«La segunda persona que veas…».
Chalkhill había sido el primero, lo cual era una lástima en cierto modo; pero cuando Brimstone volvió a abrir la puerta, apareció ante él un rostro desconocido: pertenecía a un chico pelirrojo que llevaba los ridículos pantalones militares que estaban tan de moda entre los jóvenes en esa época. No era guapo, aunque Chalkhill proclamase lo contrario, pero tenía unos rasgos bastante agradables a pesar del aspecto desastrado que ofrecía. A Brimstone no se le daba bien calcular edades, pero dedujo que el muchacho no podía tener más de catorce años.
Un sacrificio interesante para Beleth.
El idiota servil de Pratellus estaba tras el chico, y a ambos los escoltaban dos guardias. Todos tenían caras inexpresivas, excepto Chalkhill, a quien le encantaba enseñar sus increíbles dientes mágicos.
—¡Ah, Silas, querido amigo, necesitamos a tus amiguitos! —Chalkhill movió la cabeza intentando echar un vistazo sobre el hombro de Brimstone, puesto que el relámpago cautivo crujía y chisporroteaba en el desván—. ¿Hay alguno ahí? ¿O los has enviado de regreso con esa apestosa hierba tuya?
—¿Qué pasa? —preguntó Brimstone. Había que tener cuidado con Chalkhill.
—Lo que pasa, Silas, es que Argynnis Paphia ha mandado a este chico a arruinar nuestro último proyecto. Por suerte, Pratellus lo ha capturado en el momento preciso.
—¿En qué preciso momento? —saltó Brimstone.
Chalkhill parecía desconcertado y sacudió las manos débilmente.
—En el preciso momento de… de… arruinar nuestro último proyecto.
—Te ha dicho él eso, ¿sí o no?
—¿Decirme qué?
—Si te ha dicho que Argynnis lo ha mandado —respondió Brimstone dando un suspiro.
—No, claro que no, Silas, ¡pero mira que eres tonto! Lo ha negado todo. Naturalmente, lo ha negado todo. Pero ahí es donde intervienes tú. Tú con tus amiguitos.
—¿Quieres que le saque la verdad?
—Sí —respondió Chalkhill.
—De acuerdo —dijo Brimstone.
El nuevo cariz de los acontecimientos le venía de perlas. Aquel chico era la segunda persona a la que había visto después de salir del círculo, por lo tanto tenía que ofrecérselo a Beleth en sacrificio. Una vez realizado éste, Brimstone podría justificarse diciendo que el muchacho había muerto durante el interrogatorio. Chalkhill lo aceptaría, pues él era el primero en matar gente. Entre otras razones, por eso se habían dedicado a elaborar pegamento: la fábrica resultaba perfecta para deshacerse de los cadáveres.
—¿Lo vas a hacer? —preguntó Chalkhill con un parpadeo.
—Sí.
—¿Lo vas a entregar a tus pequeños demonios?
Brimstone asintió. No tan pequeños, pero…
—Sí.
—¿Harás que lo torturen?
—Sí.
—Van a… —Chalkhill se humedeció los labios—. Van a hacer experimentos médicos, ¿verdad?
—Seguramente —contestó Brimstone, y se encogió de hombros. Los demonios solían hacerlos.
—¿Cuándo empezamos? Quiero ayudar —afirmó Chalkhill.
¡Maldición! Tendría que haberlo visto venir. Aquel gordo idiota quería participar. Siempre estaba metiendo las narices en los trabajos demoníacos de Brimstone. Bueno, pues no lo haría, no lo haría de ninguna manera.
—No lo voy a hacer —respondió Brimstone secamente.
—¿Que no lo vas a hacer? —Chalkhill parecía apenado—. ¿Cómo que no lo vas a hacer? ¿Por qué no quieres? Yo debo ayudarte. Dile que tengo que ayudarlo, Pratellus. No te dejaré al chico si no me permites colaborar, Silas.
—Mi querido Jasper —comenzó Brimstone, intentando dar cierta calidez a su voz—, no intento aguarte la fiesta, tú me conoces y sabes que no haría eso. No, no, sólo quiero decir que no podemos empezar inmediatamente. Hay que hacer una serie de preparativos, y debo asegurarme de que invoco a los demonios correctos. Lo que te sugiero —continuó muy relajado— es que dejes al muchacho aquí conmigo. El capitán Pratellus puede quedarse para comprobar que no sufre ningún daño. Vete a descansar; convendría que bebieses algo. Luego, cuando todo esté listo, enviaré a Pratellus a buscarte para que te unas a la fiesta. ¿Qué te parece?
Brimstone contuvo la respiración, no muy seguro de que Chalkhill se tragara el cuento. Tal vez pareciese una ballena varada con el coeficiente intelectual de una lechuga, pero tenía cierta astucia animal cuando se trataba de sus placeres.
Chalkhill había fruncido el entrecejo.
—¿Pratellus puede quedarse con él? —preguntó con desconfianza.
—¡Naturalmente! —afirmó Brimstone.
Los dientes de Chalkhill lanzaron destellos y resplandores.
—¡Estupendo! —exclamó—. ¡Genial! Un descanso, un trago, y ¿luego enviarás a Pratellus a buscarme en el momento en que todo esté a punto?
—Pues claro que sí —respondió Brimstone amablemente.
—¡Entonces dejo a mi hombrecito en tus expertas manos! —declaró Chalkhill en tono grandilocuente, y bajó la escalera con aire majestuoso.
* * *
Brimstone despidió a Pratellus y a los dos guardias en cuanto ataron bien al chico y lo colocaron dentro del círculo. Ninguno de ellos profirió la menor protesta, y Brimstone sabía muy bien por qué. En particular, Pratellus se daba perfecta cuenta de dónde apretaba el zapato: adulaba a Chalkhill cuando se trataba de pequeños favores del trabajo, pero Brimstone era el que tenía el poder, aunque Chalkhill era el dueño del dinero. Había que estar a bien con Brimstone a toda costa; él despedía a la gente y la tiraba a la basura. Además, era el único capaz de lograr que un demonio se colase en los sueños de quienes lo molestaban demasiado.
Y era el único que tenía que ofrecer un sacrificio.
Mientras contemplaba al chico, Brimstone se preguntó por qué a Beleth le interesaba tanto aquel muchacho. Tenía la absoluta certeza de que el demonio había preparado la situación de alguna forma, pues todo resultaba demasiado calculado y bien organizado para que encajara otra explicación. Recordó que el chico había llegado en el mismo momento en que él había salido del círculo, mejor dicho, incluso un poco antes de que saliera; recordó también que se hallaba detrás de Chalkhill para que fuera la segunda persona que él viera, así como la manera en que su socio se lo había ofrecido y la conformidad que éste había demostrado a la hora de dejarlo en sus manos. Esa actitud no era propia de Jasper, en absoluto; de modo que tenía algo que ver con Beleth. Cuando se llama a un demonio, se le da ocasión de intervenir en el mundo, y si bien los demonios pequeños sólo hacían travesuras, los príncipes, en cambio, eran más sutiles y sus actos tenían gran repercusión.
¿Por qué Beleth había escogido a aquel chico para el sacrificio y no a otro? Es más, ¿por qué había elegido a un chico y no había preferido a alguien importante, alguien rico y poderoso? El chico que le había llevado Chalkhill parecía de lo más corriente y ni siquiera iba bien vestido: daba la impresión de haberse remendado él mismo los pantalones, bastante mal por cierto.
Brimstone apartó la mente de aquel rompecabezas. La verdad era que no le importaba por qué Beleth quería al muchacho, mientras el demonio cumpliese su parte del contrato. Sí, eso era lo único que importaba. Atravesó la habitación para hacerse con El Libro de Beleth y buscó las páginas que describían el sacrificio. Parecía bastante sencillo: había que llamar a Beleth en la forma acostumbrada y luego cortarle la garganta a la víctima. El demonio absorbía entonces la esencia de la vida, sellaba el contrato y se llevaba el alma del chico al infierno. Era pan comido. Cuando Beleth se marchara, lo único que Brimstone debía llevar a cabo era deshacerse del cuerpo, lo cual resultaría muy fácil puesto que las cubas de pegamento estaban en plena producción. Ni siquiera tendría que preocuparse más por Chalkhill, porque con el contrato de Beleth en el bolsillo su socio era agua pasada.
Brimstone fue al armario y encontró un cuchillo afilado. Regresó con él y se puso a reforzar el círculo para preparar la llamada a Beleth. ¡Dos invocaciones en un solo día! Seguramente batiría un récord.
Pyrgus observó al anciano que revoloteaba por la habitación como si fuera una cucaracha reseca, e intentó calcular cuánto tiempo le quedaba. Le parecía increíble que nadie lo hubiese registrado. Los guardias habían estado muy ocupados pegándole; el capitán Pratellus había estado muy ocupado representando el papel de poli bueno; Chalkhill había estado muy ocupado pasándoselo bien, y aquel viejo, Brimstone, tenía la mente ocupada con otras cosas. En consecuencia, Pyrgus podía serrar tranquilamente sus ataduras con la pequeña cuchilla que había sacado del bolsillo de la pernera del pantalón. No era muy cortante, pero serviría, siempre que tuviese tiempo de hacerlo.
¡Ojalá supiese qué tramaba Brimstone en realidad! Chalkhill quería que convocase a unos demonios para que lo torturasen, y parecía, en efecto, que aquel lugar estaba preparado para un conjuro; el propio Pyrgus se hallaba dentro del círculo mágico. Pero el chico nunca había visto un triángulo de relámpagos cautivos y no le gustaba nada la pinta del cuchillo que Brimstone había llevado hasta el círculo. El viejo iba a lo suyo, y Chalkhill no sabía de qué se trataba. Pyrgus supuso que no sería nada bueno: había cosas peores que ser torturado por unos cuantos demonios menores, y aquel cuchillo parecía una de ellas.
Si lograba cortar las cuerdas a tiempo, estaba seguro de que podría escapar. Brimstone tenía un aspecto decrépito, y aunque poseía bastante energía para ser un viejo, era endeble. Pyrgus estaba convencido de que correría más que él y que incluso podría arrebatarle el cuchillo sin dificultad, pero para eso necesitaba tener los pies y las manos libres. Hasta que lo consiguiese, estaría indefenso.
El chico redobló sus esfuerzos con la pequeña cuchilla.
Brimstone volvió a dibujar los símbolos, encendió las velas y miró a Pyrgus.
—Estamos acabando —comentó alegremente.
—¿Qué me vas a hacer? —le preguntó Pyrgus.
No esperaba una respuesta sincera, pero si lograba entretener a Brimstone para que hablase, ganaría tiempo.
—No tienes que preocuparte por eso —le respondió enseguida.
—¿Y de qué tengo que preocuparme entonces?
A Pyrgus le era muy difícil saber cuánto trozo le faltaba para cortar las cuerdas. Aún no lo había logrado, pero al menos había conseguido que Brimstone hablase.
—De nada —repuso Brimstone—. Absolutamente de nada. No sentirás nada. Bueno, casi nada. —Se alejó de Pyrgus y tomó un libro enorme—. Y ahora, estáte quieto, por favor; tengo que trabajar.
Quedó claro que Brimstone no podía seguir hablando, y Pyrgus observó con inquietud cómo el hombre iniciaba la invocación.
* * *
Pyrgus no daba crédito a lo que se estaba materializando dentro del triángulo. Como la mayoría de los chicos, había visto dibujos de demonios y había leído sobre ellos en los libros, pero esos seres eran criaturas pequeñas, de menos de un metro de altura, aunque sin duda tenían mal carácter, resultaban peligrosos y si se reunía un buen número de ellos podían arrancarle a uno la piel con sus afilados dientecillos. Había especies que incluso tenían poderes mágicos: resecaban las plantas y provocaban toda clase de enfermedades. Además, si un tonto los miraba directamente a los ojos se le metían en la mente. Sin embargo, aunque uno no los quisiera como mascotas, tampoco parecían tan horribles.
Pero lo que había en el triángulo era otra cosa.
Se trataba de un ser enorme. Era feísimo, chillón, apestoso, y rezumaba malevolencia y verdadero poder. Y lo peor de todo, estaba sonriendo.
—¡Ajá! —exclamó—. Has encontrado al chico.
—Sabías que se trataba de él —afirmó Brimstone—. Lo sabías, ¿no es cierto? Toda esa historia sobre la segunda persona que viese… sabías quién sería.
—Pues claro que lo sabía —gruñó Beleth—. ¿No pensarías que iba a dejar una cosa así al azar?
—¿Por qué él? —preguntó Brimstone, a quien la criatura ponía nervioso, pues no paraba de saltar, primero con un pie y luego con el otro.
—Muéstrame la cláusula de nuestro contrato en la que se dice que tengo que darte explicaciones —siseó Beleth.
—Era curiosidad, mera curiosidad. —Brimstone se retractó inmediatamente—. No me importa, no me importa nada. El trato sigue en pie, ¿verdad?
—Firmado con sangre —corroboró Beleth—, y sellado cuando tú cumplas tu parte del acuerdo. Y hablando de eso…
Brimstone entendió la indirecta.
—Sí, sí. Ahora mismo lo hago. No tiene sentido demorar estas cosas. —Alzó el cuchillo y se inclinó sobre Pyrgus—. No te muevas, chico —ordenó.
Pyrgus rompió las cuerdas que le amarraban las muñecas.
Tenía los pies atados y, por lo tanto, no podía correr, pero blandió la cuchilla y la clavó en la mano de Brimstone, que chilló y soltó su propio cuchillo.
—¡Me has apuñalado! —exclamó con sorpresa, y luego se miró la mano—. ¡Estoy sangrando!
Pyrgus rodó para apartarse de él y hacerse con el cuchillo de Silas, aunque no sabía si tendría que utilizarlo contra Brimstone o para cortar las cuerdas que le mantenían las piernas sujetas. Y nunca lo sabría, porque Brimstone se movió con extraordinaria ligereza para alguien de su edad, y le arrebató el arma a Pyrgus cuando éste estaba a punto de agarrarla.
—¡Oh, no, no lo harás! —exclamó Brimstone.
Pyrgus comenzó a dar patadas con los pies atados y alcanzó a Brimstone en la espinilla. Durante un momento, Silas permaneció en pie agitando los brazos, luego perdió el equilibrio y cayó, con medio cuerpo dentro del círculo y el otro medio fuera.
—¡Ajá! —gritó Beleth—. ¡Libertad!
—No… —chilló Brimstone, y Pyrgus se dio cuenta de que el viejo había soltado el cuchillo otra vez.
Pyrgus no cometió errores en esa ocasión. Con los pies aún atados, rodó de nuevo y atrapó el arma. Por el rabillo del ojo, vio la enorme figura del demonio que salía de su triángulo. Como no podía luchar contra los dos, decidió prescindir de Brimstone, se puso patas arriba y cortó las cuerdas que le ataban las piernas. El cuchillo debía de tener iones en el filo porque cortó las cuerdas como si fueran de mantequilla.
—¡Aléjate de mí! —aulló Brimstone.
Pyrgus se puso en pie de un salto y se abalanzó sobre Brimstone cuando éste corría hacia la puerta. No recordaba si había visto al viejo cerrarla con llave, pero era su única oportunidad.
—¡Estoy de tu parte, idiota! —refunfuñó el demonio dirigiéndose aparentemente a Brimstone, y atravesó la habitación con un par de zancadas.
Pyrgus estaba a punto de abrir el pomo de la puerta cuando la enorme mano con garras se posó en su hombro.
La oleada de poder que atravesó su cuerpo fue como la del relámpago cautivo. Pyrgus dio un salto al tiempo que los músculos se le inmovilizaban. El impulso lo arrastraba hacia delante, pero tenía el cuerpo agarrotado, como si el rigor mortis se hubiese apoderado de él; se tambaleó y cayó de bruces sobre el suelo. Le sangraba la nariz a chorros y sentía un terrible golpeteo en los oídos. Oyó que Brimstone se quejaba como un niño detrás de él. Entonces el demonio rugió, y luego todo quedó envuelto en la quietud de la muerte.
Durante una eternidad, Pyrgus esperó a que el demonio lo matase. El golpeteo se reanudó, pero el chico se dio cuenta de que no lo sentía dentro de la cabeza, sino que provenía de la puerta. Intentó mover un brazo. Le dolía el cuerpo de la cabeza a los pies, pero los músculos comenzaban a funcionar de nuevo. Rodó sobre sí mismo saboreando la sangre que tenía en la boca, y se puso en pie lentamente. La habitación estaba hecha un desastre: desperdigados por el suelo había pedacitos del equipo de atrapar relámpagos, y un segmento entero del círculo se había roto y se había deshecho; el brasero era sólo un pedazo de metal retorcido, y Brimstone estaba apoyado contra la pared, con una expresión aturdida en el rostro. Parecía una muñeca de trapo a la que hubieran arrojado en aquel lugar. Mecía su enorme libro en los brazos.
Los golpes se convirtieron en martillazos, y la puerta del desván se abrió violentamente al romperse los goznes. Entraron entonces cuatro hombretones con precisión militar, y Beleth se desvaneció al instante. Brimstone intentó levantarse a gatas.
—¡Fuera! —gritó—. ¡Fuera! ¡Fuera! ¿Quiénes os creéis que sois?
Pyrgus miró fijamente. Él sabía quiénes eran aquellos hombres. Todos llevaban uniformes con las insignias de Su Suprema Majestad, el Emperador Púrpura.
* * *
—¿Dónde está mi chico? —se quejó Jasper Chalkhill.
—¡Cállate! —murmuró Brimstone, que contemplaba el desastre del desván, incapaz de asimilar la rápida sucesión de los acontecimientos.
Un minuto antes había estado a punto de ejecutar con éxito su plan más ambicioso, y de pronto sus esperanzas se habían derrumbado. Su costoso equipo de energía estaba roto y le llevaría semanas sustituirlo por otro. ¡Semanas! ¡Por mucho que pagase, tardaría semanas! Pero aún tenía el libro, que ya era algo, y también conservaba el contrato, aunque no le apetecía pensar en él porque contenía una cláusula de castigo.
—¡Exijo que me lo digas! ¡Te lo exijo, Silas! ¡Te lo exijo rotunda y categóricamente! —Chalkhill, presa de la frustración, dio una patada en el suelo.
—Se lo han llevado —suspiró Brimstone.
—¿Quién se lo ha llevado? ¿Por qué no lo has impedido?
—No pude impedirlo porque eran cuatro contra mí. No pude impedirlo porque pertenecían a la guardia del emperador. Por eso no lo he impedido.
—¿La guardia del emperador? ¿La guardia del Emperador Púrpura? —preguntó Chalkhill parpadeando.
—¿Es que hay otro emperador? —repuso Brimstone deseando que aquel gordo idiota se marchase.
Necesitaba tiempo para pensar y para maquinar planes, y tenía que decidir lo que convenía hacer a continuación.
—¿Para qué quiere el Emperador Púrpura a ese chico?
—¡Y yo que sé! ¿Por qué no le escribes y se lo preguntas?
—Eres muy antipático, Silas. Imagínate lo decepcionado que estoy.
—Estamos, Jasper, estamos. —Brimstone optó por ser diplomático—. Yo también lo estoy. Pero ¿qué podía hacer yo? ¿Desobedecer una orden del Emperador Púrpura?
—¿Traían una orden? ¿Del emperador en persona?
—No sé si era del emperador en persona. A lo mejor las redactan por docenas. Lo que sé es que me pasaron un pedazo de pergamino ante las narices, y luego se marcharon.
—¿Lo leíste? —preguntó Chalkhill.
Brimstone lo miró como si lo tuviese por loco.
—¿Te crees que soy jurista? ¡Eran los hombres del emperador!
En realidad Brimstone lamentaba no haberlo leído. Tal vez le habría dado alguna pista sobre la extraordinaria valía del chico. Primero lo quería Beleth, y luego el Emperador Púrpura.
Brimstone atravesó la habitación, sujetó a Chalkhill por el brazo e hizo un enorme esfuerzo por hablar con un tono de comprensión y confianza.
—Por favor, Jasper, dame tiempo para que arregle este desastre, y luego encontraré la forma de recuperar al muchacho.
—¿De verdad?
—Ese chico ha invadido nuestra propiedad. Nos ha robado varios gatos. ¡Vete a saber qué otros daños puede haber provocado! —Brimstone asintió con seriedad—. Ha quebrantado la ley, Jasper; y eso nos da derechos prioritarios. No sé por qué lo reclama el emperador, pero nosotros tenemos nuestros derechos. Ni siquiera Su Suprema Majestad está por encima de la ley. Me gustaría, Jasper, que me concedieses media hora para que arregle las cosas, y luego diles a Glanville y a Grayling que vayan a mi despacho…
—¿Nuestros juristas?
—Sí. —Brimstone asintió pacientemente—, glanville y Grayling en persona. Quiero que redacten una demanda, una demanda legal. —Miró a Chalkhill para ver si lo comprendía—. Una demanda para el emperador, ¿lo entiendes? Con un poco de suerte, recuperaremos al chico dentro de un día.
—¿Tú crees, Silas? ¿En serio?
—Claro que sí, Jasper —mintió Brimstone.
* * *
El despacho de Brimstone no se parecía en nada al de su socio. Era mucho más pequeño, sombrío, sucio y desordenado. Las paredes estaban cubiertas con libros antiguos de brujería y demonología, que había coleccionado durante toda su vida. El escritorio de Brimstone parecía un mar de pergaminos, y el viejo suelo de madera, una carrera de obstáculos salpicada de expedientes y de abultadas carpetas. Brimstone estaba jugando con una Mano de Gloria cuando entraron Glanville y Grayling.
Los juristas podrían muy bien haber sido gemelos. Ambos eran bajos, semicalvos y tenían panza. Ambos llevaban temos y los zapatos relucientes. Ambos portaban maletines de piel de elefante con la letra «G» mayúscula grabada en oro, usaban anteojos e intentaban, sin éxito, que les creciese el bigote. Echaron un vistazo a su alrededor en busca de un sitio donde sentarse y suspiraron al no encontrarlo.
—Jasper Chalkhill afirma que desea usted vernos —dijo Glanville.
—Asegura que tiene usted un trabajo para nosotros —continuó Grayling.
—Hemos entendido, sin adelantar acontecimientos, que se trata de un chico —intervino Glanville.
—Un sinvergüenza —indicó Grayling.
—Un trapisondista —añadió Glanville.
—Ratero.
—Intruso.
—Y desaparecido —concluyó Brimstone secamente para hacerlos callar.
—¡Ah, sí! —admitió Glanville—. ¡Desaparecido! Se lo han llevado los hombres del emperador, según nuestras informaciones y por lo que sabemos y entendemos.
—Secuestrado, más bien —precisó Grayling astutamente.
—Y al señor Chalkhill le gustaría que el chico volviese —sonrió Glanville.
—Al señor Chalkhill le gustaría que volviese —repitió Grayling con otra sonrisa.
—Eso no importa ahora —dijo Brimstone—. Quiero que echéis un vistazo a un contrato.
—¡Un contrato legal! —exclamó Glanville sin sorprenderse en lo más mínimo—. Tengo entendido que es su especialidad, señor Grayling.
—Quiero que lo reviséis los dos —refunfuñó Brimstone—. Quiero que me deis el mejor asesoramiento legal.
Brimstone movió con inquietud el pulgar de la Mano de Gloria, y en las puntas de los dedos se encendieron unas llamitas, que se apresuró a apagar.
—Lo tendrá —afirmó Glanville.
—Lo tendrá —confirmó Grayling.
Brimstone sacó una hoja de pergamino del cajón de su escritorio y se la tendió. Glanville la tomó, la leyó y luego, sin hacer comentarios, se la pasó a Grayling. A Grayling le llevó un poco más leerla, pero al fin alzó la vista.
—¿Es vinculante? —preguntó Brimstone.
—Sí —respondió Grayling.
—Sí —coincidió Glanville.
—Se trata de un demonio —puntualizó Brimstone.
—Es lo mismo —dijo Grayling—. Los contratos demoníacos tienen fuerza de ley.
Glanville se estiró para apoderarse de nuevo del pergamino, y siguió hablando.
—Sé que todo el mundo intenta librarse de ellos, pues los demonios son muy chapuceros cuando se trata de asuntos legales…
—Prefieren matar —explicó Grayling con una brillante sonrisa.
—… Pero hemos de considerar un hecho —continuó Glanville—: Si éste tal… —se quitó las gafas y acercó los ojos al pergamino—. Beleth quisiera entablar un proceso basándose en este documento, los tribunales no dudarían en admitirlo. Salvo que, naturalmente, su firma sea falsa y que demuestre que usted se encontraba bajo presión, lo cual significa que el demonio lo obligó a usted a firmar —explicó Glanville amablemente.
Brimstone hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Lo firmé voluntariamente, sin ningún tipo de presión. —Como la Mano de Gloria estaba empezando a sudar, la dejó a un lado—. Hay una cláusula de castigo…
—Ya me he dado cuenta —comentó Grayling con discreción.
—Doy por sentado que este contrato aún no se ha ejecutado —dijo Glanville.
Brimstone volvió a negar con la cabeza.
—Todavía no. —La Mano de Gloria comenzó a escabullirse; Brimstone la clavó al escritorio con un abrecartas y los cinco dedos se agitaron un poco—. Quiero saber las posibilidades que tengo de librarme.
—Mi querido Brimstone, esto está firmado con sangre —aclaró Grayling mientras jugueteaba con las gafas.
—Está claro lo que dicen las palabras —intervino Glanville—. Usted se ha comprometido a ofrecerle un sacrificio determinado a Beleth, y él se ha comprometido a concederle a usted un deseo concreto.
—La cláusula de castigo también está clara —habló Grayling—. Si usted no presenta el sacrificio en el plazo de un mes, ese tal Beleth se queda con su alma.
—No hay forma de librarse —dictó Glanville.
—No hay ninguna forma de librarse —concluyó Grayling.