2

La cafetería estaba en una antigua cochera reformada, situada en un laberinto de callejuelas tan estrechas que el padre de Henry tuvo que aparcar el coche sobre el bordillo de la acera.

—¿Tienes espacio para salir?

Henry abrid la portezuela del coche con cuidado.

—Hay sitio de sobra, papá. —Henry se las arregló para salir, aunque con aprietos. Cuando su padre cerró el coche, le preguntó—: ¿No perderás el tren?

—¡Al diablo con el tren! —respondió su padre.

Tras bajar tres escalones, entraron en un local enmoquetado y acogedor donde había unas mesas ante las que se sentaban unos cuantos clientes. Al entrar, percibieron el olor del beicon frito. El señor Atherton guió a Henry hasta una mesa situada junto a una puerta en que ponía «PRIVADO», bastante lejos de las otras, y Henry se sentó bajo una ventana que daba a un patio, pequeñísimo y vacío. En el centro de la mesa había un expositor de plástico con el menú.

—¿Te apetece beicon con huevos y salchichas? —le preguntó su padre sin mirar la carta.

Henry sintió que se le encogía el estómago.

—No tengo hambre.

—Voy a tomar el desayuno completo, lo necesito —dijo el señor Atherton dando un suspiro—. ¿Estás seguro de que no quieres nada? ¿Huevos revueltos? ¿Tostadas? ¿Una taza de té?

—Un té —respondió Henry con una débil sonrisa para hacerlo callar.

Ojalá nunca hubiese hablado de Anaïs. El repentino cambio de su padre le daba verdadero miedo. Henry no quería saber nada de Anaïs. Sólo le había hecho una pregunta esperando que le contestase: «¿Anaïs? Pues claro que no; no seas tonto». Y eso era más o menos lo que él le había dicho. Sólo que Henry no quería saber nada de la aventura de su madre. Que ella tuviese una aventura era tan malo como que la tuviese su padre, o aún peor. ¿Y con quién la tenía? Henry nunca había visto a su madre mirar dos veces a un hombre, salvo a su padre. Y quizás éste estuviese equivocado y seguramente todo sería un malentendido.

La puerta giratoria se abrió, y salió una joven camarera con dos platos de huevos.

—¿Qué hay, Tim? —dijo al pasar junto a ellos.

—Buenos días, Ellen —contestó Tim secamente.

Henry pestañeó. Parecía como si su padre fuese con frecuencia a aquel lugar, y sin saber muy bien por qué eso le resultó inquietante. Por lo visto había demasiadas cosas que ignoraba sobre sus padres.

La camarera, Ellen, regresó y sacó una libreta de notas del delantal. Era una hermosa morena, unos ocho años mayor que Henry, que llevaba una ceñida falda negra, blusa blanca y cómodos zapatos. A Henry los zapatos le recordaron a Charlie, que insistía en que prefería la comodidad al diseño y que pensaba seguir así, incluso cuando fuese adulta.

—¿Lo de siempre, Tim? —preguntó la joven, muy animada. Cuando el señor Atherton asintió, la chica miró a Henry y sonrió—. ¿Quién es este buen mozo?

Henry se puso colorado.

—Mi hijo Henry. Henry, ésta es Ellen —contestó Tim.

—¿Qué tal, Henry? ¿Tú también quieres que te dé un infarto?

—Sólo un té —murmuró Henry, que se daba cuenta de que estaba colorado y de que cada vez se ponía más rojo.

—Tenemos unos bollos buenísimos —comentó Ellen—. ¿Te apetece uno?

—Sí, muy bien —respondió Henry para librarse de ella.

Pero el truco no dio resultado.

—¿Sencillo o con pasas?

—Sencillo —contestó Henry, impaciente.

—¿Con mantequilla o nata cuajada?

—Mantequilla.

—¿Mermelada de fresa o de naranja amarga?

—De fresa.

—Listo —exclamó Ellen quien, por fin, cerró la libreta de notas y se marchó.

—Buena chica —observó Tim.

—¿Vienes mucho a este sitio, papá?

Tim se encogió de hombros.

—Bueno, ya sabes… —respondió sin entrar en detalles.

Henry miró hacia la ventana.

—¿Quieres hablarme de mamá?

Seguramente tenían el beicon, los huevos y las salchichas al baño María, porque Ellen apareció enseguida con ellos por la puerta giratoria. En la otra mano llevaba la tetera. Colocó el plato frente a Tim y le dijo a Henry:

—Ahora te traigo el bollo.

Esperaron en silencio a que la chica volviese, casi inmediatamente, con un bollo que compartía el plato con una porción de mantequilla y una minúscula tarrina de mermelada de fresa. Henry contempló el desayuno de su padre, y dio gracias a Dios por no haber pedido lo mismo. El beicon tenía mucha grasa y los huevos estaban duros. Y sintió asco al ver un riñón escondido tras el tomate frito. ¿Era eso lo que tomaba siempre su padre?

Ellen le ofreció el bollo y colocó las tazas y los platillos.

—La leche está en la mesa —les dijo al marcharse.

Tim miró su plato y luego a Henry.

—¿Estás seguro de que no quieres un poco?

Henry se estremeció y tomó el cuchillo para cortar el bolla Cuanto antes empezaran, antes acabarían.

—Quiero que me lo cuentes, papá.

—Sí —asintió su padre—. Lo suponía.

* * *

Tim Atherton no quería contarle nada a su hijo, pero habló. Revolvió su desayuno y habló, y una vez hubo empezado, parecía que no podía parar.

—Ya sabes que tu madre y yo hemos tenido… problemas… ¿verdad, Henry? —Henry no lo sabía. Al menos, antes de aquella mañana. Abrió la boca para decirlo pero su padre lo interrumpió—: Claro que lo sabes, no eres tonto; y tampoco eres un chiquillo. Tienes que haber visto señales… Bien sabe Dios que eran inconfundibles.

A Henry no le habían resultado inconfundibles. Con profunda vergüenza vio que una lágrima brotaba del ojo derecho de su padre y se le deslizaba por la mejilla, pero lo peor de todo fue que él ni siquiera se dio cuenta. Como no se le ocurría nada que decir, Henry esperó. Por fin el señor Atherton habló:

—No sé si eres demasiado joven para escuchar esto, pero nuestra… relación empezó a deteriorarse hace un par de meses. Bueno, tal vez algo más que un par de meses. Ella… parecía distinta. Resultaba bastante claro que su corazón ya no estaba volcado en el matrimonio. Eso… se nota. No es difícil. Fue cuando empecé a enfadarme con Aisling y contigo. Lo siento mucho, pero no podía evitarlo.

«Muy bien —pensó Henry—, esto era lo que yo quería». Henry no se había dado cuenta de que su padre se enfadaba con Aisling y con él, al menos no más de lo normal y sólo cuando ellos se lo merecían. El chico mantuvo la vista clavada en el plato.

—En fin, ya ves —dijo su padre.

¿Y eso era todo? «En fin, ya ves».

—Tienes que hablarme de la aventura de mamá —afirmó Henry en voz baja.

Su padre suspiró. Parecía triste, pero al mismo tiempo aliviado.

—Es difícil de creer, ¿verdad? Yo aún no he podido quitármelo de la cabeza.

Se enderezó en la silla y apartó el plato. Henry observó que no había comido los huevos cuajados ni el asqueroso riñón.

—¿Quién es el hombre? —Henry había tomado aliento para hacer la pregunta.

—¿Qué hombre? —preguntó su padre sin entenderlo.

—El hombre con el que mamá tiene una aventura.

La intensidad de la mirada de su padre era casi espeluznante.

—Ya te lo he dicho, Henry. ¿No me has escuchado? No es un hombre. Tu madre tiene una aventura con mi secretaria, Anaïs.

Las palabras permanecieron allí, extendidas sobre ellos como una mortaja.

* * *

Su padre se ofreció a llevarlo en el coche, pero Henry dijo que prefería caminar. Vagó por las callejuelas; estaban tan desiertas que daba miedo. Mientras caminaba, pensaba. Se sentía como si estuviese dando vueltas sobre una isla de uno o dos metros, más allá de la cual se acababa el mundo. En esa isla, que se desplazaba a su paso, repasó la conversación que había tenido con su padre.

—¿Estás diciendo que mamá tiene una aventura con otra mujer? —preguntó Henry.

El rostro de su padre reflejaba tanto dolor que daba pena.

—Sí. Ya sé que es… es…

—Pero mamá y tú… Bueno, ella ha tenido hijos: Aisling y yo. Si ella… ya sabes… entonces querría decir que es lesbiana. ¡Eso es absurdo, papá! —exclamó Henry.

Su padre se movió, incómodo. Era evidente que aquella situación le resultaba aún más dolorosa que a Henry.

—No es tan sencillo, Henry. No se es lesbiana de nacimiento. En fin, puede ocurrir, pero no siempre. Y las cosas no son blancas o negras. A veces pasan años hasta que las personas se dan cuenta de que se sienten atraídas por gente de su propio sexo.

—Sí, pero mamá ha tenido hijos —repitió Henry porque la explicación no le resultaba convincente.

Su padre esbozó una pálida sonrisa.

—No es tan difícil tener hijos —afirmó, y la sonrisa desapareció—. Me temo que no hay ninguna duda. Martha y Anaïs… Martha y Anaïs… —Parecía a punto de llorar.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —insistió Henry.

Su padre se lo contó.

* * *

En cuestiones de negocios se podía saber qué hora era si se trataba del bueno de Tim Atherton. Si decía que llegaba a las nueve, llegaba a las nueve. Si decía que iba salir media hora, se podía contar con que volvería al cabo de treinta minutos, ni un minuto antes, ni un minuto después. El día anterior había anunciado que regresaría a las cinco a la oficina, pero la cita que tenía planeada se había suspendido debido a una emergencia, y como no había motivos para no volver al despacho, regresó un poco antes de las tres.

La oficina estaba en uno de esos altos edificios que los promotores inmobiliarios habían construido en Inglaterra en los años ochenta. La empresa de Tim ocupaba la tercera planta completa. Cuando el señor Atherton entró, el portero esbozó un saludo, y la recepcionista de la planta baja le dedicó una bonita sonrisa. A los visitantes ocasionales se les entregaba una etiqueta de identificación que servía como pase de seguridad, pero Tim se dirigió directamente a los ascensores.

Tuvo que esperar un poco a que bajase uno, y subió él solo. Se tardaba unos cincuenta segundos en llegar al tercer piso. Tim salió a la recepción de la empresa Newton-Sorsen y saludó a Muriel, que le informó de que su esposa acababa de llegar y que estaba en su despacho. Tim no esperaba la visita de Martha, pero a veces ella pasaba a verlo cuando iba de compras. Naturalmente, Anaïs le habría dicho que él estaría ausente hasta las cinco, pues no se había molestado en llamar para decir que la reunión se había suspendido. Pero tal vez encontrase a Martha antes de que se fuera.

Recorrió el alfombrado pasillo que conducía a su despacho. En ese momento apareció Jim Handley en una puerta y lo abordó para preguntarle por la nueva presentación. Cuando acabó de hablar con Jim y de recorrer el trecho restante, eran las tres y siete minutos.

Para llegar a su despacho tenía que atravesar el despachito en el que Anaïs Ward montaba guardia, como hacen casi todas las secretarias con sus jefes. Le sorprendió un poco, pero sólo un poco, no encontrar a Anaïs ante su mesa: podía haber ido a la máquina de café que estaba al final del pasillo o al cuarto de baño. Le resultó más sorprendente que Martha tampoco estuviese allí. Tendría que haberla encontrado si hubiera bajado en el ascensor, aunque quizás hubiese bajado por la escalera de servicio; a veces la utilizaba para hacer ejercicio.

Tim cerraba su despacho con llave cuando no estaba en él, pues tenía ciertos documentos importantes; así que sacó las llaves del bolsillo y atravesó la oficina de Anaïs. Tardó un segundo, dos como mucho, en introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta. Su esposa y su secretaria estaban dentro. Sobresaltadas, se separaron al oír la puerta. Se estaban besando.

—Tal vez fuera sólo… bueno, algo cariñoso —sugirió Henry con el estómago revuelto—. Las mujeres se besan continuamente.

—No era sólo un gesto cariñoso —repuso Tim con firmeza.

—¿Y no lo supiste hasta ayer? —le preguntó Henry, después de una pausa.

* * *

Estaban a punto de divorciarse. A Henry no se le ocurría otra posibilidad después de lo que su padre le había contado. Lo más gracioso era que él en ningún momento había dicho ni una palabra sobre divorcio, o sobre marcharse, separarse o algo por el estilo, aunque tal vez la situación cambiara cuando sus padres hablasen por la noche. Evidentemente, Henry no podía pasar por alto lo que había sucedido, a menos que su madre se curara, como él esperaba, pero ¿acaso se puede curar alguien de ser lesbiana? Henry sintió que se ahogaba al meterse en semejantes honduras.

Por una vez el señor Fogarty abrió la puerta tan rápido que parecía que estaba esperando tras ella.

—Llegas tarde —comentó—. Y tienes muy mala cara.

—Lo siento —masculló Henry—. He tenido que hacer algo con mi padre.

—¿Quieres hablar o prefieres ponerte manos a la obra?

El señor Fogarty tenía el cuerpo enjuto de un anciano, estaba totalmente calvo, y cuando llovía le dolía la cadera una barbaridad. Parecía que el rostro estaba tallado en granito y los ojos eran tan penetrantes que casi daban miedo.

Henry ya había tenido bastante charla aquella mañana.

—Me gustaría empezar ya —afirmó—, en vista de que he llegado tarde.

—Me parece bien —respondió Fogarty—. No puedo entrar en el cobertizo del jardín, así que tira la porquería y arregla lo demás, pero no toques el cortacésped.

El jardín del señor Fogarty era una tira de césped polvoriento con una budleya marchita y poco más, rodeado por un elevado muro de piedra. El cobertizo era una choza de madera destartalada, que había conocido épocas mejores. El anciano había sacado del cobertizo tres cubos de basura vacíos y, al parecer, quería que Henry tirase un montón de porquerías.

Henry se enderezó. Le esperaba un trabajo pesado y sucio, pero no le importaba porque ese tipo de trabajo le alejaría de la mente otras cosas durante un buen rato. Cuando abrió el pestillo de la puerta del cobertizo, una mariposita de color marrón surgió de la budleya y revoloteó unos instantes en el alféizar de la minúscula ventana antes de caer al suelo. Hodge, el gato del señor Fogarty, que estaba muy gordo, apareció de improviso para apoderarse de ella.

—¡Oh, vamos, Hodge! — exclamó Henry—. ¡Las mariposas no se comen! —Le gustaban los gatos, incluso Hodge, pero no soportaba que matasen pájaros y hermosos insectos. El problema era que, cuando se apoderaban de algún animalillo, como una mariposa, no se podía recuperar la presa sin matarla—. ¡Déjala, Hodge! — gritó muy serio, aunque sin muchas esperanzas.

Entonces se dio cuenta de que la criatura que se debatía en la boca de Hodge no era una mariposa.