de ellas resultaba ser un elfo. Pyrgus debió de darse cuenta de lo que Henry estaba haciendo, porque le dijo en voz baja:

—He venido solo.

Henry asintió, pero siguió analizando el resto de las mariposas. Empezaba a comprender lo extraño que resultaba todo aquel asunto. El día anterior no creía en los elfos, pero en aquel momento estaba hablando con uno de ellos, y sabía que había muchos más, generaciones de descendientes de Landsman y de su gente, que tal vez habían olvidado de dónde procedían originariamente. De pronto, se le ocurrió una idea y le preguntó a Pyrgus:

—¿A qué lugar de nuestro mundo llegaron Landsman, Arana y los demás cuando atravesaron el portal de la isla?

—No lo sé —respondió Pyrgus.

—Se distribuyeron por todo el mundo —afirmó Henry—. Por lo tanto, debió de ser un lugar desde el que les resultara fácil dirigirse a otros sitios. Quiero decir que no podía tratarse de otra isla, por ejemplo, porque entonces nunca habrían salido de allí.

—No lo sé —repitió Pyrgus—. Me contaron ese rollo cuando era pequeño, pero lo he olvidado casi todo. Sin embargo, nadie sabe a ciencia cierta adonde llegaron los primeros. Ten en cuenta que pasaron cientos de anos hasta que otros utilizaron el portal y otros cientos de años antes de que alguien estableciese contacto con los descendientes de los primeros. Pero entonces ya no tenían mucho en común con la gente de mi mundo, y el cuento ese del portal se había convertido en un mito. Tal vez sucedió en Inglaterra.

—¡Esto es Inglaterra! —exclamó Henry, entusiasmado.

—Ya lo sé —dijo Pyrgus con una sonrisa burlona—. Me lo ha dicho el señor Fogarty.

—¿Me estás tomando el pelo? —se quejó Henry, pero no le importaba porque Pyrgus le caía bien.

—Tal vez —respondió Pyrgus—. Aunque es cierto que he oído hablar de Inglaterra. Me refiero a antes de venir aquí. Seguramente la mencionaron en clase, pero no me acuerdo por qué.

Se alejaron de la budleya y fueron hasta un rincón lleno de matorrales y de malas hierbas. El señor Fogarty había dejado abandonados allí un par de bidones de petróleo podridos y varias piezas de maquinaria oxidadas, entre ellas el cárter del motor de un coche, que sobresalían entre la hierba como si fueran tumbas.

—Fue aquí —aseguró Pyrgus inmediatamente.

—¿Estás seguro?

—Sí —respondió Pyrgus—. Creí que me había vuelto loco cuando vi esos trastos. —Se volvió hacia Henry como pidiéndole disculpas—: Ten en cuenta que yo no esperaba encoger de tamaño. Tardé un par de minutos en asimilar lo que había ocurrido.

—¿Recuerdas exactamente dónde? —le preguntó Fogarty mirando a su alrededor, como si creyera que iban a atacarlo.

—No estoy seguro —dijo Pyrgus—. Me parece que fue por allí.

Se dirigieron al lugar que Pyrgus había señalado. Antes de llegar, Henry distinguió un anillo de hierba descolorida y aplastada.

—¿Es un anillo mágico? —le preguntó al señor Fogarty.

Fogarty tenía el entrecejo fruncido.

—Más bien parece uno de esos misteriosos círculos de las cosechas, pero en pequeño. Los aterrizajes de los ovnis dejan ese tipo de marcas.

—¿Es lo bastante grande para que sea de un ovni? —se interesó Henry, que también tenía el entrecejo fruncido.

—Qué va, es demasiado pequeño. A menos que los extraterrestres viajen en naves minúsculas. Pero fíjate en el color de la hierba: hay algún tipo de radiación. —Entonces, dirigiéndose a Pyrgus, le preguntó—: ¿Cómo funciona ese portal vuestro?

—No lo sé muy bien —respondió Pyrgus.

—¿Cómo que no lo sabes bien? —Fogarty se enfrentó con él—. ¿Has utilizado una cosa que te traslada de una dimensión a otra y ni siquiera sabes cómo funciona?

Henry intervino para calmar los ánimos.

—Tal vez sea como el televisor, señor Fogarty. Me refiero a que yo sé enchufarlo y todo eso, pero no sé cómo funciona realmente.

—Pues yo sí —repuso Fogarty—. Lo sé con total exactitud, y podría hacer uno si tuviese las piezas.

—Sí, usted sabe todas esas cosas —afirmó Henry.

No era la primera vez que se preguntaba en qué especialidad de ingeniería había trabajado el señor Fogarty antes de jubilarse. Parecía capaz de montar cualquier aparato.

—Es cuestión de energía —dijo Pyrgus que seguía sentado en el hombro de Henry—. El portal es un tipo de energía que se adapta a la actividad volcánica… —Pyrgus dudó—: En realidad, no estoy seguro de eso. Todos los portales naturales han aparecido cerca de volcanes o, al menos, en lugares en los que hay actividad volcánica, como las fuentes de aguas termales y sitios similares. Pero hace más de quinientos años que no hay ningún volcán junto al portal que yo he atravesado. El que había antiguamente se extinguió y, no sé cómo, lo aplanaron o algo parecido.

—Tal vez sólo necesites el volcán para partir —sugirió Henry con optimismo—. Seguro que después de iniciar su actividad, la continúa por su propio impulso.

Ni Fogarty ni Pyrgus le prestaron atención.

—El filtro funciona por medio de relámpagos cautivos —afirmó Pyrgus.

—¿Relámpagos cautivos? —se extrañó Fogarty—. ¿Te refieres a la electricidad?

—No sé.

—Quiero decir, el mismo invento que pone en marcha tu altavoz.

—No sé —repitió Pyrgus.

—Tiene que ser eléctrico —murmuró Fogarty—, y el portal debe de funcionar como una especie de campo. Las llamas que viste no quemaban, ni siquiera calentaban, ¿verdad?

—Cierto.

—Henry, husmea por ahí. A ver si encuentras algo raro. Y tú, Pyrgus, intenta acordarte de todo, de cualquier cosa que pueda resultar útil.

El anciano se agachó para examinar mejor el círculo de hierba descolorida.

Henry se abrió paso con cuidado entre la maleza, y miró a su alrededor en busca de algo que pareciese extraño. Pero era difícil andar por allí porque aquel rincón estaba lleno de piedras, además de los trastos que el señor Fogarty tenía desperdigados.

—No te haces a la idea de lo raro que resulta tener este tamaño, Henry —le comentó Pyrgus, encaramado al hombro del chico—. Tengo la impresión de que todo está al revés y de que me pierdo cada cinco metros. Me parece que llegué al lugar en el que está el círculo de hierba, pero no estoy seguro.

—No te preocupes —comentó Henry—. Encontraremos la forma de que regreses.

¡Ojalá lo hubiera tenido tan claro como lo había dicho!

Dieron la vuelta para reunirse con el señor Fogarty, que seguía contemplando la hierba. Henry iba a decir algo cuando un sonoro timbrazo le hizo dar un salto.

—¡Cuidado! —susurró Pyrgus.

Fogarty sacó un minúsculo teléfono móvil del bolsillo, lo puso en marcha torpemente y se lo puso al oído como si fuera una bomba.

—¿Qué desea? —Tras un momento murmuró—: Bien. —Y volvió a guardar el teléfono en el bolsillo—. Produce cáncer en el cerebro si se utiliza demasiado. —Observó a Henry y le dijo—: Tu madre —comentó con sequedad—. Quiere que vayas a casa. Ahora mismo.

A Henry se le cayó el alma a los pies. En medio de tanta emoción, casi había conseguido olvidar lo que sucedía en su casa.