Henry se levantó temprano el día en que su vida iba a cambiar. Estaba haciendo una maqueta de cartón, que había dejado preparada la noche anterior para que el pegamento se secase, y lo único que le faltaba para acabar el cerdo volador era colocar un palillo de dientes como eje y añadir algunos adornos. Le había costado tres semanas de trabajo, pero, cuando girara el resorte, el cerdo despegaría batiendo las alas de cartón. En la base de la maqueta decía: «Los cerdos vuelan».
Se levantó a las siete; tardó tres minutos en vestirse, y al minuto siguiente comprobó que el pegamento se había endurecido. Y ¿cómo no iba a endurecerse si lo había dejado toda la noche? Ése era el secreto de las maquetas de cartón: no tener prisa. Había que dedicar tiempo a recortar, y después ir paso a paso. Así se indicaba en las instrucciones: «Ir paso a paso». Y esperar un montón a que el pegamento se secara. Si uno hacía estas tres cosas, conseguía maquetas de cartón tan sólidas como el Taj Mahal. Henry tenía ya siete en su habitación, y entre ellas una que era realmente el Taj Mahal. Pero el cerdo volador era la mejor de todas: en su interior tenía un mecanismo, hecho de ruedas dentadas y ejes de cartón, que hacía que el cerdo se elevase y se le desplegaran las alas.
Al menos eso era lo que decían las instrucciones, y Henry estaba a punto de averiguarlo.
Con un clavito hizo un agujero muy ajustado, en el que insertó el palillo de dientes. Era lo último que le faltaba por hacer, sin contar los adornos. Pero resultaba difícil asentar bien el palillo; y el problema era que no se sabía si estaba correctamente sujeto hasta que se probaba. Y si se probaba y no ajustaba con precisión, podía estropearse el mecanismo. En las instrucciones había una indicación en rojo sobre ese punto. Si se colocaba mal, había que empezar de cero; pero el que lo ponía adecuadamente era un genio.
Henry creía que lo había puesto bien.
El chico contempló su trabajo. La base era un cubo negro en el que sólo había el resorte y la frase: «Los cerdos vuelan». El cerdo, rosado y gordinflón, se encaramaba sobre el cubo, y tenía las alas dobladas con tanta habilidad que no se veían. La maqueta ya estaba terminada, y sólo quedaban por añadir unos cuantos adornos sin importancia, pero Henry podía prescindir de ellos, pues no tenían nada que ver con el mecanismo. Había llegado el momento de la verdad.
Henry contuvo la respiración, alargó el brazo y giró el resorte.
El cerdo despegó suavemente del pedestal, se elevó hacia delante y desplegó las alas de cartón. Cuando llegó al extremo de la base, un eje oculto se encajó para que se mantuviese en alto batiendo las alas. Y así seguiría hasta que se girase el resorte hacia atrás, pero Henry no lo giró, sino que dejó que el cerdo aletease sin parar.
«Los cerdos vuelan».
—¡Sí! —exclamó Henry dando un puñetazo en el aire.
La madre de Henry estaba en la cocina, sentada ante la mesa con la vista fija en una taza de café. Parecía triste.
—¡Buenos días, mamá! —dijo Henry en tono alegre, y se dirigió a la despensa en la que estaban los cereales—. Funciona —añadió, mientras echaba los cereales en su tazón amarillo; lo llevó a la mesa y se sirvió leche de la jarra.
* * *
La madre hizo un esfuerzo para apartar los ojos, grandes, acuosos y totalmente inexpresivos, de la taza y posarlos en Henry.
—¿Qué? —le preguntó.
—Funciona —repitió Henry—. El cerdo volador. He conseguido que funcione. Creía que el mecanismo no resistiría, el mecanismo de cartón, ya sabes; pero es guay. Si quieres, te lo enseño después.
—¡Oh, claro! —contestó la madre con un aire soñador y distante que a Henry le hizo dudar de que supiese de qué le estaba hablando. La mujer forzó una sonrisa y dijo—: Estupendo.
Martha Atherton era una mujer guapa. Hasta Henry se daba cuenta. Comenzaban a asomar en su cabello las primeras canas, pero ni el FBI ni la Inquisición habrían sido capaces de conseguir que lo reconociese. Ante el mundo era morena con reflejos de color caoba. En su figura abundaban las curvas: no resultaba gorda, pero tampoco tenía el aspecto de estar a punto de morir de hambre. A Henry le gustaba así, aunque pareciera ausente. ¿Quién no lo estaba a primera hora de la mañana?
Henry removió los cereales con la cuchara.
—¿Dónde está papá? —preguntó—. ¿Vino a casa anoche?
A veces, cuando trabajaba hasta tarde, el padre de Henry pasaba la noche fuera. La noche anterior aún no había regresado cuando el muchacho se durmió, pero éste se había acostado antes de lo habitual. El señor Fogarty lo había cansado tanto que le costó mucho trabajo pegar el último pedacito del cerdo volador.
A Henry le pareció ver un brillo fugaz en los ojos de su madre, pero desapareció enseguida, y ella volvió a tener la mirada inexpresiva mientras respondía con tono despreocupado a su hijo:
—¡Ah, sí! Supongo que bajará dentro de un minuto.
Henry así lo esperaba. Su padre tenía que tomar el tren y no soportaba las prisas.
—¿Qué has planeado para hoy, mamá?
Su madre era directora de la escuela de niñas de la localidad, que estaba cerrada por las vacaciones de verano.
—Poca cosa —respondió su madre.
Henry se preguntó si también él se convertiría en un zombi cuando tuviese la edad de sus padres. Acabó de comer los cereales, se sirvió más y alcanzó un plátano del frutero. Le esperaba otro día ajetreado con el señor Fogarty, y para afrontarlo necesitaba hidratos de carbono de fermentación lenta.
Oyó los pasos de su padre y, cuando levantó la vista, lo vio en el descansillo de la escalera, camino del cuarto de baño.
—¡Hola, papá! —gritó Henry, y recibió un gruñido como respuesta.
Cuando su padre cerró la puerta del baño, Henry inclinó la silla y buscó un cuchillo en el cajón. Luego cortó el plátano en rodajas gruesas (¡qué raro que el tamaño de las rodajas influyera tanto en el gusto!), y troceó también una manzana.
—¿Hay más plátanos? —le preguntó a su madre.
—¿Qué?
—Plátanos, mamá. ¿Hay más en casa?
La madre lo miró fijamente un momento, y luego respondió:
—Sí, creo que sí.
—¿Te importa si tomo otro? —le preguntó Henry pensando que a su madre le pasaba algo raro.
Aquello era peor que el estado habitual de Martha como personaje de «La mañana de los muertos vivientes».
Los ojos de la mujer se posaron en el rellano de la escalera.
—Come los que te apetezca —respondió la madre, con el tono despreocupado que Henry asociaba a la desaprobación.
¿A qué venía ponerse así por un miserable plátano? Henry sintió una punzada de culpabilidad, pero peló el plátano y lo cortó en rodajas. Después se levantó y fue hasta el frigorífico a ver si había yogures de fresa.
Estaba haciendo los honores a la mezcla que acababa de preparar cuando su padre salió del cuarto de baño, tras ducharse, afeitarse y ponerse su elegante traje de raya diplomática azul y gris. De pronto, a Henry se le ocurrió una cosa: cuando su padre se había dirigido hacia el baño, no venía del dormitorio que compartía con su esposa, sino de donde estaba la habitación de invitados.
¿O tal vez no? Henry frunció el entrecejo ante los cereales, mientras intentaba recordar. Creía que su padre había salido de la habitación de invitados, pero no estaba seguro. Y además, ¿por qué iba a dormir su padre en aquella habitación? A menos que hubiera llegado tan tarde la noche anterior que su madre ya se hubiera acostado y él no hubiera querido despertarla. Claro que su padre había llegado tarde cientos de veces y nunca se había preocupado de esas cosas. Quizá Henry estuviera equivocado; al fin y al cabo, sólo lo había visto de refilón.
—¿Qué hay, papá? —dijo Henry cuando Timothy Atherton entró en la cocina—. He conseguido que mi nueva maqueta funcione.
Pasaba algo raro, aunque Henry no se imaginaba qué podía ser.
—¿Volverás tarde esta noche? —preguntó con tono cortante y sin ningún preámbulo la madre de Henry.
Tal vez estuviese enfadada porque su padre había llegado tarde a casa por la noche.
—No lo sé aún —respondió el padre—. Es posible.
—Tim, tenemos que…
Su madre se detuvo, y Henry habría jurado que la razón era que su padre le había lanzado una mirada de advertencia.
—Te llamaré por teléfono, Martha —contestó el padre con firmeza.
No era lo que decían, pues en realidad no decían gran cosa, sino el tono de voz que empleaban. Y no sólo su madre, sino los dos. Henry volvió a fruncir el entrecejo. Quizás habían discutido por la noche cuando su padre había regresado a casa. Henry había dormido como un tronco, y aunque hubieran gritado como locos, no los habría oído. Entonces retrocedió mentalmente hasta el detalle que se le había ocurrido antes. Cabía la posibilidad de que su padre hubiese dormido en la habitación de invitados porque su madre lo había mandado allí. Debía de ser algo grave porque, por lo que Henry recordaba, hasta entonces nunca habían dormido separados.
De pronto, a Henry se le ocurrió que tal vez su padre tuviese otra mujer. Muchos ejecutivos la tenían: se acostaban con las secretarias. Seguramente habían reñido por eso. Henry sintió un escalofrío repentino. La existencia de otra mujer era una mala noticia porque los matrimonios se divorciaban por culpa de las otras mujeres.
Henry miró a su padre con disimulo. Últimamente parecía más delgado y viejo, y tenía arrugas de cansancio en la frente y alrededor de los ojos. Si se acostaba con Anaïs, no se le veía muy contento. Pero no podía acostarse con Anaïs, su padre no. Él no era de ésos.
—¿Vas a ver a Charlie esta tarde? —preguntó su madre.
Al principio, Henry no se dio cuenta de que le estaba hablando a él; luego reaccionó y respondió:
—Sí. Sí, creo que iré.
—Seguramente la señora Severs te dará de cenar; suele hacerlo.
—Sí, supongo…
Pero su madre ya se había vuelto para hablar con su padre.
—He pensado que tal vez puedas volver un poco antes; podríamos comer juntos y salir a algún sitio. Me refiero a salir a comer. Aisling no regresa del Poni Club hasta el fin de semana, y Henry estará fuera. Así que estaremos los dos solos. —La mujer se dirigió de nuevo a su hijo—: No te importa, ¿verdad? ¡Como vas a cenar con los Severs…!
—No —contestó Henry—. Y me puedo quedar a dormir si quieres.
Muchas veces se quedaba a dormir en casa de los Severs, pero su madre no le hizo caso, lo cual quería decir que no deseaba que lo hiciera. ¡Qué cosas!
Henry observó que su padre miraba el reloj. Tenía media hora para tomar el tren.
—Me parece una idea excelente. Te llamaré después. —La voz de Tim sonaba tensa.
La tirantez se había extendido por la cocina como una alfombra. Henry intentó disiparla.
—¡Vaya, qué mañana tan bonita! —exclamó alegremente mirando el sol que daba en la ventana—. Es una lástima que tenga que ir a casa del señor Fogarty.
—Creo que deberíamos hablar —comentó su madre—, sobre… las cosas.
—Es mejor que me vaya —repuso el padre de Henry después de cerrar los ojos un instante.
—No has desayunado —dijo la mujer.
—He tomado café —repuso el padre; y era cierto, aunque sólo había tomado una taza.
—Te prepararé algo —se ofreció la madre, y arrastró la silla sobre las baldosas al levantarse—. Tienes tiempo de sobra.
—No tengo tiempo de sobra —replicó el padre con indiferencia—. Si no me voy, perderé el tren. —Se levantó, y durante un instante ambos quedaron cara a cara, muy juntos. Luego el padre apartó la vista y murmuró—: Es mejor que me marche.
—¿Puedes dejarme en casa del señor Fogarty, papá? —se apresuró a preguntar Henry procurando no mirar a su madre; por alguna extraña razón, se sentía culpable, como si estuviese tomando partido por alguien.
—Creí que no irías a casa del señor Fogarty hasta la tarde —comentó su madre en tono cortante.
—No, es esta mañana, mamá —repuso Henry sin mirarla.
—Tampoco tú has desayunado.
—Sí, claro que sí. —Señaló el tazón de cereales vacío.
—Eso no es suficiente.
—He añadido plátanos, mamá —explicó Henry—. Además, puedo tomar algo con el señor Fogarty. Le gusta que lo acompañen.
—El señor…
—Si quieres que te lleve, ven —los interrumpió el padre.
—Adiós, mamá —se despidió Henry, y sin prestar atención a la mirada afligida de su madre, le dio un beso en la mejilla.
El padre de Henry se fue sin darle ningún beso a su mujer.
* * *
—¿De qué va todo esto, papá? —le preguntó Henry a su padre mientras se ajustaba el cinturón de seguridad.
En vez de responder, su padre salió del camino de la casa demasiado rápido y sin mirar. Henry reparó en que su madre no estaba en la puerta para decirles adiós con la mano, como solía hacer siempre.
El chico se acomodó en su asiento con una sensación de nerviosismo. No aguantaba que sus padres se peleasen: se podía cortar la tensión con un cuchillo, y su padre se ponía de mal humor. Sin embargo, no se peleaban a menudo, y por eso aquella situación resultaba tan preocupante. Henry se dijo a sí mismo que seguramente no pasaba nada, pero no consiguió aplacar la preocupación. En el colegio conocía a cinco chicos cuyos padres se habían divorciado.
Su padre dijo algo, pero Henry no lo entendió. Tuvo que desviar la atención de sus propios pensamientos.
—Lo siento, ¿qué has dicho, papá?
—Ese señor Fogarty…, ¿cómo es?
—Un señor mayor. Ya sabes…
Henry se encogió de hombros. No quería hablar del señor Fogarty; lo que quería era saber qué les había pasado a sus padres.
—Pues no, no sé —repuso el padre, tajante—. ¿Por qué no me lo cuentas?
Su padre estaba así porque su madre lo había puesto nervioso.
—Está jubilado. Tendrá setenta, ochenta años… No sé. Un viejo. Su casa es un desastre.
—¿Y tú vas a limpiársela?
Si hubiese sido su madre, a esa pregunta seguiría el comentario: «¿Y cómo es que nunca arreglas tu habitación?», pero con su padre todo era claro como el agua, o casi. Ya habían hablado antes del asunto; la cuestión era que su padre estaba enfadado por culpa de su madre. Y, además, conducía demasiado rápido.
—Algo así —contestó Henry—. Limpio un poco, pero algunas veces lo que quiere es hablar.
Y otras veces no hablaba nada. El señor Fogarty era raro, creía en los fantasmas y en los elfos, pero Henry no pensaba decirlo. Raro o no, el señor Fogarty pagaba a tocateja, y Henry estaba ahorrando para comprarse un reproductor de MP3.
—¿De qué?
—¿Cómo?
—¿De qué habla? Has dicho que algunas veces sólo quiere hablar. ¿De qué?
—De cosas —contestó Henry.
Toda la frustración reprimida de su padre explotó de repente.
—¡Oh, por Dios, Henry! ¿Te ha obligado a firmar la Ley de Secretos Oficiales? Sólo quiero saber de qué habláis. Eres mi hijo. Me interesa.
—Deberías conducir más despacio, ¿no crees, papá? Te acompaña tu heredero.
El padre lo miró un instante, luego esbozó una sonrisa por primera vez esa mañana, y la tensión que reinaba en el coche desapareció.
—Perdona, hijo mío —dijo con ternura—. No debería desquitarme contigo.
El padre de Henry levantó el pie del acelerador.
Henry se reclinó en su asiento y contempló los árboles y los setos que iban dejando atrás.
* * *
El señor Fogarty vivía en una casita de dos plantas al final de una calle sin salida, en las afueras del pueblo. El padre de Henry paró en la esquina.
—Ya llegamos —dijo—. No trabajes mucho.
—Tú tampoco —comentó Henry.
Alargó la mano para abrir la puerta, pero se detuvo.
—A lo mejor nos vemos esta tarde, hijo, antes de que vayas a casa de Charlie —dijo su padre.
—¿Tienes una aventura con Anaïs, papá? —repuso Henry.
El silencio era tan profundo que casi ahogaba el zumbido del motor del coche. Henry permaneció quieto en su asiento, con la mano en el tirador de la puerta, mirando a su padre. Creyó que su padre iba a enfadarse, pero en vez de eso adoptó un aire distante, como si estuviese concursando en «¿Quién quiere ser millonario?».
¿Tiene usted una aventura con Anaïs?
A. Sí.
B. No.
C. Ahora no.
D. Sólo somos buenos amigos.
Una de estas respuestas vale sesenta y cuatro mil libras, señor Atherton, pero perderá mucho si se equivoca.
—Si no te marchas, voy a perder el tren —dijo su padre al cabo de un rato.
—¡Vamos, papá! —insistió Henry—. ¿No crees que tengo derecho a saberlo? —Henry se calló cuando estaba a punto de añadir: «Tienes tiempo de sobra para llegar al tren», porque se dio cuenta de que era el tipo de comentario que haría su madre. Pero en vez de eso afirmó—: Si tienes una aventura, no se lo contaré a mamá.
Cuando lo hubo dicho, le pareció que no era suficiente, y prometió que tampoco se lo contaría a su profesora.
El padre continuó callado. Cuando el silencio se hizo tan agobiante que no lo pudo aguantar, Henry abrió la puerta del coche.
—Muy bien —dijo.
Al salir Henry del coche, su padre murmuró algo. El chico estaba cerrando la puerta en ese momento y no lo oyó, así que la volvió a abrir y se inclinó.
—No soy yo el que tiene una aventura con Anaïs. Es tu madre —le dijo su padre en voz baja.