4

Silas Brimstone cerró la puerta con llave. Tenía una sonrisa burlona en su rostro, viejo y arrugado, y un libro entre sus viejas y arrugadas manos. El libro parecía aún más viejo que él: era un enorme mamotreto polvoriento de pergamino, encuadernado en gruesas tapas. Los viejos y arrugados dedos de Brimstone acariciaron la desgastada cubierta dorada con el título en relieve: El Libro de Beleth.

¡El Libro de Beleth! Casi no creía que hubiera tenido tanta suerte. ¡El Libro de Beleth! Todo lo que siempre había querido se encontraba entre aquellas pesadas tapas. Todo.

Brimstone estaba en el desván: un cuartucho sombrío, de techo bajo, con pocos muebles y más mugre que la fábrica de pegamento. Pero tenía todo lo que necesitaba. ¡Oh, sí, allí tenía todo lo que necesitaba! Brimstone rió socarronamente y se arrancó una costra de la calva cabeza. Todo lo que necesitaba para conseguir lo que quería.

Brimstone acercó el libro a la única ventana, llena de suciedad, y lo abrió ante la luz. En la cubierta había un símbolo, tosco y negro, realizado a base de espirales y de lazos, como el garabato de un niño tonto. Bajo el símbolo, un escribiente, muerto mucho tiempo atrás, había escrito seis escuetas palabras: «Beleth guarda las llaves del infierno».

—Sí. —Brimstone soltó una risita—. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! El placer relucía en sus viejos ojos legañosos.

Ese libro era lo que siempre había querido, y no le había costado nada. ¡Qué gran ventaja! ¡Qué inesperado placer! ¡Qué extraño y profundo giro del destino! Había buscado El Libro de Beleth durante años, contando con que tendría que pagar una pequeña fortuna cuando lo encontrase. Pero había llegado a sus manos con facilidad, ¡y sin que le costase nada! Bueno, nada que se pudiese considerar un gasto: una miseria para el alguacil que había desalojado a la viuda de su casa y había embargado sus miserables pertenencias a cuenta de la renta.

¡Qué divertido había resultado! Brimstone había presenciado el desahucio, pues procuraba asistir a todos sus desahucios porque disfrutaba con los ruegos y con las súplicas de los inquilinos. La viuda no era distinta a los demás, aunque un poco más joven y de mejor aspecto, lo que incrementaba la diversión. El marido de la mujer había muerto sólo tres horas antes; el muy cretino había tropezado y había caído a una cuba de pegamento, con lo que se había arruinado toda la remesa. Siempre había sido un agitador, un blandengue de buen corazón que se negaba a cocer garitos. Brimstone se apresuró a comunicárselo a la viuda (le encantaba dar malas noticias), y luego le había reclamado el alquiler mientras ella aún estaba llorando conmocionada. Como él había supuesto, la mujer no podía pagar tras la muerte de su marido. De modo que a los veinte minutos ya estaba allí el alguacil.

Fue un desahucio tremendamente entretenido. La mujer protestó, gritó, luchó y berreó. En un determinado momento, incluso se lanzó a los pies de Brimstone, tirándole de la pernera del pantalón entre ruegos y súplicas. Él tuvo que hacer un esfuerzo para no reír en alto, pero, naturalmente, mantuvo la dignidad. Con más pesar que enojo le echó un sermón sobre la rectitud fiscal y sobre las responsabilidades de los inquilinos. ¡Oh, cómo disfrutó con el estricto sermoncillo! El alguacil conocía el procedimiento y no levantó a la mujer del suelo hasta que Brimstone acabó. ¡Maravilloso! Si no hubiera sido por el perrito de la mujer, aquél habría sido su mejor desahucio. Pero el perrito se le había meado en los zapatos.

Los hombres del alguacil llevaron las posesiones de la mujer al despacho de Brimstone. No tenía gran cosa, pero a Silas le gustaba curiosear entre las propiedades de sus inquilinos y destruir lo que pudiese tener valor sentimental. La joven viuda era como todos: poseía unos jirones de ropa miserables, unas cuantas ollas y cazuelas bien parcheadas, y uno o dos adornos baratos. Pero había un cofre de madera que parecía de mejor calidad que el resto de las cosas; estaba atado con tiras metálicas y cerrado con candado.

—¿Qué es esto? —preguntó Brimstone, intrigado, al ayudante del alguacil.

—No lo sé —respondió el hombre con indiferencia—. Ella dijo que no podíamos llevárnoslo porque no era suyo. Se lo guardaba a un tío o algo así, pero nos lo llevamos igual.

—Bien hecho —comentó Brimstone mientras acariciaba el candado con repentino interés.

El candado le dio mucho que hacer cuando el ayudante del alguacil se fue. Era demasiado bueno para poder abrirlo a la fuerza, y las tiras de metal que rodeaban el cofre no eran de hierro, como había pensado al principio, sino de un material mucho más duro. La madera tenía incluso un revestimiento de seguridad que impedía que se pudiera romper el cofre para abrirlo, a menos que uno se arriesgara a hacerse daño. Brimstone tuvo que eliminar el revestimiento antes de enfrentarse en serio al cofre. Por supuesto, se había dado cuenta de que contenía algo valioso, porque nadie se tomaba tantas molestias para guardar la ropa sucia.

Tras intentar abrir el cofre por todos los medios, Brimstone utilizó un trozo de pedernal con el que hizo trizas la cerradura mientras que el cofre permanecía intacto. Tardó casi media hora en recuperar la calma, y cuando al fin palpó el cofre, el corazón le latía desenfrenadamente. ¿Qué había guardado la viuda? ¿Oro? ¿Joyas? ¿Secretos familiares? ¿Obras de arte? Fuera lo que fuese, Brimstone lo deseaba. Pero, antes de retirar la tapa, no tenía ni idea de cuánto lo deseaba.

Cuando miró lo que había en el cofre, no dio crédito a sus ojos. El libro estaba sobre un lecho de paja, cerrado y atado con una cinta de color ámbar, pero aun así leyó el borroso título: El Libro de Beleth.

A Brimstone le temblaban las manos cuando las introdujo en el cofre, y tuvo que tomar aliento varias veces para tranquilizarse. Tal vez fuese una falsificación, pues circulaban un montón de ellas: él mismo había comprado dos a mercaderes que habían resultado ser unos ladrones. Pero nada más quitar la cinta y abrir el libro, supo que tenía ante sí el verdadero. El pergamino se había oscurecido y estaba manchado por el paso del tiempo. Las letras, manuscritas, eran de estilo arcaico, y la tinta original había perdido el color. Pero lo más importante era el contenido, y Brimstone sabía lo suficiente de magia para reconocer el auténtico ritual. ¡Por fin lo había encontrado! ¡Había hallado El Libro de Beleth!

Brimstone estudió el libro durante tres días y tres noches. Se negó a comer nada, salvo unas gachas, y rechazó las bebidas alcohólicas. Por primera vez dejó que Chalkhill llevase el negocio sin que él interviniera. No era probable que el muy idiota perdiese demasiado dinero en tan poco tiempo, y aunque lo perdiese, Brimstone lo compensaría enseguida, pues tenía El Libro de Beleth. Era la puerta del infierno, la llave de la riqueza. El hombre a quien perteneciera ese libro poseía todo el oro del mundo. ¡Qué estúpida había sido la viuda! Si hubiera sabido lo que tenía guardado, podría haber pagado más de mil alquileres, adueñarse de la fábrica de Chalkhill y Brimstone, ¡e incluso derrocar al Emperador Púrpura! Pero no lo sabía, ni tampoco el idiota de su marido, y ahora el libro pertenecía a Silas Brimstone.

* * *

Brimstone se puso manos a la obra en el desván.

Dejó el libro junto a la ventana y empezó a revolver en el armario apoyado en la pared que daba al oeste, de donde sacó una bolsa de clavos de ataúd, un martillo y una cabra muerta. El animal olía un poco mal porque hacía ya cuatro días muy calurosos que lo había sacrificado, pero nadie lo notaría cuando quemase incienso. Colocó un balde en una esquina para recoger los restos, sacó la daga y empezó a desollar la cabra.

Era un trabajo agotador, pero a Silas se le daba bien. Toda su vida había matado animales, y cuando era joven solía despellejarlos. Tras quitar la piel, tiró el cuerpo desollado al balde y comenzó a cortar el pellejo en estrechas tiras. Con los clavos de ataúd las sujetó al suelo de madera y formó un círculo. El ruido de los martillazos resonaba en el desván, pero había dado órdenes de que no lo molestasen, y los criados sabían que desobedecer les costaría la vida. El círculo debía tener dos metros setenta de diámetro. Brimstone golpeó el último clavo y se echó atrás para admirar su obra.

El anillo de piel de cabra tenía un aspecto siniestro. En algunas partes parecía como si del suelo saliese una fiera. Brimstone hizo una mueca y rió a carcajadas. Era perfecto. Perfecto. A Beleth le encantaría.

Tras descansar un poco, fue hasta el balde, abrió el estómago de la cabra y extrajo los intestinos con mucho cuidado. Como el libro no especificaba qué tripas había que utilizar, y el que guarda siempre tiene, resultaba más barato que salir a matar otro animal. Empleó los últimos clavos en sujetar los intestinos formando un triángulo equilátero en el exterior del círculo de piel, en la parte que miraba hacia el sudeste. Quedaba bien. Quedaba pero que muy bien.

Se dirigió de nuevo al armario y sacó el equipo de energía que había hecho siguiendo las indicaciones del libro: consistía en tres relampagueantes globos de metal, cada uno de ellos colocado en la parte superior de una torre de acero y unidos por cables a una pequeña caja de control. Aquel montaje pesaba una barbaridad, pero los cables eran largos, y Brimstone se las arregló para trasladarlo por partes. Colocó una torre en cada vértice del triángulo, y la caja de control, entre el triángulo y el círculo. La fabricación del aparejo le había costado más de cinco mil piezas de oro, lo cual era un gasto exorbitante y un lío enorme porque había tenido que malversar el dinero de la fábrica y falsificar los libros de cuentas para que su socio no se enterase. Pero todo habría valido la pena cuando invocara a Beleth.

Brimstone se estaba poniendo nervioso y tenía ganas de empezar el ritual, pero sabía que los preparativos eran fundamentales. Un paso en falso, y Beleth se liberaría. ¡Ni hablar! No había nada tan latoso como un príncipe de los demonios desbocado: comían niños, arruinaban las cosechas y provocaban huracanes y sequías. Resultaban mucho más problemáticos que los escuálidos diablillos de ojos grandes con los que solía tratar. Además, un demonio en libertad jamás concedía deseos. Así que revisó el círculo y el triángulo con cuidado, pues ambos eran muy importantes. Beleth tenía que aparecer en el triángulo, y el círculo serviría de protección a Brimstone si el demonio se escapaba. Estaba oscureciendo y se había desatado una tormenta, como siempre que se invocaba a un demonio. Silas encendió una vela para efectuar la revisión: en el círculo no había huecos, y los intestinos que perfilaban el triángulo brillaban húmedos a la luz de la vela y tampoco mostraban huecos.

Brimstone fue de nuevo hacia el armario y se hizo con las otras cosas que necesitaba: carbón, un brasero metálico, un gran manojo de asa fétida, una tosca piedra de hematites, varias guirnaldas de verbena, dos velas con sus candeleros, una botellita de brandy de Rutania, alcanfor y lo más importante de todo: su varita explosiva.

Ésta era una preciosidad: medía casi cincuenta centímetros, la habían tallado en madera de granadillo de primera calidad y la habían lustrado al máximo, de forma que las minúsculas vetas resultaban claramente visibles. Un mago del norte (que había muerto hacía tiempo; ¡maldito fuera su malvado e insensible corazoncillo, lleno de egoísmo y de avaricia!), había aceptado, como un favor, un enorme donativo por tallar las microscópicas runas que actuaban como canales por los que fluían las energías. La diosa de la primavera la había adaptado a la armonía personal de Brimstone. Todo había resultado muy caro, pero había valido la pena, sobre todo porque el gasto estaba camuflado en los libros de cuentas de la fábrica.

Lo último que Brimstone introdujo en el círculo fue El Libro de Beleth.

Silas se aseguró de que lo tenía todo porque, una vez comenzado el ritual, no podría ir a buscar nada que se le hubiera olvidado. El que invoca a los demonios sabe que es conveniente quedarse dentro del círculo hasta que ellos se han marchado. Así que era mejor cerciorarse de que las cosas estaban a mano antes de comenzar.

Cuando Brimstone comprobó que no le faltaba nada, tomó la piedra de hematites y la utilizó para grabar un segundo triángulo dentro del círculo, que tocaba la circunferencia en tres puntos. Luego colocó las dos largas velas negras en los candeleros y puso uno a la izquierda del triángulo y otro a la derecha. Rodeó las velas con las guirnaldas de verbena antes de encender la mecha con un ligero roce de su varita. Todo iba bien, de maravilla.

Los truenos retumbaron a lo lejos cuando dibujó la inscripción protectora, para lo cual volvió a utilizar la piedra de hematites, inclinándose con mucho cuidado hacia el borde del círculo para escribir la palabra «Aay» en el suelo, en dirección hacia el este. Después se dirigió a la base del triángulo interior y escribió sobre ella «JHS». Cuando acabó de escribir la ese, ambas inscripciones empezaron a emitir ligeros destellos, cosa que era buena señal.

A continuación, llenó el brasero con el carbón empapado en brandy de Rutania, y al aplicarle la varita se encendió con mucha fuerza. Cuando las llamas perdieron intensidad añadió el alcanfor, y un aroma embriagador se extendió por el desván. Brimstone tomó aliento. ¡Estaba preparado!

Tomó El Libro de Beleth, se irguió todo lo que pudo y cerró los ojos.

—Este incienso, oh, Ser Único, es el mejor que he podido elaborar —exclamó con una voz que sonaba como el susurro de las hojas muertas—. Es puro como este carbón vegetal, hecho de la madera más delicada. —Esperó unos momentos antes de continuar—: Éstas son mis ofrendas, Ser Único, desde lo más profundo de mi corazón y de mi alma. Acéptalas, Ser Único, acéptalas como un sacrificio de mi parte.

El Libro de Beleth empezó a brillar ligeramente en sus manos.

Brimstone continuó invocando al Ser Único con monotonía, aunque éste, según recordaba Silas, nunca había hecho gran cosa por él. Pero El Libro de Beleth insistía en ello, así que supuso que debía insistir, al menos de boquilla y por si acaso. Tras recitar, muerto de aburrimiento, todas las oraciones que el libro recomendaba y después de añadir más alcanfor al brasero, fue al meollo de la cuestión.

—Príncipe Beleth —invocó, con los ojos bien abiertos para poder leer el conjuro del libro—, señor de los espíritus rebeldes, te pido que dejes tu morada, dondequiera que esté, para venir a hablar conmigo. Te ordeno y mando, en nombre del Ser Único, que vengas sin producir malos olores, en forma agradable y con buena cara, para responder punto por punto en voz alta e inteligible a lo que deseo preguntarte… —«Para empezar, cómo puedo conseguir más oro, pensó, y cómo puedo conseguir más poder.»— Te ordeno y te obligo, príncipe Beleth, y juro que si no apareces inmediatamente te pegaré con mi varita explosiva para que se te caigan los dientes, se te arrugue la piel, te salgan forúnculos en el trasero y sufras sudores nocturnos, zumbidos en los oídos, vértigo, caspa escamosa, artritis, lumbago, babeos incontrolables, sordera, mocos y que se te incrusten las uñas en la carne. Amén.

Hasta allí llegaba el rollo de siempre. Naturalmente, nunca se decían las mismas palabras, pero era el tipo de invocación que Brimstone había utilizado para convocar a una docena de demonios menores en alguno que otro momento. Lo que venía a continuación era diferente. ¡Oh, sí, muy diferente!

Brimstone contuvo la respiración. Tras unos instantes, la primera chispa crepitó en el globo más lejano. Casi inmediatamente, un relámpago formó un arco al saltar de globo en globo y originó un triángulo que, colocado sobre el del suelo, coincidía con él. Un fuerte olor a ozono impregnó el aire, y el equipo de energía chisporroteó y rugió.

—¡Ven, Beleth! —gritó Brimstone por encima del estruendo—. ¡Ven, Beleth, ven!

El libro emitía cegadores destellos y le temblaba entre las manos. Había leído en algún lugar que el mamotreto era lo que hacía funcionar las invocaciones demoníacas, lo tuviese uno consigo o no. Si es que existía, el camino del infierno estaba abierto para quien conociera los hechizos.

Brimstone calló para escuchar mejor. Tras el chisporroteo y el rugido del relámpago, percibió el débil sonido de una orquesta lejana, seguido de un destello dentro del triángulo. Silas agitó su varita y apuntó con ella como si fuera un mosquete.

—¡Ven, Beleth! —repitió.

La música se intensificó y el destello se convirtió en una figura encapuchada que, gradualmente, tomó forma ante los ojos de Brimstone. La criatura del triángulo medía más de dos metros y medio de altura, tenía una constitución robusta y los ojos saltones e inyectados en sangre. Cuando se quitó la capucha aparecieron unos imponentes cuernos de carnero en la frente.

—¡Basta! —rugió Beleth.

* * *

Brimstone tragó saliva. Había algo en Beleth que lo ponía nervioso. Bueno, en realidad, todo lo que veía en Beleth lo alteraba. Había convocado a los demonios otras veces, pero todos habían sido de poca monta. En cambio, ésa era la primera vez que se enfrentaba a un príncipe. Se humedeció los labios y le dirigió la palabra:

—¡Oh, poderoso Beleth! —empezó—. Te suplico… No, te ordeno que permanezcas en el interior del triángulo de tripas de cabra un rato mientras yo…

—¿Ordenar? —gruñó Beleth—. ¿Te atreves a darme órdenes?

Tenía una voz increíblemente penetrante, que retumbó como los truenos del exterior.

—Te o… ordeno que permanezcas en el triángulo de tri… tripas el tiempo que yo diga y…

La mayoría de los demonios fanfarroneaban. Había que ser duro con ellos si uno no quería que lo avasallasen.

—¡Cállate! —tronó Beleth.

Brimstone se calló de inmediato. Confiaba en que el monstruo no viese cómo temblaba. De pronto, pensó que tal vez todo lo que había organizado no fuera una idea tan brillante. Circulaban historias horribles sobre lo difícil que resultaba dominar a los demonios grandes. Claro que muchas eran producto de la propaganda de los elfos de la luz, pero sin duda algo de verdad había en ellas. Espantado, Brimstone vio cómo Beleth se inclinaba hacia delante, de forma que la mitad superior de su cuerpo sobresalía de los límites del triángulo y rebasaba el borde del círculo. Eso no era lo que estaba previsto, así que Brimstone apuntó a la cabeza de Beleth con su varita explosiva.

El demonio contempló el arma y sonrió.

—Cuidado, Beleth —amenazó Brimstone apretando la mandíbula para impedir que le castañetearan los dientes—. Te golpearé con mi temible varita y tus dientes…

La sonrisa de Beleth se acentuó, y en el desván empezó a sonar un extraño pitido discordante, que penetró en la cabeza de Brimstone de tal forma que le borró las ideas y provocó que un misterioso velo rojo como la sangre le cubriese los ojos. La varita se inclinó en la temblorosa mano de Silas hasta que se derritió. Pero, a pesar del miedo, Brimstone soltó un aullido de protesta. ¡El dinero!

Beleth contempló cómo la varita se disolvía por completo, y luego miró a Brimstone a la cara.

—No es necesario que me amenaces.

—¿Ah, no? —se extrañó Brimstone.

—Un sencillo contrato para que realices un sacrificio te proporcionará lo que quieres —afirmó Beleth, displicente.

El alivio envolvió a Brimstone, como si fuera un bálsamo. Todos los demonios pedían sacrificios.

—¿Palomas? ¿Gatos? ¿Perros? ¿Hermosas ovejitas? —preguntó—. No querrás un toro, ¿verdad? —Los toros eran caros, por no hablar de lo complicado que resultaba matarlos. De pronto, lo asaltó una idea—: Un momento… Se trata de una especie rara, ¿verdad? Algo de la lista de especies en peligro de extinción.

—No, no es nada de eso. Sólo quiero que sacrifiques a la segunda persona que veas después de salir del círculo.

—¿Te refieres a un sacrificio humano? —Brimstone tenía los ojos como platos.

—¡Exactamente! —retumbó Beleth.

—¡Está chupado! —exclamó Silas soltando un tremendo suspiro de verdadero alivio.

* * *

Alguien llamó a la puerta del desván cuando Brimstone estaba entonando la solicitud ritual de despedida. Tenía el contrato, debidamente firmado con sangre por ambas partes, pero Beleth rondaba aún por el triángulo.

—Os he dicho que no quiero que me molestéis —chilló Brimstone—. ¡Fuera! ¡Fuera! —Bajó la voz y continuó susurrando la solicitud entre dientes—: Te imploro y te suplico que abandones este lugar, absolutamente y sin vacilar, y que vuelvas al sitio de donde has venido y permanezcas allí hasta…

Una parte de la mente le preguntaba cómo iba a desconectar la caja de los relámpagos sin la varita, que había sido destruida.

—Ha ocurrido algo que deberías ver, amigo mío… —Era la voz de Jasper Chalkhill.

Brimstone dejó el ritual y tiró un manojo de asa fétida al fuego. Beleth reventó como si fuera un globo cuando el humo lo envolvió. El asa fétida siempre producía el mismo efecto en los demonios, tanto si eran plebeyos como si eran príncipes. El hedor era tan asqueroso que, en comparación, el sulfuro quemado olía a perfume.

—¡Ya voy! —gritó Brimstone.

Apagó las velas a toda prisa y salió del círculo rebuscando la llave. A su espalda, el relámpago atrapado siseó y saltó de un globo a otro, pero ya encontraría una forma de extinguirlo después. Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta con un crujido. La primera persona que vio fue a Chalkhill, que sonreía de oreja a oreja: le había hecho algo a sus dientes para que chispeasen y lanzasen destellos a la luz.

La sonrisa desapareció cuando Chalkhill olisqueó.

—¿Has despedido a algún demonio?

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que quieres que vea? —le preguntó Brimstone sin hacerle caso.

Chalkhill hizo un gesto con la cabeza y recobró la sonrisa.

—A un joven encantador —respondió—. Lo sorprendimos escondido en la fábrica.

Brimstone abrió la puerta un poco más para ver quién acompañaba a Chalkhill.