El alboroto que se había producido a espaldas de Pyrgus Malvae subió de tono hasta sonar como una sublevación, pero el muchacho estaba concentrado en lo que sucedía delante de él. Los guardias de la plataforma de observación ya no parecían aburridos, sino que corrían hacia Pyrgus desde todas partes, y dos de ellos se habían situado entre el chico y la puerta de salida.
Pyrgus se hizo a un lado. Uno de los guardias lo atacó por detrás, pero él le puso la zancadilla. Un segundo guardia fue mucho más precavido: sacó del cinturón una varita paralizante, se colocó a su vez entre Pyrgus y la puerta, y esperó.
Pyrgus estaba indeciso. Se oían pasos atropellados en la plataforma y también en la escalera que quedaba a su espalda, y el tiempo no jugaba a su favor. Intentó engañar al guardia con un falso movimiento hacia la derecha, pero el hombre no se movió; tenía los ojos clavados en el muchacho y no pestañeó. No se trataba de un tipo de gran estatura, pues tan sólo era un poco más alto que el propio Pyrgus, que podría haberlo vencido en una pelea igualada; pero no podía decirse, precisamente, que ésta lo fuera: el guardia tenía una varita paralizante, mientras que a Pyrgus le estorbaba la jaula de los gatos.
Ambos se miraron mientras los perseguidores rodeaban a Pyrgus por todas partes. Los ojos del muchacho se apartaron del guardia un segundo, y vio que los gatitos habían dejado a su madre y apretaban el hocico contra los alambres, al tiempo que observaban a Pyrgus con sus grandes ojos redondos llenos de confianza. Pyrgus hizo lo único que podía hacer: sacó el cuchillo halek.
Al guardia se le pusieron los ojos como platos cuando vio la transparente hoja del cuchillo, y por primera vez le dirigió la palabra a Pyrgus:
—Tengo una vara paralizante —le dijo.
—Y puedes aturdirme con ella —afirmó Pyrgus—. Pero es mejor que lo hagas a la primera; de lo contrario, eres hombre muerto.
El guardia lo observó: su mirada iba del rostro de Pyrgus al cuchillo que el chico llevaba en la mano. Las energías cargadas en el arma se retorcían como serpientes bajo la superficie de cristal. Pyrgus extendió el brazo que sostenía el cuchillo y agitó éste hasta que se extinguieron los destellos que despedía la punta.
—Sólo un toque —explicó—. Es lo único que hace falta, sólo un toquecito.
Pyrgus creyó ver una sombra de miedo en los ojos del guardia y tomó una decisión repentina. Si no conseguía escapar en unos segundos, todos los guardias caerían sobre él en avalancha.
Pyrgus se lanzó hacia delante, pero hizo una finta con el cuerpo para no tocar al guardia con el cuchillo. El hombre se mantuvo en su lugar apenas un momento, luego perdió el valor y saltó hacia un lado agitando sin parar la varita paralizante. Pyrgus atravesó la puerta de salida antes de que el hombre reaccionase.
Cerró la puerta de golpe y corrió por el pasillo.
Pyrgus sabía que no tenía escapatoria. Los guardias lo perseguían por el pasillo, por todas partes sonaban las sirenas de las alarmas, y hasta un idiota se daría cuenta de que lo primero que iban a hacer era cerrar las salidas. No tardarían ni un minuto en capturarlo y en devolver la gata y los gatitos a la apestosa planta de producción. A Pyrgus no le importaba gran cosa lo que pudiera pasarle a él, pues se había escabullido de aprietos peores, pero no podía dejar que matasen a los gatitos. Dobló un recodo del pasillo y perdió de vista a sus perseguidores durante un momento. Del techo colgaba un letrero que decía «RETRETES», con una flecha que señalaba hacia la derecha.
Sin la menor vacilación, giró hacia allí. Un rápido vistazo le sirvió para cerciorarse de que los retretes estaban vacíos (y no demasiado limpios). Entonces dudó: cabía la posibilidad de que los guardias pasasen de largo sin darse cuenta de que estaba allí, pero no iba a tener tanta suerte. Entró para ver si la puerta tenía cerrojo, pero era de muelles y sin cerradura, y oyó cómo los guardias se acercaban por el pasillo. Como los pomos de la puerta eran curvos, Pyrgus miró alrededor por si veía una escoba o algo que pudiese encajar entre ellos para obstruir la puerta, pero no había escobas ni nada parecido. El ruido se oía cada vez más cerca. ¿Pasarían de largo?
—¡Mirad en los retretes! —oyó que alguien gritaba.
Se había acabado todo, a menos que pudiese encontrar algo para atrancar la puerta. Entonces se le ocurrió una idea, pero la desechó. Sin embargo, al ver a los gatitos en la jaula, intentó ponerla en práctica.
Pyrgus dejó la jaula en el suelo y sacó el cuchillo halek: le había costado seis meses de ahorros y lo había ganado en una apuesta. Nunca tendría otro. Sorprendido, oyó el ronroneo de la madre de los gatitos.
—¡Oh, cállate! —susurró Pyrgus.
Pero le daba igual que hiciera ruido; no podía dejarlos morir, así que encajó el cuchillo halek entre los dos pomos curvos.
Naturalmente, el cuchillo se rompería al primer empujón, pero cuando se rompiese, una carga de energía atravesaría la puerta. La madera la absorbería casi toda, pero aún quedaría un poco para atontar a los que estuviesen más cerca, lo que serviría para que los demás se detuvieran momentáneamente. Este hecho no les impediría seguir adelante, pero él ganaría tiempo. Pyrgus se inclinó para agarrar la jaula cuando la primera oleada de guardias golpeó la puerta. Ni siquiera se molestó en mirar, pero oyó un clamor cuando la hoja del cuchillo halek se rompió, seguido de gritos y de una refriega en el pasillo. Se lanzó entonces hacia una pequeña ventana que había en un extremo de los aseos.
Tuvo que subirse a un lavabo para llegar hasta ella, y en un primer momento creyó que no podría abrirla, pero la desesperación le dio fuerzas. La ventana daba a un tejado inclinado que era lo bastante grande para que él saltase. Levantó la jaula y abrió la cerradura. La jaula se balanceó una vez abierta, pero la gata y los gatitos se limitaron a mirarlo.
—¡Vamos! —siseó Pyrgus—. ¡Salid de ahí! ¡Fuera de ahí ahora mismo! ¿Acaso no sois gatos? Se supone que los gatos se sienten a sus anchas en los tejados.
El chico oyó estallidos a su espalda cuando los guardias recobraron el valor y se lanzaron al ataque. La gata se irguió, miró un instante a Pyrgus y luego saltó al tejado. Los gatitos siguieron sus pasos sin dudar. Pyrgus se deshizo de la jaula vacía y se retorció como una culebra para salir por la ventana, pero unas callosas manos lo agarraron por los tobillos.
—¡Oh, no, no lo harás! —gruñó una voz, enojada.
Entre patadas y manotazos apartaron a Pyrgus de la ventana. Lo último que vio fue la jaula, que se ladeaba sobre el alero del tejado y caía al suelo.
* * *
Pyrgus se tranquilizó. Al menos los gatitos estaban a salvo, y los guardias no lo iban a matar por haber liberado a un gato.
—¡Está bien! ¡Ya vale! —exclamó—. Iré por las buenas.
—Matémoslo —susurró un guardia.
Lo rodeaban más de una docena, y dos de ellos lo sujetaban por los brazos. Un hombre robusto, con una insignia de sargento en el uniforme, se adelantó.
—Eso, ¡vamos a matarlo! —siseó mientras le daba un puñetazo en el estómago a Pyrgus, que se dobló boqueando para recuperar el aliento.
—Gran idea —afirmó uno de los hombres que lo retenía—. Podemos golpearlo hasta que muera y decir que se resistió a ser arrestado.
El hombre agarró a Pyrgus por el pelo y le dio un tirón, mientras que el robusto sargento le daba otro puñetazo.
El chico gimió, y la espantosa escena se le borró hasta convertirse en una mancha negra. Movió la cabeza con desesperación al sentir una especie de tamborileo. Entonces recobró la conciencia y comprendió que se trataba de tres guardias que le daban puñetazos en el pecho y en el estómago. Tenía los brazos inmovilizados, así que no podía hacer nada para defenderse. Intentó darles patadas a sus agresores, pero las piernas no lo obedecían: era como si se moviese en medio de melaza. Cuando su cuerpo se desplomó, Pyrgus pensó que era cierto que lo iban a matar a golpes. Los guardias tenían pinta de duendes, típica de los elfos de la noche, como casi todos los hombres de Chalkhill y Brimstone. Y no se sabía hasta dónde podían llegar.
El dolor le recorría todo el cuerpo y una nube de sangre le velaba los ojos, cuando un hombre de ojos negros, con uniforme de capitán, se abrió camino hasta él.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó en tono airado—. ¿Qué pretendéis hacerle a ese chico?
Los guardias que golpeaban a Pyrgus retrocedieron rápidamente, y los dos que lo sujetaban se pusieron firmes, levantándolo al hacerlo.
—Nada, señor. Lo sentimos, señor.
—¿Quién es? ¿Uno de nuestros trabajadores?
—Un intruso y un ladrón, señor. Esa bata no es suya —respondió un guardia rápidamente—. Ha entrado en la fábrica y ha robado nuestra gata.
—Y cinco gatitos destinados para el pegamento —añadió el segundo guardia.
—¿Y por eso lo estabais apaleando? —preguntó el capitán frunciendo el entrecejo.
—No, señor. No era por eso, señor. Lanzó a los gatitos por la ventana, y seguramente los pobrecillos habrán muerto.
«¿Pobrecillos?». A pesar del aturdimiento que le producía el dolor, aquello tenía gracia. Pyrgus intentó hablar, pero sólo articuló un quejido.
—¡Tú, cállate! —le siseó el guardia al oído.
—¡Soltadlo! —ordenó el capitán fríamente.
—¿Señor?
—Ya me habéis oído. ¡Soltadlo de una vez!
Los guardias dejaron de sujetar los brazos de Pyrgus que se deslizó, agradecido, hacia la aterciopelada oscuridad.
* * *
Cuando Pyrgus recobró el conocimiento, el capitán se hallaba inclinado sobre él, con una expresión de profunda preocupación en el rostro.
—¿Te encuentras bien? Durante un momento pensé que te habían matado.
Pyrgus se movió con cuidado. El cuerpo le dolía y le escocía, pero no tenía nada roto. Supuso que al día siguiente estaría lleno de magulladuras.
—Estoy perfectamente —gruñó, con una voz que apenas era un susurro.
—Tómatelo con calma —dijo el capitán—. Esos idiotas te han apaleado de mala manera.
Pyrgus luchó por incorporarse.
—Estoy perfectamente —repitió, con una voz más fuerte.
Se encontraba en un despacho pobretón, que seguramente pertenecía al capitán. El mobiliario consistía en un escritorio, un archivador y un par de sillas, y la mugre se había incrustado en la madera, al igual que en el resto de la fábrica.
El capitán se echó hacia atrás para dejarle sitio a Pyrgus que, tembloroso, se puso en pie, aunque estaba seguro de que no iba a aguantarse derecho. Así que se sentó en una silla. Una oleada de náuseas lo invadió, pero, a pesar del dolor que sentía, puso la cabeza entre las piernas. Cuando se incorporó de nuevo, el capitán le dijo con tono amable:
—¿Todo bien? ¿Estás mejor ahora? —Pyrgus asintió—. Soy el capitán Pratellus —le explicó el capitán—, y antes de nada quiero disculparme por el comportamiento de esos imbéciles. Lo que te han hecho es imperdonable.
Pyrgus lo miró con recelo y no dijo nada. El capitán Pratellus era casi una cabeza más bajo que los guardias que lo habían golpeado, y habría sido incluso guapo si no hubiera tenido el cutis en un estado lamentable.
La expresión de pena del capitán se agravó.
—El caso es que has entrado ilegalmente en la fábrica y debo hacerte algunas preguntas. Lo entiendes, ¿verdad? —Pyrgus hizo un gesto afirmativo—. ¿Te encuentras en condiciones de responder o prefieres que espere un rato?
—No, mejor ahora —contestó Pyrgus tragando saliva.
Cuanto antes lo interrogaran, antes saldría de aquella casa de locos. Una voz le susurraba obstinadamente en la cabeza que procurase acabar lo antes posible. Ya que se había enterado de lo que hacían con los gatos, bajo ningún concepto permitiría que continuasen las actividades de la fábrica. Si hacía falta, se dirigiría al propio emperador y le contaría la historia. Chalkhill y Brimstone podían tener uno o dos empleados honrados, como el capitán, pero eso no justificaba lo que estaban haciendo. A Pyrgus le extrañaba que hubiesen podido mantener en secreto para qué servían los gatos, aunque la fábrica llevase abierta tan poco tiempo. Lo más normal era que algo así se difundiese.
—Bien, supongo que deberíamos comenzar con tu nombre.
—Pyrgus —respondió el joven—. Pyrgus Malvae.
—¡Un nombre regio! —exclamó Pratellus, y Pyrgus esbozó una leve sonrisa—. Bueno, Pyrgus, no te voy a retener un minuto más de lo estrictamente necesario. ¿Podrías contarme qué hacías en la fábrica?
Pyrgus lo miró un instante y decidió decir la verdad.
—Me estaban persiguiendo, por eso salté la verja.
La expresión de preocupación volvió a ensombrecer el rostro de Pratellus.
—¿Quiénes te perseguían?
—No estoy seguro —respondió Pyrgus—. Me parece que eran los hombres de Black Hairstreak.
Pratellus tomó aliento entre dientes.
—¡Ese degenerado! Sí, claro, ya veo que te advirtieron que no debías permitir que te pusiese las garras encima. ¿Por eso saltaste la verja?
—Sí, señor.
—Crambus, Pyrgus; llámame Crambus. Tengo la impresión de que, cuando esto acabe, podríamos ser amigos. —Pyrgus asintió, y Crambus Pratellus añadió—: ¿Sabías que era peligroso hacerlo?
—Lo sé ahora —dijo Pyrgus asintiendo de nuevo.
—Discutí con el señor Brimstone por culpa de las extremas medidas de seguridad. —Pratellus alzó los ojos unos instantes—. Pero ¿crees que me escuchó? Algún día alguien morirá, y entonces, ¿adonde iremos a parar? Aunque a ti no te han matado.
—No, señor… A mí no, Crambus.
—Claro que habría sido mucho más peligroso permitir que Black Hairstreak te hubiera capturado.
Pyrgus asintió. Seguramente era verdad. Sobre todo, porque le había robado el fénix, pero decidió no decirle nada sobre este asunto al capitán Pratellus.
—¿Así que no has entrado en la fábrica con ninguna intención especial? Dio la casualidad de que era tu… vía de escape.
—Sí.
—¿Y qué ha pasado con los gatitos? Los guardias dicen que los has robado.
—No los he robado; los he salvado —aclaró Pyrgus, después de unos momentos de duda.
Pratellus lanzó un suspiro.
—Te gustan los animales. A mí también. Me espanta lo que hacen aquí con los gatos.
—Entonces, ¿por qué no lo impide? —le preguntó Pyrgus con repentina pasión.
—No es ilegal —explicó Pratellus, extendiendo las manos en un gesto de impotencia—. Créeme, lo he consultado y no se puede hacer absolutamente nada.
—¡Puede contárselo a la gente! —exclamó Pyrgus—. ¡Cuando se sepa lo que ocurre, le pondrán remedio!
—Me temo que a la gente no le importaría nada —contestó el capitán Pratellus sonriendo con tristeza—. Ya sé que resulta difícil aceptarlo a tu edad, pero es cierto. No discutamos; tal vez podamos hacer algo por los gatitos más tarde, pero debo presentar un informe, ¿entiendes? De momento, ¿te parece bien que diga que te dan pena los gatos (le pasa a mucha gente) y que eso fue lo que sucedió en realidad? ¿Qué los niños hacen niñerías y cosas por el estilo? Seguramente, era la mejor explicación. Pyrgus asintió agradecido.
De repente, el capitán Pratellus dejó de sonreír.
—¡Debes de haberme tomado por un cretino! —siseó, lleno de furia.
* * *
El despacho de Jasper Chalkhill olía a perfume. Una magnífica alfombra tapaba el suelo, y las paredes estaban cubiertas por gruesas cortinas de terciopelo. Ante el enorme escritorio había dos extrañas pieles de tigre blanco, y varias piezas de escultura oriental se exhibían en decorativas vitrinas de cristal. Pero el elemento más exótico era el propio Chalkhill: llevaba un sombrero de plumas, una túnica de color azul pavo real y zapatillas recamadas en oro, pero, por otra parte, pliegues de grasa le colgaban de la cara y de los brazos.
—A ver, Pratellus, querido Pratellus, ¿qué me has traído? —Caminó por la habitación con sorprendente ligereza para un hombre tan grueso, y examinó a Pyrgus minuciosamente—. ¡Un chico! ¡Qué amable, Pratellus, qué amable!
Cuando se acercó a él, Pyrgus observó que el hombre llevaba carmín.
—Lo sorprendimos colándose en la fábrica, señor Chalkhill —explicó Pratellus en tono zalamero—. Nos ha robado una gata con todos los gatitos. Sospecho que iba detrás… —bajó la voz y miró hacia atrás antes de completar la frase— de la fórmula.
—¡Un ladrón! ¡Un encantador ladronzuelo! —Chalkhill parecía realmente feliz—. Bueno, tenemos que castigarlo, ¿no? ¿Qué hacemos, Pratellus? ¿Le pegamos? ¿Le damos una buena lección? ¡Oh, qué bien lo vamos a pasar!
Se inclinó hacia delante en medio de una nube de perfume y, por primera vez en su vida, Pyrgus sintió que de buena gana habría utilizado el cuchillo halek contra aquel hombre.
A Pyrgus se le ocurrió la fugaz idea de escupirle a Chalkhill en un ojo, pero se contentó con espetarle agriamente:
—¡Aléjate de mí, apestosa masa de sebo!
—¡Uy! —exclamó Chalkhill sonriendo a Pratellus—. ¡Qué carácter! ¡Qué ferocidad!
—Tiene muy mal genio, señor Chalkhill. Estaba pegando a mis guardias cuando lo encontré. ¡Vaya usted a saber cuánto daño podría haber hecho si no llego a aparecer!
Pyrgus miró al capitán con asco, pero no dijo ni una palabra. Empezaba a comprender que el mundo de Chalkhill y Brimstone estaba lleno de mentirosos.
—Entonces hay que felicitarte, capitán Pratellus —afirmó Chalkhill, y cuando le sonrió a Pyrgus sus dientes resplandecieron con destellos multicolores—. Bueno, y ahora, mi pequeño terrier, ¿qué vamos a hacer contigo?
—¡Vais a dejar que me vaya inmediatamente! —respondió Pyrgus—. De lo contrario, mi padre…
—Ah, un niño de papá, ¿verdad? Yo siempre quise mucho más a mi madre, pero sobre gustos no hay nada escrito. Me temo que no me impresiona mucho tu padre, muchacho. ¿Es grande? ¿Tiene mucho músculo? ¡Uy, qué miedo! —Se volvió hacia Pratellus—. Capitán, doy por supuesto que lo habéis interrogado.
—Sí, señor Chalkhill. Es reservado, señor; no ha dicho nada. Por eso lo he traído ante usted. He pensado que tal vez le gustaría torturarlo.
—¡Oh, sí! —respondió Chalkhill, entusiasmado—. Me encantaría torturarlo, claro. Pero antes de llegar a esos… extremos, podría preguntarle algunas cosas. Me he dado cuenta de que hay bastante gente dispuesta a hablar conmigo tras negarse a hablar con los demás. —Se volvió hacia Pyrgus—. ¿Qué hace un chico tan encantador como tú invadiendo las instalaciones de una empresa respetable?
—¿Respetable? —jadeó Pyrgus que, presa de una furia repentina, abandonó la decisión de permanecer callado—. ¿Qué clase de fábrica es la que ahoga gatitos en pegamento?
—Nos preocupan los gatitos, ¿verdad? —Chalkhill abrió los ojos con gesto compasivo—. Pero ¿no te das cuenta, pobrecillo, de que hay demasiados gatos desperdigados por toda la ciudad? Casi todos tienen una vida terrible: enfermedades… hambre… Matar unos pocos es una buena obra.
—Y muy rentable —se burló Pyrgus.
—No hay nada malo en obtener beneficios —repuso Chalkhill alegremente—. Los jóvenes no valoran esas cosas, pero supongo que tu adorado padre estaría de acuerdo conmigo. Gana una miseria, ¿no? ¿O acaso él también trabaja para una empresa rentable? —Levantó una mano—. No, ahórrame los sermones, muchacho. El capitán tiene toda la razón. Si no nos dices por qué estás aquí, te sacaremos la verdad a la fuerza.
—¡Ya le he contado por qué estoy aquí! —gritó Pyrgus, mientras se preguntaba si podría llegar hasta la puerta. Chalkhill estaba demasiado gordo para dar caza a una tortuga, pero tenía que contar con Pratellus y con los dos guardias que se hallaban fuera—. ¡Me perseguían unos hombres enviados por lord Hairstreak!
—Ahora entiendo por qué no le crees. —Le comentó Chalkhill a Pratellus, y luego se dirigió a Pyrgus—: Lord Hairstreak es amigo mío, íntimo amigo. Tiene cosas mejores que hacer que mandar a sus hombres a correr detrás de los chicos. Se trata de Paphia, ¿verdad?
—¿Paphia? —repitió Pyrgus parpadeando.
—Argynnis Paphia —espetó Chalkhill—. Hace años que nos tiene manía, al pobre del señor Brimstone y a mí. No te molestes en negarlo; veo la verdad en tus ojos y conseguiré que salga de tus labios, ¡te lo advierto! —Apoyó el dorso de la mano en la frente—. Pero he pasado la noche en blanco y estoy demasiado nervioso para torturarte. Capitán Pratellus…
—¿Sí, señor? —se apresuró a decir Pratellus.
—Se lo llevaremos al señor Brimstone, capitán. Los demonios del señor Brimstone le sacarán la verdad.