Lo que más apreciaba Pyrgus Malvae en el mundo era su cuchillo halek. Desde el enfrentamiento con su padre, había tenido que trabajar para conseguir hasta las cosas más insignificantes, y para lograr el cuchillo de hoja de cristal se había jugado la paga de seis meses en una apuesta.
La culpa de un gasto tan tremendo la tenían los halek. Se empeñaban en hacer sólo diez cuchillos al año, ocho de los cuales eran reparaciones de viejas hojas rotas o en mal estado. Las hojas nuevas se obtenían tallando frías agujas de cristal de roca en el país de los halek, y luego se bruñían hasta que despedían un brillo azul y transparente. Tras lijar al máximo las estrías de cada lado, la hoja se insertaba en un mango con incrustaciones. Por último, un mago halek cargaba de energía el cuchillo y lo consagraba.
El resultado era un arma con la que se tenía la garantía de matar.
No había nada parecido a una pequeña herida producida por el filo de un cuchillo halek. Cuando penetraba en un cuerpo vivo (y era capaz de atravesar todo tipo de pieles, cueros o armaduras), feroces energías se apoderaban de la víctima y provocaban que su corazón se detuviera. Nadie sobrevivía a su impacto: ni los hombres ni los animales. Pero existía la posibilidad de que la hoja se rompiese, y cuando ocurría tal cosa, las energías retrocedían y mataban a quien empuñaba el cuchillo. Por eso, estas armas se utilizaban más para amenazar que para atacar, aunque siempre resultaba reconfortante tener una de ellas cuando las cosas se ponían difíciles.
Pyrgus acarició el mango de su cuchillo. Tenía la impresión de que alguien perverso lo observaba.
Era raro tener semejante impresión en un lugar como aquél. Estaba en el puente de Loman, la inmensa y chirriante construcción que, con sus casas y tiendas antiguas, se extendía sobre el río, al norte de Highgrove. La multitud atestaba día y noche el puente, que atraía a los campesinos como si fuese un imán. Mientras éstos merodeaban boquiabiertos ante las tiendas y las casas, los abordaban prostitutas, ladrones, carteristas, alborotadores, trileros y todo el despliegue de individuos de los bajos fondos, por no hablar de las manadas de codiciosos mercaderes, que eran los peores. Allí se vendían productos de todo tipo, pero había que saber regatear… y distinguir lo que no tenía valor. Los mercaderes eran tan hábiles como los ladrones a la hora de sustraer el oro de las bolsas.
—¡Cuidado! —gritó alguien desde arriba.
Pyrgus se apartó ágilmente para esquivar el contenido sólido de un orinal que alguien vació desde una ventana, y Pyrgus se refugió bajo el toldo del carro de un boticario. Entonces la sensación de que lo vigilaban se agudizó. Pyrgus echó un cauteloso vistazo a su alrededor: lo rodeaban cientos de caras, casi todas sucias y ninguna conocida.
—¿Un pequeño cuerno del caos? —susurró el dueño de la botica. Pyrgus le lanzó una mirada tan feroz que el hombre retrocedió—. Lo siento —dijo—, disculpa mi intromisión. —Pero la avaricia lo dominó y suavizó su expresión—. ¿Alguna otra cosa? ¿Captadores de oro? ¿Un homúnculo de color morado?
Pyrgus no le hizo caso y volvió a entremezclarse con la multitud. Su instinto lo arrastraba y confiaba en él, así que apretó el paso y se abrió camino a codazos. Un hombre robusto, con la cabeza afeitada, soltó una maldición e intentó agarrarlo por el chaleco, pero Pyrgus lo esquivó. Siguió adelante a empujones, sin prestar atención a las protestas, hasta que llegó al extremo opuesto del puente y abandonó el río. Allí había menos gente, pero aun así se sentía vigilado. Se dirigió hacia Cheapside, con los pelos de punta esperando que una mano se posase en su hombro.
Naturalmente, sabía lo que pasaba. A Pyrgus lo habían pillado saliendo de la mansión de lord Hairstreak a horas intempestivas. Bueno, no lo habían capturado exactamente, pero lo habían visto. Lo que hizo sospechar a los guardias fue que escapara por una ventana del piso superior. O tal vez fuese porque se había llevado el fénix dorado de lord Hairstreak. Éste no era de los que consienten que alguien quede impune sin más, pero tampoco era partidario de acudir a los tribunales. Si sus hombres encontraban a Pyrgus, el chico pagaría con su vida por haberse llevado el fénix.
Pyrgus no sabía si estaba más seguro entre la gente o solo. En medio de la multitud no se distingue al amigo del enemigo, al menos hasta que ya es demasiado tarde. Y los hombres de Hairstreak lo aplastarían antes de que alguien tuviese el valor de intervenir. Cheapside estaba abarrotado: era un laberinto de burdeles y guaridas de músicos que atraían a lo mejor y a lo peor de la ciudad. El instinto le dijo a Pyrgus que estaría más seguro en un lugar donde pudiese ver si se acercaba un atacante, de modo que avanzó como un cangrejo hasta Seething Lane, que a aquella hora estaba casi vacía por culpa de los olores. Recorrió a toda prisa la callejuela, se apostó en un portal y esperó.
Desde allí divisaba la entrada del callejón y a las apiñadas muchedumbres de Cheapside. No lo había seguido nadie, pero, mientras estaba recuperando la calma, una enorme silueta se recortó en el cruce. El hombre parecía gigantesco, y lo acompañaban otros tres de mayor tamaño aún. Entonces los cuatro empezaron a recorrer el callejón.
Existía la posibilidad de que no estuviesen buscándolo, pero Pyrgus no estaba dispuesto a arriesgar su vida. Se preguntó si había sido buena idea meterse en Seething Lane porque no tenía forma de esquivar a los cuatro hombres y volver a Cheapside, y si escapaba hacia el sur, iría a parar a una calle sin salida. En tiempos no muy lejanos, la callejuela conducía a Wildmoor Broads, pero desde que Chalkhill y Brimstone habían construido la nueva fábrica de pegamento, el camino estaba cortado.
A Pyrgus lo asaltó un pensamiento: en las mejores novelas de aventuras, los protagonistas atrapados en los portales empujaban una puerta, que siempre se abría. Entonces entraban, cautivaban con su encanto a la hermosa hija del dueño de la casa, y la convencían para que los ocultase hasta que el peligro hubiera pasado. Podía intentarlo. Empujó la puerta, pero estaba cerrada.
Los cuatro hombres, que caminaban hombro con hombro, ocupaban Seething Lane de lado a lado. Sus movimientos parecían fortuitos, pero registraban cuidadosamente los portales ante los que pasaban. Llegarían al suyo al cabo de unos minutos. Pyrgus llamó a la puerta con suavidad, rezando en silencio para que la hermosa hija del dueño tuviese buen oído. Tras unos momentos, llamó de nuevo un poco más fuerte. Los cuatro hombres estaban tan cerca que podía oír su respiración, lo cual significaba que ellos también oirían sus llamadas. Cuando apretaron el paso, Pyrgus le dio una violenta patada a la puerta, pero como no consiguió astillarla, se volvió y echó a correr.
—¡Es él! —gritó uno de los hombres, y los cuatro emprendieron una torpe carrera.
Pyrgus era veloz, pero eso sólo le serviría para llegar antes a la calle sin salida. Desde que Chalkhill y Brimstone habían construido su apestosa fábrica, Seething Lane moría ante las elevadas verjas metálicas, profusamente decoradas con terribles letreros que alertaban sobre los guardias y las fuerzas letales que allí había. Pyrgus no tenía ni idea de por qué necesitaban semejantes medidas de seguridad en una asquerosa fábrica de pegamento, aunque sabía que Chalkhill y Brimstone eran elfos de la noche, una estirpe tremendamente desconfiada. Aparte de esa particularidad, armaban mucho jaleo con el procedimiento secreto de fabricación del pegamento. Pyrgus agarró la cancela, que estaba cerrada, mientras pasos apresurados se acercaban a su espalda.
Sobre la cerradura de la verja había un cuerno acústico, pero a Pyrgus se le ocurrió algo mejor que entablar conversación con uno de los guardias de la fábrica. Sin molestarse en mirar atrás, trepó por la verja y saltó. La camisa que llevaba bajo el chaleco y los pantalones militares le daban un aspecto de gran insecto verde.
* * *
A pesar de los temibles avisos, lo único que había al otro lado de la verja era un espacioso patio adoquinado, rodeado por los edificios de la fábrica. Aunque el lugar era nuevo, pues lo habían inaugurado hacía uno o dos meses, parecía como si fuese viejo: la mugre se adhería a todas las superficies. Más allá de las oficinas, Pyrgus vio las rechonchas chimeneas del horno de pegamento, que vomitaban el fétido humo negro. El pegamento milagroso de Chalkhill y Brimstone lo pegaba todo.
Los perseguidores no tardarían mucho en llegar a la verja. Pyrgus no creía que saltasen, pero tal vez sobornasen a un guardia para que los dejase entrar. De todas formas, no podía permitirse el lujo de quedarse a ver qué pasaba. Estaba a punto de cruzar el patio corriendo cuando una rata salió como una flecha de un edificio; la rata apenas había recorrido dos metros cuando explotó un adoquín.
Pyrgus se quedó inmóvil mientras lascas de piedra y pedazos de rata llovían sobre él. ¿Acaso Chalkhill y Brimstone habían rodeado la fábrica con minas? Se echó a temblar porque había estado a punto de pisar los adoquines.
¿Qué querían esconder Chalkhill y Brimstone? Un campo de minas era una exageración, aun tratándose de los desconfiados elfos de la noche, y también resultaba excesivo como medida de protección de la fórmula del pegamento. ¿Qué debía de pasar dentro de la fábrica?
Un guardia uniformado, que se estaba abrochando los pantalones, apareció en una puerta. Pyrgus estaba completamente a la vista y el miedo le impedía moverse, pero el hombre observaba el cráter que se había formado en el patio al explotar la mina, aunque no tardaría en mirar hacia donde se hallaba Pyrgus. ¿Adonde podía ir? ¿Qué iba a hacer? Los hombres de Hairstreak estaban en Seething Lane, así que no podía volver atrás saltando la verja. Y si intentaba cruzar el patio adoquinado se arriesgaba a volar por los aires en pedazos, como la rata.
De repente, retumbó el cuerno acústico.
—¡Ya voy! —gritó el guardia bruscamente, pero no se volvió.
Se acercó al cráter y miró en su interior, como si esperase encontrar algún indicio sobre lo que había hecho explotar la mina. No parecía tener mucha prisa. Sin embargo, Pyrgus no podía quedarse donde estaba porque en cuanto el guardia se volviese, lo vería. No sabía qué sería peor: la furia de Chalkhill y Brimstone al descubrir que alguien había entrado en la fábrica o la justicia cruel de los hombres de Hairstreak por haberse llevado el fénix.
El cuerno volvió a sonar con mayor estruendo.
—¡Sí! ¡Vale! —exclamó el guardia, impaciente.
Entonces a Pyrgus se le ocurrió una idea terrible: quizá no todos los adoquines estaban minados, pues la rata había corrído unos dos metros antes de saltar por los aires. Si él lo intentaba, tal vez tuviese suerte.
O quizá no.
Pyrgus tuvo otra idea espeluznante: suponiendo que no corriese, sino que saltase, es decir, que fuese dando saltos como un canguro, no tocaría tantos adoquines y, por lo tanto, disminuirían las posibilidades de hacer explotar una mina.
Echó un vistazo y calculó que se encontraba a unos nueve metros de la puerta más cercana. Si recorría casi dos metros en cada salto, sólo tendría que tocar cinco adoquines. ¿Cuántos estarían minados? No podía saberlo, pero no parecía probable que Chalkhill y Brimstone hubiesen colocado trampas explosivas en uno de cada cinco adoquines.
¿O sí?
No, claro que no. Si rozaba sólo cinco adoquines, Pyrgus tenía una oportunidad, una oportunidad muy buena, en realidad, una gran oportunidad de llegar entero hasta la puerta. La rata debía de haber pisado al menos diez adoquines antes de saltar por los aires, y seguramente se trataba de una rata con mala suerte. Una rata con suerte podría haber pisado quince, veinte o incluso treinta adoquines sin peligro alguno. Pyrgus se preguntó si él era una rata con suerte, y si la puerta a la que quería llegar estaría cerrada con llave.
El cuerno resonó y siguió zumbando. Era el momento ideal para intentarlo, pues ese ruido ocultaría cualquier sonido que Pyrgus pudiera ocasionar, así que saltó.
El mundo se movió a cámara lenta mientras observaba, fascinado por el miedo, cómo su pie alzado se aproximaba a un adoquín, lo tocaba, y por fin lo pisaba con firmeza. Pyrgus se estremeció, pero el adoquín no explotó.
Luego saltó otra vez y contempló horrorizado cómo su pie aterrizaba con fuerza sobre un segundo adoquín… que tampoco explotó. En medio del tercer salto reparó en que el color del adoquín que tenía debajo era diferente al de los demás y cerró los ojos al acercarse a él. Aterrizó, tropezó y pisó otros tres adoquines (¡Tres!), pero sin saber cómo volvió a saltar.
Después la cámara lenta se detuvo, todo se borró y en cuestión de segundos se encontró ante la puerta. El guardia se dirigía hacia la verja, pero, sorprendentemente, no demostraba ninguna preocupación por los adoquines que pisaba; cuando el cuerno dejó de sonar, se oyeron los refunfuños del hombre. Pyrgus empujó la puerta. Estaba abierta.
* * *
Se encontraba en un pasillo encalado y vacío. A mano derecha había varias puertas y, al abrir la primera, la suerte de Pyrgus cambió radicalmente. Estaba ante un armario lleno de batas blancas, como las que utilizaban los trabajadores de la fábrica de pegamento. Pyrgus observó que las batas llevaban una etiqueta electrónica y entonces comprendió por qué el guardia podía caminar sin miedo sobre el campo de minas: las etiquetas impedían que las minas explotasen. Era lo único que tenía sentido: debían de haber dispuesto algo así para que no muriesen los empleados. Pyrgus descolgó una bata y se enfundó en ella.
Luego cerró la puerta del armario y reflexionó durante unos minutos. Con etiqueta electrónica o sin ella, no tenía intención de regresar sobre sus pasos, así que debía encontrar otra salida.
Mientras la buscaba, dio con el secreto del pegamento milagroso de Chalkhill y Brimstone.
* * *
Vestido con la bata blanca y su correspondiente etiqueta electrónica, Pyrgus se dio cuenta de que podía recorrer la fábrica sin que nadie le prestase la menor atención. Aun así, tuvo la precaución de mantenerse a distancia y no hacer nada que pudiese resultar sospechoso. Procuró caminar con aire confiado, como si supiese muy bien lo que hacía y adonde iba. El problema era que, en realidad, no tenía ninguna pista y, en lugar de encontrar una salida, se introdujo cada vez más en el laberinto de edificios de la fábrica.
Al fin llegó a lo que debía de ser la planta de producción.
El calor era tan horrible y el hedor tan espantoso que estuvo a punto de vomitar en el suelo, pero logró controlarse y miró a su alrededor.
El suelo estaba atestado de cubas malolientes, llenas de un burbujeante líquido, que se comunicaban por medio de tuberías empotradas. Unas pesadas máquinas dispuestas en hilera movían las bombas, cuya presión conducía los viscosos fluidos hasta un frasco gigante que estaba dentro del enorme horno abierto, situado en el lado sur del recinto. Una masa amarilloverdosa de algo asqueroso se agitaba y hervía en el interior del frasco. El lugar estaba abarrotado de trabajadores que llevaban las batas manchadas de residuos y de sudor. Algunos atendían las máquinas, mientras otros removían los burbujeantes líquidos en las cubas. Unos pocos, más fuertes físicamente, rondaban junto al horno abierto, con las caras encendidas por efecto del calor.
Reprimiendo las ganas de vomitar, Pyrgus avanzó con mucha cautela. A unos cuatro metros y medio de altura sobre la planta baja, había una tribuna de vigilancia desde donde unos cuantos guardias, apoyados en la barandilla, miraban hacia abajo con expresión aburrida, aunque casi todos los que estaban en la galería eran inspectores, que aprovechaban el elevado punto de observación para controlar los fluidos de las cubas. Entre ellos se abrían paso uno o dos trabajadores, que eran parte de un desfile continuo de personas que subían y bajaban por la escalera metálica que estaba cerca del horno. Una oleada de alivio invadió a Pyrgus cuando vio al final de la tribuna una puerta en la que destacaba un letrero que indicaba «SALIDA».
Pyrgus avanzó entre el enjambre de trabajadores, confiando en que los aburridos guardias no lo descubriesen. Con paso decidido, se dirigió hacia la escalera metálica, deteniéndose de vez en cuando para fingir que ajustaba una máquina o inspeccionaba el contenido de una cuba. Nadie le hizo caso.
Al acercarse a la escalera, el calor del horno abierto era tan intenso que Pyrgus empezó a sudar a raudales. Junto al horno, algunos trabajadores se habían quitado las batas y trabajaban desnudos de cintura para arriba. Pyrgus observó una jaula que colgaba muy cerca de allí: no era mucho mayor que la de un pájaro, pero dentro había una pequeña gata que amamantaba pacientemente a cinco robustos gatitos.
El chico se detuvo. A Pyrgus le gustaban los animales: al fin y al cabo, los hombres de Hairstreak lo perseguían porque había rescatado al fénix de este personaje. Y aunque era agradable comprobar que Chalkhill y Brimstone tenían animales de compañía, los gatitos se encontraban demasiado cerca del horno para estar cómodos. Pyrgus dudó un momento al pie de la escalera, y luego se dirigió a uno de los trabajadores del horno.
—Aquí hace demasiado calor para esos gatos —dijo bruscamente señalando con la cabeza la jaula—. Deberías colocarlos más lejos del horno.
El hombre se volvió hacia él con un semblante de pocos amigos. Se secó el sudor de la frente con el reverso del brazo, y contempló la limpia bata de Pyrgus.
—¿Eres nuevo aquí o qué? —preguntó.
—Sí —respondió el muchacho—. ¿Qué pasa?
—Entonces no lo sabes, claro —repuso el trabajador.
—¿Qué es lo que no sé? —exigió Pyrgus, impaciente.
Al parecer había encontrado al tonto del pueblo. El hombre tenía la expresión torpe y engreída de un niño que le arranca las alas a las moscas.
—Pues que no importa que tengan un poco de calor ahora porque dentro de un minuto tendrán mucho más… al menos uno de los pequeñitos.
En el tono de voz del hombre había algo que a Pyrgus le produjo un desagradable hormigueo en la columna.
—¿A qué te refieres?
—Es el ingrediente secreto, ¿sabes? Eso es lo que hace que el pegamento milagroso sea, precisamente, milagroso. —El hombre esbozó una picara sonrisa.
—¿Cuál es el ingrediente secreto? —preguntó Pyrgus con el entrecejo fruncido.
La sonrisa del trabajador se hizo más pronunciada.
—¡Los gatitos! —respondió, muy satisfecho—. «¡Un gato al día hace maravillas con el pegamento!». ¿No te lo dijeron cuando te contrataron? Añade un gatito vivo y obtendrás las mejores remesas de pegamento en barra del mercado. Nadie sabe por qué. El señor Brimstone lo descubrió por casualidad una vez que tenía que ahogar una carnada y no podía perder el tiempo bajando al río. —El trabajador se inclinó hacia delante dándose golpecitos en la nariz—. Naturalmente, es un secreto. Mucha gente no usaría el pegamento si supiera que está hecho con gatitos.
En ese momento, se produjo un alboroto a lo lejos, junto a la puerta por la que Pyrgus había entrado, pero el chico lo ignoró.
—Así que vosotros… ¿echáis gatitos al pegamento?
—Uno al día —respondió el hombre con orgullo—. Deben de estar a punto de echarlo, así que puedes mirar si te apetece. La madre está tranquila, pero después maullará durante horas porque sigue llamando al gatito muerto, la muy estúpida. Es para partirse de risa.
El alboroto era cada vez más ruidoso y cercano. Pyrgus echó un vistazo por encima del hombro y vio, horrorizado, al grupo de guardias que avanzaban entre los trabajadores en dirección hacia donde él se encontraba. Luego miró a lo alto de la escalera: no había nadie entre él y la puerta de salida.
—¿Sabes qué te digo? —comentó el hombre—. Como eres nuevo, puedes tirar tú al gatito. Es lo más divertido que se hace aquí.
Pyrgus le dio un golpe en la boca. El hombre se tambaleó hacia atrás, más por la sorpresa que por el golpe; pero al moverse para recuperar el equilibrio, posó una mano sobre la resplandeciente superficie del horno.
—¡Aaay! —aulló, presa de un agudo dolor.
Pyrgus lo empujó y agarró la jaula. Al principio no pudo soltarla, pero enseguida la arrancó de la cadena. La gata lo miró recelosa, pero siguió amamantando a sus gatitos. Pyrgus se volvió y vio a un robusto guardia entre él y la escalera.
—¡Ah, no! ¡No lo conseguirás! —exclamó el guardia con una mueca, y extendió los brazos para bloquearle el paso.
El objetivo estaba tan a mano que no podía fallar. Pyrgus le dio una fuerte patada entre las piernas y saltó sobre él mientras el guardia se doblaba, dolorido.
Luego sin soltar la jaula con la gata y los gatitos, Pyrgus se precipitó escalera arriba hacia la puerta en la que ponía «SALIDA».