Al principio, Henry Atherton se quedó boquiabierto y parpadeó como un loco mientras intentaba distinguir lo que tenía delante. Hodge había cazado una mariposa, sí, pero lo que él veía no era una mariposa, sino una figurita con alas, y éstas parecían las de una mariposa, pero la figura…
Henry hizo un gesto de incredulidad. ¡Era un elfo!
El problema era que no creía en los elfos ni conocía a nadie que creyese en ellos. «Excepto el señor Fogarty», le dijo una voz en su interior. ¡El señor Fogarty creía en los elfos! Sin saber por qué Henry se detuvo en seco. El señor Fogarty creía en los elfos, y también en los fantasmas y en los platillos volantes, y según él, el mundo estaba dominado por una conspiración secreta de banqueros, con sede en Zúrich, la ciudad suiza. Pero que este señor creyera en algo no significaba que existía en realidad.
Sin embargo, lo que veía Henry era un elfo. En un momento de insensatez, se preguntó sí podía haberlo inventado el señor Fogarty, pero enseguida reaccionó.
—¡Hodge, idiota! —gritó.
Henry se abalanzó sobre el gato y lo agarró por el cogote, como hacen las gatas con sus crías. Hodge gruñó, enfadado, y soltó al… soltó al… Hodge soltó lo que tenía en la boca. Entonces Henry dejó en libertad al gato, que miró al chico con resentimiento y se alejó, muy ofendido, uno o dos metros para luego detenerse y sentarse. Henry puso las manos en forma de cuenco y sostuvo al elfo en ellas con mucho cuidado para no aplastarle las alas.
Mientras Hodge se lamía para recuperar su dignidad, Henry abrió las manos cautelosamente para echar otro vistazo a la criatura, que parecía aturdida: tenía la cabeza inclinada hacia un lado, quizá porque el gato le había hincado el diente. En uno de los hombros del elfo había algo similar a sangre, pero no estaba seguro.
Henry hizo un esfuerzo por examinar lo que tenía en las manos; le resultaba muy difícil. Se podía decir que era un hombrecillo con alas. Bueno, en realidad, un niño. Sin embargo, no se trataba exactamente de un niño, pues aparentaba la misma edad que el propio Henry, sino de un muchacho minúsculo. Iba vestido con una chaqueta y unos pantalones de cierto color verde oscuro, aunque no se distinguía bien. Las alas eran de color pardo con manchas, como las de una mariposa ajedrezada.
—¿Quién eres? —le preguntó Henry haciendo un esfuerzo por tragar saliva.
El elfo (tenía que ser un elfo) se tapó los oídos e intentó escaparse de las manos de Henry, que se apresuró a cruzar los pulgares para impedírselo. Luego abrió una pequeña rendija y volvió a preguntar, en tono más bajo:
—¿Quién eres?
De pronto, se le ocurrió que daba por supuestas demasiadas cosas. En los libros de cuentos, los elfos hablaban, pero ¿qué ocurría en la vida real?, ¿qué diablos era un elfo? Parecía una persona pequeñita, pero como no estaba claro que fuese humano, podía tratarse de una especie de animal. Le resultaba extraño pensar en los elfos como animales (o como insectos, aunque se le metió la idea en la cabeza porque los elfos tenían alas como esos bichos), aunque tal vez lo fuesen. Ni más ni menos que criaturitas tontas. Criaturitas tontas y muy raras…
¿Y si no lo eran, por qué iban a hablar el mismo idioma?
El hueco que formaban las manos de Henry estaba muy oscuro, pero a él le dio la impresión de que la boca del elfo se movía. No oyó ningún sonido. Entonces decidió dar por supuesto que hablaría su mismo idioma, y le dijo con mucha suavidad:
—No voy a hacerte daño. Te he salvado del gato. —Tuvo una inspiración repentina y añadió—: Mueve la cabeza si me entiendes.
La cabeza del elfo asomó entre las manos de Henry y se movió afirmativamente.
—¿Me prometes que no saldrás volando si abro las manos?
El elfo volvió a asentir con entusiasmo. Henry empezó a abrir las manos, y el elfo intentó escurrirse otra vez. Así que Henry las cerró de golpe.
—¡Oh, no, de ninguna manera! —Entró con el elfo en el cobertizo y echó un vistazo hasta que encontró un tarro de mermelada vacío. Metió a la criatura en el tarro con mucho cuidado y cubrió la abertura con la mano mientras cerraba la tapa. Tras enroscarla bien, levantó el tarro para observar qué ocurría. El elfo se agarraba la garganta y se retorcía, como si se estuviese ahogando—. ¡Ah, muy bien! —exclamó Henry—. No te acerques.
Henry no tenía intención de aflojar la tapa, pero hizo unos cuantos agujeros en ella con su navaja para que entrase el aire. El elfo lo observó y se mantuvo bien alejado. Resultaba obvio que no se trataba de un animal tonto.
Y después ¿qué? ¿Qué hacía la gente cuando capturaba a un elfo?
A Henry se le ocurrió una idea, pero la descartó. Sin embargo, la idea persistía y, tras unos momentos en los que se sintió absolutamente idiota, le preguntó muy bajito:
—¿Puedes conceder tres deseos? —El elfo hizo bocina con la mano en la oreja, y Henry se humedeció los labios con la lengua—: ¿Puedes conceder tres deseos? —preguntó de nuevo, en voz más alta.
El elfo asintió vigorosamente, y luego le indicó con gestos que desenroscase la tapa.
—¡Ni hablar! —exclamó Henry, rotundo.
Tenía la impresión de que lo estaban presionando. Sólo los niños pequeños creían en los tres deseos. Del mismo modo que sólo los niños pequeños creían en los elfos. Se rascó la cabeza. ¿Qué podía hacer?
Tal vez el señor Fogarty lo supiera, puesto que tenía una gran ventaja sobre Henry: creía de verdad en la existencia de esos seres. Seguramente los había estudiado. A lo mejor nunca había visto ninguno, pero como había leído muchos libros sobre los elfos, quizás en alguno decía qué hay que hacer si te encuentras uno de ellos. Cuanto más lo pensaba Henry, más sensato le parecía enseñarle aquella criatura al señor Fogarty. Antes de arrepentirse, tomó el tarro y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.
Encontró al señor Fogarty en la cocina, preparando una taza de café instantáneo.
—¿Has terminado?
Henry dijo que no con la cabeza.
—La verdad es que aún no he empezado.
—¿Quieres un café?
—No. Yo…
—Estupendo —dijo el señor Fogarty—, porque éste es el último. Lo he puesto en la lista del supermercado para mañana. Un bote grande de porquería instantánea con aditivos tóxicos. ¿Tiendas de comestibles? Deberían clausurarlas.
Henry no quería entrar en ese tema, así que se limitó a decir:
—¿Puedo enseñarle algo, señor Fogarty?
De repente, Fogarty adoptó una actitud suspicaz por algún extraño motivo.
—¿Has encontrado algo en el cobertizo?
—No, no exactamente en el cobertizo. En realidad estaba fuera.
El tarro se le atascó en el bolsillo cuando quiso sacarlo, pero al fin lo consiguió.
Fogarty se inclinó con el entrecejo fruncido, y miró a través de sus gafas llenas de manchas.
—¿Es un juguete de niños? —El elfo se movió—. ¡Válgame Dios! —exclamó Fogarty, sobresaltado, y luego sonrió—. ¡Es genial! Durante un minuto me ha engañado. ¿Cómo funciona, por control remoto?
—Es un elfo —respondió Henry.
* * *
Se sentaron uno enfrente del otro, y pusieron el tarro con el elfo dentro, sobre la mesa de la cocina entre ambos.
—¿Crees que sabe hablar?
—Mueve los labios, pero no oigo nada —repuso Henry.
—Tal vez sea por el tono —explicó Fogarty—. Una criatura así tendrá unas cuerdas vocales pequeñísimas, y los sonidos que emite deben de ser muy agudos, como los de los murciélagos. ¿Tú oyes a los murciélagos?
—¿Cuándo gritan? —preguntó Henry—. Sí, claro.
—Cuando seas viejo no podrás porque el sentido del oído se va perdiendo. Hace cincuenta años que no oigo a un murciélago. —Volvió a mirar al elfo—. También podría ser cosa del volumen, pues no parece que tenga mucha capacidad pulmonar.
—A mí me oye —saltó Henry—, y también me entiende.
—¡Oh, entiende de maravilla! Todo el mundo dice que estos holgazanes son inteligentes, y también peligrosos.
—¿Cómo va a ser peligroso algo de ese tamaño? —preguntó Henry, ceñudo.
—Astucia animal —respondió Fogarty muy serio—. Ellos te llevan al país de los elfos y luego se apoderan de ti.
No era posible que se estuviera refiriendo a lo que Henry pensaba.
—¿Como si fuera magia… o algo así?
—Es que son muchos… —se burló Fogarty—. Algunos tienen aguijones venenosos, como las abejas africanas.
—¿Usted cree de verdad en la existencia del país de los elfos? —se interesó Henry—. Una especie de lugar mágico…
—¿Por qué insistes en lo de la magia? —le preguntó Fogarty agriamente—. Estoy hablando de otra realidad. ¿No te enseñan física en el colegio?
—La verdad es que…
Pero Fogarty no lo escuchaba.
—Einstein, ¿sabes quién era Einstein? —Henry asintió—. Einstein calculó que había casi un billón de universos paralelos al nuestro. Los tipos que estudiaron la teoría cuántica dicen lo mismo; bueno, algunos de ellos. ¿No has oído hablar de la teoría de Hoyle sobre las esposas diferentes? Verás: todas las mañanas uno se despierta junto a una esposa distinta porque se ha trasladado a un nuevo universo, aunque no se da cuenta, pues en ese nuevo universo también tiene recuerdos diferentes. —Se fijó en la expresión de Henry y añadió—: Bueno, da igual. Quería decir que este personaje viene de un universo paralelo. ¿Hay rastros de ovnis?
Henry dijo que no con la cabeza, desconcertado.
El elfo se había sentado con las piernas cruzadas y los miraba, pero no daba muestras de estar escuchando la conversación.
—Destápalo —indicó Fogarty.
—¿Qué? Y ¿qué ocurrirá si sale volando?
—Y ¿adonde va a ir? Las ventanas están cerradas y la puerta trasera también. Además, si lo intenta le atizo con el matamoscas. —Fogarty sonrió de pronto—. Lo ha oído, ¿verdad? El muy zorrito lo oye todo. Fíjate en su expresión. Te ganarás el matamoscas, muchacho, como intentes alguna estupidez. ¿Lo entiendes? ¿Understand?
El elfo hizo un gesto afirmativo.
—¿No te lo dije? —le comentó Fogarty a Henry—. Destápalo.
Henry desenroscó la tapa de mala gana y la dejó sobre la mesa, junto al tarro. Tras unos instantes, el elfo trepó hasta el borde del frasco y saltó al exterior. Henry se fijó en que apenas había utilizado las alas. El elfo se posó en la mesa y miró a Fogarty con recelo.
—Y ahora, presta atención —dijo Fogarty—. Creo que deberíamos charlar un poco, jovencito. El problema es que tú me oyes, pero yo no puedo oírte a ti, aunque lo voy a arreglar. Si es cuestión del tono o del volumen, lo solucionaré. No será una maravilla, pero servirá. Y tú puedes aceptarlo por las buenas o por las malas, pero si intentas escabullirte o salir volando o lo que se te ocurra, no llegarás muy lejos. No usaré el matamoscas; era una broma. Eres demasiado valioso. No obstante, puedo atraparte con un cazamariposas en un abrir y cerrar de ojos. Y entonces volverás al tarro. Eso es lo que hay. ¿Serás bueno? —El elfo asintió—. De acuerdo —dijo Fogarty—. No tardaremos mucho.
El elfo se sentó con la espalda apoyada en el frasco de mermelada y observó cómo Fogarty bajaba una vieja caja de zapatos de un estante. La caja estaba llena de cables enredados y de polvorientos aparatos eléctricos, entre los que rebuscó y sacó una serie de cosas que dejó sobre la mesa de la cocina. Henry se fijó en un altavoz pequeñísimo, que había pertenecido a un transistor. El anciano encontró un tubo a medio usar de soldadura instantánea y lo destapó para comprobar su estado.
—Ya nadie utiliza esto —explicó—. Ahora todo se hace con esos malditos microchips y placas de circuito impreso.
Henry observó, fascinado, cómo Fogarty montaba algo en el extremo del altavoz. Sus viejas manos estaban salpicadas de manchas debido a la edad, pero eran increíblemente hábiles, como si el anciano estuviese acostumbrado a los mecanismos complicados. Al cabo de un rato, el elfo se levantó y se acercó a Fogarty para pasarle las cosas que necesitaba. Por lo visto, la diminuta criatura sabía instintivamente cómo funcionaba el aparato.
Cuando colocó la última pieza, Fogarty le dijo a Henry:
—Mira si hay una pila en el cajón que está debajo del fregadero. Una pequeña y cuadrada, de nueve voltios.
Lo que había en el cajón eran cuerdas, pero Henry encontró al fin la pila en el fondo.
—¿Es ésta?
Fogarty estaba dando los toques finales y apenas la miró.
—Sí, es ésa. —Alcanzó la pila que le daba Henry y conectó los cables a los bornes—. Habla a través de esto —le dijo al elfo señalando un pequeño micrófono más grande que la cabeza de la criatura.
El elfo se agachó ante el micrófono, miró primero a Fogarty y luego a Henry; sus labios se movieron y el altavoz emitió una vocecita:
—Fuiste muy duro con el gato.
—¡El gato quería comerte! —protestó Henry, perplejo—. Creía que eras una mariposa.
De todas formas, Henry esbozó una sonrisa. También a él le gustaban los gatos, incluso los grandullones como Hodge.
—Podía mantenerlo a raya —dijo la vocecita.
—El gato es lo de menos —interrumpió Fogarty—. Tenemos cosas más interesantes de que hablar. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?
—Naturalmente.
—¿Así que comprendes nuestro idioma?
—Sí, si es el que estás hablando.
—Pues claro que sí. ¿Dónde lo has estudiado?
—No me hizo falta —respondió el elfo.
—Entonces, ¿es tu lengua nativa? —preguntó Fogarty frunciendo el entrecejo.
—Yo no diría tanto —comentó el elfo.
—¿Intentas pasarte de listo conmigo? —le espetó Fogarty.
El elfo le lanzó una mirada digna de una esfinge.
—No sé a qué viene todo esto del idioma. Tú me entiendes, y yo te entiendo. Necesito ayuda.
—No vamos a hablar de espionaje, no, sino que…
—¿Qué tipo de ayuda? —interrumpió Henry.
Tal vez el elfo podría hacer algo en agradecimiento. Seguía pensando en sus padres y en el tema de los tres deseos. Pero no podía pedirlos delante del señor Fogarty, ni tampoco hablar de sus padres.
—Para regresar al lugar de donde procedo.
—¿Algo así como… el país de los elfos?
—Sí, si así lo llamáis.
—¿Y tú cómo lo llamas? —le preguntó Fogarty en tono agresivo.
—No le doy un nombre especial —contestó el elfo encogiéndose de hombros—. El reino, tal vez. O el mundo.
—Pero ¿no es este mundo?
—Es una especie de dimensión paralela, ¿verdad?
—Sí.
—Te lo dije. Estamos ante un extraterrestre —afirmó Fogarty mirando a Henry.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Henry.
—Pyrgus —respondió el elfo—. Pyrgus Malvae.
* * *
El señor Fogarty volvió a insistir en el asunto del idioma, con el que parecía dispuesto a juguetear como si fuera un hueso. Pyrgus, el elfo, lanzó un suspiro que se oyó a través del altavoz.
—Bueno —empezó—, yo no entiendo mucho de física, pero Tithonus me explicó…
—¿Quién es Tithonus? ¿Vuestro líder?
—Fue mi profesor cuando yo era niño. Él me explicó que este mundo es análogo al mío. O el mío es análogo a éste. O los dos son análogos entre sí; viene a ser lo mismo.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Henry—. ¿Análogos entre sí?
—Quiere decir que están relacionados —respondió Pyrgus—. Según Tithonus, es como un sueño, aunque sin abandonar el cuerpo. El mundo de los sueños puede ser muy raro, pero siempre se habla el mismo idioma, ¿verdad?
Henry no entendió nada, pero el señor Fogarty se mostró satisfecho.
—¿Así que has viajado hasta aquí desde ese otro mundo?
—No es exactamente un viaje —precisó Pyrgus—. Nosotros lo llamamos «traslado». En realidad no se va a ningún sitio, sino que se entra en otra existencia. Pero parece como si uno fuera a algún lugar —añadió para que quedase claro.
—Hace siglos que los tuyos se trasladan aquí, ¿no es así? —preguntó Fogarty de pasada.
—Algunos —respondió Pyrgus.
Su voz sonó recelosa a través del altavoz.
—¿Quieres decir que no todo el mundo puede hacerlo? —inquirió Henry.
—Algo así. —Aunque Pyrgus cambió de postura, el micrófono recogía su voz perfectamente—. En fin, no sé quiénes sois…
—Yo soy Henry Atherton —anunció Henry enseguida.
Le gustaba Pyrgus. Aquel hombrecillo era de lo más divertido.
Pyrgus no le hizo caso.
—… Y no voy a contestar a más preguntas hasta que prometáis que me ayudaréis a regresar.
—¿No puedes volver a tu propio mundo? —le preguntó Fogarty.
Pyrgus no respondió.
—¿Cómo vamos a ayudarte si no contestas a las preguntas?
Pyrgus se dedicó a contemplar el techo con los brazos cruzados, y Fogarty cedió.
—Muy bien, de acuerdo, te ayudaremos. Pero nadie da nada por nada.
—¿Qué queréis, los tres deseos?
—Ya discutiremos eso más tarde —refunfuñó Fogarty—. Pero que sepas que a nadie le regalan nada.
—¿Y cómo sé que puedo fiarme de vosotros? —le preguntó Pyrgus con desconfianza.
—¿Hay alguien más por aquí que esté dispuesto a ayudarte? —Pyrgus le lanzó una mirada de odio—. ¿Entiendes lo que quiero decirte?
Pyrgus continuó fulminándolo con la mirada durante un rato, hasta que murmuró algo que sonó como:
—No puede ser peor que Brimstone. —Y en voz más alta añadió—: Vale, haremos un trato. Vosotros me ayudáis y yo os enviaré oro cuando regrese.
—¡Ja!
—Bueno, ¿qué quieres entonces? —le preguntó Pyrgus de mal humor—. ¿Cuánto oro crees que puedo transportar con este tamaño que tengo?
Había algo en el tono en que lo dijo que impulsó a Henry a preguntarle:
—¿No has tenido siempre este tamaño?
Pyrgus hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Ni tampoco estas estúpidas alas.
—Creo que es mejor que nos cuentes qué ha sucedido —dijo Fogarty.
* * *
Una vez que Pyrgus empezó el relato, parecía que no podía parar. Había detalles que no tenían sentido y datos que pasó por alto, pero aun así la historia era fascinante.
—Los elfos de la luz descubrieron el Mundo Análogo hace unos cinco mil años, cuando tres familias de mercaderes de semillas naufragaron en una remota isla volcánica del país de los elfos. Era un lugar árido, y habrían muerto de hambre si no hubiera sido porque una de las niñas encontró algo muy extraño: dos columnas de basalto que ardían violentamente sin despedir calor. La niña, que se llamaba Arana, pasó entre las columnas y fue a parar a un lugar distinto al resto de la isla: no era árido, sino que estaba lleno de vegetación, había agua en abundancia y lo poblaba una verdadera jungla de plantas y de flores enormes. Pero lo más emocionante fue que la niña se había convertido en una criatura con alas, y podía volar de flor en flor.
»Arana jugó un buen rato en aquel mundo deslumbrante, hasta que empezó a echar de menos a su familia y, tras armarse de valor, atravesó las ardientes columnas otra vez. Regresó entonces a la isla desierta, y sus alas desaparecieron.
»Al contar a su familia lo que había sucedido, no la creyeron, pero ella convenció a su hermano mayor, Landsman, para que la acompañase a ver las columnas que ardían. Antes de que Landsman pudiese impedirlo, Arana se metió entre las llamas. Landsman se lanzó a rescatarla y ambos se convirtieron en criaturas aladas que volaban por el bosque. Landsman tenía edad suficiente para darse cuenta de que no lo rodeaban flores y plantas gigantes, sino que era él quien había encogido de tamaño. Cuando él y su hermana volvieron a cruzar entre las columnas, perdieron las alas y recuperaron su tamaño normal.
»El descubrimiento del portal salvó a los náufragos porque en la isla desierta no había alimentos, pero en el mundo que estaba más allá de las columnas sí. Como eran mercaderes de semillas, sabían mucho de plantas e incluso dieron a conocer unas cuantas especies nuevas procedentes del reino de los elfos, al utilizar las semillas que habían conseguido rescatar del naufragio.
—¿Cuáles? —preguntó Fogarty.
—Las campánulas… las dedaleras… Casi todas las flores con campanillas proceden de mi reino.
»En los primeros meses, Landsman atravesó las columnas varias veces con la esperanza de encontrar un barco que los rescatase, pero, a medida que pasaba el tiempo, fue espaciando sus desplazamientos. Al final dejó un relato escrito sobre su experiencia en un lugar de la isla, que estaba a salvo del mal tiempo, y dibujó un gran letrero en una roca próxima a las columnas, en el que explicaba dónde se encontraba el relato. Landsman esperaba que si alguien desembarcaba en la isla, encontraría la narración e iría a buscar a su familia al Mundo Análogo para llevarlos de regreso a casa.
»Pero no apareció nadie. Al principio, Landsman actualizaba aquella especie de diario cada seis meses, luego lo hizo cada año, y por último dejó pasar varios años, hasta que dejó de actualizarlo. Por aquel entonces, era ya un hombre de mediana edad, y la pequeña Arana, una mujer madura. Los miembros más jóvenes de las familias se casaron entre sí y alumbraron criaturas aladas al otro lado de las columnas. Las nuevas generaciones no habían conocido el reino de los elfos (salvo una pequeña parcela de isla desierta) y tampoco les interesaba gran cosa. Su hogar estaba entre las plantas y las flores del Mundo Análogo.
«Pasaron casi cuatrocientos años sin que nadie desembarcase en aquella isla perdida, hasta que al fin recaló en ella un mago llamado Arión, que tenía problemas con el motor de su barca de pesca.
—¿Hay magos en el reino de los elfos? —preguntó Henry con ansia.
—Sólo son personas que ponen las cosas en funcionamiento —respondió Pyrgus mirando asombrado a Henry—. Como hace el señor Fogarty.
—Continúa —refunfuñó el señor Fogarty.
—Arión encontró el letrero en la roca, borroso pero aún legible. Siguió las instrucciones y dio con el diario de Landsman, que se conservaba bastante bien. Pero, por más que buscó, no encontró las columnas de basalto entre las que ardía el fuego ni ningún rastro del naufragio. Llegó a la conclusión de que el diario era una falsedad, pero como se trataba de una falsedad centenaria, tenía valor como algo curioso, así que donó el documento a la biblioteca del gremio de los magos.
—¿Tenéis un gremio de magos? —interrumpió Henry, pero Fogarty lo hizo callar.
—El diario de Landsman pasó desapercibido durante más de sesenta años, hasta que lo encontró un noble aventurero que se llamaba Urticae. —Pyrgus dijo que éste era un elfo de la noche, sin explicar en qué consistía.
—¿Tenéis nobles?
—¡Cállate, Henry! —gruñó Fogarty.
—Como no tenía nada mejor que hacer, Urticae se dedicó a buscar la isla. Tampoco logró encontrar las columnas de basalto, pero halló rastros de un antiguo terremoto que tal vez las había derribado. No tardó mucho en convencerse de que el portal había existido realmente, y se dio cuenta de que el acceso a otro reino suponía muchas ventajas políticas y militares. También estaba convencido de que el portal debía de haber tenido algo que ver con las condiciones naturales de la isla. Ante el asombro de su familia y de sus amigos, se pasó los tres años siguientes visitando volcanes en activo, con la esperanza de encontrar otro portal. La víspera del día en que cumplía treinta y tres años, lo encontró.
»El nuevo portal, el segundo que se descubría en el reino de los elfos, se hallaba en las propiedades de otro noble (aunque nunca había estado allí); era un elfo de la luz que se llamaba Iris. Urticae intentó comprar el lugar, pero Iris empezó a sospechar algo y no se lo vendió. Entonces, la Casa de Urticae atacó a la Casa de Iris, y comenzó un enfrentamiento entre los elfos de la luz y los elfos de la noche que no ha dejado de causar problemas hasta el momento.
»La Casa de Iris ganó la guerra, y después de vencer a las fuerzas de Urticae, Iris se enteró al fin del motivo de tanta agitación. Registró la polémica propiedad hasta que encontró el portal. Aunque en principio no reconoció de qué se trataba, la investigación no tardó en aclararle las cosas. Así descubrió el fundamento del enorme poder y de las abundantes riquezas que llegó a acumular su familia.
—Entonces, ¿sólo queda un portal entre nuestros dos mundos? —preguntó Fogarty inclinándose hacia delante.
Pyrgus negó con la cabeza.
—No, se han descubierto dieciocho en total. Pero no se encuentran abiertos. Algunos están enterrados, como ocurre con el primero. Otros ya no funcionan, y nadie sabe realmente por qué. De vez en cuando aparece alguno nuevo. En este momento se conocen unos cinco, incluyendo el del empe… —Pyrgus se interrumpió, y a continuación dijo—: Incluyendo el que Urticae perdió contra Iris.
Los duros y viejos rasgos de Fogarty no expresaban nada, pero en sus ojos brillaba un destello de curiosidad.
—¿Y cómo es que ése ha durado tanto? —quiso saber—. Según lo que has dicho, debe de tener miles de años.
Pyrgus dudó antes de responder.
—Es que lo han… modificado.
Fogarty esperó que continuase, pero, como no lo hizo, le preguntó:
—¿Modificado en qué sentido?
—El empe… el, bueno, unos magos hicieron un estudio. Te estoy hablando de antes de que yo naciera. ¿Sabes? El portal fue un portal corriente durante siglos hasta que la Casa de Iris fabricó unas máquinas para consolidarlo y cambiar su funcionamiento. Los demás portales conducen a un lugar concreto, pero dos de ellos ni siquiera resultan útiles. Otro se abre bajo el mar, en el fondo de un océano, y el quinto, dentro de un volcán en actividad. Sin embargo, sólo llevan a un lugar y están únicamente en un punto de los dos mundos. Pero el portal de la Casa de Iris se abre donde uno quiere.
—Y ése es el que tú has utilizado, ¿no?
Pyrgus asintió.
—¿Cómo lo sabes?
—Supongo que me habría enterado si hubiera habido un portal precisamente al fondo de mi jardín —respondió Fogarty en tono irónico—. Tiene que ser uno que se abriese a propósito para la ocasión. ¿Y por qué querías venir aquí?
—No quería —dijo Pyrgus dudando antes de hablar—. Lo cierto es que no tenía que haber venido aquí, ni disminuir de tamaño, ni tener alas. En el portal de la Casa de Iris hay un filtro que evita que uno encoja cuando se traslada, pero por lo visto no ha funcionado.
—Me da la impresión de que te han saboteado —dijo Fogarty sorbiendo por la nariz.